CAPÍTULO 6

Tiempo y experiencia

Puedo decir, claro está, que mis representaciones son sucesivas, pero esto sólo quiere decir que tenemos conciencia de ellas como situadas en una secuencia temporal, es decir, somos conscientes de ellas de acuerdo con la forma de nuestro sentido interno.

IMMANUEL KANT, Crítica de la razón pura, 1781*

En el capítulo anterior consideramos un esbozo del modelo de las Versiones Múltiples que resuelve el problema de la «referencia hacia atrás en el tiempo», pero ignoramos algunas complicaciones mayores. En este capítulo seguiremos tratando estos asuntos, adentrándonos en territorios más peligrosos, examinando y resolviendo algunas controversias que han surgido entre los psicólogos y los investigadores del cerebro en relación a cómo se pueden explicar ciertos experimentos notoriamente problemáticos. Creo que es posible comprender el resto del libro sin necesidad de seguir con detalle los argumentos que se desarrollan en este capítulo, así que el lector puede limitarse a hojearlo o saltárselo si lo prefiere; sin embargo, he procurado organizar mi exposición tan claramente como he podido a fin de que los asuntos tratados aquí resulten comprensibles al profano, y además se me ocurren seis buenas razones para enfrentarse, después de todo, a las partes más técnicas.

1. Quedan por aclarar todavía muchas cosas de mi modelo de las Versiones Múltiples, y sólo viendo el modelo en acción podrá usted tener una visión más clara de su estructura.

2. Si todavía le quedan dudas sobre las diferencias que existen entre el modelo de las Versiones Múltiples, en tanto que teoría empírica, y el modelo tradicional del Teatro Cartesiano, estas dudas se disiparán ante el espectáculo que ofrecerán ambos modelos enfrentados.

3. Si usted se pregunta si no hago otra cosa que atacar a un hombre de paja, le resultará aleccionador el descubrir a ciertos expertos haciéndose un tremendo lío porque, muy a pesar suyo, son unos materialistas cartesianos.

4. Si usted sospecha que he basado mi modelo en un único fenómeno, cuidadosamente escogido, como el fenómeno phi de los colores descrito por Kolers, podrá usted ver hasta qué punto se benefician muchos otros fenómenos de un tratamiento en términos de las Versiones Múltiples.

5. Muchos de los conocidos experimentos que examinaremos aquí han sido esgrimidos por algunos insignes expertos como refutaciones del tipo de teoría materialista que estoy presentando aquí, así que si debe haber un desafío científico a mi explicación de la conciencia, este es el campo de batalla que la oposición ha escogido.

6. Finalmente, los fenómenos que trataremos son fascinantes y merecedores del esfuerzo que puede suponer aprender sobre ellos[1].

1. Momentos efímeros y conejos saltarines

El testimonio oral que sigue a una experiencia suele ser una condición suficiente, aunque no necesaria, para considerar que efectivamente dicha experiencia se produjo. Es alrededor de este caso que giran todos los fenómenos más problemáticos. Suponga que, aunque su cerebro ha registrado —respondido a— ciertos aspectos de un evento, algo interviene entre esta respuesta interna y una ocasión subsiguiente que aprovecharía usted para relatar su testimonio. Si no hubiera tiempo u oportunidad para que ningún tipo de respuesta abierta (verbal o de otro tipo) incorporase alguna referencia a algún aspecto del primer evento, entonces se nos plantea el problema siguiente: ¿estos eventos no fueron percibidos conscientemente, o quizá fueron olvidados repentinamente?

Muchos experimentos se han ocupado de medir este «lapso de aprehensión». En un test de memoria acústica, usted tiene que escuchar una cinta en la que se ha grabado una serie de elementos sin relación, que se presentan con cierta rapidez (unos cuatro elementos por segundo, pongamos por caso), y que usted tiene que identificar. Usted no puede responder hasta que ha pasado toda la cinta y, cuando llega el momento de la identificación, identifica algunos de los elementos que oyó, pero no otros. Sin embargo, subjetivamente, usted escuchó cada uno de los elementos con la misma claridad.

