CAPÍTULO 3
Una visita al jardín fenomenológico
1. Bienvenidos al fenome
Imaginemos que un loco se presentara ante nosotros y tratara de convencernos de que los animales no existen. Podríamos intentar sacarlo de su error llevándolo al zoo y diciéndole «¡Mira! ¿Qué son esas cosas que ves si no animales?». Con ello no podríamos esperar llegar a curarlo, pero como mínimo tendríamos la satisfacción de establecer ante nuestros ojos la magnitud de su locura. Supongamos, sin embargo, que su reacción fuese respondernos «Ya, yo ya sé que estas cosas existen —los leones, los avestruces, las boas constrictor—, pero ¿qué os hace pensar que lo que vosotros llamáis animales son animales? La verdad es que no son más que robots cubiertos de piel —bueno, algunos también están cubiertos de plumas y otros de escamas». Puede que esto siga siendo una locura, pero es un tipo de locura distinto y más defendible. Resulta que nuestro loco tiene una idea revolucionaria acerca de la naturaleza última de los animales[1].
Los zoólogos son expertos en la naturaleza última de los animales, y los jardines zoológicos —zoos para abreviar— sirven al propósito educativo de poner al alcance de la gente los objetos de su conocimiento. Si los zoólogos llegaran a descubrir que nuestro loco estaba en lo cierto (en cierto sentido), un zoo les sería muy útil en sus intentos de explicar su descubrimiento. Dirían, «Resulta que los animales —ya saben, esas cosas que vemos en los zoos— no son lo que creíamos que eran. De hecho, son tan diferentes que no deberíamos llamarlos animales. Así que, resumiendo, los animales, en el sentido tradicional del término, no existen».
Los filósofos y los psicólogos utilizan con frecuencia el término fenomenología como genérico que engloba todos aquellos elementos —la fauna y la flora, podríamos decir— que habitan el mundo de nuestra experiencia consciente: pensamientos, olores, picores, dolores, vacas imaginarias de color violeta, intuiciones y todo lo demás. Este uso del término tiene orígenes ligeramente distintos que merece la pena recordar. En el siglo XVIII, Kant distinguía entre «fenómenos», las cosas tal como nos aparecen, y «noúmenos», las cosas como son en sí mismas. Con el desarrollo de las ciencias naturales o físicas en el siglo XIX, el término fenomenología pasó a designar simplemente todo estudio descriptivo de cualquier materia, de forma neutral o preteórica. La fenomenología del magnetismo, por ejemplo, ya había sido iniciada por William Gilbert en el siglo XVI, pero su explicación tuvo que esperar a los descubrimientos sobre la relación entre el magnetismo y la electricidad llevados a cabo en el siglo XIX, y al trabajo teórico de Faraday, Maxwell y otros. En alusión a esta dicotomía entre observación precisa y explicación teórica, la escuela o movimiento filosófico conocido como Fenomenología (con F mayúscula) nació a principios del siglo XX en torno a la figura de Edmund Husserl. Su objetivo era establecer unas nuevas bases para la filosofía (y, de hecho, para todo el conocimiento) a partir de una técnica especial de introspección. De acuerdo con esta técnica, el mundo exterior y todas sus implicaciones y presuposiciones deben ser puestas «entre paréntesis» en un acto particular de nuestra mente al que se denominó epojé. El resultado de este proceso era un estado investigativo de la mente gracias al cual se suponía que el fenomenólogo podía acceder a los objetos puros de la experiencia consciente, denominados noemas, sin verse influido por las distorsiones y prejuicios fruto de la teoría y la práctica. Igual que ha ocurrido con otros intentos de eliminar la interpretación y someter así los hechos básicos de la conciencia a una observación rigurosa, como por ejemplo el movimiento impresionista en las artes y las psicologías introspeccionistas de Wundt, Titchener y otros, la Fenomenología ha sido incapaz de hallar un único método con el que todo el mundo estuviera de acuerdo.
Así, mientras podemos decir que hay zoólogos, no podemos decir realmente que haya fenomenólogos: expertos en la naturaleza de las cosas, por todos reconocidos, que nadan en la corriente de la conciencia. Podemos, no obstante, seguir la práctica habitual reciente de adoptar el término (con f minúscula) como genérico para designar todos aquellos elementos de la experiencia consciente que deben ser explicados.
Hace algún tiempo, publiqué un artículo titulado «Sobre la ausencia de fenomenología» (1979a) en el que intentaba argumentar en favor del segundo tipo de locura: los elementos de los que está compuesta la conciencia son tan diferentes de lo que se había creído hasta ahora, que ya no deberíamos utilizar los términos tradicionales para referirnos a ellos. Pero resultó ser una sugerencia tan escandalosa para muchas personas («¡Cómo es posible que estemos equivocados sobre la naturaleza de nuestra vida interior!»), que intentaron rechazarla como un caso del primer tipo de locura («¡Dennett cree que los dolores, los aromas y los ensueños no existen!»). Es evidente que esto no es más que una caricatura de mi concepción, pero es también una actitud que resulta tentador adoptar. Mi problema fue el de no tener a mano ningún jardín fenomenológico —un fenome, para abreviar— para utilizarlo en mis explicaciones. Lo que yo quise decir es, «Resulta que las cosas que nadan en la corriente de la conciencia —ya saben: los dolores, los aromas, los ensueños, las imágenes mentales y los arrebatos de ira y lujuria, los típicos moradores de un fenome— no son lo que creíamos que eran. La verdad es que son tan diferentes, que les deberíamos buscar nuevos nombres».
Hagamos, pues, una breve visita al jardín fenomenológico, sólo para estar seguros de que sabemos de qué estamos hablando (aunque no sepamos aún cuál es la naturaleza última de las cosas). Por fuerza, no podrá ser más que una visita superficial e introductoria; nos limitaremos a identificar los diversos moradores del jardín, a decir algunas palabras sobre ellos y a plantear algunas preguntas, antes de encomendarnos a tareas teóricas más serias que abordaremos en el resto del libro. Dado que pronto voy a presentar desafíos radicales en contra del pensamiento tradicional, no quisiera que nadie pensara que desconozco por completo las cosas maravillosas que habitan en la mente de los demás.
Nuestro fenome se divide en tres partes: (1) experiencias del mundo «exterior», tales como imágenes, sonidos, olores, sensaciones resbaladizas y rasposas, sensaciones de frío y calor, y sensaciones sobre la posición de los miembros de nuestro cuerpo; (2) experiencias del mundo puramente «interno», tales como imágenes fantasiosas, las visiones y sonidos interiores fruto de nuestros sueños y nuestras conversaciones con nosotros mismos, recuerdos, buenas ideas y corazonadas repentinas; (3) experiencias emotivas o «de afecto» (por utilizar un término un tanto torpe del que gustan mucho los psicólogos), entre las que encontramos, por un lado, los dolores corporales, las cosquillas, las «sensaciones» de hambre y sed, pero también arrebatos emocionales de rabia, felicidad, odio, vergüenza, lujuria, asombro, un amplio abanico que va desde las visitaciones menos corpóreas del orgullo, la ansiedad, el remordimiento, el distanciamiento irónico, el arrepentimiento, el pánico o la frialdad, pasando por una zona intermedia de rabia, felicidad, odio, vergüenza, lujuria o asombro.
No voy a comprometerme con la validez de esta clasificación tripartita entre lo externo, lo interno y lo afectivo. Como una vieja casa de fieras que pone los murciélagos con los pájaros y los delfines con los peces, esta taxonomía se basa más en la semejanza superficial y en una tradición dudosa que en una supuesta íntima relación entre los distintos fenómenos. Por algún sitio tenemos que empezar, no obstante, y cualquier taxonomía que nos proporcione una cierta orientación es útil para evitar que pasemos por alto alguna especie.
