CAPÍTULO 8
Cómo las palabras hacen cosas con nosotros
KARL MARX y FRIEDRICH ENGELS, La ideología alemana, 1846*
FRIEDRICH NIETZSCHE, La gaya ciencia, 1882**
HELEN KELLER, The world I live in, 1908
1. Repaso: e pluribus unum?
En el capítulo 5 expusimos la mala idea, persistente y seductora, del Teatro Cartesiano, donde se presenta un espectáculo de luz y de color ante una audiencia solitaria pero poderosa, el ego o el ejecutor central. Aunque hemos podido comprobar por nosotros mismos la incoherencia de esta idea y hemos identificado una alternativa, el modelo de las Versiones Múltiples, el Teatro Cartesiano seguirá embrujándonos hasta que hayamos anclado firmemente nuestra alternativa en la tierra firme de la ciencia empírica. Iniciamos esta tarea con el capítulo 6 y la continuamos, realizando nuevos progresos, con el capítulo 7. Literalmente, tuvimos que regresar a los principios: los principios de la evolución que guiaron una narración especulativa sobre el proceso gradual del desarrollo del diseño que ha creado nuestra conciencia. Ello nos permitió echar una mirada a la maquinaria de la conciencia desde el interior de la caja negra, entre bastidores, podríamos decir, como homenaje a esta tentadora imagen teatral que estamos intentando derrocar.
En nuestros cerebros hay una colección de circuitos cerebrales ensamblados, que, gracias a una serie de hábitos inculcados en parte por la cultura y en parte por la autoexploración individual, conspiran para producir una máquina virtual más o menos ordenada, más o menos efectiva y más o menos bien diseñada: la máquina joyceana. Al aunar todos estos órganos especializados, que evolucionaron independientemente, ante una causa común y dotando, así, al conjunto de unos poderes muy mejorados, la máquina virtual, este software del cerebro, lleva a cabo una especie de milagro político interno: crea un capitán virtual para la tripulación, sin ascender a ninguno de ellos al rango de dictador vitalicio. ¿Quién está al mando? Primero una coalición y luego otra, en una alternancia que no es caótica gracias a unos buenos metahábitos que tienden a producir secuencias coherentes y resueltas en vez de una interminable y atropellada carrera por el poder.
Ese saber ejecutivo resultante no es más que uno de los poderes tradicionalmente atribuidos al yo, aunque uno de los importantes. William James le rindió homenaje cuando satirizó la idea de la neurona pontificia en alguna parte del cerebro. Sabemos que la descripción del trabajo que efectúa este subsistema jefe es incoherente, pero también sabemos que esas responsabilidades de control y esas decisiones deben estar repartidas de un modo u otro por el cerebro. Nosotros no somos barcos a la deriva en manos de una tripulación amotinada; nos las arreglamos bastante bien no sólo manteniéndonos lejos de los bancos de arena y otros peligros, sino también planeando campañas, corrigiendo errores tácticos, reconociendo los sutiles indicios de las posibilidades que se nos presentan, y controlando grandes proyectos que se prolongan durante meses o años. En los capítulos que siguen examinaremos con más detalle la arquitectura de esta máquina virtual, a fin de aportar nuevos apoyos —no pruebas— en favor de la hipótesis de que efectivamente puede asumir estas funciones ejecutivas y aun otras. Antes de hacerlo, no obstante, debemos poner al descubierto y neutralizar otra fuente de mistificación: la ilusión del Significador Central.
Una de las principales funciones de ese jefe imaginario es la de controlar la comunicación con el mundo exterior. Como vimos en el capítulo 4, la idealización que hace posible a la heterofenomenologia presupone que hay alguien en casa para llevar el peso de la conversación, un autor de las grabaciones, un significador de todos los significados. Cuando nos disponemos a interpretar los sonidos vocales emitidos por un cuerpo locuaz, no suponemos que estos son meros ladridos sin sentido, o palabras extraídas de un sombrero por una tropa de crápulas entre bastidores, sino que los tomamos como actos de un único agente, la (única) persona cuyo cuerpo está produciendo los sonidos. Si finalmente decidimos interpretar, no tenemos otra elección que postular la existencia de una persona cuyos actos comunicativos estamos interpretando. Esto no es exactamente lo mismo que postular un sistema interno que es el jefe del cuerpo, el titiritero que controla las marionetas, aunque sea esta la imagen que naturalmente nos venga a la cabeza. Resulta tentador suponer que este jefe interno es un poco como el presidente de los Estados Unidos, que puede ordenar a su secretario de prensa o a cualquier otro subordinado que haga públicos los comunicados, pero cuando estos hablan, lo hacen en su nombre, ejecutan sus actos de habla, de los cuales es responsable, y de los cuales es, oficialmente, el autor.
De hecho, no hay ninguna cadena de mando como la descrita en el cerebro rigiendo la producción del habla (ni la de la escritura). Parte de la tarea de desmantelar el Teatro Cartesiano pasa por hallar una explicación más realista de cuál es la verdadera fuente de las aseveraciones, las preguntas y otros actos de habla que naturalmente atribuimos a esa (única) persona cuyo cuerpo está llevando a cabo las preferencias. Necesitamos ver qué le ocurre al mito capacitador de la heterofenomenologia cuando se reconocen las complejidades de la producción del lenguaje.
Ya hemos podido ver alguna sombra cernirse sobre este problema. En el capítulo 4 imaginamos que Shakey el robot poseía una capacidad rudimentaria para conversar, o cuando menos de emitir palabras en determinadas circunstancias. Supusimos que Shakey podía diseñarse para «contarnos» cómo distinguía las cajas de las pirámides. Shakey podía decirnos «examino las secuencias de 10 000 dígitos…», o «busco fronteras de claro-oscuro y hago un dibujo lineal…», o «no lo sé; hay cosas que se me aparecen como cajas…». Cada uno de estos «testimonios» diferentes es el resultado de un diferente nivel de acceso que el dispositivo redactor de «testimonios» pudiera tener ante el funcionamiento interno del dispositivo identificador de cajas, pero no entramos en detalles sobre cómo los diferentes estados de la máquina podrían estar ligados a las diferentes producciones que estos causaban. Aquel era un modelo deliberadamente simplificado de la producción del lenguaje, útil solamente para clarificar una cuestión muy abstracta a partir de un experimento mental: si un sistema emisor de enunciados tuviera sólo un acceso limitado a sus estados internos, y un vocabulario limitado con el cual componer esos enunciados, sus «testimonios» serían interpretables como verdaderos sólo si les imponemos una lectura metafórica. Las «imágenes» de Shakey constituían un ejemplo de cómo algo que no era realmente una imagen podía ser precisamente aquello de lo que se estaba hablando como si efectivamente se tratara de una imagen.
Una cosa es prever una nueva posibilidad abstracta; otra cosa es demostrar que esa posibilidad tiene una versión realista aplicable a nosotros mismos. Lo que Shakey hacía no era realmente un acto de emisión de testimonios, un acto de decir. Por lo que pudimos ver, esa verbalización imaginaria de Shakey podría ser perfectamente un amaño, ese lenguaje «enlatado» que los programadores incluyen en el software para hacerlo más atractivo al usuario. Usted va a formatear un disco y su ordenador le «hace» una pregunta amable: «¿Está usted seguro de querer hacer esto? Se borrará toda la información contenida en el disco. Responda S o N». Sólo un usuario muy ingenuo creería que el ordenador pretendía ser educado.
