CAPÍTULO 2
Explicar la conciencia
1. La caja de Pandora: ¿Es necesario desmitificar la conciencia?
He aquí unos árboles cuya aspereza conozco, y un agua que saboreo. Estos perfumes de hierba y de estrellas, la noche, ciertos crepúsculos en que el corazón se dilata: ¿cómo negaría yo este mundo cuya potencia y cuyas fuerzas experimento? Sin embargo, toda la ciencia de esta tierra no me dará nada que pueda asegurarme que este mundo es mío.
Me lo describís y me enseñáis a clasificarlo. Me enumeráis sus leyes y en mí sed de saber consiento en que sean ciertas. Desmontáis su mecanismo y mi esperanza aumenta.
(…) ¿Qué necesidad tenía yo de tantos esfuerzos? Las lineas suaves de esas colinas y la mano del crepúsculo sobre este corazón agitado me enseñan mucho más.
ALBERT CAMUS, El mito de Sísifo (1942*).
Dulce es el que trae la naturaleza; nuestro intelecto asombrado
desfigura las formas hermosas de las cosas; — asesinamos para ser minuciosos.
WILLIAM WORDSWORTH, The Tables Turned (1798**).
La conciencia humana es el último de los grandes misterios. Un misterio es un fenómeno para el cual no hemos hallado todavía una manera de pensar. Ha habido muchos otros grandes misterios: el misterio del origen del universo, el misterio de la vida y la reproducción, el misterio del diseño oculto de la naturaleza, los misterios del tiempo, el espacio y la gravedad. Estas no eran solamente áreas de ignorancia científica, sino motivos para la profunda perplejidad y sorpresa. Todavía no poseemos las respuestas últimas para todos los problemas de la cosmología y la física de partículas, la genética molecular y la teoría de la evolución, pero sabemos cómo pensar sobre ellos. Los misterios no han desaparecido, pero han sido domados. Ya no superan nuestros esfuerzos por comprender los fenómenos, porque ahora sabemos distinguir las malas preguntas de las buenas e, incluso si la aceptación de determinadas respuestas finalmente nos demuestra que estamos completamente equivocados, sabemos cómo seguir buscando nuevas y mejores respuestas. Con la conciencia, sin embargo, seguimos sumidos en la más profunda de las confusiones. La conciencia se caracteriza por ser el único tema que todavía puede dejar mudos y turbados a los más sofisticados pensadores. Y como ya ocurrió en su momento con los demás misterios, hay muchos que insisten —y esperan— que nunca llegará la desmitificación de la conciencia.
Los misterios son apasionantes, lo que, después de todo, es parte de aquello que hace que la vida sea divertida. A nadie le gusta el gracioso que, saliendo del cine, te cuenta quién es el asesino mientras haces cola para entrar. Una vez alguien ha tirado de la manta, ya nunca volvemos a recuperar ese estado de dulce mistificación que nos embriagaba. Así que, ¡atención lectores!, porque si tengo éxito en mi intento de explicar la conciencia, aquellos que sigan leyendo van a sustituir el misterio por los rudimentos del conocimiento científico de la conciencia, lo cual puede ser un mal negocio para algunos. Dado qué algunas personas identifican desmitificación con profanación, imagino que en un principio considerarán este libro como un acto de vandalismo intelectual, como un asalto al último santuario de la humanidad. Me gustaría hacerles cambiar de opinión.
Camus nos da a entender que no necesita de la ciencia, porque puede aprender más de la suave línea de las colinas y de la mano del atardecer, y no soy yo quien va a contradecirle —teniendo en cuenta las preguntas que se hace Camus—. La ciencia no posee todas las buenas preguntas. Tampoco la filosofía. Y, precisamente por este motivo, los fenómenos de la conciencia, que ya son desconcertantes por sí mismos independientemente de las inquietudes de Camus, no tienen por qué ser protegidos de la ciencia, ni de la investigación filosófica desmitificadora en que nos hemos embarcado. A veces la gente, temiendo que la ciencia «asesine para ser minuciosa» como diría Wordsworth, se siente atraída por doctrinas filosóficas que ofrecen algún tipo de garantía en contra de esta invasión. Los recelos que han motivado la aparición de estas doctrinas no carecen de fundamento, independientemente del valor de las mismas. Evidentemente, podría ser que la desmitificación de la conciencia constituyera una gran pérdida. Uno de mis objetivos aquí es demostrar que esto no ocurrirá: las pérdidas, si las hubiere, se verán compensadas por las ganancias en comprensión —tanto científicas y sociales como teóricas y morales— que una buena teoría de la conciencia nos puede proporcionar.
¿En qué medida puede la desmitificación de la conciencia ser algo que debamos lamentar? Puede que resulte ser algo parecido a la pérdida de la inocencia de la edad adulta, que sin lugar a dudas es una pérdida, aunque con evidentes contrapartidas. Consideremos, por ejemplo, lo que ha ocurrido con el amor al hacernos más sofisticados. Somos capaces de comprender que un caballero andante quisiera sacrificar su vida por el honor de una princesa con la que apenas había cruzado unas palabras —esta es una idea que me resultaba particularmente emocionante cuando tenía once o doce años—, pero no es el tipo de estado emocional en el que hoy en día un adulto entra con facilidad. Antaño, la gente poseía un discurso y unas maneras de pensar sobre el amor que actualmente son prácticamente impensables, con la excepción, quizá, de los niños y de los que son capaces de suprimir sus conocimientos de adultos. A todos nos gusta expresar nuestro amor a quienes queremos, y también nos gusta que a su vez ellos lo hagan con nosotros; sin embargo, en tanto que adultos, ya no estamos tan seguros de lo que esto significa como lo estábamos antes, cuando éramos niños y el amor era una cosa sencilla.
¿Saldremos ganando o perdiendo con este cambio de perspectiva? Evidentemente, el cambio no es uniforme. Mientras algunos Cándidos adultos siguen elevando la novela rosa a los primeros lugares de la lista de bestsellers, nosotros, lectores refinados, consideramos que nos hemos vuelto inmunes a los pretendidos efectos de tales libros: nos hacen reír, y no llorar. Y si a veces nos hacen llorar —como ocurre, muy a pesar nuestro—, nos sentimos turbados por descubrir que aún somos capaces de caer en una trampa tan fácil; pues nos resulta difícil compartir los sentimientos de la heroína que pasa su tiempo preguntándose si realmente ha encontrado el «verdadero amor», como si se tratara de una sustancia diferente (oro emocional, en contraste con el latón o cobre emocionales). Este acto de crecer no afecta solamente a los individuos. También nuestra cultura se ha hecho más refinada o, en todo caso, el refinamiento es un rasgo bastante generalizado dentro de la cultura. A resultas de ello, nuestros conceptos del amor han cambiado, y con ellos se han producido cambios de sensibilidad que actualmente nos impiden experimentar ciertos sentimientos que en su tiempo apasionaron, consternaron o excitaron a nuestros antepasados.