2. Nuestra experiencia del mundo exterior
Empecemos por nuestros sentidos más elementales: el gusto y el olfato. Es bien sabido que nuestras papilas gustativas son sensibles sólo a lo dulce, a lo ácido, a lo salado y a lo amargo, y que en gran medida saboreamos con la nariz». Este es el motivo por el cual los alimentos pierden su sabor cuando estamos resfriados. El epitelio nasal es al sentido del olfato lo que la retina es a la vista. Las células epiteliales son de muchos tipos, y cada una es sensible a un tipo distinto de las muchas moléculas que flotan en el aire. Lo que importa es la forma de estas moléculas, que flotan hasta la nariz y, como si de pequeños interruptores se tratara, accionan una u otra célula del epitelio. Con frecuencia es posible detectar las moléculas incluso en concentraciones muy bajas del orden de unas pocas partes por cada mil millones. Otros animales tienen mucho mejor olfato que nosotros, y no sólo son capaces de discriminar muchos más olores en concentraciones aún más bajas (el sabueso es un ejemplo típico de ello), sino que también poseen una capacidad mejor desarrollada para introducir las dimensiones de espacio y tiempo en la detección de olores. Nosotros podemos llegar a sentir la presencia de moléculas de formaldehído en una habitación, pero si lo hacemos, no olemos que esas moléculas se disponen en una estela que discurre en línea recta o se concentran en una región del espacio con moléculas perceptibles individualmente flotando por la habitación; toda la habitación o, en todo caso, un rincón de esa habitación, estará inundada por el olor. No debe sorprendernos que esto sea así: las moléculas flotan a la deriva y pasan, más o menos al azar, por nuestros orificios nasales, de modo que su llegada a determinados puntos del epitelio proporciona información muy escasa acerca de su procedencia; no ocurre lo mismo con los fotones, que fluyen en líneas rectas ópticas a través del pequeño orificio del iris hasta llegar a una determinada dirección retinal, la cual se proyecta geométricamente sobre una fuente exterior o una trayectoria-fuente. Si la resolución de nuestra visión fuese tan pobre como la de nuestro olfato, un pájaro volando sobre nuestras cabezas haría que el cielo adoptara un condición pajariforme por unos instantes. (Algunas especies tienen una visión así de pobre: es decir, su capacidad de resolución y de discriminación no va más allá del hipotético caso que hemos descrito. Otra cosa es qué efecto produce en el animal el tener una visión tan pobre; volveremos sobre este asunto en un capítulo posterior).
Nuestros sentidos del gusto y del olfato están fenomenológicamente acoplados, como también lo están nuestros sentidos del tacto y de la cinestesia, el sentido de la posición y el movimiento de nuestras extremidades y otras partes del cuerpo. «Sentimos» las cosas al tocarlas, agarrarlas o ejerciendo algún tipo de presión sobre ellas, pero las sensaciones conscientes resultantes, pese a que intuitivamente parecen ser «traducciones» directas de la estimulación de los receptores táctiles bajo nuestra piel, también son el producto de un elaborado proceso de integración de datos procedentes de muy distintas fuentes. Tápese los ojos y coja una varilla (un bolígrafo o un lápiz). Toque algunas cosas a su alrededor con la vara y notará que puede distinguir las diferentes texturas de los objetos sin demasiado esfuerzo, como si su sistema nervioso tuviera sensores en la punta de la vara. Se precisa un pequeño esfuerzo para atender al modo en que se siente el palito entre nuestros dedos, a cómo vibra o a cómo vence el rozamiento al entrar en contacto con las diferentes superficies. Este intercambio entre la vara y los receptores táctiles (ayudado en muchos casos por sonidos casi imperceptibles) proporciona la información que el cerebro integra en un reconocimiento consciente de la textura del papel, el cartón, la lana o el cristal. Sin embargo, estos complejos procesos de integración distan mucho de ser transparentes a la conciencia; es decir, no nos damos cuenta —no podemos darnos cuenta— de cómo lo hacemos. Pongamos un caso aún más extremo, piense en cómo percibe usted que el firme de la carretera está resbaladizo por la presencia de una mancha de aceite bajo las ruedas de su coche en el momento de tomar una curva. El punto focal fenomenológico de contacto es aquel punto en que el neumático toca con el suelo, y no un punto del cuerpo de usted, sentado y vestido, o un punto en el asiento del coche o en sus manos enguantadas y agarradas al volante.
Ahora, sin destaparse los ojos, deje la varilla y haga que alguien le haga tocar objetos de porcelana, plástico, madera pulida y metal. Todos ellos son lisos y suaves al tacto, pero usted no encontrará ninguna dificultad en distinguirlos (y no porque usted posea receptores especializados para la porcelana o el plástico en las manos). La diferencia de conductividad del calor parece ser uno de los factores más importantes, pero no es esencial: le resultará bastante sorprendente la facilidad con que podrá usted distinguir las diferentes superficies «sintiendo» sólo con la varilla. Esta posibilidad debe depender de vibraciones en la varilla o de diferencias indescriptibles —pero detectables— en los crujidos y chasquidos que se oyen. Sin embargo, es como si nuestras terminaciones nerviosas estuvieran en la varilla, porque percibimos las diferentes superficies en la punta de la varilla.
Consideremos ahora el oído, cuya fenomenología consta de todos aquellos sonidos que podemos percibir: música, palabras habladas, golpes/estallidos, silbidos, sirenas, gorjeos y chasquidos. Los teóricos que se ocupan del oído a menudo se sienten tentados de «poner a tocar a la pequeña orquesta en nuestra cabeza». Esto es un error, y para estar seguros de que lo identificaremos y lo evitaremos, quisiera ilustrarlo con la ayuda de un pequeño cuento.
Había una vez, a mediados del siglo XIX, un inventor de ojos enloquecidos que se enzarzó en una discusión con Filo, un filósofo testarudo. El inventor tenía como objetivo construir una máquina capaz de «grabar» automáticamente y después «reproducir» con alta «fidelidad» una orquesta y unos coros interpretando la Novena sinfonía de Beethoven. «Vaya tontería», dijo Filo. «Eso es imposible». Puedo llegar a imaginarme un ingenio mecánico que grabe la secuencia de golpes de tecla en un piano y que luego controle la reproducción de esa secuencia en un piano especialmente preparado para ello —podría hacerse con un rollo de papel perforado, por ejemplo—, pero piense usted en la enorme variedad de sonidos y modos de producir estos sonidos que incluye una interpretación de la Novena de Beethoven. Hay cientos de voces humanas de diferentes tonos y timbres, docenas de instrumentos de cuerda, de viento —de metal y de madera—, de percusión. El dispositivo capaz de reproducir tal variedad de sonidos juntos sería una monstruosidad tan difícil de manejar que superaría al más potente de los órganos de iglesia; y si tuviera que hacerlo con la “alta fidelidad” que usted sugiere, no cabe duda de que, literalmente, debería incluir un equipo de esclavos humanos para interpretar las partes vocales, y lo que usted llama la «grabación» de una determinada interpretación, con todos sus matices, debería tener cientos de partituras —una por cada músico— con miles, quizá millones, de anotaciones.»
La argumentación de Filo es, aún hoy, bastante convincente; es sorprendente que todos esos sonidos puedan ser superpuestos fielmente gracias a una serie transformada de Fourier en una sola línea ondulada, grabada sobre un disco de vinilo o representada magnéticamente sobre una cinta u ópticamente sobre la banda sonora de una película. Es aún más sorprendente que un mero cono de papel, al que hace oscilar un electroimán dirigido por la misma línea ondulada, pueda hacer justicia tanto al sonar de una trompeta como al rasgar de las cuerdas de un banjo, al habla humana o al sonido de una botella de vino llena al estrellarse contra el suelo. Filo no pudo imaginarse algo tan poderoso, y tomó su falta de imaginación por una intuición de lo que es necesario.