La pregunta que este hecho plantea es evidente: ¿de qué fue usted consciente entonces? No cabe duda de que toda la información de la cinta fue procesada por su aparato auditivo, pero ¿llegaron a la conciencia los rasgos identificativos de aquellos elementos que usted no nombró, o fueron simplemente registrados inconscientemente? Parecen haber estado ahí, en la conciencia, pero ¿estuvieron realmente?

En otro paradigma experimental, se le muestra una diapositiva en la que están impresas diversas letras. (Esto se hace con un taquitoscopio, un dispositivo de presentación de imágenes que puede ajustarse a fin de que el estímulo aparezca proyectado con un brillo determinado o durante un número determinado de milisegundos —a veces sólo 5 mseg, otras 500 mseg o más).

Después, usted sólo es capaz de listar algunas de las letras, aunque no cabe duda de que también vio el resto. Usted insiste en que estaban allí, sabe exactamente cuántas había, y tiene la impresión de que se aprecian con claridad y nitidez. Y sin embargo no puede identificarlas. ¿Acaso las ha olvidado rápidamente, o quizá nunca llegó a percibirlas conscientemente desde el principio?

Un fenómeno tan bien estudiado como el del metacontraste (Fehrer y Raab, 1962), pone de manifiesto con claridad la idea principal que subyace al modelo de las Versiones Múltiples. (Para un examen de fenómenos similares, véase Breitmeyer, 1984). Si un estímulo se enciende en una pantalla, durante, pongamos por caso, unos 30 mseg (más o menos lo mismo que un fotograma de televisión) y va seguido inmediatamente por un estímulo que lo «enmascara», los sujetos refieren haber visto únicamente el segundo estímulo. El primer estímulo podría ser un disco coloreado y el segundo un anillo también coloreado en cuyo centro encajaría el disco que se presentó con anterioridad.

img6-1

Figura 6.1

Si usted pudiera ponerse en el lugar del sujeto, podría comprobarlo por sí mismo; estaría usted dispuesto a jurar que sólo había un estímulo: el anillo. En la bibliografía psicológica, la descripción estándar de este fenómeno se realiza en términos estalinianos: el segundo estímulo, de algún modo impide la experiencia consciente del primer estímulo. En otras palabras, el segundo estímulo sale al paso del primer estímulo en su camino hacia la conciencia. Las personas muestran, no obstante, un alto grado de aciertos, que no puede ser debido al azar, cuando se les hace adivinar si había uno o dos estímulos. Esto sólo es otra demostración, nos dice el teórico estaliniano, de que los estímulos pueden producir efectos en nosotros sin que seamos conscientes de ello. El primer estímulo nunca llega a salir al escenario de la conciencia, pero produce todos los efectos que tiene que producir de manera totalmente inconsciente. Podemos comparar esta explicación del metacontraste con su alternativa orwelliana: los sujetos sí que son conscientes del primer estímulo (lo cual explica su capacidad de adivinar correctamente que los estímulos eran dos), pero su recuerdo de la experiencia consciente ha sido eliminado casi por completo por el segundo estímulo (motivo por el cual niegan haberlo visto, a pesar de sus reveladoras intuiciones que van más allá del puro azar). El resultado es un punto muerto —y un motivo de azoramiento para ambas posturas—, ya que ninguna de las dos partes puede identificar un solo resultado experimental que pudiera darle la razón y resolviera así el conflicto.

Así es como el modelo de las Versiones Múltiples da cuenta del fenómeno del metacontraste. Cuando en un breve espacio de tiempo pasan muchas cosas, el cerebro tiene que hacer hipótesis simplificadoras. El contorno exterior de un disco se convierte rápidamente en el contorno interior de un anillo. El cerebro, informado inicialmente sólo de que algo ha ocurrido (algo con un perímetro circular en un lugar determinado), repentinamente recibe la confirmación de que, efectivamente, había un anillo, con sus contornos externo e interno. Sin más datos que apoyen la evidencia de que había un disco, el cerebro se inclina por la opción más conservadora de que sólo había un anillo. ¿Debemos insistir en el hecho de que sí que se experimentó el disco porque, si el anillo no hubiera intervenido, se habría señalado la presencia del primero? Ello comportaría cometer el error de suponer que podemos «congelar la imagen» en la película proyectada en el Teatro Cartesiano, y asegurarnos así de que el fotograma del disco consiguió llegar hasta el Teatro antes de que su recuerdo fuera eliminado por acontecimientos posteriores. El modelo de las Versiones Múltiples conviene en aceptar que la información sobre el disco ocupó, durante un breve espacio de tiempo, una posición funcional para contribuir así a un testimonio posterior, pero este estado pasó; no existe ninguna razón para suponer que este estado permaneció dentro del círculo encantado de la conciencia hasta que fue sobreescrito con nueva información, o, por el contrario, tampoco existen razones para pensar que nunca consiguió alcanzar este estado de privilegio. Las versiones compuestas en tiempos y lugares determinados del cerebro se retiran posteriormente de la circulación y son sustituidas por versiones revisadas, pero ninguna de ellas puede ser identificada como el contenido definitivo de la conciencia.