Permítanme poner algunas palabras en la boca de un crítico. Ya que este crítico imaginario seguirá los pasos de nuestras discusiones e investigaciones en capítulos posteriores, le pondremos un nombre. Habla Otto:
Fue un truco muy barato el de referirse a Shakey cómo «él» en vez de «eso»; el problema con Shakey es que no tiene una interioridad verdadera como nosotros; no es posible imaginar cómo se sentiría uno si fuera eso. Aun en el caso de que los mecanismos responsables de recibir la información de entrada procedente de su «ojo » cámara de TV y de convertirla en identificación de cajas hubieran sido muy parecidos a los mecanismos de nuestro sistema visual (y no lo eran), y aun en el caso de que los mecanismos responsables de controlar la producción de cadenas de palabras inglesas hubieran sido muy parecidos a los mecanismos de nuestro sistema de producción del habla que controla la producción de cadenas de palabras inglesas (y no lo eran), todavía faltaría algo: ese intermediario en nuestro interior cuyos juicios se expresan cuando contamos cómo nos sentimos. El problema con Shakey es que sus entradas y salidas están conectadas de forma inadecuada, de una forma que elimina al observador (el experimentador, el beneficiario) que tiene que haber en algún punto entre La entrada visual y la salida verbal, de modo que haya alguien allí dentro para querer decir las palabras de Shakey cuando son «proferidas».
Cuando yo hablo, [prosigue Otto] quiero decir lo que digo. Mi vida consciente es privada, pero puedo decidir hacerle a usted partícipe de algunos de sus aspectos. Puedo decidir contarle cosas sobre mi experiencia pasada o presente. Cuando lo hago, formulo enunciados que adapto cuidadosamente al material que deseo relatar. Puedo ir de la experiencia al testimonio propuesto, contrastando las palabras con la experiencia para asegurar que he dado con les mots justes. ¿Tiene el sabor de este vino un matiz de pomelo, o quizá me recuerda más al de las frambuesas? ¿Sería mejor decir que ese sonido fuerte sonó alto, o quizá mejor diría que fue claro o muy concentrado? Atiendo a los dictados de mi experiencia consciente y llegó así a un juicio sobre las palabras que mejor le harán justicia a su carácter. Cuando me siento satisfecho de haber elaborado un testimonio preciso, lo expreso. A partir de mi relato introspectivo, usted puede llegar a conocer alguna característica de mi experiencia consciente.
Como heterofenomenólogos, hemos de dividir este texto en dos partes. Por una parte tenemos las afirmaciones que Otto hace sobre lo que experimenta cuando habla. Estas son inviolables; así es cómo Otto percibe la experiencia, y debemos considerarlo como un dato susceptible de ser explicado. Por otra parte tenemos las afirmaciones teóricas (¿o acaso son conclusiones a argumentos tácitos?) que hace Otto sobre lo que todo esto demuestra que se está produciendo en su interior, y en qué medida es diferente de lo que está ocurriendo en el interior de Shakey, por ejemplo. Dichas afirmaciones no poseen ningún estatuto especial, pero las trataremos con el respeto que merece cualquier afirmación fruto de una reflexión.
Estoy totalmente de acuerdo en insistir en el hecho de que el intermediario, el observador interno en el Teatro Cartesiano, debe ser eliminado, de que nunca se hallará, pero no podemos simplemente deshacernos de él. Si no hay un Significador Central, ¿de dónde viene el significado? Debemos sustituirlo por una explicación plausible de cómo una proferencia que se quería decir —un testimonio real, sin comillas—, se compuso sin el imprimátur de un Significador Central solitario. Este es el objetivo principal de este capítulo.
2. Burocracia frente a pandemónium
Uno de los cadáveres en el armario de la lingüística contemporánea es el haber sido muy prolija en todo lo referente al proceso de comprensión por parte de un oyente y el haber ignorado prácticamente el proceso de producción por parte de un hablante. Y sin embargo, podríamos afirmar que este proceso es la mitad del lenguaje, quizá la mitad más importante. Aunque existen muchas teorías detalladas y modelos de la percepción del lenguaje, y de la comprensión de enunciados percibidos por un oyente (el camino desde la fonología, pasando por la sintaxis, hacia la semántica y la pragmática), nadie —ni Noam Chomsky, ni ninguno de sus seguidores o de sus detractores— ha tenido nada particularmente interesante (aunque sea falso) que decir sobre los sistemas de producción del lenguaje. Es como si todas las teorías del arte fuesen teorías de la apreciación del arte, sin decir nunca una palabra sobre los artistas que lo crearon; como si todo el arte consistiera en objets trouvés apreciados por marchantes y coleccionistas.
No es difícil ver por qué esto es así. Los enunciados son objetos fáciles de encontrar para iniciar un proceso. Está realmente claro cuál es la materia prima o la entrada de los sistemas de percepción y comprensión: ciertos tipos de ondas en el aire, o grupos de marcas sobre una superficie plana. Y aunque hay una niebla bastante espesa que oscurece las controversias sobre cuál es el producto final del proceso de comprensión, al menos este profundo desacuerdo se produce al final del proceso que está siendo estudiado, no al principio. Una carrera con una línea de salida clara puede por lo menos empezarse, incluso si nadie está muy seguro de adonde llegará al final. ¿Es la «salida» o el «producto» de la comprensión del habla una descodificación o traducción de la entrada a una nueva representación —una oración en mentalés, quizá, o una imagen-en-la-cabeza— o es un conjunto de estructuras profundas, o una entidad que todavía nadie ha imaginado? Los lingüistas pueden decidir aplazar la respuesta a este rompecabezas mientras trabajan en las partes periféricas del proceso.
Con la producción del lenguaje, por otra parte, dado que nadie hasta el momento ha desarrollado una descripción clara y definitiva de lo que inicia el proceso que termina en una proferencia completa, es difícil incluso empezar a construir una teoría. Difícil, pero no imposible. Recientemente se han llevado a cabo algunos trabajos bastante interesantes sobre ciertos aspectos de la producción, sobre los cuales el psicolingüista holandés Pim Levelt ha realizado una excelente y muy bien organizada reseña en su libro Speaking (1989). Procediendo hacia atrás desde la salida, o procediendo desde la mitad en ambas direcciones, podemos echar algunas miradas bastante interesantes hacia los mecanismos responsables del diseño de nuestras preferencias y de que sean expresadas. (Los siguientes ejemplos se extraen del trabajo de Levelt.)
El habla no se produce en un «proceso por bloques» que diseña y ejecuta una palabra a la vez. La existencia de una capacidad de predicción en el sistema, aunque sea limitada, se revela por la manera en que se distribuyen los acentos en el enunciado. Un caso simple: el acento de una palabra como «dieciséis» depende del contexto:
ANDY: ¿Cuántos dólares dices que cuesta?
BOB: Creo que dieciSÉIS.
ANDY: DIECiséis dólares no es mucho.
Cuando Andy profiere un segundo enunciado, debe ajustar su pronunciación de «dieciséis» a la palabra (Dólares) que sigue. Si hubiera dicho:
dieciSÉIS no es mucho.
le habría dado a la palabra un patrón acentual distinto. Otro ejemplo: nótese la diferente acentuación en las dos apariciones de la palabra «Tennessee» en la frase
Conduje desde Nashville, TennessSEE, hasta la frontera de TENnessee y Arkansas*
Los lapsus y otros errores lingüísticos demuestran de manera bastante concluyente cómo se respetan (y se dejan de respetar) las distinciones gramaticales en el momento de proyectar un enunciado que se va a emitir. Es más fácil oír a alguien decir «don los sueños» cuando quiere decir «son los dueños» que oírle decir «pin palabras» cuando quiere decir «sin palabras». Existe una mayor tendencia a utilizar las palabras reales (conocidas) frente a palabras meramente pronunciables (es decir, posibles pero no reales), incluso cuando se produce un lapsus linguae. Algunos errores son indicativos de cómo deben operar los mecanismos de selección de palabras: «Todo demonichucho [demonio+chucho] y diabliposa [diablo+mariposa]/en torno de su libro está volando*», y «Acabo de poner el horno a velocidad baja». Piénsese también en el tipo de transposición implicada en la producción de errores como «¿Cuántos pesos quilas?» o «Si te acuerdo no me he visto», en vez de «¿Cuántos quilos pesas?» o «Si te he visto no me acuerdo».