La «magia» de la serie transformada de Fourier nos abre todo un abanico de nuevas posibilidades en las que pensar, aunque merece la pena señalar que no elimina por sí misma el problema que tanto preocupaba a Filo; simplemente pospone su resolución. Pues mientras nosotros, tan refinados, nos reímos de Filo ante su incapacidad por comprender de qué manera puede grabarse y reproducirse el patrón de compresión y tarificación del aire que estimula nuestro oído, nuestras sonrisas condescendientes desaparecerán de nuestra cara tan pronto como nos planteemos la siguiente pregunta: ¿Qué ocurre con la señal una vez que el oído la ha recibido?
Desde el oído, un aluvión de señales moduladas viaja en reata (aunque ahora más o menos analizadas y descompuestas en corrientes paralelas, y recordando siniestramente a los centenares de partituras de Filo) hacia el interior, hacia el oscuro centro del cerebro. Como en el caso de la línea ondulada grabada en el vinilo del disco, no podemos decir que estas cadenas de señales sean sonidos oídos: son secuencias de impulsos electroquímicos viajando por los axones de las neuronas. ¿No debería acaso existir algún punto central en el cerebro donde estas señales controlan las acciones del poderoso órgano del teatro de la mente? ¿Dónde, si no, se traducen finalmente estas señales sin tonalidad en sonidos oídos subjetivamente?
No queremos buscar en nuestro cerebro lugares que vibren como cuerdas de guitarra, como tampoco queremos hallar puntos en el cerebro que se vuelvan violetas cuando pensamos en una vaca violeta. Así sólo nos encontraríamos ante un callejón sin salida, ante lo que Gilbert Ryle (1949) llamaría un error categorial. Pero ¿qué podemos encontrar entonces en el cerebro que nos permita sentir la satisfacción de haber llegado al final de la cuestión del problema de la experiencia auditiva[2]? ¿Cómo es posible que un conjunto de propiedades físicas de los eventos que se producen en el cerebro constituya —o simplemente explique— las fantásticas propiedades de los sonidos que oímos?
En un primer momento, tales propiedades no parecen susceptibles de ser analizadas o, por utilizar un término favorito de los fenomenólogos, parecen ser inefables. Sin embargo, algunas de estas propiedades aparentemente atómicas y homogéneas pueden convertirse en entidades compuestas y susceptibles de ser descritas. Tome una guitarra y pulse la cuerda de mi bajo o superior sin presionar en ningún traste. Escuche el sonido detenidamente. ¿Posee componentes descriptibles o es un sonido único e inefablemente guitarrístico? Muchos optarían por la segunda manera de describir su fenomenología. Pulse ahora la cuerda y, cuidadosamente, deslice un dedo sobre el traste de octava a fin de crear un «armónico» alto. De repente, escuchará usted un nuevo sonido: «más puro» y, evidentemente, una octava más alto. Algunos insisten en afirmar que este es un sonido totalmente nuevo, mientras otros describen la experiencia diciendo que «ha caído la parte baja de la nota» —quedando sólo la parte superior—. Pulse la cuerda abierta por tercera vez. En esta ocasión podrá usted escuchar, con una claridad sorprendente, el tono armónico que había sido aislado la segunda vez que pulsó la cuerda. La homogeneidad y la inefabilidad de la primera experiencia ha desaparecido, sustituida por una dualidad directamente aprehensible y claramente descriptible como la de cualquier acorde.
La diferencia entre ambas experiencias es sorprendente; pero la complejidad aprehendida en el tercer caso estaba ahí desde el principio (percibida y discriminada). Los estudios en este ámbito han demostrado que es sólo gracias al complejo patrón de armónicos que es usted capaz de reconocer el sonido como el de una guitarra y no, por ejemplo, como el de un laúd o el de un arpa. Estas investigaciones pueden sernos de ayuda para dar cuenta de las diversas propiedades de las experiencias auditivas, analizando las componentes informativas y los procesos que las integran, y permitiéndonos predecir e incluso sintetizar experiencias auditivas determinadas. Sin embargo, estos trabajos siguen sin abordar la cuestión de a qué equivalen tales propiedades. ¿Por qué suena así el patrón de tonos armónicos de una guitarra y asá el patrón de tonos de un laúd? Aún no hemos respondido a esta pregunta, sin bien hemos podido suavizarla al demostrar que al menos ciertas propiedades inefables permiten, después de todo, un mínimo de trabajo analítico y descriptivo[3].
El estudio de los procesos de la percepción auditiva parece indicar que existen mecanismos especializados para descifrar diferentes tipos de sonidos, algo así como los componentes imaginarios de la máquina reproductora de sonidos de Filo. Los sonidos del habla, por ejemplo, parecen ser tratados por lo que un ingeniero denominaría un mecanismo especializado. La fenomenología de la percepción del habla sugiere que en el cerebro se produce una reestructuración total del estímulo de entrada, a través de un mecanismo muy parecido a la mesa de mezclas de un ingeniero de sonido, en la que los distintos canales se mezclan, se potencian y se ajustan para crear un «master» en estéreo del cual se sacarán las copias grabadas en distintos medios.
Por ejemplo, percibimos el habla en nuestra lengua materna como una secuencia de palabras separadas por breves silencios. Es decir, poseemos un claro sentido de las fronteras entre palabras, las cuales no vienen marcadas por líneas coloreadas ni se indican con pitidos o chasquidos. Así pues, ¿qué puede ser una frontera entre palabras si no un silencio de duración variable —como los silencios que separan las letras en el código Morse? Cuando los investigadores piden a los sujetos de un experimento que detecten y evalúen los espacios entre palabras, estos no tienen ninguna dificultad en hacerlo. Efectivamente, parece que tales espacios existen. Sin embargo, si analizamos el perfil de energía acústica de la señal de entrada, las regiones de baja energía (los espacios de tiempo más próximos al silencio) no siempre se corresponden con las fronteras entre palabras. La segmentación de los sonidos del habla es un proceso que impone fronteras en función de la estructura gramatical del lenguaje, no en función de la estructura física de la onda acústica (Liberman y Studdert-Kennedy, 1977). Ello permite explicar por qué percibimos el habla en lenguas que no conocemos como un torrente de sonidos revueltos y sin segmentar: los mecanismos especializados del «estudio de sonido» del cerebro carecen de la información gramatical necesaria para detectar los segmentos apropiados, así que lo máximo que pueden hacer es devolver una versión, apenas alterada, de la señal de entrada.
Cuando percibimos el habla, somos conscientes de algo más que de la identidad y la categoría gramatical de las palabras. (Si así fuera, seríamos incapaces de distinguir entre si estamos oyendo o leyendo las palabras.) Las palabras están claramente demarcadas, ordenadas e identificadas, pero también están revestidas de diversas propiedades sensibles. Por ejemplo, acabo de oír la voz claramente británica de mi amigo Nick Humphrey, levemente desafiante, sin llegar a ser burlona. Parece que puedo oír su sonrisa; en mi experiencia permanece la sensación de que la risa se escondía detrás de esas palabras, pronta a emerger como el sol que se esconde detrás de las nubes. Las propiedades de las que somos conscientes no sólo son las subidas y bajadas de la entonación, sino también asperezas, silbidos y balbuceos, por no hablar de los tonos afilado de la displicencia, trémulo del miedo o plano de la depresión. Y como pudimos observar en el caso de la guitarra, lo que en un principio parecen propiedades atómicas y completamente homogéneas, a menudo, con un poco de experimentación, pueden ser aisladas y analizadas. Sin apenas esfuerzo, reconocemos la entonación interrogativa de una pregunta —y distinguimos una entonación interrogativa británica de una entonación interrogativa americana—, pero se requiere una cierta experiencia sobre las variaciones de un tema para llegar a describir con seguridad y precisión las diferentes curvas melódicas que dan lugar a los diversos sabores auditivos.