Con la conciencia ha ocurrido algo parecido. Hoy en día hablamos de nuestras decisiones conscientes y de nuestros hábitos inconscientes, de las sensaciones conscientes que experimentamos (a diferencia de los cajeros automáticos, por ejemplo, que no experimentan tales sensaciones), pero ya no estamos tan seguros de qué queremos decir cuando utilizamos tales expresiones. A pesar de que todavía hay pensadores que con gran vehemencia sostienen que la conciencia es algo precioso y genuino (como el amor, como el oro), algo que «esta ahí» y que es muy, muy especial, va ganando cuerpo la sospecha de que todo esto no es más que una ilusión. Quizá los diversos fenómenos que conspiran para crear la sensación de que nos hallamos ante un único y misterioso fenómeno, no tienen más unidad última y esencial que los diferentes fenómenos que contribuyen a la sensación de que el amor es algo simple.
Comparemos el amor y la conciencia con dos fenómenos totalmente distintos: las enfermedades y los terremotos. Nuestros conceptos de enfermedad y terremoto han sufrido cambios notables en los últimos cien años; sin embargo, las enfermedades y los terremotos son fenómenos en gran medida (pero no completamente) independientes del concepto que nosotros tengamos de ellos. Que hayamos cambiado de opinión sobre las enfermedades no ha contribuido en sí mismo a que las enfermedades desaparecieran o se hicieran menos frecuentes, aunque sí que ha provocado cambios en la medicina y la salud pública que han alterado el modo en que estas se manifiestan.
Es posible que algún día seamos capaces de controlar, o cuando menos predecir, los terremotos, pero su existencia no se verá mayormente afectada por la actitud o la concepción que nosotros tengamos hacia los terremotos. Con el amor es distinto. Ya no es posible que cierta gente refinada «se enamore» de la misma manera en que antes podía uno enamorarse, simplemente porque ya no creen en esas maneras de enamorarse. Por ejemplo, yo ya no podría «colarme» por alguien como a los quince años, a menos que sufriera una «regresión hacia la adolescencia» y en el proceso lograra olvidarme o abandonara mucho de lo que creo saber. Afortunadamente para mí, existen otros muchos tipos de amor en los que creer, pero ¿qué pasaría si no los hubiese? El amor es uno de esos fenómenos que dependen de sus conceptos, por decirlo de forma poco precisa por el momento. Existen otros conceptos parecidos, como él de dinero. Si todo el mundo olvidara qué es el dinero, ya no habría dinero; habría fajos de papeletas impresas, discos de metal trabajado, apuntes informatizados de cuentas corrientes, bancos de mármol y granito, pero no habría dinero: ni inflación ni deflación, ni tipos de cambio ni de interés —ni precios—. Esa propiedad que poseen aquellos recortes de papel impreso, y que explica —como ninguna otra cosa podría hacerlo— su paso de una mano a otra como consecuencia de diversos intercambios comerciales, desaparecería por completo.
En la concepción de la conciencia que desarrollaré en este libro, veremos que esta, como el amor y el dinero, es un fenómeno que depende de forma sorprendente de los conceptos que se le han asociado. Aunque, como el amor, posee una compleja base biológica, alguno de sus rasgos más significativos, como el dinero, se transmiten junto con otros valores culturales y no son simplemente inherentes a la estructura física de sus realizaciones particulares. Así pues, si finalmente estoy en lo cierto, y si consigo echar por tierra algunos de estos conceptos, habré conseguido amenazar de extinción a todos los fenómenos de la conciencia que dependen de ellos. ¿Estamos a punto de entrar en un período posconsciente de la conceptualización humana? ¿Debemos temer que algo así ocurra? ¿Es siquiera concebible?
Si el concepto de conciencia acabara por «caer del lado de la ciencia», ¿qué ocurriría con nuestros sentidos de la acción moral y del libre albedrío?
Si la experiencia consciente quedara «reducida» a mera materia en movimiento, ¿qué sería de nuestra apreciación del amor, del dolor, de los sueños y de la felicidad? Si los seres humanos conscientes fueran «solamente» objetos materiales animados, ¿cómo podría estar mal o bien cualquier cosa que les hagamos? Estos son algunos de los temores que alimentan la resistencia y distraen la concentración de aquellos que se enfrentan a un intento de explicar la conciencia.
Estoy convencido de que estos temores son infundados, pero no es evidente que así sea. Hacen subir las apuestas en esta confrontación entre teoría y argumentación que está a punto de comenzar. Existen poderosos argumentos, independientes de estos miedos, que se han esgrimido en contra del tipo de teoría científica materialista que presentaré aquí. No puedo sino reconocer que es a mí a quien corresponde demostrar no sólo que tales argumentos son equivocados, sino también que una amplia aceptación de mi visión de la conciencia no conllevaría en modo alguno consecuencias tan desastrosas. (Y si hubiese descubierto que sí tendría estos efectos, ¿qué habría hecho yo entonces? Pues no habría escrito este libro, pero, más allá de esto, ya no lo sé.)
Adoptando una perspectiva más positiva, no debemos olvidar lo que ha ocurrido a raíz de desmitificaciones anteriores. El sentimiento de admiración no disminuye; todo lo contrario, pues se nos aparecen nuevas cosas bellas y visiones aún más deslumbrantes de la complejidad del universo que los protectores del misterio nunca habrían podido concebir. La «magia» de visiones anteriores era, en su mayor parte, el velo que ocultaba flagrantes faltas de imaginación, una aburrida maniobra encerrada en el concepto de un deus ex machina. Estos fieros dioses conduciendo carros dorados que cruzaban los cielos son simples personajes de tebeo comparados con la fascinante extrañeza de la cosmología contemporánea, y la complejidad recursiva de los mecanismos de reproducción del ADN convierte el élan vital en algo tan interesante como la terrible kriptonita de Supermán. Cuando comprendamos la conciencia —cuando ya no haya misterio—, esta será diferente, pero seguirá habiendo belleza y más motivos que nunca para el asombro.
2. El misterio de la conciencia
¿Cuál es, pues, el misterio? ¿Qué puede ser más obvio para un individuo que su naturaleza en tanto que sujeto consciente de experiencia, alguien que disfruta de percepciones y sensaciones, que padece el dolor, un pensador consciente, alguien que tiene ideas? Todo esto parece innegable, pero ¿qué objeto del mundo puede ser la conciencia? ¿Cómo es posible que los cuerpos físicos animados que habitan el mundo físico sean capaces de producir tales fenómenos? Este es el misterio.