Una muestra aún más sorprendente de esta capacidad de revisión es el fenómeno del conejo cutáneo. Los psicólogos Frank Geldard y Cari Sherrick refirieron sus primeros experimentos en 1972 (véase también Geldard, 1977; Geldard y Sherrick, 1983, 1986). El brazo del sujeto descansa acolchado sobre una mesa, con unos martinetes colocados en dos o tres puntos a lo largo del brazo separados por unos treinta centímetros. Entonces se hace que los martinetes produzcan unos martilleos rítmicos, por ejemplo cinco en la muñeca, seguidos por dos cerca del codo y después tres más cerca del hombro.

Estos martilleos se ejecutan con un intervalo entre estímulos de 50 mseg a 200 mseg. La cadena de martilleos puede durar, pues, menos de un segundo o, como máximo, dos o tres segundos. El sorprendente efecto que estos martilleos producen en los sujetos es que parecen desplazarse brazo arriba en una secuencia regular sobre puntos equidistantes, como si un pequeño animal estuviera subiendo por el brazo. En un primer momento, uno tiene la tentación de preguntarse cómo sabía el cerebro que después de los cinco martilleos en la muñeca, iba a haber más martilleos cerca del codo. Los sujetos ya experimentan la «partida» de los martilleos desde la muñeca con el segundo martilleo y, sin embargo, en las pruebas de preparación, en que los martilleos del codo y posteriores nunca se producen, los sujetos perciben los cinco martilleos en la muñeca de manera esperada. Es evidente que el cerebro no puede «saber» de un martilleo en el codo hasta que este se haya producido. Si usted sigue hechizado por el Teatro Cartesiano, es posible que se sienta inclinado a conjeturar que el cerebro retrasa la experiencia consciente hasta el momento en que los martilleos han sido «recibidos» en un apeadero entre el brazo y el asentamiento de la conciencia (sea lo que sea) y, en este apeadero, se revisan los datos de acuerdo con alguna teoría del movimiento y se envían revisados a la conciencia. Pero ¿retrasará siempre el cerebro la respuesta a un martilleo por si luego llegan más? Y si no lo hace, ¿cómo «sabe» cuándo hay que producir un retraso?

El modelo de las Versiones Múltiples demuestra que esta es una pregunta descabellada. El desplazamiento en el espacio (a lo largo del brazo) es discriminado por el cerebro durante el tiempo en que se produce. También se discrimina el número de martilleos. Aunque en la realidad física los martilleos se concentran en puntos determinados, el supuesto más simple es que se distribuyen regularmente a lo largo de la duración espacio/temporal de la experiencia. El cerebro se relaja ante esta interpretación parca pero errónea una vez que se han registrado los martilleos, lo cual tiene el efecto de borrar cualquier interpretación (parcial) previa de los martilleos, aunque los efectos secundarios de estas interpretaciones pueden perdurar. Por ejemplo, supóngase que pedimos a los sujetos que presionen un botón cada vez que sientan dos martilleos en la muñeca; no nos sorprendería que pudieran iniciar el acto de presionar el botón antes de la discriminación de los martilleos del antebrazo que les inducirían a interpretar erróneamente que el segundo martilleo está desplazándose brazo arriba.

Debemos ser particularmente cuidadosos y no cometer el error de suponer que el contenido que derivaríamos a partir de un sondeo tan temprano constituye el «primer capítulo» del contenido de la narración con que nos encontraríamos si efectuáramos un sondeo del mismo fenómeno un tiempo después. Ello comporta la confusión de dos «espacios» distintos: el espacio del representante y el espacio de lo representado. Este es un error tan tentador y tan común que merece que le dediquemos un apartado entero.