La del «sabor» parece ser aquí la metáfora más apropiada; sin duda, porque nuestra capacidad para analizar sabores es muy limitada. Las conocidas pero aún sorprendentes demostraciones de que gustamos con nuestra nariz no hacen sino mostrar que nuestros sentidos del gusto y el olfato son tan toscos, que incluso tenemos dificultades para identificar la ruta a través de la cual recibimos la información. Tal evidencia no se restringe al caso del gusto y el olfato: nuestra capacidad para oír tonos de muy baja frecuencia, como por ejemplo esas notas bajas y profundas de los órganos de iglesia, aparentemente se debe más a la capacidad de sentir las vibraciones en nuestro cuerpo que a captarlas con nuestros oídos. Resulta sorprendente descubrir que una determinada «calidad de fa sostenido, exactamente dos octavas por debajo del fa sostenido más bajo que yo puedo cantar» puede oírse con la parte baja de mi espalda y no con mis orejas.
Para terminar, pasemos a ocuparnos brevemente de la vista. Cuando tenemos los ojos abiertos, recibimos la impresión de hallarnos ante un amplio campo —a menudo denominado campo fenoménico o campo visual— dentro del cual aparecen las cosas, en color y a distintas profundidades o distancias de nosotros, en movimiento o en reposo. Con cierta ingenuidad, vemos los diversos rasgos que experimentamos como propiedades objetivas de las cosas exteriores, observadas «directamente» por nosotros; no obstante, ya de niños, pronto reconocemos una categoría intermedia de elementos —brillos, destellos, reflejos, siluetas borrosas— que sabemos que son producto de la interacción entre los objetos, la luz y nuestro aparato visual. Seguimos, sin embargo, viendo estos elementos como algo que está «ahí afuera» y no en nosotros, con algunas excepciones: el dolor que sentimos al mirar directamente al sol o a una luz muy brillante cuando nuestros ojos están adaptados a la oscuridad, o ese girar vertiginoso del campo fenoménico cuando estamos mareados. Tales sensaciones difícilmente pueden ser descritas de otra manera que como «sensaciones en los ojos»; se asemejan más a las presiones y los picores que sentimos cuando nos frotamos los ojos que a las propiedades normales de las cosas exteriores que vemos.
De entre las muchas cosas que se pueden ver ahí en el mundo físico están las imágenes pictóricas. Las imágenes son un caso tan claro de cosa-creada-para-ser-vista, que tendemos a olvidar que son una incorporación reciente a nuestro entorno visible, sólo unas pocas decenas de miles de años. Gracias al arte y al artificio humanos, hoy en día vivimos rodeados de cuadros, mapas y diagramas, en movimiento y en reposo. Estas imágenes físicas, que son sólo uno de los muchos tipos de «materia prima» para los procesos de percepción visual, se han convertido inevitablemente en el modelo de lo que es el «producto final» de la percepción visual: «imágenes en la cabeza». Tenemos una fuerte inclinación a decir, «pues, claro que el resultado de la visión es una imagen en la cabeza (o en la mente). ¿Qué podría ser si no? En cualquier caso, seguro que no es una melodía o un sabor». Trataremos esta curiosa aunque omnipresente enfermedad de la imaginación de muchas maneras antes de haber acabado, pero empezaremos con una advertencia: las pinacotecas para ciegos no sirven de mucho, y por el mismo motivo, las imágenes en la cabeza necesitarán de ojos para ser apreciadas (por no hablar de una buena iluminación). Supongamos, pues, que existen unos ojos de la mente para percibir las imágenes en la cabeza. ¿Qué decir entonces de las imágenes en la cabeza de la cabeza producidas por esos ojos internos? ¿Cómo evitar una regresión infinita de imágenes y de espectadores? Sólo podemos romper esa regresión si descubrimos un espectador cuya percepción evite la creación de una nueva imagen que a su vez necesite de un espectador. ¿No será que el punto en que debemos romper la regresión es precisamente en el primer paso?
Afortunadamente, existen motivos independientes para mostrarse escéptico ante esta concepción de la visión basada en imágenes en la cabeza. Si en la visión intervinieran imágenes en la cabeza con las que estamos (nuestros yos interiores) íntimamente relacionados, ¿acaso dibujar no sería entonces más fácil? Piensen en lo difícil que es hacer un dibujo realista de, pongamos por caso, una rosa en un jarrón. Ahí esta la rosa, grande como la vida, a unos pocos metros, enfrente suyo, supongamos que un poco hacia la izquierda de su cuaderno de dibujo. (De verdad quiero que se imaginen ustedes esto con cuidado.) Todos los detalles visibles de la rosa real son claros, precisos e íntimamente accesibles para usted o, por lo menos, eso parece, porque el aparentemente tan simple proceso de encajar una copia de todos estos detalles, en blanco y negro y dos dimensiones, en una hoja de papel situada unos cuantos grados hacia la derecha se convierte en un reto de tal envergadura que la mayoría de la gente pronto abandona y decide que no es capaz de dibujar. La traducción de tres dimensiones a dos es algo que resulta particularmente difícil a la gente, lo cual no deja de ser sorprendente, ya que lo que en un principio parece ser la traducción inversa —es decir, ver una imagen bidimensional realista como si fuera una situación u objeto tridimensional— se lleva a cabo involuntariamente y sin esfuerzo. De hecho, es la misma dificultad que tenemos para suprimir esa interpretación inversa lo que convierte incluso el proceso de copiar un dibujo lineal en una tarea de una cierta dificultad.
No se trata solamente de «coordinación entre mano y ojo», ya que los que saben bordar o montar relojes de bolsillo con gran destreza pueden mostrarse como auténticos ineptos en el momento de copiar un dibujo. Podría decirse que es más un problema de coordinación entre ojo y cerebro. Los que dominan la técnica saben que esta requiere el dominio de ciertos hábitos de atención, de trucos como el de desenfocar ligeramente los ojos a fin de poder suprimir la contribución de lo que uno sabe (la moneda es circular, la mesa es rectangular); así el pintor puede observar los verdaderos ángulos subtendidos por las líneas del dibujo (la forma de la moneda es elíptica, la de la mesa es trapezoidal). A veces ayuda el superponer una cuadrícula o un par de hilos cruzados en un visor, para determinar los ángulos de las líneas visibles. Aprender a dibujar consiste en gran medida en aprender a superar los procesos normales de la visión a fin de convertir la experiencia de las cosas vistas en algo más próximo a mirar una imagen. Nunca es exactamente como mirar una imagen, pero una vez la cosa vista se ha adulterado lo suficiente en la dirección deseada, es posible, utilizando algunos trucos habituales, «copiar» más o menos lo que uno experimenta sobre el papel.
De forma impresionista, el campo visual nos parece algo uniformemente detallado y enfocado desde el centro hasta las lindes. No obstante, un simple experimento demuestra que no es así. Tome una baraja y coja al azar una carta; manténgala boca abajo para no saber qué carta es. Sitúela entonces en la linde derecha o izquierda de su campo visual y vuélvala, cuidando de mantener la vista al frente (escoja un punto donde fijarla y no deje de mirar en esa dirección). Verá entonces que no es capaz de decir de qué palo es la carta, ni siquiera si es o no es una figura. Fíjese, sin embargo, que es usted capaz de percibir el más pequeño movimiento de la carta. Es usted capaz de percibir el movimiento sin ser capaz de ver la forma o el color de aquello que se mueve. Empiece ahora a mover la carta hacia el centro de su campo visual, siempre con cuidado de mirar hacia el frente: ¿en qué punto puede usted identificar el color de la carta? ¿Cuándo el palo y el número? Observe que usted podrá ver si es una figura antes de poder decir si es caballo, sota o rey. Probablemente, le sorprenderá descubrir lo cerca del centro que puede usted mover la carta antes de poder identificarla por completo.