El misterio de la conciencia tiene muchas maneras de presentarse. A mí, volvió a golpearme con particular fuerza una mañana, no hace mucho, mientras leía un libro sentado en una mecedora. Aparentemente, había levantado la vista de mi libro, dirigiendo la mirada hacia la ventana, ensimismado, cuando, de repente, la belleza de lo que me rodeaba me distrajo de mis reflexiones teóricas. La luz verde-dorada de los primeros días de primavera penetraba a través de la ventana; las ramas y ramitas del arce del jardín eran todavía visibles a través de una nube de verdes brotes, formando un elegante dibujo de maravillosa complejidad. La vidriera de la ventana es de cristal antiguo y tiene un pequeño defecto que es apenas perceptible; mientras me balanceaba, esta imperfección provocó una onda de movimientos sincronizados que iba y venía a través del delta de ramas, un movimiento regular que se superponía con gran viveza sobre el desordenado y trémulo reflejo de las ramas movidas por la brisa.
Entonces me di cuenta de que este metrónomo visual en las ramas del árbol seguía acompasadamente las notas del Concerto grosso de Vivaldi que había escogido como «música de ambiente» para mi lectura. En un principio pensé que yo mismo había sincronizado inconscientemente mi balanceo con la música —como ocurre cuando uno, sin darse cuenta, acompaña el ritmo con el pie—. Sin embargo, las mecedoras tienen un rango limitado de frecuencias de balanceo, así que, probablemente, la sincronía era sólo una coincidencia, ligeramente depurada por mi preferencia inconsciente por la regularidad, por mantener el paso.
En mi mente, pasé espontáneamente a imaginar los diferentes procesos cerebrales que podrían explicar cómo ajustamos inconscientemente nuestra conducta, incluidos el comportamiento de nuestros ojos y de nuestras facultades de la atención, a fin de «sincronizar» la «banda sonora» con la «imagen». Sin embargo, mis pensamientos se vieron pronto interrumpidos al caer repentinamente en la cuenta de que lo que yo estaba haciendo —ese experimentar y pensar simultáneamente sobre lo que estaba experimentando, como he descrito, desde mi posición privilegiada de primera persona— era más difícil de «modelar» que esos procesos inconscientes, entre bastidores, que sin duda se estaban produciendo dentro de mí y que, de algún modo, constituían las condiciones causales de lo que estaba haciendo. Era relativamente fácil dar un sentido a esos mecanismos de fondo; lo desconcertante era lo que se producía en un primer plano, los acontecimientos que constituían el centro de atención. Mi pensar consciente y, especialmente, el deleite que me producía esa combinación de luz solar, soleados violines de Vivaldi y ramas susurrantes, además del placer que sentía al pensar en todo ello; ¿cómo es posible que todo esto no sea más que algo físico que está ocurriendo en mi cerebro? ¿Cómo es posible que una determinada combinación de sucesos electroquímicos en mi cerebro pudiera sumarse a la delicadeza con que cientos de ramitas se balanceaban al ritmo de la música? ¿Cómo es posible que un acto de procesamiento de la información en mi cerebro sea la suave calidez con que yo sentía la luz del sol sobre mi cuerpo? En cuanto a eso, ¿cómo es posible que un evento en mi cerebro sea la imagen mental imperfectamente visualizada por mí de… un acto de procesamiento de la información en mi cerebro? Parece realmente imposible.
Parece como si los acontecimientos que son mis pensamientos conscientes y mis experiencias no pudieran ser acontecimientos cerebrales, sino que deberían ser otra cosa, sin duda algo causado o producido por mis acontecimientos cerebrales, pero algo que está ahí además de esos acontecimientos, algo hecho de una sustancia diferente y localizado en un espacio diferente.
Bueno, ¿y por qué no?
3. Los atractivos de la sustancia mental
Veamos qué ocurre cuando seguimos por este camino que sin duda resulta tan atractivo. En primer lugar, quisiera que usted realizara un pequeño experimento. Deberá cerrar los ojos, imaginar algo y, después, una vez se haya usted formado su imagen mental y la haya verificado cuidadosamente, deberá responder a las preguntas que aparecen más abajo. No lea las preguntas hasta que no haya seguido la siguiente instrucción: cierre los ojos e imagine, lo más detalladamente posible, una vaca de color violeta.
¿Ya? Entonces:
- ¿La vaca miraba hacia la derecha, hacia la izquierda o estaba de frente?
- ¿Estaba rumiando?
- ¿Eran visibles sus ubres?
- ¿El color, era violeta claro o violeta oscuro?
Si siguió las instrucciones, entonces podrá responder a todas las preguntas sin necesidad de reconstruir algún detalle retrospectivamente. Si, por el contrario, encuentra que las preguntas le resultan difíciles de responder, entonces no se tomó usted muy en serio lo de imaginarse una vaca de color violeta. Quizá se limitó a pensar, perezosamente, «me estoy imaginando una vaca de color violeta» o «pongamos que esto es imaginarse una vaca de color violeta», o algo por el estilo.
Ahora, realicemos un segundo ejercicio: cierre los ojos e imagine, lo más detalladamente posible, una vaca de color amarillo.
En esta ocasión es probable que usted sea capaz de responder a las tres primeras preguntas sin demasiadas dudas, y quizá pueda afirmar con cierta certeza qué tono de amarillo —amarillo pastel, amarillo canario, ocre— cubre los flancos de su vaca imaginaria. Sin embargo, ahora quisiera considerar una pregunta diferente:
5. ¿Qué diferencia hay entre imaginar una vaca de color violeta e imaginar una vaca de color amarillo?
La diferencia es obvia: la primera vaca imaginaria es de color violeta y la segunda es de color amarillo. Puede que haya otras diferencias, pero la esencial es esta. El problema es que, dado que estas vacas son sólo vacas imaginarias y no vacas reales, ni retratos de vacas pintados sobre una tela, ni formas con apariencia de vaca en una pantalla de televisión, es difícil hacerse una idea sobre qué es de color violeta en el primer caso y qué de color amarillo en el segundo. No hay nada con forma de vaca en su cerebro (o en su globo ocular) que se vuelva violeta en un caso y amarillo en el segundo; incluso si así fuera, no sería de mucha ayuda, porque dentro de su cráneo está muy oscuro y, además, usted no tiene ojos para mirar ahí dentro y ver los colores.