2. Cómo representa el tiempo el cerebro

El materialismo cartesiano, esa visión que nadie defiende pero en términos de la cual casi todo el mundo piensa, nos sugiere la siguiente imagen implícita. Sabemos que la información se desplaza por el cerebro y es procesada por diversos mecanismos en regiones distintas. Nuestras intuiciones sugieren que nuestro flujo de la conciencia consiste en eventos secuenciales, y que en cada instante cada elemento de esta secuencia puede clasificarse como si ya hubiese tenido lugar «en la conciencia» o como si no hubiese tenido lugar «aún». Y si es así, entonces (así parece) los vehículos que contienen contenidos y que se desplazan por el cerebro deben ser como vagonetas circulando por un carril; el orden en que pasan por algún punto será el orden en que «llegan» al teatro de la conciencia y (por tanto) «se hacen conscientes». Para determinar el punto en el cerebro en que se produce la conciencia, trácense todas las trayectorias de los vehículos de la información y véase por qué punto están pasando esos vehículos en el instante en que se hacen conscientes.

Un poco de reflexión sobre la tarea fundamental del cerebro nos hará ver dónde está el error en esta imagen. La tarea del cerebro es guiar al cuerpo que controla en un mundo de condiciones cambiantes y sorpresas repentinas, así que debe acumular información sobre este mundo y utilizarla con rapidez para «crear futuro», para producir anticipaciones a fin de andar un paso por delante del desastre (Dennett, 1984a, 1991b). Así pues, el cerebro tiene que representarse las propiedades temporales de los acontecimientos del mundo, y lo tiene que hacer con eficiencia. Los procesos que son responsables de la ejecución de esta tarea se distribuyen espacialmente por todo un cerebro sin un punto central, y la comunicación entre las regiones de este cerebro es relativamente lenta; los impulsos nerviosos electroquímicos viajan varios miles de veces más lentos que la luz (o que las señales electrónicas por un cable). El cerebro, por tanto, está sometido a una constante presión temporal. Con mucha frecuencia se ve obligado a arreglárselas para modular su salida en función de la entrada dentro de una ventana temporal que no permite descuidos que den lugar a retrasos. En el caso de los estímulos de entrada, hay tareas de análisis perceptivo, como la percepción del habla, que estarían por encima de los límites físicos de la maquinaria cerebral si esta no utilizara ingeniosas estrategias anticipadoras que añaden redundancias a la entrada. El habla ordinaria se produce a una velocidad del orden de las cuatro o cinco sílabas por segundo, pero tan poderosas son las máquinas de análisis que hemos desarrollado para «segmentarla», que las personas son capaces de comprender «habla comprimida» —en la que las palabras se aceleran electrónicamente sin que por ello el tono se eleve hasta sonar como el chillido de una ardilla— a velocidades que pueden superar las treinta sílabas por segundo. En el caso de la salida, muchas acciones pueden llevarse a cabo muy rápidamente, y se desencadenan con tanta precisión que el cerebro no tiene tiempo de ajustar sus señales de control en función de los estímulos de realimentación; actos tales como tocar el piano o tirar una piedra con puntería (Calvin, 1983, 1986) deben iniciarse balísticamente. (Los actos balísticos son como lanzar un misil no guiado; una vez se han desencadenado, sus trayectorias no pueden ser corregidas.)