Por lo general, permanecemos ajenos a esta sorprendente deficiencia de nuestra visión periférica (toda la visión, con la excepción de un área de dos o tres grados alrededor del centro del campo) a causa del hecho de que nuestros ojos, a diferencia de las cámaras de televisión, no permanecen quietos ante los acontecimientos que el mundo les presenta. Todo lo contrario, no paran de moverse: sin que nosotros nos demos cuenta, llevan a cabo un juego incansable de etiquetado visual de todos aquellos objetos que penetran en nuestro campo de visión y que pueden tener algún interés. Sea a través de un seguimiento continuado, sea por saltos bruscos, nuestros ojos proporcionan a nuestro cerebro información de alta resolución sobre todo lo que ocupa en cualquier momento el centro del área foveal del campo retinal (la fóvea del ojo tiene una capacidad discriminadora diez veces superior a la de el resto de la retina.)
Nuestra fenomenología visual, los contenidos de nuestra experiencia visual, poseen un formato muy diferente de cualquier otro método de representación: ni dibujos, ni películas, ni frases, ni mapas, ni modelos a escala, ni diagramas. Considere lo que está presente en su experiencia cuando usted mira el bullicio de miles de espectadores en un estadio. Los individuos están demasiado lejos para que usted pueda identificarlos, a menos que haya algo lo bastante llamativo como para facilitarle el trabajo (¿el presidente? Sí, claro, seguro que es aquel; es el que está ahí, en medio de todas esas banderolas rojas, azules y blancas). Visualmente, usted puede decir que la multitud está compuesta por seres humanos porque estos se mueven como se mueve la gente. Hay algo de global en su experiencia visual de la multitud (lo que se ve allí tiene un aire de muchedumbre, de la misma manera que un trozo de árbol visto a través de una ventana tiene aire de olmo o que un suelo puede verse polvoriento); sin embargo, usted no ve solamente una gran mancha de algún modo identificada como «multitud»; usted ve —todo a la vez— miles de detalles particulares: gorritas rojas que se balancean y gafas de sol que brillan, pedacitos de cazadora azul, programas de mano agitados al viento y puños alzados. Si intentáramos pintar una reproducción «impresionista» de su experiencia, esa cacofonía de manchas de colores no capturaría el contenido; usted no tiene la experiencia de una cacofonía de manchas de colores, como tampoco tiene la experiencia de una elipse cuando mira oblicuamente una moneda. Los cuadros —imágenes coloreadas en dos dimensiones— son capaces de reproducir aproximadamente el estímulo que recibe la retina de una escena en tres dimensiones, y crear así una impresión que se asemeja a la impresión visual que se tendría al contemplar directamente la escena, pero el cuadro no es un dibujo de la impresión resultante, sino más bien algo que puede provocar o estimular tal impresión.
Es tan imposible pintar una imagen realista de la fenomenología visual, como lo es de la justicia, de una melodía o de la felicidad. Sin embargo, a menudo parece apropiado, incluso irresistible, hablar de las experiencias visuales de uno como si fueran imágenes en la cabeza. Todo ello forma parte del funcionamiento de nuestra fenomenología visual y, por tanto, forma también parte de lo que debemos explicar en los capítulos siguientes.
3. Nuestra experiencia del mundo interior
¿Cuáles son las «materias primas» de nuestras vidas interiores? ¿Y qué hacemos con ellas? Las respuestas no deberían ser demasiado difíciles de encontrar; quizá baste con «mirar y ver» y luego anotar los resultados.
De acuerdo con una tradición todavía tan sólida como la de los empiristas ingleses, Locke, Berkeley y Hume, los sentidos son las puertas por las que se introduce el mobiliario de la mente; una vez dentro, a buen recaudo, este material puede manipularse y combinarse ad libitum para crear un mundo interno de objetos imaginados. La manera en que usted se imagina una vaca de color morado volando sería la siguiente: toma usted el color morado, que conoce por haber visto granos de uva, las alas las consigue gracias a haber visto un águila, y se las pega a una vaca, imagen que usted posee por haber visto alguna vez una vaca. Esto no puede ser del todo correcto. Lo que entra en el ojo es una radiación electromagnética, y no por ello pasa a ser utilizable como una paleta de colores para pintar vacas imaginarias. Nuestros órganos sensoriales son bombardeados por energía física en las formas más variadas, energía que en el punto de contacto es «traducida» a impulsos nerviosos que viajan hacia el cerebro. Lo que pasa del exterior al interior no es más que información, y, aunque la recepción de información podría provocar la creación de alguna entidad fenomenológica (por hablar de la manera más neutral posible), es difícil creer que la información misma —que no es más que una abstracción concretada dentro de un medio físico modulado— pueda ser la entidad fenomenológica en cuestión. Existe todavía alguna buena razón, sin embargo, para estar de acuerdo con los empiristas ingleses en que de alguna manera el mundo interior depende de fuentes sensoriales.
La visión es la modalidad sensorial que nosotros, pensadores humanos, casi siempre destacamos como fuente principal de conocimientos perceptivos, aunque luego recurramos al tacto y al oído para confirmar lo que los ojos nos han dicho. Este hábito nuestro de contemplar todo lo que tiene que ver con la mente a través de la metáfora de la visión (hábito en el que hemos caído por lo menos dos veces sólo en esta frase) es una de las principales fuentes de distorsión y confusión, como veremos inmediatamente. La vista domina hasta tal punto nuestra práctica intelectual, que hallamos muchas dificultades en concebir una alternativa. A fin de hacernos comprender, dibujamos diagramas y esquemas para que «se vea lo que pasa», y si queremos «ver si algo es posible», intentamos imaginarlo en «el ojo de nuestra mente». ¿Habría sido capaz una raza de pensadores ciegos que se basara en el oído de comprender con la ayuda de melodías, tintineos y graznidos en la oreja de la mente, lo mismo que nosotros comprendemos gracias a las «imágenes» mentales?
Incluso los ciegos de nacimiento utilizan un vocabulario visual para describir sus propios procesos de pensamiento. No está claro, sin embargo, hasta qué punto esto es el resultado de haberse visto obligados a ceder ante la presión de un lenguaje que aprende de personas videntes, o de la validez de una metáfora que son capaces de reconocer a pesar de las diferencias en sus propios procesos de pensamiento, o aun debido al hecho de que hacen aproximadamente un mismo uso de la maquinaria visual del cerebro que las personas videntes, todo ello a pesar de carecer de las vías de entrada normales. La respuesta a estas preguntas sin duda contribuiría a aportar nueva luz sobre la naturaleza de la conciencia humana, ya que uno de sus sellos de distinción es precisamente la preponderancia del decorado visual.
Cuando alguien nos explica algo, es frecuente que demostremos haber comprendido con un «ya veo»; y esto no es una mera metáfora muerta. La naturaleza cuasivisual de la fenomenología de la comprensión ha sido ignorada casi por completo por los investigadores en ciencia cognitiva, especialmente en inteligencia artificial, que han intentado desarrollar sistemas de comprensión del lenguaje por ordenador. ¿Por qué le han vuelto la espalda a la fenomenología? Quizás en gran medida a causa de su convencimiento de que la fenomenología, por muy real y fascinante que sea, no es funcional; es una rueda que gira sin llegar nunca a engranar en aquella maquinaria que es relevante para la comprensión.