Hay eventos que tienen lugar en su cerebro y que están íntimamente ligados a sus actos particulares de imaginación. No queda descartado, pues, que en un futuro próximo un investigador del cerebro, al examinar los procesos que se produjeron en su cerebro como respuesta a mis instrucciones, fuera capaz de descifrarlos a fin de poder comprobar la veracidad de sus respuestas a las preguntas 1-4:
«¿Miraba la vaca hacia la izquierda? Eso parece. El patrón de excitación neuronal correspondiente a la cabeza de la vaca es consistente con una presentación del cuadrante visual superior izquierdo; observamos, además, señales de detección del movimiento oscilatorio de un hertzio, lo que indica actividad rumiante; no pudimos detectar, sin embargo, actividad en los grupos de representación del complejo-ubre, y, una vez calibrados los potenciales suscitados con los perfiles de detección del color del sujeto, podemos aventurar que este ha mentido sobre el color de la vaca; casi con toda certeza, creemos poder afirmar que la vaca imaginaria era de color marrón».
Supongamos que todo esto fuera cierto; supongamos también que hubiese llegado la era de la lectura científica del pensamiento. Sin embargo, no parece probable que el misterio quedase resuelto de este modo: ¿qué es lo que es de color marrón cuando imaginamos una vaca de color marrón? No lo es el evento en el cerebro que los científicos han calibrado con su acto de experimentar el marrón. El tipo y la localización de las neuronas que intervienen, sus conexiones con otras partes del cerebro, la frecuencia o la amplitud de actividad, los neurotransmisores químicos liberados —ninguna de estas propiedades es la propiedad misma de la vaca «en su imaginación»—.
Y al imaginar usted una vaca (usted no miente, los científicos nos lo confirman), en ese preciso instante una vaca imaginaria empieza a existir. Algo, en algún lugar, debe haber tenido esas propiedades en ese momento. Se ha reproducido una vaca, no en el medio de la sustancia cerebral, sino en el medio de… la sustancia mental. ¿Dónde, si no?
La sustancia mental debe ser, pues, «aquello de lo que están hechos los sueños», y, aparentemente, posee algunas propiedades sorprendentes. Ya hemos mencionado una de ellas de forma tangencial, aunque muestra una notable resistencia a ser definida. Por el momento, diremos que la sustancia mental siempre tiene un testigo. Como hemos señalado, el problema de los eventos cerebrales es que, independientemente de lo próximos que estos estén a los eventos de nuestro flujo de conciencia, siempre tienen una desventaja insalvable: nunca hay nadie que pueda presenciarlos. Los eventos que se producen en su cerebro, al igual que los eventos que tienen lugar en su estómago o en su hígado, no suelen producirse ante los ojos de nadie, ni tampoco existe una diferencia en la manera que tienen de producirse cuando hay un observador y cuando no lo hay. Los eventos de la conciencia, por otra parte, son «por definición» presenciados; son experimentados por un experimentador, y es eso precisamente lo que hace que sean lo que son: eventos conscientes. Un evento experimentado no es algo que pueda tener lugar de forma aislada; debe ser la experiencia de alguien. Para que se produzca un pensamiento, alguien (alguna mente) debe pensarlo; para que se produzca un dolor, alguien debe sentirlo; y para que una vaca de color violeta empiece a existir «en la imaginación», alguien debe imaginarla.
Por el contrario, el problema con los cerebros es, parece, que cuando miramos en su interior, vemos que ahí no hay nadie. Ninguna parte del cerebro es el pensador que piensa o el sentidor que siente; tampoco todo el cerebro al completo parece ser un mejor candidato para cumplir ese papel tan especial. Estamos ante un asunto delicado. ¿Piensan los cerebros? ¿Ven los ojos? ¿O, quizá las personas ven con sus ojos y piensan con sus cerebros?
¿Hay alguna diferencia? ¿Es este un mero problema «gramatical» o nos revela una de las principales fuentes de confusión? La idea de que hay un yo (o una persona o, para el caso, un alma) distintos del cerebro o el cuerpo está profundamente arraigada en nuestra manera de hablar y, por tanto, en nuestra manera de pensar.
«Yo tengo un cerebro.»
Parece ser algo incontestable. Sin embargo, no parece ser sinónimo de «Este cuerpo tiene un cerebro» (y un corazón, y dos pulmones, etc.) o de «Este cerebro se tiene a sí mismo.»
Es bastante natural pensar en «el yo y su cerebro» (Popper y Eccles, 1977) como dos cosas diferentes, con propiedades diferentes, independientemente de cuánto dependan el uno del otro. Si el yo es distinto del cerebro, entonces debe de estar hecho de sustancia mental. En latín, una cosa pensante es una res cogitans, término que Descartes hizo popular cuando ofreció lo que él consideraba ser una prueba irrefutable de que él, en tanto que objeto manifiestamente pensante, no podía ser su cerebro. Lo que sigue es una de las versiones de este argumento de Descartes, y es realmente convincente: Examiné después atentamente lo que yo era, y viendo que podía fingir que no tenía cuerpo alguno y que no había mundo ni lugar alguno en el que yo me encontrase, pero que no podía fingir por ello que no fuese, sino al contrario, por lo mismo que pensaba en dudar de la verdad de las otras cosas, se seguía muy cierta y evidentemente que yo era, mientras que, con sólo dejar de pensar, aunque todo lo demás que había imaginado fuese verdad, no tenía ya razón alguna para creer que yo era, conocí por ello que yo era una sustancia cuya esencia y naturaleza toda es pensar, y que no necesita, para ser, de lugar alguno, ni depende de cosa alguna material […]. ( Discurso del método, 1637, iv*.
Así pues, hemos descubierto dos tipos de cosas que querríamos elaborar a partir de la sustancia mental: la vaca de color violeta que no está en el cerebro, y aquello que efectivamente realiza la acción de pensar. Pero existen otros poderes especiales que quisiéramos atribuir a la sustancia mental.
Supongamos que un vinatero decidiera sustituir a sus catadores por una máquina. Un «sistema experto» informatizado para el control de calidad y la clasificación de los vinos es algo que prácticamente está dentro de las posibilidades de la tecnología actual. Sabemos lo suficiente sobre la química del vino como para construir los transductores que harían las veces de las papilas gustativas y de los receptores olfativos del epitelio (los que proporcionan la «materia prima» —los estímulos de entrada— de los sentidos del gusto y el olfato). No se conoce con precisión de qué manera se combinan estos estímulos de entrada para producir nuestras experiencias, pero se están realizando progresos notables. La investigación en el campo de la visión ha avanzado bastante más. Los trabajos sobre visión del color sugieren que imitar la idiosincrasia, delicadeza y fiabilidad humanas en el componente de detección del color de la máquina constituiría un desafío tecnológico de enormes proporciones, pero no es algo imposible. Así pues, podemos imaginar que es posible utilizar la elaborada salida de esos transductores sensoriales y sus mecanismos de comparación como entrada de complejas rutinas de clasificación, descripción y evaluación. Vierta una muestra de vino en el embudo y, en unos minutos o en unas horas, el sistema mandará imprimir un ensayo químico junto con un comentario: «Un Pinot chispeante y aterciopelado, aunque algo falto de cuerpo», o algo por el estilo. Una máquina como esta incluso podría superar a los mejores catadores en precisión y consistencia, pero es seguro que por muy «sensible» y «preciso» que fuera el sistema, parece que nunca sentirá ni disfrutará lo que nosotros cuando bebemos vino.