¿Cómo puede entonces el cerebro seguir la pista de la información temporal que necesita? Considérese el siguiente problema: dado que la distancia entre un dedo del pie y el cerebro es mayor que la distancia de la cadera al cerebro, o del hombre al cerebro, o de la frente al cerebro, los estímulos lanzados simultáneamente en cada uno de estos lugares llegarán al cuartel general en envites sucesivos, si la velocidad a la que viajan es constante en todas las vías. ¿«Cómo» —se preguntará usted— «consigue el cerebro la simultaneidad central de representación necesaria para estímulos distales simultáneos»? Si se ocupara usted en una tarea de ingeniería especulativa inversa, podría pensar que quizá todos los canales nerviosos aferentes son como medidas de banda magnética enrollada en espiral como un muelle, todas de la misma longitud: los nervios de los dedos del pie están estirados al máximo, los de la frente están básicamente enroscados al cerebro. Las señales que viajan por el segundo canal entran en un largo bucle de esa espiral interna, saliendo de él para llegar al cuartel general sólo en el mismo instante en que lo hacen las señales que, sin haber sufrido ningún retraso, provienen del dedo del pie. O quizás usted pudiera imaginar que los canales nerviosos se estrechan a medida que se los estira (como rollitos de arcilla o como fideos hechos en casa), y que la velocidad del viaje varía a medida que el diámetro del canal disminuye. (Y así es en cierto modo, ¡pero en la dirección contraria, desgraciadamente! Las fibras nerviosas más gruesas conducen la información más rápido.) Estos son modelos vividos (y un poco tontos) de mecanismos que podrían resolver el problema, pero el error de principio es suponer que el cerebro necesita resolver este problema. El cerebro no tiene por qué resolver este problema, y por un obvio motivo de ingeniería: malgasta un tiempo precioso utilizando en toda la gama de operaciones que lleva a cabo un sistema de preferencias sensible a los «casos peores». ¿Por qué unas señales vitales procedentes de la frente (por ejemplo) deberían quedar retenidas en la antesala de la conciencia sólo porque en algún momento podría darse la situación de que ciertas señales concurrentes provenientes de los dedos de los pies tuvieran que converger con ellas[2]?

Los ordenadores digitales también dependen de estos retrasos para dar entrada a los casos peores y asegurar así la sincronía. El mecanismo de un circuito paralelo de adición que retiene sumas completadas hasta que un impulso de modulación temporal las libera sería un pariente próximo de esos imaginarios nervios en espiral. Los constructores de superordenadores deben ser extraordinariamente cuidadosos y asegurarse de que los cables que conectan las diversas partes de un circuito tengan la misma longitud, lo cual a menudo les obliga a incluir bucles de cable extra. Sin embargo, los ordenadores digitales se pueden permitir el lujo de esta ineficiencia localizada porque son terriblemente rápidos. (De hecho, la carrera que ha iniciado el mercado para obtener ordenadores cada vez más rápidos ha tenido como consecuencia que los ingenieros reconsideren estas minúsculas ineficiencias temporales; el motivo por el cual algunas de ellas siguen vigentes es que los ingenieros no saben cómo diseñar sistemas totalmente asíncronos, sin regulación mediante los impulsos de un reloj central.) La imposición de una sincronía centralizada de las operaciones requiere la existencia de algunos retrasos. Actuando como ingenieros que trabajan a la inversa, podríamos pensar que si existieran mecanismos efectivos para que el cerebro represente la información sobre el tiempo que necesita a fin de evitar dichos retrasos, la evolución ya habría «dado con ellos». De hecho estos mecanismos existen, como podemos demostrar con un incidente histórico que, a una escala mayor, ilustra perfectamente el fenómeno, tanto en el espacio como en el tiempo.

Considérense las dificultades de comunicación con que se enfrentaba el gigantesco imperio británico antes de la invención de la radio y el telégrafo.

Controlar un imperio mundial desde los cuarteles generales en Londres no era siempre factible. El incidente más célebre es sin duda el de la batalla de Nueva Orleans, el 8 de enero de 1815, quince días después de la tregua, firmada en Bélgica, que ponía fin a la guerra de 1812. Más de mil soldados británicos murieron en esa inútil batalla. Podemos utilizar la historia de esta debacle para ver cómo funcionaba el sistema. Supongamos que el día 1 se firmaba el tratado en Bélgica y que la noticia fue enviada por mar y tierra a América, India, África, etc. El día 15 tiene lugar la batalla en Nueva Orleans y las noticias de la derrota viajan por tierra y mar a Inglaterra, India, etc. El día 20, demasiado tarde, la noticia de la firma del tratado (y la orden de rendición) llega a Nueva Orleans. El día 35, supongamos, la noticia de la derrota llega a Calcuta, pero la noticia de la firma del tratado no llega hasta el día 40 (viajaba por vía terrestre, más lenta). Para el comandante en jefe británico de la India, la batalla «parecería» haberse librado antes de la firma del tratado, si no fuera por la práctica habitual de fechar las cartas, lo que le permitió efectuar las correcciones pertinentes[3].