La fenomenología de diferentes oyentes como respuesta a un mismo enunciado puede variar casi ad infinitum sin que apenas pueda apreciarse variación en la comprensión o en la captación del contenido. Considérese la variedad de imágenes mentales que podría provocar en dos personas el escuchar el siguiente enunciado:
«Ayer mi tío despidió a su abogado».
Jim podría empezar con un repaso de los malos tragos que pasó ayer, todo mezclado con una mirada fugaz a la parte correspondiente a la relación tío (hermano del padre o de la madre; marido de la hermana del padre o de la madre) del diagrama de relaciones familiares, y seguido por algunas imágenes de tribunales y de un anciano montando en cólera. Mientras tanto, quizá, Sally habrá pasado por la palabra «tío» sin recrear imagen alguna y habrá fijado su atención en algún aspecto del rostro de su tío Bill, al tiempo que se imagina una puerta dando un portazo y la silueta apenas «visible» de una mujer bien vestida, marcada con la etiqueta «abogado», saliendo por ella. Independientemente de su imaginería mental, Jim y Sally han comprendido el enunciado igual de bien, como quedaría confirmado por las respuestas y paráfrasis que darían a una batería de preguntas que se les propusiera a continuación. Además, como señalarían los investigadores con mentalidad más teórica, las imágenes no pueden ser la clave para la comprensión porque uno no puede hacer el dibujo de un tío, o de un ayer, o de un despedir, o de un abogado. Los tíos, a diferencia de los payasos o los bomberos, no poseen ninguna característica distintiva que pueda ser representada visualmente, y los ayeres no se parecen a nada. Comprender no es, pues, algo que pueda hacerse a través de un proceso de convertirlo todo a la divisa de las imágenes mentales, a menos que los objetos dibujados se identifiquen mediante etiquetas, en cuyo caso la escritura en estas etiquetas sería un mensaje verbal necesario para la comprensión, lo cual nos devolvería al punto de partida.
Mi oír lo que usted dice depende de que usted lo diga a una distancia suficiente de mis oídos y mientras estoy despierto, lo cual garantiza que yo lo pueda oír. Mi comprender lo que usted dice depende de muchas cosas, pero no parece depender de ningún elemento identificable de la fenomenología interna; ninguna experiencia consciente garantizará que yo le comprenda o le comprenda mal. El hecho de que Sally se imagine a su tío Bill no impedirá de ninguna manera que ella comprenda que es el tío del hablante, y no el de Sally, quien despidió a su abogado; ella sabe lo que quería decir el hablante; se ha visto llevada a evocar una imagen de su tío Bill sin que por ello haya riesgo de provocar una confusión, ya que comprender al hablante no depende en modo alguno de su imaginería[4].
Así pues, la comprensión no puede ser explicada por el mero recurso de citar las entidades fenomenológicas que la acompañan, lo cual no significa que esa fenomenología no esté ahí. Más concretamente, ello no significa que un modelo de comprensión que permanezca en silencio en todo lo que respecta a la fenomenología será capaz de capturar todas nuestras intuiciones sobre la comprensión. No cabe duda de que la principal causa de escepticismo ante la «comprensión por máquina» del lenguaje natural se debe al hecho de que estos sistemas casi nunca incorporan un espacio de trabajo «visual» en el que analizar la información de entrada. Si así lo hicieran, la sensación de que están realmente comprendiendo lo que procesan se vería notablemente potenciada (independientemente de que sea, como insisten algunos, una mera ilusión). Hoy por hoy, si un ordenador profiere «ya veo lo que quieres decir» como respuesta a un información que le hemos introducido, tenemos una fuerte tentación de tachar esa afirmación como un fraude manifiesto.
La tentación es realmente fuerte. Por ejemplo, es difícil imaginar cómo es posible entender ciertos chistes sin la ayuda de las imágenes mentales. Dos amigos están sentados en un bar bebiendo; el uno mira al otro y le dice: «Tío, me parece que te has pasado, ¡la cara se te está poniendo borrosa!». ¿Acaso no ha utilizado usted una imagen o algún rápido bosquejo para imaginarse el error que el hablante acaba de cometer*? Parece que la experiencia nos proporciona un ejemplo de lo que se siente cuando se entiende algo: ahí está usted, ante algo confuso o indescifrable o, cuanto menos, desconocido —algo que de un modo u otro provoca un picor epistémico— cuando, de repente, ¡ajá, ya lo tengo! La comprensión se despierta y la cosa se transforma; se convierte en algo útil, accesible, que cae bajo su control. Antes del tiempo t, la cosa era incomprensible; después de ese tiempo t, ya es comprensible —un claro cambio de estado que a menudo puede ser medido con precisión en el tiempo, aun cuando sea, insistamos en ello, una transición accesible subjetivamente y descubierta por medio de la introspección—. Como veremos, es un error hacer de esto el modelo de todo proceso de comprensión, aunque no deja de ser cierto que cuando el principio de un proceso de comprensión posee algún tipo de fenomenología (cuando somos conscientes de empezar a comprender algo), esa es la fenomenología que se asocia al proceso en cuestión.
Algo de verdad debe haber en la idea de la imaginería mental, y si las «imágenes en la cabeza» no es la mejor manera de pensar en ello, entonces es preciso hallar una manera mejor de hacerlo. La imágenes mentales afectan a todas las modalidades de percepción sensorial, no sólo a la visión. Imagine usted «Noche de paz», con cuidado de no tararearla mientras lo hace. ¿«Ha escuchado» no obstante la melodía en el oído de su mente sonando a un tono determinado? Si es usted como yo, sí que la habrá escuchado. Yo no entono muy bien, así que no puedo decir «desde dentro» en qué tono me la he imaginado, pero si alguien se pusiera a tocar «Noche de paz» en un piano, sería capaz de decir, sin ninguna duda, «Sí, esta es la melodía que me he imaginado» o, por el contrario, algo parecido a «No, me la estaba imaginando unos tres tonos por debajo[5]».
No sólo hablamos con nosotros mismos en silencio, sino que aveces también lo hacemos con un «tono de voz» particular. En otras ocasiones es como si hubiera palabras, pero no palabras oídas, y aún en otras ocasiones, sólo la sombra o el indicio de una palabra está «ahí» para abrigar nuestros pensamientos. En el apogeo de la psicología introspeccionista, se produjeron ardorosos debates sobre si era posible que hubiera pensamientos totalmente «sin imágenes». Por el momento, dejaremos abierta esta cuestión; nos limitaremos a señalar que muchos afirman con toda seguridad que los hay, mientras otros afirman con la misma seguridad que no los hay. En el próximo capítulo desarrollaremos un método para tratar con estos conflictos. En cualquier caso, la fenomenología del pensamiento vivo no se limita a hablar con uno mismo; podemos hacernos dibujos en los ojos de nuestra mente, conducir un coche con cambio manual, tocar seda, o saborear un imaginario bocadillo de mantequilla de cacahuete.
Tanto si los empiristas ingleses estaban en lo cierto al pensar que estas sensaciones solamente imaginadas (o memorizadas) no eran más que burdas copias de las sensaciones originales que «venían del exterior» como si no lo estaban, no es menos cierto que estas pueden provocar tanto placer o sufrimiento como las sensaciones «reales». Como todo buen soñador sabe, quizá las fantasías eróticas no sean un sustituto totalmente satisfactorio de la realidad, pero son algo que uno con toda seguridad echaría de menos, si se le impidiera tenerlas. Pues no sólo producen placer; pueden provocar sensaciones reales y algunos otros efectos corporales bien conocidos. Podemos llorar cuando leemos una novela triste, y también puede que haya llorado el novelista en el momento de escribirla.