Gracias a los ingeniosos experimentos que provocan tales errores, y a los complejos análisis de lo que ocurre y lo que no ocurre cuando la gente habla, se están realizando algunos progresos en la construcción de modelos de los altamente organizados mecanismos que ejecutan la última articulación de un mensaje una vez ya se ha decidido que un determinado mensaje va a ser liberado al mundo exterior. Pero ¿qué o quién pone todos estos mecanismos en marcha? Un error de habla es un error precisamente en virtud de ser una cosa distinta de la que el hablante quería decir. ¿Qué capataz asigna las tareas en relación a las cuales se juzgan errores como los ejemplificados más arriba?
¿Qué, si no el Significador Central? Levelt nos propone un esquema, un «anteproyecto del hablante»:

Figura 8.1
En el ángulo superior izquierdo hace su aparición un funcionario que tiene un sospechoso parecido con el Significador Central, armado con grandes cantidades de conocimiento del mundo, planes e intenciones comunicativas, y capacidad para la «generación de mensajes». Levelt advierte a sus lectores de que el conceptualizador «es una reificación que debe ser explicada» (pág. 9), pero postula su existencia de todos modos, ya que no parece poder hacer funcionar el proceso sin el recurso de un jefe, aun sin haberlo analizado, que dé las órdenes al resto del equipo.
¿Cómo funciona? El problema fundamental se verá más claramente si empezamos con una caricatura. El conceptualizador decide ejecutar un acto de habla, como por ejemplo insultar a su interlocutor haciendo un comentario desagradable sobre sus pies. Envía, por tanto, la orden al grupo de burócratas bajo su influencia, el departamento de Relaciones Públicas (el formulador de Levelt): «¡Decidle a este burro que tiene los pies grandes!». Los chicos de RP se ponen al trabajo. Buscan las palabras apropiadas: la forma correcta en segunda persona del verbo tener, es decir tienes; un artículo masculino plural como los, una buena palabra para decir pies, como por ejemplo pies; y el adverbio y el adjetivo apropiados: muy grandes. Las combinan hábilmente con el tono de voz insultante adecuado y ejecutan la proferencia:
«¡Tienes los pies muy grandes!».
Pero esperen un momento, ¿es realmente tan sencillo? Cuando el conceptualizador dio la orden (lo que Levelt denomina mensaje preverbal), si la dio en castellano, como sugiere mi caricatura, entonces ya estaba hecho todo el trabajo difícil y apenas le quedaba nada por hacer al resto del equipo a parte de transmitir la orden con algún pequeño reajuste. Entonces, ¿acaso el mensaje preverbal está en un sistema de representación o lenguaje diferente? Sea lo que sea, debe ser capaz de proporcionar las «especificaciones» básicas al equipo de producción sobre el objeto que debe construir y liberar al exterior, y debe hacerlo en un formato que este equipo sea capaz de “comprender”, quizá no castellano, pero sí alguna versión de cerebrés o mentales. Debería ser una especie de lenguaje del pensamiento, argumenta Levelt, pero quizás en un lenguaje del pensamiento que se utilice únicamente para ordenar actos de habla, y no las demás actividades cognitivas. El equipo recibe el mensaje preverbal, una orden detallada en mentales para producir un enunciado en castellano, y acto seguido cumple la orden. Así, los subordinados tienen algo más que hacer, pero con ello no hacemos más que ocultar la regresión que nos acecha. ¿Cómo decide el conceptualizador qué palabras en mentales tiene que utilizar para dar la orden? Valdrá más que no tenga que haber un duplicado en miniatura del esquema de Levelt oculto en la cajita de generación de mensajes del conceptualizador (y así, sucesivamente, ad infinitum). Es obvio, además, que nadie le ha dicho al conceptualizador lo que tiene que decir; después de todo, él es el Significador Central, allí donde se origina el significado.
¿Cómo se desarrolla, pues, el significado de un enunciado? Considérese la siguiente serie de órdenes anidadas, partiendo de una estrategia general, pasando por tácticas más detalladas y hasta llegar a las operaciones básicas:
- ¡Ponte ofensivo!
- ¡Hazle algo feo, pero no demasiado peligroso!
- ¡Insúltalo!
- ¡Métete con alguna parte de su cuerpo!
- ¡Dile que tiene los pies muy grandes!
- Di: ¡tienes los pies muy grandes!
- Profiere: 'tjenez los 'piez' 'muj' 'grandes.
No cabe duda de que debe pronunciarse una secuencia parecida a la descrita, en que todos los esfuerzos se dirigen hacia ese acto final. El habla humana es una actividad intencional; hay fines y medios, y llevamos a cabo un trabajo bastante aceptable en nuestro recorrido por las diversas opciones. Podríamos haberle dado un empujón en vez de insultarlo, podríamos haber despreciado su inteligencia en vez de su anatomía, o, citando a Fats Waller, podríamos haber dicho: «¡Tus extremidades pédicas son repulsivas!».
¿Pero es una jerarquía burocrática de jefes dando órdenes a sus subordinados la que lleva a cabo esta concentración de esfuerzos? En esta cascada de órdenes parece haber también mucha toma de decisiones, «momentos» en los que se «seleccionan» determinadas opciones en favor de otras opciones rivales, lo cual sugiere un modelo en el que se produce una delegación de responsabilidades para los más pequeños detalles, y en el que los agentes subordinados, con sus propias intenciones, evalúan los motivos para las diversas decisiones que toman. (Si no comprendieran por qué están haciendo lo que están haciendo, entonces no serían agentes, sino pasivos funcionarios de sello de goma que se dejan controlar por cualquier cosa que llega a su escritorio.)
El esquema de Levelt contiene vestigios de una de sus fuentes: la arquitectura de von Neumann que se inspiró en las reflexiones de Turing sobre su propio flujo de la conciencia y que, a su vez, ha inspirado muchos modelos en ciencia cognitiva. En el capítulo 7 intenté vencer la resistencia a la idea de que la conciencia humana es muy parecida a una máquina de von Neumann, un procesador serial con una sucesión de contenidos definidos pasando a través del cuello de botella del acumulador. Ahora debo echar un poco el freno y hacer hincapié en todo aquello en que la arquitectura funcional de la conciencia humana no se parece a la de una máquina de von Neumann. Si comparamos el esquema de Levelt con el modo en que normalmente una máquina de von Neumann emite palabras, vemos que el modelo de Levelt podría estar tomando prestadas demasiadas cosas.
Cuando una máquina de von Neumann dice lo que tiene escrito en su corazón, emite el contenido de su único espacio de trabajo central, el acumulador, el cual en cada momento siempre posee unos contenidos específicos en el lenguaje fijo de la aritmética binaria. Los rudimentarios «mensajes preverbales» de una máquina de von Neumann tienen una forma como la siguiente: 10110101 00010101 11101101. Una de las instrucciones primitivas de todo lenguaje máquina es una instrucción de SALIDA, la cual puede tomar el contenido actual del acumulador (por ejemplo, el número binario 01100001) y escribirlo en la pantalla o la impresora, de modo que un usuario exterior tenga acceso a los resultados obtenidos en la CPU. En una alternativa que facilita un poco más las cosas al usuario, una rutina compuesta por una serie de instrucciones primitivas traduce primero el número binario a notación decimal (por ejemplo, 00000110 en binario = 6 en decimal) o a una letra del alfabeto a través del código ASCII (por ejemplo, 01100001 en binario = «a» y 01000001 = «A») y después escribe el resultado. Subrutinas como estas son las que encontramos en el centro de las más elaboradas instrucciones de salida de lenguajes de programación de alto nivel como el Fortran, el Pascal o el Lisp. Estas permiten al programador crear nuevas subrutinas para construir mensajes más elaborados, yendo a buscar a la memoria largas series de números y haciéndolas pasar por el acumulador, traduciéndolas y escribiendo los resultados en la pantalla o la impresora. Por ejemplo, una subrutina puede efectuar diversos viajes al acumulador en busca de valores que le permitan rellenar los blancos en
«Señor , tiene usted un descubierto en su cuenta de
ptas. Que tenga usted un buen día, señor ».