¿Es esto tan evidente? Según las diversas ideologías agrupadas bajo la etiqueta de funcionalismo, si somos capaces de reproducir la completa «estructura funcional» del sistema cognitivo de un catador de vinos humano (memoria, objetivos, íntimas animadversiones, etc., incluidos), seremos entonces capaces de reproducir todas las propiedades mentales, incluidos el disfrute y el deleite que hacen de saborear un buen vino algo que muchos de nosotros apreciamos. En principio no hay diferencia, nos dice el funcionalista, entre un sistema hecho de moléculas orgánicas y otro hecho de silicio, mientras ambos hagan el mismo trabajo. Los corazones artificiales no tienen por qué estar hechos de tejido orgánico, ni tampoco tienen por qué estarlo los cerebros artificiales (al menos en principio). Si todas las funciones de control del cerebro de un catador de vinos pudieran ser reproducidas en un chip de silicio, veríamos ipso facto también reproducido el deleite que este siente.
Es muy posible que finalmente triunfe alguna versión de funcionalismo (de hecho, en este libro defenderemos una de esas versiones del funcionalismo), aunque en una primera impresión nos pueda parecer una barbaridad.
No parece posible que una simple máquina, por muy bien que reproduzca los procesos cerebrales del catador de vinos, sea capaz de apreciar el vino, o una sonata de Beethoven, o un partido de baloncesto. Para poder apreciar se necesita la conciencia, algo que una simple máquina no tiene. Sin embargo, es evidente que el cerebro es una especie de máquina, un órgano que, como el corazón o los pulmones, en última instancia es susceptible de una explicación mecánica de sus capacidades. Ello puede hacer que nos parezca atractivo pensar que no es el cerebro quien posee la capacidad de apreciar; eso es responsabilidad (o privilegio) de la mente. Reproducir los mecanismos cerebrales en una máquina basada en el silicio no reproduciría la capacidad real de apreciar, sino tan sólo una ilusión o un simulacro de esa capacidad.
Así pues, la mente consciente no sólo es el lugar donde están los colores y los olores que percibimos, ni tampoco es solamente la cosa pensante. Es el lugar donde se lleva a cabo la apreciación. Es el árbitro último que decide por qué algo es importante. Quizá todo ello sea consecuencia del hecho de que se suele asumir que la mente consciente es el origen de nuestras acciones intencionales. Es razonable suponer —¿no?— que si hacer cosas que importan depende de la conciencia, atribuir importancia a algo (disfrutar, apreciar, sufrir, preocuparse) debe también depender de la conciencia. Si un sonámbulo «inconscientemente» causa algún daño, no es responsable de ello porque hasta cierto punto sería lícito defender que él no lo hizo. Los movimientos de su cuerpo están íntimamente imbricados con las cadenas causales que tienen como consecuencia ese daño, pero no constituyen una acción por su parte, del mismo modo que tampoco sería así si hubiera causado el daño por el mero hecho de caerse de la cama. La simple complicidad corporal no es suficiente para constituir una acción intencional, ni tampoco lo es la complicidad corporal bajo el control de las estructuras cerebrales, ya que el cuerpo del sonámbulo se halla bajo el control manifiesto de las estructuras cerebrales del propio sonámbulo. Lo que nos falta añadir es la conciencia, el ingrediente especial que convierte los meros acontecimientos en actos[1].
No podemos culpar al Vesubio si mata a nuestro ser amado en una erupción. En un caso como este ni el resentimiento (Strawson, 1962) ni el desdén son actitudes aceptables, a menos que lleguemos a convencernos de que el Vesubio, contrariamente a la concepción más extendida actualmente, es un agente consciente. Sin duda resulta extrañamente reconfortante para nuestro dolor el librarnos a actitudes de este tipo, maldecir la «furia» del huracán, renegar contra el cáncer que injustamente trunca la vida de un niño, o abominar de «los dioses». Originalmente, decir que algo era «animado» en oposición a «inanimado» equivalía a decir que poseía una alma (anima en latín). Quizás el pensar que las cosas que tanto nos afectan son animadas tenga otra finalidad, además del simple consuelo; es posible que sea una estrategia enraizada en nuestro diseño biológico, un atajo para ayudar a nuestros cerebros abrumados por la prisa a organizarse y a pensar en aquello en que debemos pensar si queremos sobrevivir.
Es probable que poseamos una tendencia innata a tratar toda cosa cambiante como si esta tuviera una alma (Stafford, 1983; Humphrey, 1983b, 1986), sin embargo, por muy natural que sea esta actitud, ahora sabemos que atribuir una alma (consciente) al Vesubio es ir demasiado lejos. El lugar preciso por donde hay que trazar la línea divisoria es un problema complejo sobre el que volveremos más adelante, pero para nosotros, parece que la conciencia es precisamente aquello que nos diferencia de los meros «autómatas». Los «reflejos» corporales son «automáticos» y mecánicos; es probable que requieran la intervención de circuitos en el cerebro, pero no la intervención de la mente consciente. Resulta bastante natural pensar en nuestros cuerpos como si fueran polichinelas que «nosotros» controlamos «desde el interior». Hago que el polichinela salude con la mano a la audiencia moviendo mi dedo; hago que mi dedo se mueva… ¿cómo? ¿Moviendo mi alma?
Esta idea plantea problemas bien conocidos, lo cual no impide que hasta cierto punto parezca correcta: a no ser que detrás de todo acto haya una mente consciente, no existe un auténtico agente que lo lleve a cabo. Cuando pensamos en nuestras mentes de esta manera, es como si descubriéramos a nuestro «yo interior», nuestro «yo real». Este yo real no es nuestro cerebro; es lo que posee a nuestro cerebro («el yo y su cerebro»). Sobre el escritorio de Harry Truman, en el Despacho Oval de la Casa Blanca, había un cartel que rezaba: «Cargadme a mí con el muerto*». Sin embargo, no parece haber una parte del cerebro a la que cargar con el muerto, el origen último de la responsabilidad moral a la cabeza de una cadena de mandos.