Todos somos conocedores de los placeres y los dolores de la imaginación, y muchos de nosotros nos consideramos expertos en preparar esos episodios que tanto nos gustan; sin embargo, aún podemos sorprendernos al descubrir cuan poderosa puede volverse esta facultad tras un período serio de aprendizaje. Encuentro particularmente sorprendente, por ejemplo, que cuando se llevan a cabo competiciones de composición musical, los participantes aveces no presenten grabaciones (o actuaciones en vivo) de sus trabajos; presentan partituras, y los jueces efectúan sus juicios estéticos con toda confianza a partir de la lectura de esas partituras y escuchando la música en sus mentes. ¿Qué valor tienen las mejores imaginaciones musicales? ¿Puede un músico experimentado, después de leer rápidamente una partitura, saber exactamente qué sonido producirán esos oboes y flautas disonantes en relación a la masa sonora de las cuerdas? Anécdotas hay muchas, pero por lo que yo sé este es un territorio relativamente inexplorado, a la espera de que algún investigador inteligente se interese por él.
Las sensaciones imaginadas (si es que podemos llamar así a estas entidades fenomenológicas) son objetos apropiados para la apreciación y el juicio estéticos, pero, entonces, ¿por qué las sensaciones reales son mucho más importantes? ¿Por qué no nos contentamos con puestas de sol recordadas o con la promesa de unos espaguetis al pesto? Gran parte del placer y el dolor que asociamos a acontecimientos de nuestra vida están, después de todo, ligados a la anticipación y al recuerdo. Los simples momentos de sensación no son más que una pequeña parte de lo que nos interesa. El porqué —y el cómo— del interés que sentimos por las cosas es asunto que trataremos en próximos capítulos, pero el hecho de que las sensaciones imaginadas, anticipadas o recordadas sean tan distintas de las sensaciones débiles puede recalcarse recurriendo a otro experimento mental, que nos conduce hasta la puerta de la tercera parte del fenome.
4. Afecto
Ahora cierre los ojos e imagine que alguien le ha dado una patada muy, pero que muy fuerte en la espinilla (unos treinta centímetros por encima del pie) con una bota de puntera metálica. Piense en ese agudísimo dolor con tanto detalle como pueda; imagine que se le saltan las lágrimas, que casi se desmaya, se marea, de tan penetrante y abrumador que es el dolor que usted siente. ¿Se lo ha imaginado bien? ¿Ha sentido el dolor? ¿Podría incluso quejarse porque el seguir fielmente mis instrucciones le ha producido algún dolor? He comprobado que la gente reacciona de maneras muy distintas a este ejercicio, pero nadie hasta ahora me ha dicho que haya sentido ningún dolor. Algunos lo encuentran francamente inquietante, para otros es un ejercicio mental bastante divertido, en cualquier caso nunca tan desagradable como el más leve de los pinchazos en un brazo que usted llamaría dolor.
Suponga ahora que ha soñado la escena de la patada en la espinilla. Un sueño así puede resultar tan chocante que usted puede llegar a despertarse; incluso puede encontrarse agarrándose la espinilla, gimiendo y con lágrimas en los ojos. Pero no habría inflamación ni verdugón ni cardenal, y tan pronto como estuviera usted lo bastante despierto y hubiera recuperado el sentido de la orientación como para fiarse de su propio juicio, diría que ya no había rastro del dolor en la espinilla —si es que lo hubo en algún momento—. ¿Son experiencias los dolores soñados? ¿O son una especie de dolores imaginarios? ¿O algo intermedio? ¿Qué podemos decir de los dolores inducidos por hipnosis?
En cualquier caso, los dolores soñados y los dolores inducidos por hipnosis son estados mentales que nos afectan de algún modo. Compáreselos, sin embargo, con los estados (¿mentales?) provocados durante el sueño cuando uno se mueve, adopta una posición incómoda y, acto seguido, sin despertarse, sin darse cuenta, vuelve a moverse hasta adoptar una posición más cómoda. ¿Son dolores? Si estuviéramos despiertos, los estados causados por la mala postura serían dolores. Hay personas, afortunadamente bastante pocas, que son congénitamente insensibles al dolor. Antes de que empiece a envidiar a estas personas, debería usted saber que como no realizan estos cambios de postura cuando duermen (ni tampoco cuando están despiertos) pronto se convierten en unos lisiados por haber forzado excesivamente las articulaciones a causa de carecer de la señal de alarma apropiada. También se queman, se cortan y se provocan otras lesiones que van acortando sus infelices vidas por ese mantenimiento inadecuado de sus cuerpos (Cohen y otros, 1955; Kirman y otros, 1968).
No cabe duda de que la posesión de un sistema de fibras nerviosas para el dolor con las regiones asociadas en el cerebro es un adelanto evolutivo, aun si ello significa pagar el precio de tener que soportar algunas alarmas que escapan totalmente a nuestro control[6]. Pero ¿por qué los dolores tienen que doler tanto? ¿No sería suficiente con un timbre muy fuerte en el oído de la mente, por ejemplo?
¿Y para qué sirven la ira, el miedo o el odio? (Asumo que la utilidad evolutiva del deseo sexual no necesita defensa.) O, por tomar un ejemplo más complicado, considérese la simpatía.
Etimológicamente, la palabra significa sufrir-con. Las palabras alemanas correspondientes son Mitleid («compasión, piedad», literalmente: con-dolor) y Mitgefühl («simpatía», literalmente: con-sentimiento). O piénsese en la llamada vibración por simpatía, en la que la cuerda de un instrumento musical empieza a vibrar por la simple presencia de otra cuerda que vibra en su proximidad y que está estrechamente relacionada con el a por compartir la misma frecuencia de resonancia. Suponga que usted presencia una escena en que su hijo sufre algún tipo de humillación o profunda depresión; usted apenas puede soportarlo: olas de profunda emoción le invaden y ahogan sus pensamientos, pierde usted la compostura y siente deseos de luchar, de llorar, de golpear algo. Este es un caso extremo de simpatía*. ¿Por qué motivo estamos diseñados de modo que tales sensaciones se produzcan en nuestro interior? ¿Y en qué consisten?
En muchos de los capítulos que siguen nos ocuparemos de la significación adaptativa de los distintos estados afectivos (en caso de que la tengan). De momento, sólo quisiera llamar la atención, durante nuestro pequeño paseo, sobre la innegable importancia del afecto para nuestra convicción de que la conciencia es importante. Considérese la diversión, por ejemplo. Todos los animales quieren seguir viviendo —en cualquier caso luchan con todas sus fuerzas por sobrevivir bajo la mayoría de condiciones—, pero sólo algunas especies nos parecen capaces de disfrutar de la vida o de divertirse. Nos vienen a la mente retozonas nutrias deslizándose por la nieve, cachorros de león jugando, nuestros perros y gatos, pero no arañas o peces. Los caballos, al menos cuando todavía son potros, parecen sentir una cierta alegría de vivir, pero las vacas o las ovejas normalmente parecen estar bastante aburridas o ser, a lo sumo, indiferentes. ¿Acaso no ha pensado usted alguna vez que es una pena que los pájaros vuelen, porque no parecen en general ser capaces de apreciar lo maravilloso de su actividad? El de diversión no es un concepto trivial, pero, en mi opinión, no ha recibido hasta ahora la atención que se merece por parte de ningún filósofo. Tengo la certeza de que nunca llegaremos a tener una explicación completa de la conciencia hasta que hayamos dado cuenta del papel que esta juega en hacer que nosotros (¿sólo nosotros?) nos divirtamos. ¿Qué preguntas es apropiado hacerse? El siguiente ejemplo nos ayudará a ver con qué tipo de dificultades nos enfrentamos.