Esta frase es una fórmula «enlatada» que a su vez se almacena en memoria como una serie de números binarios hasta que una subrutina determina que ha llegado el momento de abrir la lata. De este modo, una estricta jerarquía de rutinas fijas puede convertir secuencias de contenidos específicos dentro del acumulador en expresiones que un ser humano pueda leer en una pantalla o en una impresora: «¿Quiere usted guardar este documento?» o «6 archivos copiados» o «Hola, Billy, ¿quieres jugar al tres en raya?».
Hay dos propiedades de este proceso que el modelo de Levelt comparte: (1) el proceso toma como entrada un contenido predeterminado, y (2) la burocracia —el «flujo de control» en la jerga informática— debe estar diseñada con mucha precisión: toda la «toma de decisiones» fluye jerárquicamente por una delegación de responsabilidades a subagentes cuyo perfil determina qué parte del análisis de medios/fines están autorizados a llevar a cabo. Es interesante que la primera de estas propiedades —el contenido predeterminado— es algo que Otto parece ratificar al darnos la visión de sus propios procesos: en alguna parte, ahí en el centro, hay un «pensamiento» determinado que espera a ser «puesto en palabras». La segunda propiedad compartida, sin embargo, parece extraña: la jerarquía de rutinas que servilmente convierten ese mismo pensamiento en lenguaje natural han sido prediseñadas por algún otro: el programador, en el caso de la máquina de von Neumann y, presumiblemente, una combinación de evolución y desarrollo individual en el caso de las actividades del formulador de Levelt. El papel creativo y crítico que el pensador del pensamiento debería jugar al convertir este en palabras no aparece en el modelo; o bien ha sido usurpado por el conceptualizador, que lleva a cabo todo el trabajo creativo antes de enviar una orden al formulador, o está implícito en el diseño del formulador, un fait accompli de un proceso previo de diseño.
¿De qué otra manera podrían organizarse los medios y los fines? Consideremos una caricatura opuesta: un pandemónium de palabras-demonio. Así es como hablamos: primero entramos en el modo de producir sonidos vocales, tocamos el claxon:
«Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii…».
No lo hacemos por ninguna razón en particular, sino simplemente porque no vemos ninguna buena razón para no hacerlo. Ese ruido «interno» excita a los demonios de nuestro interior que empiezan a intentar modular el ruido de manera aleatoria, interfiriendo en su flujo. El resultado es un galimatías, pero, al menos, un galimatías en castellano (en los hablantes del castellano):
«Yaba-daba-duuuuu-duá-duá-tararí-tarará-pom-porom-pom…».
Pero antes de que todo este vocerío salga al exterior, otros demonios, sensibles a las regularidades en el caos, empiezan a darle forma de palabras, frases, muletillas…
«Pues, ¿qué te parece?, el béisbol, ¿sabes?, de hecho, las fresas, por casualidad, ¿vale? Este es el billete. Bueno, bien…».
Lo cual incita a nuestros demonios a realizar otros descubrimientos geniales, amplificados por un modelo oportunista, que producen secuencias más largas de verborrea un poco más aceptable, hasta que, finalmente, surge un enunciado:
«¡Te voy a dar una, que te vas a tragar todos los dientes!».
Afortunadamente, sin embargo, este se descarta, no se profiere, ya que al mismo tiempo (en paralelo) se han ido urdiendo otros candidatos y ahora están por los alrededores, incluidos algunos claros perdedores, como por ejemplo
«¡Ay qué pillín!»
«¿Has leído algún libro últimamente?»
y un ganador por defecto, que acaba siendo proferido:
«¡Tienes los pies muy grandes!».
En esta ocasión, la musa le ha fallado a nuestro hablante; ninguna réplica chistosa llegó a la final, pero, cuando menos, acabó por surgir algo medianamente apropiado a la «disposición mental» actual del hablante. Cuando el hablante se vuelve a casa después del encuentro, probablemente retornará sobre ese torneo caótico, refunfuñando y meditando sobre lo que debería haber dicho. Puede que entonces la musa se presente con algo mejor, y el hablante lo saboreará, dándole vueltas y vueltas en su cabeza, imaginando cómo se hubiera quedado su interlocutor si lo hubiera dicho. Al llegar a casa, puede que «recuerde» claramente haber espetado a su interlocutor una fresca bien afilada.
Podemos suponer que todo ello se produce en rápidas generaciones de procesamiento paralelo y «derrochador», con hordas de demonios anónimos y sus prometedoras construcciones que nunca verán la luz del día, sea porque son opciones que conscientemente son tomadas en consideración y rechazadas después, sea porque son actos de habla ejecutados finalmente para que los escuche un desconocido. Si hay tiempo suficiente, más de uno se probará en silencio en un ensayo consciente, aunque dichas audiciones formales son acontecimientos relativamente raros, reservados para aquellas ocasiones en las que hay mucho en juego y no conviene cometer errores. En una situación normal, el hablante no tiene pase previo; tanto él como su audiencia saben lo que va a decir en el mismo momento en que lo dice.
Pero ¿cómo se arbitra este torneo de palabras? Cuando una palabra, una frase o una oración completa gana a sus competidores, ¿cómo se discriminan y valoran su conveniencia y su propiedad de acuerdo con la disposición mental actual? ¿Qué es una disposición mental (si no una intención comunicativa explícita) y cómo ejerce su influencia en el torneo? Ya que, después de todo, incluso si no hay ningún Significador Central, debe de haber alguna manera de que el contenido pase desde lo más profundo del sistema —desde los procesos perceptivos, por ejemplo— a las verbalizaciones.
Hagamos un repaso de estos asuntos. El problema con la hipótesis de la burocracia extrema es que el conceptualizador tiene demasiado poder, es un homúnculo con demasiados conocimientos y responsabilidades. Este exceso de poder se manifiesta en el difícil problema de cómo expresar su información de salida, el mensaje preverbal Si ya especifica un acto de habla —si ya es una especie de acto de habla en mentales, una orden específica para el formulador— lo más arduo de la difícil tarea de composición se habrá llevado a cabo antes de que nuestro modelo entre en acción. El problema con la alternativa del pandemónium es que necesitamos hallar un modo de que las fuentes del contenido puedan influir o restringir las energías creativas de los demonios-palabra sin imponérselas.
¿Qué hay del proceso descrito en el capítulo 1, los tumos de preguntas y respuestas que generaban alucinaciones en el modelo del juego del psicoanálisis? Recuérdese que eliminamos el sabio dramaturgo de sueños y productor de alucinaciones freudiano en favor de un proceso a partir del cual el contenido surgía bajo el incesante preguntar de un inquisidor. Nos quedaba el problema de cómo deshacernos del inteligente inquisidor, un problema que dejamos de lado. Ahora tenemos el problema complementario: cómo obtener respuestas para una muchedumbre de competidores haciendo preguntas como «¿Por qué no decimos: “tu madre lleva botas de militar?”, o (en otro contexto) “¿Por qué no decimos: “me pareció ver un punto rojo moviéndose y volviéndose verde a medida que avanzaba”?». Dos problemas complementarios… ¿será acaso posible que se resuelvan mutua mente al tratarse juntos? ¿Y si los demonios-palabra fuesen, en paralelo, los inquisidores/competidores, y los demonios-contenido los contestadores-árbitros? Las intenciones comunicativas, completamente formadas y ejecutadas —los significados— podrían surgir de un proceso cuasi evolutivo de diseño de actos de habla que comporta la colaboración, en parte serial, en parte paralela, de varios subsistemas, ninguno de los cuales es capaz por sí mismo de ejecutar —u ordenar— un acto de habla.