Resumiendo, pues, hemos encontrado cuatro motivos por los que creer en la sustancia mental. No parece que la mente consciente pueda ser simplemente el cerebro, ni alguna de sus partes, porque nada en el cerebro podría
- ser el medio en que se reproduce la vaca de color violeta;
- ser la cosa pensante, el yo del «pienso, luego existo»;
- apreciar el vino, odiar el racismo, amar a alguien, ser capaz de atribuir importancia a algo;
- actuar con responsabilidad moral.
Toda teoría aceptable de la conciencia humana debe ser capaz de dar cuenta de estos cuatro argumentos en favor de la existencia de una sustancia mental.
4. Por qué el dualismo es un proyecto estéril
La idea de que la mente no es lo mismo que el cerebro, de que no está compuesta de la materia ordinaria sino de un tipo especial de sustancia, es el dualismo, una concepción que, a pesar de los persuasivos argumentos que acabamos de exponer, goza de una merecida mala reputación hoy en día.

Figura 2.1
Desde el clásico ataque de Gilbert Ryle (1949) a lo que este denominó el «dogma del espíritu en la máquina» de Descartes, los dualistas se han puesto a la defensiva[2]. La concepción dominante, expresada y defendida de muy diversas maneras, es el materialismo: es decir, la idea de que sólo hay un tipo de sustancia, la materia, la sustancia física de la química, la física y la fisiología, y según la cual la mente no es nada más que un fenómeno físico. En pocas palabras, la mente es el cerebro. Según los materialistas, podemos explicar (en principio) cualquier fenómeno mental con los mismos principios, leyes y materias primas físicas que nos sirven para explicar la radioactividad, la deriva continental, la fotosíntesis, la reproducción, la nutrición y el crecimiento. Uno de los más duros cometidos de este libro será el de explicar la conciencia sin ceder nunca al canto de sirena del dualismo. Pero ¿qué tiene de tan malo el dualismo? ¿Por qué ha caído en desgracia?

Figura 2.2
La principal objeción al dualismo ya era bien conocida por Descartes en el siglo XVII, y es justo decir que ni él ni ningún otro dualista han sido nunca capaces de vencerla. Si la mente y el cuerpo son sustancias distintas, deben de todos modos ser capaces de interrelacionarse; los órganos sensoriales del cuerpo, a través del cerebro, deben informar a la mente, deben enviarle o presentarle percepciones, ideas o datos de algún tipo, y la mente, a su vez, después de reflexionar sobre ello, debe dirigir al cuerpo en las acciones apropiadas (incluida el habla). Por este motivo, es corriente referirse a esta concepción con el nombre de interaccionismo cartesiano o dualismo interaccionista. En la formulación de Descartes, el locus de interacción en el cerebro era la glándula pineal o epífisis, la cual aparece representada en el diagrama del propio Descartes, con una medida un tanto exagerada, como un óvalo en el centro de la cabeza.
A fin de ilustrar con más claridad el problema del interaccionismo, podemos sobreimponer un esbozo del resto de la teoría de Descartes sobre su propio diagrama (figura 2.2).
La percepción consciente de la flecha sólo se produce cuando el cerebro ha transmitido su mensaje a la mente, y el dedo de la persona sólo puede señalar a la flecha una vez que la mente ha transmitido sus órdenes al cuerpo. ¿Cómo se transmite exactamente la información de la glándula pineal a la mente? Como no tenemos ni la más remota idea (todavía) de qué propiedades tiene la sustancia mental, tampoco estamos capacitados (todavía) para averiguar de qué manera puede esta verse afectada por los procesos físicos que emanan del cerebro. Por el momento, pues, nos permitiremos ignorar esas señales dirigidas hacia arriba, y nos concentraremos en las señales de retorno, las instrucciones de la mente hacia el cerebro. Estas, ex hypothesi, no son físicas; no son ondas de luz o de sonido, ni rayos cósmicos ni flujos de partículas subatómicas. No tienen asociada ninguna energía física ni una masa. ¿De qué manera, pues, consiguen intervenir sobre lo que ocurre en las células cerebrales a las que tienen que afectar, si la mente debe tener alguna influencia sobre el cuerpo? Uno de los principios fundamentales de la física es que cualquier cambio de trayectoria que sufra una entidad física es una aceleración que requiere un gasto de energía, pero ¿de dónde proviene esta energía? Es este principio de conservación de la energía lo que explica la imposibilidad física de las «máquinas de movimiento perpetuo», y es precisamente este mismo principio el que aparentemente viola el dualismo. Este conflicto entre la física estándar y el dualismo, que viene produciéndose repetidamente desde los tiempos de Descartes, es contemplado como el más fatal e ineludible de los defectos del dualismo.
Como sería de esperar, se han explorado y expuesto numerosas e ingeniosas exenciones técnicas basadas en lecturas bastante sofisticadas de la física relevante para la cuestión, aunque sin ganar muchos conversos a la causa. De hecho, el desconcierto de los dualistas tiene una causa mucho más simple de lo que sugiere la alusión a unas presuntas leyes de la física. Se trata de la misma incoherencia que los niños observan —pero toleran con su jovial fantasía— en las historietas de Casper el fantasma bueno (figura 2.3). ¿Cómo es posible que Casper pueda pasar a través de las paredes y al mismo tiempo recoger una sábana que se ha caído? ¿Cómo puede eludir la sustancia mental toda medición física y al mismo tiempo controlar el cuerpo? Un espíritu en la máquina no nos será de mucha ayuda en nuestra teoría a menos que sea un espíritu capaz de mover objetos, como un fantasma ruidoso capaz de volcar una lámpara o dar un portazo. Sin embargo, cualquier cosa que pueda mover un objeto físico es a su vez un objeto físico (quizá un algo físico extraño y poco estudiado, pero físico al fin).
¿Qué podemos decir entonces de la alternativa de suponer que la sustancia mental es un tipo especial de materia? En la época victoriana, durante las sesiones de espiritismo, los médium a menudo hacían surgir de la nada una cosa que denominaban «ectoplasma», una extraña sustancia viscosa que supuestamente constituía la materia básica del mundo de los espíritus. Una sustancia, no obstante, que podía guardarse en un tarro de cristal, escurridiza, húmeda y capaz de reflejar la luz igual que la materia ordinaria. Estos pequeños fraudes no deben, por ello, ser un obstáculo para preguntarnos seriamente si la sustancia mental podría ser algo que está más allá de los átomos y las moléculas que forman nuestro cerebro, sin dejar de ser, por ello, un tipo de materia susceptible de ser investigada de modo científico.