Existe una especie de primate en América del Sur, más gregario que la mayoría de mamíferos, que muestra una conducta bastante curiosa. Los miembros de esta especie a menudo se reúnen en grupos, grandes o pequeños, y en el curso del parloteo mutuo típico de estas reuniones, bajo una gran variedad de circunstancias, estos de repente se ven asaltados por unos ataques que se caracterizan por una respiración involuntaria y convulsiva, una suerte de jadeo ruidoso e incontrolado, mutuamente reforzado por los individuos del grupo, que a veces es tan violento que los deja totalmente indefensos. Lejos de ser desagradables, no obstante, estos ataques parecen ser muy del gusto de los individuos de esta especie, que los buscan y en ocasiones muestran una profunda adicción por ellos.
Quizá tengamos la tentación de pensar que si supiéramos lo que estos individuos sienten en su interior, llegaríamos a comprender esta afición suya tan rara. Si pudiésemos verlo «desde su punto de vista», sabríamos para qué sirve. Sin embargo, en este caso podemos estar seguros de que por mucho que lleguemos a saber, la conducta en cuestión seguirá siendo un misterio, porque ya disponemos de la información que buscábamos: la especie es el Homo sapiens (que, evidentemente, vive en América del Sur y también en muchos otros sitios), y la conducta es la risa[7].
Ningún otro animal hace algo así. Un biólogo que se encontrara ante un fenómeno único como este debería, en primer lugar, preguntarse para qué sirve, y, en caso de no dar con ningún análisis plausible en términos de ventajas biológicas directas, se inclinaría por interpretar esta conducta tan rara e improductiva como el precio pagado por el organismo a cambio de alguna otra ventaja. Pero ¿qué ventaja? ¿Qué cosa hacemos mejor de como la haríamos en caso de no contar con los mecanismos que trae consigo nuestra tendencia —casi adicción— a la risa, y cuyo precio nos merece la pena pagar? ¿Es la risa una manera de «liberar el estrés» que acumulamos en el curso de los complejos procesos cognitivos que jalonan nuestras vidas socialmente avanzadas? Pero ¿por qué se necesitan cosas divertidas para liberar el estrés? ¿Y por qué no las cosas verdes o las cosas planas? ¿Por qué no gustamos igualmente de permanecer de pie temblando o eructando, o rascándonos la espalda los unos a los otros, o canturreando, o sonándonos la nariz o lamiéndonos fervorosamente las manos?
Nótese que el punto de vista interno es bien conocido y no plantea demasiados problemas. Nos reímos porque las cosas son divertidas —y la risa es la conducta apropiada ante cosas divertidas, de una manera que lamerse las manos, por ejemplo, no lo es—. Es obvio (demasiado obvio, de hecho) el porqué nos reímos. Reímos de gozo, de alegría, de felicidad, y porque hay cosas que simplemente causan hilaridad. Si en algún caso se ha podido explicar algo porque posee una virtus dormitiva es este: nos reímos por la hilaridad que causa el estímulo[8]. Es totalmente cierto; no existe ningún otro motivo por el cual nos reímos, cuando nos reímos de verdad. La hilaridad es la causa constitutiva de la verdadera risa. Del mismo modo que el dolor es la causa constitutiva de un comportamiento doliente no fingido. Y ya que es cierto, no tenemos por qué negarlo.
Pero necesitamos una explicación de la risa que vaya más allá de esta verdad tan evidente, igual que las explicaciones tradicionales del dolor y del comportamiento ante el dolor van más allá de lo que es obvio. Somos capaces de ofrecer una explicación biológica coherente de por qué existe el dolor y una conducta de reacción al mismo (de hecho acabamos de esbozarla); lo que queremos es una explicación en los mismos términos del porqué de la existencia de la hilaridad y la risa.
Lo que sabemos de antemano es que si llegamos a tener tal explicación, esta no satisfará a todo el mundo. Algunos que se llaman a sí mismos anti-rreduccionistas lamentan que la explicación biológica del dolor y de la conducta ante el dolor se olvide de lo que hay de doloroso en el dolor, dejando de lado ese «horror intrínseco» del dolor que lo convierte en lo que es. Seguramente pondrán las mismas objeciones a cualquier explicación de la risa que demos: dejaríamos de lado su hilaridad intrínseca. Objeciones como estas a explicaciones del tipo que hemos mencionado son bastante comunes: «Lo que usted ha explicado es la conducta y los mecanismos que la acompañan, pero le queda explicar la cosa en sí, que es el dolor en todo su horror». Todo esto plantea cuestiones bastante complejas, que consideraremos con detalle en el capítulo 12; por el momento señalaremos que cualquier explicación del dolor que incluyera el carácter horrible del mismo está condenada a la circularidad, pues permanecería el residuo de una virtus dormitiva que no habría sido eliminado. De igual manera, toda explicación de la risa tiene que dejar de lado esa presunta hilaridad intrínseca, el gusto, la gracia, porque su presencia no hará más que retardar el intento de hallar una respuesta.
La fenomenología de la risa está herméticamente sellada: simplemente vemos directamente, de forma natural, sin inferencias, con una evidencia que va más allá de la «intuición», que la risa es lo que va con la hilaridad, es la reacción «correcta» al humor. Quizá podamos descomponer un poco el fenómeno: la reacción correcta a algo gracioso es la diversión (un estado mental interno); la expresión natural de la diversión (cuando no es preciso ocultarla o suprimirla, como ocurre a veces) es la risa. Ahora parece que tenemos algo que los científicos llamarían una variable intermedia, la diversión, entre el estímulo y la respuesta: y parece además que está constitutivamente ligada a ambos extremos de la cadena. Es decir, la diversión es lo-que-por-definición-provoca-una-risa-sincera, y también es lo-que-por-definición-es-provocado-por-algo-gracioso. Todo esto es evidente. No parece que debamos ir más allá en nuestras explicaciones. Como decía Wittgenstein, las explicaciones tienen que pararse en alguna parte. Pero lo que tenemos aquí no es más que un hecho en bruto —aunque claramente explicable— de la psicología humana. Hemos de ir más allá de la pura fenomenología, si queremos explicar cualquiera de los moradores de nuestro jardín fenomenológico.
Todos estos ejemplos de fenomenología, en su diversidad, parecen tener dos características comunes. Por un lado, nos son muy familiares; nada hay que podamos conocer mejor que las entidades de nuestras fenomenologías personales —eso parece, por lo menos—. Por otro lado, se resisten duramente a un análisis científico materialista; nada puede parecerse menos a un electrón, a una molécula o a una neurona, que las sensaciones que me produce una puesta de sol en este momento —eso parece, por lo menos—. Los filósofos siempre se han sentido profundamente impresionados por ambas características, y han desarrollado diversos modos de resaltar lo que para ellos es problemático. Para algunos, el gran enigma reside en esa especial intimidad: ¿Cómo podemos no equivocarnos nunca o tener un acceso privilegiado o una aprehensión directa de estas entidades? ¿Cuál es la diferencia entre las relaciones epistémicas con nuestra fenomenología y nuestras relaciones epistémicas con los objetos del mundo exterior? Para otros, el gran enigma tiene que ver con las «cualidades intrínsecas» poco usuales —o, por usar la voz latina, los qualia— de nuestra fenomenología: ¿Cómo es posible que algo compuesto de partículas materiales sea la diversión que estoy sintiendo, o posea la «homogeneidad última» (Sellars, 1963) del cubito de hielo rosa que me estoy imaginando, o pueda llegar a importarme tanto como me importa el dolor que siento?
Hallar una explicación materialista que les haga justicia a todos estos fenómenos no va a ser fácil. Hemos hecho algunos progresos, sin embargo. Nuestro breve inventario ha incluido algunos casos en los que un cierto conocimiento de los mecanismos subyacentes constituye un desafío —quizás incluso una usurpación— a la autoridad que normalmente se confiere a la introspección. Acercándonos un poco más de lo habitual a las jaulas y observando desde diferentes perspectivas a sus moradores, hemos empezado a romper el hechizo, a disipar la «magia» del jardín fenomenológico.