¿Es posible un proceso como este? Hay toda una serie de modelos que contemplan dichos procesos de «satisfacción de condiciones», que ciertamente poseen propiedades sorprendentes. Además de la gran variedad de arquitecturas «conexionistas» con elementos parecidos a las neuronas (véase, por ejemplo, McClelland y Rumelhart, 1986), existen otros modelos más abstractos. La arquitectura Jumbo de Douglas Hofstadter (1983), que busca soluciones a jeroglíficos o anagramas, tiene las propiedades adecuadas, así como las tienen las ideas de Marvin Minsky (1985) sobre los agentes que conforman la «sociedad de la mente», que trataremos con más detalle en el capítulo 9. Debemos, sin embargo, abstenernos de emitir un juicio sobre el asunto, hasta que se hayan desarrollado y puesto en práctica modelos más detallados y explícitos, y claramente orientados hacia la producción del lenguaje. Puede haber sorpresas, buenas y malas.
Sabemos, no obstante, que en alguna parte de un modelo logrado de la producción del lenguaje deberemos valemos de un proceso evolutivo de generación de mensajes, ya que, de lo contrario, nos quedaremos atascados con un milagro («y entonces se produce un milagro») o con una regresión infinita de significadores que hagan el trabajo[1]. También sabemos —por las investigaciones que examina Levelt— que existen ciertos procesos automáticos y bastante rígidos que asumen el control al final, y que determinan las transformaciones de la estructura gramatical a la estructura fonológica, que componen la receta muscular final que termina en la palabra. Ambas caricaturas definen los extremos de un continuum, de lo hiperburocrático a lo hipercaótico. El modelo de Levelt —por contraste con la caricatura que he utilizado para hacer más clara la comparación— incorpora (o podría incorporar fácilmente) algunos rasgos no burocráticos de la caricatura opuesta: por ejemplo, ningún rasgo profundo o estructural impide al formulador de Levelt ocuparse en un proceso más o menos espontáneo (no solicitado, no dirigido) de generación de lenguaje, y, dado el bucle de control entre el sistema de comprensión del habla y el conceptualizador (véase la figura 8.1), esta actividad espontánea podría jugar ese papel generador previsto para los demonios-palabra múltiples. Entre ambas caricaturas hay un todo, un abanico de maneras en que se podrían desarrollar modelos alternativos. La pregunta principal es ¿qué grado de interacción hay entre los especialistas que determinan el contenido y el estilo de lo que se debe decir y los especialistas que «conocen las palabras y la gramática»?
En uno de los extremos, la respuesta es: ninguna. Podríamos mantener intacto el modelo de Levelt y añadirle, simplemente, un modelo pandemónium de lo que ocurre dentro del conceptualizador para fijar el «mensaje preverbal». En el modelo de Levelt, hay una separación prácticamente total entre los procesos de generación de mensajes (elaboración de las especificaciones) y la producción lingüística (ejecución de esas especificaciones). Cuando el primer pedacito de mensaje preverbal llega al formulador, se desencadena la producción del principio de la proferencia y, a medida que el formulador va eligiendo las palabras, se van restringiendo las posibilidades de cómo puede continuar la proferencia, aunque existe un cierto grado de colaboración para la revisión de las especificaciones. Los ebanistas lingüísticos subordinados del formulador están, utilizando un término de Jerry Fodor, «encapsulados»; a su manera automática, hacen todo lo que pueden con las órdenes que reciben, sin un «si», ni un «y» ni un «pero».
En el otro extremo, tenemos modelos en los que las palabras y las frases del léxico, junto con sus sonidos, significados y asociaciones, avanzan a empellones con las construcciones gramaticales en un pandemónium, todas «intentando» ser parte del mensaje y haciendo así, algunas de ellas, una contribución sustancial a las intenciones comunicativas que sólo una pequeña minoría llegará a ejecutar. En este extremo, las intenciones comunicativas que existen son tanto un efecto del proceso como su causa; surgen como un producto y, una vez han surgido, quedan disponibles como patrones sobre los cuales se miden ulteriores implementaciones de las intenciones. No hay un único origen del significado, sino muchos orígenes cambiantes, desarrollados oportunamente a partir de la búsqueda de las palabras adecuadas. En lugar de un contenido predeterminado en un lugar funcional determinado, esperando a ser castellanizado por subrutinas, hay una disposición-mental-aún-incompletamente-determinada distribuida por el cerebro y restringiendo un proceso de composición que, con el tiempo, puede eventualmente realimentarse a fin de efectuar ajustes y revisiones, determinando aún más la misma tarea expresiva que puso en marcha el proceso de composición al principio. Siempre queda un patrón global de paso en serie, concentrado sobre un único tema a la vez, pero los límites son bastante difusos.
En el modelo en pandemónium, el control es usurpado en vez de ser delegado, en un proceso que en gran medida carece de diseño y es oportunista; hay múltiples fuentes para las «decisiones» de diseño que darán lugar a la proferencia final, sin que pueda existir una división del trabajo estricta de las órdenes de contenido que fluyen desde el interior y las sugerencias voluntarias para la implementación hechas por los demonios-palabra. Lo que sugiere este modelo es que, a fin de mantener el papel creativo del expresador-de-pensamientos (algo que preocupaba mucho a Otto), debemos abandonar la idea de que el pensador-de-pensamientos empieza con un pensamiento determinado para ser expresado. A Otto también le importaba mucho esta idea de un contenido determinado, pero alguna cosa habrá que abandonar (y en la sección 4 examinaremos algunas alternativas con detalle).
¿En qué parte del espectro está la verdad? La respuesta debe ser determinada empíricamente y todavía no la conocemos[2]. Existen algunos fenómenos, sin embargo, que (a mi modo de ver) indican que la generación del lenguaje es un pandemónium —un proceso evolutivo, paralelo, oportunista— en casi todas sus etapas. En la próxima sección examinamos brevemente algunos de estos fenómenos.
3. Cuando las palabras quieren ser dichas
No importa qué deseemos decir; es probable que no digamos exactamente eso.
MARVIN MINSKY, La sociedad de la mente, 1985, pág. 236*
Los investigadores en inteligencia artificial Lawrence Birnbaum y Gregg Collins (1984) han observado una peculiaridad en los lapsus freudianos. Es sabido que Freud llamó la atención sobre los lapsus linguae que no son aleatorios ni carentes de sentido, sino, insistía Freud, profundamente significativos: inserciones inconscientemente intencionadas en el tejido del discurso, inserciones que satisfacen indirecta o parcialmente objetivos comunicativos suprimidos del hablante. La afirmación freudiana tradicional a menudo ha sido rechazada con gran vehemencia por parte de los escépticos, pero no hay nada sorprendente en su aplicación a casos particulares que no tienen nada que ver con la opinión que pueda tener uno sobre los temas más oscuros de la sexualidad que trata Freud, como el complejo de Edipo o las pulsiones de muerte. Freud comenta un ejemplo en el que un hombre dijo
«Señores, les invito a eructar a la salud de nuestro jefe» (En alemán —la lengua en que originalmente fue proferido este enunciado— la palabra para decir «eructar a» aufzustofien, se coló en vez de la palabra para decir “brindar” anzustofien).
En su explicación, Freud argumenta que este lapsus es la manifestación de un objetivo inconsciente por parte del hablante para ridiculizar o insultar a su superior, reprimido por las obligaciones políticas y sociales a las que debe hacer honor. Sin embargo, (…) no es razonable esperar que la intención del hablante de ridiculizar a su superior diera lugar en origen a un plan en el que se previera la palabra «eructar»: a priori, hay cientos de palabras y frases que podrían utilizarse con mayor plausibilidad para insultar o ridiculizar a alguien… No hay manera razonable de que el planificador hubiera podido anticipar que el objetivo de ridiculizar o insultar a su superior se vería satisfecho profiriendo la palabra “eructar”, exactamente por la misma razón por la cual resulta improbable que el planificador hubiera escogido utilizar la palabra como insulto desde el principio.
El único proceso que podría explicar la frecuencia de esos felices y azarosos lapsus freudianos, argumentan Birnbaum y Collins, es el de una «planificación oportunista».