Figura 2.3
La ontología de una teoría es el catálogo de cosas y tipos de cosas que esa teoría supone que existen. La ontología de las ciencias físicas incluyó en su momento el «calórico» (la sustancia de la que estaba hecho el calor) y el «éter» (la sustancia que llenaba el espacio y medio por el que se transmitían las ondas de luz del mismo modo que el aire y el agua son medios por los que se transmiten las ondas de sonido). Hoy en día nadie cree seriamente en la existencia de tales cosas, mientras que es normal conceder a los neutrinos, la antimateria y los agujeros negros un lugar dentro de la ontología de las ciencias. Quizá sea necesario ampliar la ontología de las ciencias físicas a fin de explicar los fenómenos de la conciencia.
En esta línea de pensamiento, el físico y matemático Roger Penrose ha propuesto una revolución parecida dentro de la física en su libro La nueva mente del emperador (1989). Aunque dudo que haya conseguido tener éxito en su intento de iniciar una revolución[3], creo que merece la pena señalar que Penrose se ha cuidado mucho de caer en la trampa del dualismo. ¿Cuál es la diferencia? Penrose deja claro que su objetivo al proponer una revolución es hacer que la mente consciente sea más accesible a la investigación científica, y no menos. Con toda seguridad, no es accidental que los pocos dualistas que abiertamente reconocen su postura hayan admitido, con gran candor y naturalidad, que carecen por completo de una teoría sobre cómo funciona la mente; es algo, insisten, que está por encima de la capacidad de comprensión de los humanos[4]. Permanece, así, la sospecha oculta de que la característica más atractiva de la sustancia mental es su promesa de seguir siendo tan misteriosa como para mantener en jaque a la ciencia para siempre.
Esta actitud fundamentalmente anticientífica es, a mi modo de ver, la causa principal que hace perder al dualismo toda su legitimidad, y es también el motivo por el cual en este libro adoptaré la postura dogmática de que el dualismo debe evitarse a toda costa. No es que yo piense que soy capaz de ofrecer una prueba definitiva de que el dualismo, en todas sus formas, es falso o incoherente, sino, simplemente, que, atendiendo a la forma en que el dualismo se refugia en el misterio, considero que aceptar el dualismo equivale a darse por vencido (como en la figura 2.4, pág. 50).
Existe un amplio consenso sobre este punto, pero el consenso es tan amplio como frágil, y no hace más que disimular algunas grietas preocupantes en el muro del materialismo. Científicos y filósofos pueden haber alcanzado un cierto grado de consenso en favor del materialismo, pero como veremos, desembarazarse de las viejas visiones dualistas es mucho más difícil de lo que creen los materialistas contemporáneos. La tarea de hallar sustitutos aceptables para las tradicionales imágenes dualistas exigirá llevar a cabo un cierto número de ajustes radicales en nuestras maneras de pensar, ajustes que en un principio resultarán tan contraintuitivos para los científicos como para los profanos.
No considero que sea mala señal que mi teoría aparezca en un principio como algo claramente reñido con la tradición. Al contrario, no debemos esperar de una buena teoría de la conciencia que nos resulte fácil y cómoda de aceptar, que sea una de esas teorías que inmediatamente «hace que se nos encienda la bombilla» y nos hace exclamar, con orgullo contenido: «¡Claro! ¡Ya lo sabía yo! ¡Una vez te lo demuestran es evidente!». Si realmente existiera la posibilidad de desarrollar una teoría como esta, ya lo habríamos hecho hace tiempo. Los misterios de la mente han permanecido vivos durante tanto tiempo, y nuestros progresos han sido tan pocos, que existen muchas posibilidades de que mucho de lo que todos estábamos de acuerdo en considerar como obvio quizá no lo sea tanto. En breve presentaré mis propios candidatos a este puesto.

Creo que debería ser usted un poco a más explícito aquí, en el segundo paso.
Figura 2.4
Hoy en día, algunos investigadores del cerebro, quizá una gran mayoría, siguen afirmando que, para ellos, el cerebro no es más que otro órgano, como los riñones o el páncreas, que debe ser descrito y explicado única y exclusivamente con las seguras herramientas que nos ofrecen las ciencias físicas y biológicas. Nunca se les ocurriría mencionar la mente ni lo «mental» en el curso de sus tareas profesionales. Para otros investigadores con inclinaciones más teóricas existe un nuevo objeto de estudio, la mente/cerebro (Churchland, 1986). Este popular término de nuevo cuño expresa claramente el materialismo dominante entre estos investigadores, quienes no sienten pudor alguno de admitir ante el mundo y ante sí mismos que lo que hace que el cerebro sea tan fascinante es que de una manera u otra es la mente. Pero incluso entre estos investigadores permanece una cierta reticencia a enfrentarse con los grandes problemas, un deseo de posponer hasta un futuro indeterminado las embarazosas preguntas que plantea la naturaleza de la conciencia.
Aun cuando esta actitud es plenamente razonable, un modesto reconocimiento al valor de la estrategia del divide y vencerás tiene el efecto negativo de distorsionar la imagen de algunos nuevos conceptos que han surgido dentro de lo que hoy se denomina ciencia cognitiva. Casi todos los investigadores en este campo, tanto si se sienten afines a la neurociencia como a la psicología o la inteligencia artificial, tienden a posponer los problemas relacionados con la conciencia al restringir su atención a sistemas «periféricos» y «subordinados» de la mente/cerebro. Estos sistemas, se supone que sirven y alimentan a un oscuro e imaginario «centro» en el que se producen el «pensamiento consciente» y la «experiencia». Esto suele tener la consecuencia de dejar que gran parte del trabajo de la mente se lleve a cabo «en el centro», lo cual, a su vez, hace que se subestime la «cantidad de comprensión» que debe producirse en los sistemas relativamente periféricos del cerebro (Dennett, 1984b).
Por ejemplo, muchos teóricos tienden a pensar en los sistemas perceptivos como proveedores de información de «entrada» para un ruedo central del pensamiento, el cual a su vez proporciona «control» o «dirección» para aquellos sistemas relativamente periféricos encargados del movimiento del cuerpo. Se supone también que este ruedo central saca provecho del material almacenado en los diversos sistemas subsidiarios de la memoria. Esta idea de que existen divisiones teóricas importantes entre presuntos subsistemas tales como la «memoria a largo plazo» y el «razonamiento» (o «planificación») es, no obstante, más un producto de la estrategia del divide y vencerás que algo que se pueda encontrar en la naturaleza. Como veremos enseguida, esta atención exclusiva a subsistemas específicos de la mente/cerebro a menudo causa una especie de miopía teórica que impide a los investigadores ver que sus modelos aún presuponen que, en algún lugar, oculto en el oscuro «centro» de la mente/cerebro, hay un Teatro Cartesiano, un lugar al que «todo va a parar» y donde se produce la conciencia. Puede que esta sea una buena idea, una idea inevitable, y hasta que veamos, con detalle, por qué no lo es, el Teatro Cartesiano seguirá atrayendo la atención de un sinnúmero de teóricos deslumbrados por una ilusión.
5. El reto
En el apartado anterior he observado que si el dualismo es lo máximo a que podemos aspirar, entonces nunca podremos comprender la conciencia humana. Algunas personas están convencidas de que así será siempre, hagamos lo que hagamos. Este derrotismo, hoy, en un momento en que podemos sacar provecho de infinidad de avances científicos, me parece ridículo, incluso patético, aunque puede que sea la triste realidad. Quizá sea verdad que la conciencia no pueda explicarse, pero ¿cómo vamos a saberlo si no lo intenta alguien? Creo que ya comprendemos muchas de las piezas del rompecabezas —de hecho, la mayoría de ellas—•, y sólo es necesario hacerlas encajar con un poco de ayuda por mi parte. Aquellos que quieren defender a la mente de la ciencia deberían desearme suerte, ya que si son ellos los que están en lo cierto, entonces mi proyecto está condenado al fracaso, pero si hago bien mi trabajo, mi derrota servirá para dilucidar por qué la ciencia siempre será insuficiente. Así, tendrán en sus manos finalmente su argumento definitivo en contra de la ciencia, y yo les habré hecho todo el trabajo sucio.
Las normas básicas de mi proyecto son sencillas:
1. Nada de tejidos milagrosos. Intentaré explicar cualquier rasgo enigmático de la conciencia humana dentro del marco de la ciencia física contemporánea; en ningún momento recurriré a fuerzas, sustancias o poderes orgánicos inexplicables o desconocidos. En otras palabras, pretendo ver hasta dónde se puede llegar ciñéndome a los límites conservadores de la ciencia estándar, reservando como último recurso el apelar a una revolución dentro del materialismo.
2. Nada de anestesias fingidas. Se ha dicho de los conductistas que fingen estar anestesiados, que fingen ser ajenos a las experiencias que sabemos qué comparten con nosotros. Si quiero negar la existencia de algún rasgo controvertido de la conciencia, es tarea mía el demostrar que se trata de una ilusión.
3. Nada de regatear con los detalles empíricos. Intentaré dar cuenta de todos los hechos científicos correctamente, en la medida que son conocidos hoy en día, aunque exista un cierto desacuerdo sobre qué avances resistirán el paso del tiempo. Si me ciñera exclusivamente a «aquellos hechos que ya aparecen en los manuales», no podría sacar partido de los descubrimientos recientes más reveladores (si eso es lo que realmente son). Y si la historia reciente ha de servirnos de ejemplo, no dejaré por ello de fomentar inconscientemente algunas falsedades. Algunos de los «descubrimientos» sobre la visión por los cuales David Hubel y Torstein Wiesel merecieron el Premio Nobel en 1981 han empezado a aclararse sólo recientemente; y la famosa teoría «retinex» de la visión del color de Edwin Land, que durante más de veinte años ha sido considerada como un hecho establecido por la mayoría de los filósofos de la mente y otros especialistas, cada vez goza de menos predicamento entre los investigadores de la visión[5].
Así pues, dado que como filósofo mi cometido es el de determinar las posibilidades (y refutar cualquier presunta imposibilidad), me limitaré a dibujar esbozos de teorías en lugar de desarrollar teorías completas y verificadas empíricamente. El esbozo de una teoría o un modelo sobre cómo podría hacer algo el cerebro, puede convertir una perplejidad en un proyecto de investigación: si este modelo no funciona, ¿funcionará entonces alguna variación más realista del mismo? (La explicación del fenómeno de las alucinaciones que esbozamos en el capítulo 1 sería un ejemplo de ello.) Tales esbozos son susceptibles de verse directa y explícitamente refutados por medios empíricos; sin embargo, si usted pretende sostener que mi esbozo no es una explicación posible de un determinado fenómeno, tendrá que demostrar qué aspectos del mismo deben ser abandonados y qué cosas no puede hacer el mencionado esbozo; si, por el contrario, usted se limita a afirmar que ciertos detalles de mi modelo pueden no ser correctos, no podré más que estar de acuerdo. Por ejemplo, lo malo del dualismo cartesiano no es que Descartes eligiera la glándula pineal —en vez del tálamo o la amígdala— como locus de interacción con la mente, sino la idea misma de que existe un punto de interacción entre la mente y el cerebro. Está claro que lo que debe ser considerado como regateo cambia a medida que la ciencia avanza y diferentes teóricos establecen diferentes criterios. Intentaré, pues, pecar de exceso de detalle, no sólo con el fin de recalcar el contraste con la filosofía de la mente tradicional, sino también para proporcionar a los críticos que adoptan un punto de vista empírico una buena diana sobre la que disparar.
En este capítulo hemos presentado las características básicas del misterio de la conciencia. Su característica principal es precisamente ese misterio, un rasgo vital, quizá, sin el cual no puede sobrevivir. Dado que esta es una posibilidad que goza de cierto predicamento, la prudencia tiende a favorecer aquellas doctrinas que ni siquiera se plantean explicar la conciencia, ya que la conciencia es algo muy importante para nosotros. El dualismo, la idea de que un cerebro no puede ser una cosa pensante y, por tanto, de que una cosa pensante no puede ser un cerebro, resulta tentador por diversos motivos, pero debemos resistirnos a esa tentación; «adoptar» el dualismo significa simplemente aceptar la derrota sin admitirlo. La adopción del materialismo no resuelve por sí misma todos los enigmas de la conciencia, los cuales, por otra parte, tampoco se siguen de simples inferencias extraídas de las ciencias del cerebro. En cierto modo, el cerebro tiene que ser la mente, pero a menos que podamos llegar a ver con cierto detalle cómo es esto posible, nuestro materialismo no explicará la conciencia, se limitará solamente a prometer que, un buen día, lo hará. Como he sugerido, tales promesas no podrán cumplirse a menos que aprendamos a abandonar la mayor parte del legado de Descartes. Al mismo tiempo, independientemente de lo que nuestras teorías materialistas lleguen a explicar, no explicarán la conciencia si desatendemos aquellos hechos sobre la experiencia que tan íntimamente conocemos «desde el interior». El próximo capítulo lo dedicaremos a establecer un inventario de estos hechos.