…Lo que parecen indicar ejemplos como el de más arriba, por tanto, es que los propios objetivos son agentes cognitivos, capaces de disponer de los recursos necesarios para reconocer las oportunidades de satisfacerse a si mismos, y de los recursos comportamentales necesarios para sacar partido de esas oportunidades (Birnbaum y Collins, 1984, pág. 125).
Los lapsus freudianos destacan por el hecho de que parecen ser errores y a la vez no parecen serlo, aunque el hecho (si es que hay alguno) de que satisfagan objetivos inconscientes no los hace más difíciles de explicar que cualquier otro acto de elección de palabras que cumpla más de una función (u objetivo) al mismo tiempo. Es casi tan difícil imaginar cómo los juegos de palabras y otras formas intencionadas de humor verbal podrían ser el resultado de una planificación y una producción no oportunistas y encapsuladas. Si alguien tiene un plan para diseñar frases ocurrentes —un plan detallado que funcione de verdad—, hay más de un humorista que pagaría lo que fuera por poseerlo[3].
Si Birnbaum y Collins están en lo cierto, el uso creativo del lenguaje sólo puede ser producto de un proceso paralelo en el que múltiples objetivos están simultáneamente al acecho de nuevos materiales. Pero ¿y si los materiales mismos estuvieran al mismo tiempo al acecho de oportunidades para ser incorporados? Recogemos nuestro vocabulario de nuestra cultura; las palabras y las frases son nuestros rasgos fenotípicos más notables —los cuerpos visibles— de los memas que nos invaden, y no podría haber un medio más agradable en el que los memas puedan replicarse que un sistema de producción del lenguaje en el que los burócratas supervisores han dimitido en parte, cediendo una gran cantidad de control a las palabras mismas, quienes luchan entre ellas por una oportunidad de estar en el candelero de la expresión pública.
No es ninguna novedad que muchas de las cosas que decimos las decimos sobre todo porque nos gusta como suenan, no porque nos guste su significado. Nuevas formas de argot se extienden por las subcomunidades lingüísticas, abriéndose camino hasta el habla de casi todo el mundo, incluso de aquellos que intentan evitarlo. Muy pocos de los que utilizan una palabra nueva están siguiendo deliberada o conscientemente la máxima del maestro de escuela «Utiliza una nueva palabra tres veces y será tuya». A niveles superiores de agregación, incluso frases enteras nos atraen por cómo suenan a nuestros oídos o cómo vibran en nuestra lengua, independientemente de si cumplen alguna de las especificaciones preposicionales que habíamos decidido ejecutar. Una de las frases más citables de Abraham Lincoln es:
Se puede engañar a todo el mundo alguna vez, y a algunas personas todas las veces, pero no se puede engañar a todo el mundo todas las veces[4].
¿Qué quiso decir Lincoln? Los profesores de lógica gustan de señalar que en esta frase hay una «ambigüedad de alcance de los cuantificadores». ¿Quería Lincoln afirmar que hay algunos necios a los que siempre se puede engañar, o que en cada ocasión se puede engañar a una u otra persona, pero no siempre a la misma? Desde el punto de vista lógico, estas son proposiciones totalmente distintas.
Compárese:
«Alguien siempre gana a la lotería». «¡Pues debe estar forrado!».
«No es esto lo que yo quería decir».
¿En cuál de las dos lecturas estaba pensando Lincoln? ¡Quizás en ninguna! ¿Qué probabilidades hay de que Lincoln nunca se percatara de la ambigüedad de alcance y de que nunca tuviera la ocasión de tener una intención comunicativa en vez de «la otra»? Quizá simplemente le sonó tan bien cuando la formuló por primera vez, que nunca percibió la ambigüedad, y nunca tuvo ninguna intención comunicativa previa, exceptuando la intención de decir algo sucinto y cargado de significado sobre el asunto de engañar a la gente. La gente habla así, incluso los grandes significadores como Lincoln.
La novelista Patricia Hampl, en un lúcido ensayo, «The Lax Habits of the Free Imagination», escribe sobre su propio proceso para componer relatos cortos.
Toda historia tiene una historia. Esta historia secreta, con muy pocas oportunidades de ser contada, es la historia de su creación. Quizá la «historia de la historia» nunca pueda ser contada, ya que un trabajo acabado consume a su propia historia, la convierte en algo obsoleto, una vaina vacía (Hampl, 1989, pág. 37).
El trabajo acabado, observa Hampl, puede ser interpretado inmediatamente por los críticos como un artefacto hábilmente construido para satisfacer toda una serie de complejas intenciones del autor. Pero cuando ella se encuentra ante estas hipótesis sobre su propio trabajo, se siente azorada:
Hampl tenía algunas intenciones preciosas, exceptuando, como la charlatana que de repente me sentí ser, la de sisar todo lo que hubiera encima de la mesa que fuera adecuado para mis propósitos. Aún peor. Los «propósitos» eran vagos, inconsistentes, reversibles, estaban bajo presión. Pero ¿quién —o qué— estaba haciendo esa presión? No podría decirlo (pág. 37).
¿Cómo lo hace, pues? Ella propone una máxima: «Seguid hablando; murmurar también sirve». Eventualmente, ese murmullo tomará formas que gocen de la aprobación del autor. ¿Es posible que el proceso que Hampl detecta a gran escala en su actividad creativa como escritora no sea más que una extensión del rápido y más profundo proceso que produce el habla creativa en la vida diaria?
Esta similitud tan tentadora no comporta solamente un proceso, sino también una actitud o una reacción subsiguiente. Ese celo que Hampl muestra en sus confesiones contrasta con la reacción más común —y no realmente deshonesta— de los autores a las interpretaciones cordiales de los lectores: estos autores muestran cierta deferencia ante las imputaciones de intencionalidad, e incluso se prestan a profundizar en ellas, con el espíritu que les puede hacer decir «¡Anda, creo que eso es precisamente lo que pretendía desde el principio!». ¿Y por qué no? ¿Acaso hay algo contradictorio en pensar que un movimiento que uno acaba de hacer (en el ajedrez, en la vida, en la escritura) es finalmente mucho más inteligente de lo que pareció en un principio? (Para algunas reflexiones adicionales sobre este asunto, véase Eco, 1990a; 1990b).
Como dijo E. M. Forster, «¿Cómo puedo decir lo que pienso, antes de ver lo que digo?». A veces sí que descubrimos lo que pensamos (y, por tanto, lo que queremos decir), reflexionando sobre lo que nos encontramos diciendo, y no corregimos. Así pues, al menos en estas ocasiones, estamos en el mismo barco que nuestros críticos e intérpretes exteriores, encontrándonos ante un pedacito de texto y asignándole la mejor lectura que podemos hallar. El hecho de que lo hayamos dicho le concede un cierto grado de capacidad de persuasión o, cuando menos, una presunción de autenticidad. Probablemente si lo dije (y me escuché decirlo, y no me oí apresurarme a corregirlo), es que quería decirlo, y seguramente significa lo que parece significar para mí.
La vida de Bertrand Russell nos ofrece un ejemplo:
Ya era tarde cuando los dos invitados se despidieron y Russell se quedó solo con lady Ottoline. Permanecieron sentados junto al fuego hasta las cuatro de la madrugada. Russell, rememorando el acontecimiento unos días después, escribió, «no sabía que te amaba hasta que me oí decirlo; por un instante pensé “Dios mío, ¡qué he dicho!” e inmediatamente supe que era verdad» (Clark, 1975, pág. 176).
¿Qué decir de las demás ocasiones, no obstante, en las que no tenemos esa sensación de descubrimiento, de autointerpretación? Podríamos suponer que en estos casos, los normales, tenemos una íntima y privilegiada intuición previa de lo que queremos decir, por el simple motivo de que nosotros mismos somos significadores, la fons et origo del significado de las palabras que nosotros decimos, pero dicha suposición requiere un argumento que la sostenga, no basta con apelar a la tradición. Pues podría muy bien ser que no tuviéramos esa sensación de descubrimiento en estos casos simplemente porque para nosotros es tan obvio lo que queremos decir. No se necesita un «acceso privilegiado» para intuir que cuando digo, «Por favor, pásame la sal» durante la cena, estoy pidiendo la sal.
Hubo un tiempo en que no creía que hubiera alternativa al Significador Central, pero pensaba haber dado con un refugio para él. En Content and Consciousness, argumenté que debía de existir una línea divisoria funcionalmente clara (que denominé línea del conocimiento*), separando la fijación preconsciente de las intenciones comunicativas de su ejecución ulterior. La localización de dicha línea en el cerebro podía estar descaradamente amañada, anatómicamente hablando, pero tenía que existir, lógicamente, como la divisoria que separaba los funcionamientos defectuosos en dos variedades. Se podían producir errores en cualquier parte del sistema, pero todo error debía caer —por necesidad geométrica— a un lado u otro de la línea. Si caían del lado interior o superior de la línea, entonces cambiaban aquello que iba a ser expresado (el «mensaje preverbal» en el modelo de Levelt). El significado se fijaba en esta divisoria; de ahí es de donde provenía el significado. Debía existir un lugar como este de donde proviniera el significado, pensaba yo, porque algo tiene que fijar los criterios con los cuales la «realimentación» pudiera registrar la incapacidad por ejecutar un acto de habla.
Mi error fue el de ser víctima de la misma ambigüedad de alcance que contamina la interpretación del dicho de Abe Lincoln. Es evidente que tiene que haber algo que en cada ocasión sea, por el momento, el criterio a partir del cual todo «error» corregido se corrija, pero no tiene por qué haber la misma y única cosa cada vez, incluso dentro de la duración de un acto de habla. No tiene por qué haber una linea fija (aunque esté amañada) que marque esa diferencia. De hecho, como vimos en el capítulo 5, la distinción entre revisiones preexperimentales que cambian aquello que se experimentó y revisiones postexperimentales que tienen el efecto de relatar o registrar mal aquello que se experimentó es indeterminada en extremo. A veces los sujetos se sienten inclinados a revisar o enmendar sus afirmaciones, y otras veces no. A veces, cuando efectúan revisiones, la narración corregida no está más cerca de «la verdad» o de «lo que realmente querían decir» que la versión anterior. Como señalamos anteriormente, el punto donde acaban las correcciones para la prepublicación y donde empieza la inserción de la fe de erratas para la postpublicación es una distinción que sólo puede establecerse de forma arbitraria. Cuando le hacemos una pregunta a un sujeto sobre si un determinado reconocimiento público captura o no captura adecuadamente la última verdad interior sobre lo que acaba de experimentar, el sujeto no se halla en mejor posición para juzgar de lo que lo están los observadores exteriores. (Véase también Dennett, 1990d).
He aquí una nueva manera de observar el mismo fenómeno. Siempre que se produce el proceso de creación de una expresión verbal, al principio hay una distancia que debe ser salvada: lo que podríamos denominar la «distancia mal emparejada en el espacio semántico» entre el contenido que está en posición de ser expresado y los diversos candidatos para la expresión verbal que habían sido nominados. (En mi antigua visión, traté este problema como una mera cuestión de «corrección de realimentación», con un punto fijo para un rasero con el cual se iban a medir, descartar, mejorar los candidatos verbales). Ese proceso de idas y venidas que reduce la distancia es una especie de proceso de realimentación, pero también es posible que el contenido-que-va-a-ser-expresado se ajuste en la dirección de alguna expresión candidata, ya que para cambiar o corregir la expresión candidata lo mejor es acomodar el contenido-que-va-a-ser-expresado. De este modo, las palabras y frases más accesibles o disponibles podrían realmente cambiar el contenido de la experiencia (si interpretamos la experiencia como lo que será relatado en última instancia, el acontecimiento establecido en el mundo heterofenomenológico del sujeto[5]).
Si nuestra unidad como significadores no tiene más garantías que esta, entonces en principio debería ser posible que esta unidad se quebrara en ciertas ocasiones. He aquí dos casos en los que esto es lo que parece haber ocurrido.
Una vez me vi en la desgraciada tesitura de tener que actuar como arbitro de primera base en un partido de béisbol; toda una novedad para mí. En el momento clave del juego (al final de la novena entrada, con dos fuera, y con la posibilidad de realizar la carrera final desde la tercera base), me tocó a mí decidir sobre la situación de un bateador que corrió hacia primera base. Era una jugada muy justa, y yo me encontré alzando enfáticamente el pulgar —la señal de FUERA— a la vez que gritaba «¡SALVADO!». Durante el tumulto que se organizó, todos me preguntaban qué había querido decir. Honestamente, no podía decirlo, al menos desde mi posición privilegiada. Finalmente, dado que no dominaba la señalización manual pero soy un hablante competente, decidí (para mí mismo) que era mi acto vocal el que debía prevalecer, aunque cualquiera podría haber realizado el mismo juicio. (Me gustaría saber de otras anécdotas en las que las personas no hayan sabido cuál de dos actos de habla diferentes querían ejecutar).
Durante una situación experimental, el psicólogo Tony Marcel (en prensa) ha descubierto un ejemplo aún más elocuente. El sujeto, que padece de visión ciega (sobre la cual retornaremos en el capítulo 11), debía decir cuándo pensaba que se producía un destello de luz, pero las instrucciones que recibió sobre cómo debía hacerlo eran un tanto peculiares. Se le pidió que ejecutara ese único acto de habla mediante tres actos diferentes a la vez (no una secuencia, pero tampoco necesariamente «al unísono»):
- decir «Sí»
- presionar un botón (el botón del sí)
- guiñar un ojo para decir sí
Lo sorprendente del caso es que el sujeto no siempre ejecutaba los tres actos juntos. Ocasionalmente guiñaba el ojo pero no decía Sí o no presionaba el botón del Si, etc. No había una manera clara de ordenar las tres respuestas, bien según la fidelidad de la intención o según la precisión. Es decir, cuando había desacuerdo entre las tres acciones, el sujeto no tenía un claro criterio que le permitiera decidir qué acto debía aceptar y qué acto clasificar como un lapsus lingüístico, del dedo o del párpado.
Queda por ver si es posible provocar resultados similares bajo condiciones distintas y con otros sujetos, normales o no, aunque existen otras condiciones patológicas que parecen apuntar hacia un modelo de producción del lenguaje en el que la verbalización puede ponerse en marcha sin que haya órdenes enviadas por un Significador Central. Si usted padece alguna de estas patologías, «su mente está de vacaciones, pero su boca hace horas extraordinarias», como en la canción de Mose Allison.
La afasia es la pérdida o la merma de la capacidad de hablar. Existen numerosas variedades de afasias que son bastante comunes y han sido ampliamente estudiadas por neurólogos y lingüistas. En su variedad más común, la afasia de Broca, el paciente es plenamente consciente del problema y lucha, con un sentimiento creciente de frustración, por hallar las palabras que tiene en la punta de la lengua. En la afasia de Broca, la existencia de unas intenciones comunicativas frustradas es dolorosamente clara para el paciente. Sin embargo, en una variedad relativamente rara de afasia, la afasia de jerga, los pacientes no parecen mostrar ansiedad alguna sobre su déficit verbal[6]. Aunque su inteligencia es normal, y no padecen ningún tipo de psicosis o de demencia, se muestran totalmente satisfechos con proferencias verbales como las siguientes (extraídas de dos casos descritos en Kinsbourne y Warrington, 1963):
Caso 1:
¿Cómo estamos hoy?
«Chismorreando que muy bien y Lords y cricket y batallas de Inglaterra y Escocia. No lo sé. Hipertensión y dos ganaron al cricket, lanzar, batear y atrapar, pobrecillos, las cancelaciones pueden estar chismorreando, cancelaciones, brazo y argumento, acabando de lanzar».
¿Cuál es el significado de la seguridad ante todo»?
«Mirar y ver la Richmond Road en particular, y mirar el tráfico y dudar a la derecha y pasear, muy buena causa, quizás, las cebras pueden ser estas, coches y el semáforo».
Caso 2:
¿Trabajaba usted en una oficina? «Sí, trabajaba en una oficina». ¿Y qué tipo de empresa era?
«Oh, como ejecutivo, y la queja era discutir las tonaciones sobre de qué tipo eran, sobre cómo estaban impresas, y separadas de los diferentes… tri-cu… trículums, para ahorrarme los atributos conventementes… perdón…».
«Ella quiere darle la vocación subjetiva para mantener la vocación de la perfecta impregnación de hermandad».
«Su corrucación normal sería un punto».
Se le ha pedido que identifique una lima de uñas:
«Esto es un cuchillo, una cola de cuchillo, un cuchillo, viejo, un viejo cuchillo*» y unas tijeras:
«Unas alamedas… son unas alamedas… no, no son unas alamedas… dos alamedas con un un peine… no, no es un peine… dos alamedas a condición de que el comandante no sea ahora…».
Una condición extrañamente similar, y mucho más común, es la fabulación. En el capitulo 4 propuse que las personas normales a veces pueden fabular sobre detalles de su propia experiencia, ya que son propensas a imaginar sin darse cuenta, y confunden el teorizar con el observar. La tabulación patológica es una ficción inconsciente de un tipo completamente distinto. Con cierta frecuencia, en algunos casos de lesión cerebral, especialmente cuando hay una terrible pérdida de memoria —como en el síndrome de Korsakoff (una secuela típica de casos muy graves de alcoholismo)— los pacientes no dejan de parlotear, contando mentiras flagrantes sobre sus vidas y sobre sus historias pasadas, e incluso sobre acontecimientos que se acaban de producir, si la amnesia es muy grave.
La verborrea resultante suena casi normal. A menudo suena igual que esa charla vacía y estereotipada propia de algunas conversaciones de bar: «Ah sí, mi mujer y yo… vivimos en la misma casa durante treinta años… solíamos ir a Coney Island, y, bueno, ya se sabe, nos sentábamos en la playa nos encantaba sentarnos en la playa y mirar a los niños, y, bueno, pero eso era antes del accidente…». Sólo que todo es pura invención. La esposa puede haber muerto hace años, nunca estuvieron a menos de cien kilómetros de Coney Island, y pueden haber estado mudándose constantemente. Un oyente no iniciado a menudo no sabrá que se halla ante un fabulador, tan naturales y «sinceros» son sus recuerdos y tan ágiles son sus respuestas a las preguntas que se le hacen.
Los fabuladores no se dan cuenta de que lo están inventando todo, y los afásicos de jerga no son conscientes del hecho de que no hacen otra cosa que soltar una ensalada de palabras. Estas sorprendentes anomalías son ejemplos de anosognosia, o incapacidad por reconocer un déficit. Existen otras variedades de esta ausencia de autocontrol, y en el capítulo 11 consideraremos qué nos pueden decir sobre la arquitectura funcional de la conciencia. Por el momento nos limitaremos a señalar que la maquinaria cerebral es perfectamente capaz de construir actos de habla aparentes en ausencia de cualquier dirección coherente desde arriba[7].
Las patologías, tanto si son pequeñas desviaciones inducidas por hábiles experimentadores como si son padecimientos más permanentes provocados por enfermedades o lesiones mecánicas del cerebro, nos proporcionan abundantes pistas sobre cómo están organizados los mecanismos. Dichos fenómenos me sugieren que nuestra segunda caricatura, el pandemónium, está mucho más cerca de la verdad de lo que lo estaría un modelo burocrático más dignificado, aunque todo esto aún tiene que ser verificado empíricamente. No estoy afirmando que para un modelo burocrático sea imposible hacer justicia a estas patologías, sino que estas no parecen ser el tipo de fallos que uno esperaría en este tipo de sistemas. En el apéndice B, para científicos, mencionaré algunas líneas de investigación que pueden ayudar a confirmar o desmentir mis intuiciones.
En este capítulo he esbozado —pero no he probado— cómo un torrente de productos verbales, surgido a partir de miles de demonios-palabra formando coaliciones temporales, puede mostrar una cierta unidad, la unidad de una interpretación óptima en evolución, que hace que parezca como si este torrente fuera la ejecución de las intenciones de un conceptualizador; de hecho lo es, pero no de un conceptualizador interno que es parte integrante del sistema de producción del lenguaje, sino de un conceptualizador global, la persona, de la cual el sistema de producción del lenguaje es parte integrante.
Esta idea puede parecer extraña al principio, pero no debería sorprendernos. En biología hemos aprendido a resistir la tentación de explicar el diseño de los organismos apelando a la intervención de una única y gran inteligencia que lleva a cabo todo el trabajo. En psicología hemos aprendido a resistir la tentación de explicar la visión, diciendo simplemente que es como si hubiera un visionador de la pantalla interna, pues este visionador es el que hace todo el trabajo y lo único que se necesita entre este homúnculo y los ojos es una especie de cable de TV. También hemos ido construyendo una resistencia parecida a explicar la acción como algo que surge de los imperativos de un ordenador de acciones interno que lleva a cabo todo el trabajo de redactar las especificaciones. Como siempre, la manera de eliminar una inteligencia que es demasiado grande para nuestra teoría pasa por sustituirla, en última instancia, por un tejido mecánico de semiinteligencias semiindependientes actuando en conjunto.
Esta observación no sólo es aplicable a la generación de actos de habla; también es aplicable a toda acción intencional. (Véase Pears, 1984, donde se desarrollan ideas muy parecidas). Contrariamente a lo que parecía en un principio, la fenomenología sí que nos ayuda a ver que es efectivamente así. Aunque en ocasiones somos conscientes de estar llevando a cabo un complejo razonamiento práctico que, una vez lo hemos tenido todo en cuenta, nos lleva a una conclusión sobre lo que debemos hacer, seguida de una decisión consciente de hacer eso, y que culmina finalmente con la ejecución del acto en cuestión, este tipo de experiencias son relativamente poco comunes. La mayoría de nuestras acciones intencionales se llevan a cabo sin preámbulos, lo cual es bueno, ya que, en caso contrario, no habría tiempo suficiente. La trampa en la que se suele caer consiste en suponer que esos raros casos de razonamiento práctico consciente son un buen modelo para el resto: esos casos en los que nuestras acciones intencionales surgen de procesos a los cuales no tenemos acceso. Por lo general nuestras acciones nos satisfacen; reconocemos que en gran medida son coherentes y que hacen contribuciones apropiadas y puntuales a nuestros proyectos, tal como los comprendemos. Así que, sin arriesgarnos, asumimos que estas son el producto de procesos que, de manera bastante fiable, son sensibles a los fines y los medios. Es decir, son racionales, en un sentido de la palabra (Dennett, 1987a, 1991a). Pero ello no significa que sean racionales en un sentido más restringido: el producto de un razonamiento en serie. No tenemos que explicar los procesos subyacentes según el modelo de un agente interno que razona, concluye y decide, y que compara metódicamente los medios con los fines y entonces ordena una acción determinada; hemos visto un esbozo de cómo un tipo diferente de proceso podría controlar el habla y también nuestras acciones intencionales.
Sin prisa, pero sin pausa, vamos despojándonos de nuestros malos hábitos de pensamiento y sustituyéndolos por nuevos hábitos. La caída del Significador Central equivale a la caída del intencionador central, aunque el jefe sigue vivo bajo muy diferentes formas. En el capítulo 10 nos encontraremos con él en el papel de observador y reportero, y deberemos encontrar nuevas maneras de pensar en lo que está ocurriendo, pero antes debemos asegurar los fundamentos de nuestros nuevos hábitos de pensamiento, fijándolos más sólidamente a algunos detalles científicos.