Estos agentes separados por grandes distancias resolvieron la mayoría de sus problemas de comunicar información sobre el tiempo incorporando representaciones de la información temporal relevante en el contenido de sus señales, de modo que el momento de llegada a destino de las señales era estrictamente irrelevante para la información que estas transportaban.

Una fecha escrita en el encabezamiento de una carta (o registrada en el matasellos del sobre), proporciona al destinatario información sobre el momento en que esta fue enviada, una información que sobrevive a cualquier retraso que se produzca en la llegada[4]. Esta distinción entre el tiempo representado (por el matasellos) y el tiempo del representante (el día de la llegada de la carta) es un ejemplo de la conocida distinción entre contenido y vehículo.

Aunque esta solución en particular no está a la disposición de los agentes comunicadores del cerebro (porque no «conocen la fecha» en el momento de enviar el mensaje), el principio general de la distinción contenido/vehículo tiene una relevancia para los modelos de procesamiento de la información en el cerebro que nunca ha sido apreciada en su justa medida[5].

En general, debemos distinguir los rasgos de los representantes de los rasgos de los representados. Uno puede chillar «¡Con cuidado, caminad de puntillas!» a pleno pulmón, hay imágenes enormes de objetos microscópicos, y no hay nada imposible en una pintura al óleo de un artista haciendo un boceto al carboncillo. La primera frase de una descripción escrita de un hombre de pie no tiene por qué describir su cabeza, ni la última frase tiene por qué describir sus pies. Este principio también se aplica, con menos claridad, al tiempo. Considérese la siguiente frase proferida oralmente: «Un brillante y breve destello de luz roja». Empieza con «un brillante» y acaba con «luz roja». Las porciones de dicha proferencia no son en sí mismas representaciones del principio o el final del breve destello rojo (Efron, 1967, pág. 714, hace una observación parecida). Ningún evento en el sistema nervioso puede tener una duración cero (ni tampoco puede tener una dimensión espacial cero), así que todos tienen un principio y un final separados por un espacio de tiempo determinado. Si el evento mismo representa un evento en la experiencia, entonces el evento que representa debe tener también una duración distinta de cero, un principio, un final y una parte intermedia. No hay motivos para suponer, no obstante, que el principio del representante representa el principio del representado[6]. Aunque sí es cierto que diferentes mecanismos neurológicos extraen atributos diferentes en momentos diferentes (por ejemplo, localización frente a forma frente a color), y aunque si se nos pidiera que respondiéramos a la presencia de cada uno de ellos aisladamente lo haríamos con latencias diferentes, nosotros percibimos eventos, y no un torrente de elementos perceptivos o atributos analizados sucesivamente[7].

Una novela o una narración histórica no tienen necesariamente que ser compuestas en el orden que eventualmente relatan; a veces los autores empiezan por el final y proceden hacia atrás. Además, una narración puede contener escenas retrospectivas o flashbacks, en los que los acontecimientos se representan como si hubieran ocurrido en un orden determinado mediante representantes que tienen lugar en órdenes distintos. De igual modo, la representación por parte del cerebro de A antes que B no tiene necesariamente que producirse de la siguiente manera:

Primero:

un representante de A,

Seguido por:

un representante de B.

La frase «B después de A» es un ejemplo de vehículo (oral) que representa el hecho de que A está antes que B, y el cerebro puede valerse de la misma libertad de localización temporal. Lo que importa al cerebro no es necesariamente cuándo se producen actos individuales de representación en diversas partes del mismo (¡mientras estos se produzcan a tiempo para controlar aquello que debe controlarse!), sino su contenido temporal. Es decir, lo que importa es que el cerebro pueda seguir controlando los acontecimientos «en el supuesto de que A ocurrió antes que B», independientemente de si la información de que A se ha producido entre en el sistema relevante del cerebro y sea reconocida como tal antes o después de la información de que B ha ocurrido. (Recordemos al comandante en jefe de Calcuta: primero fue informado de la batalla, y después fue informado de la tregua, pero dado que pudo extraer la información de que la tregua se produjo antes, pudo asimismo actuar en consecuencia. Debió, por tanto, juzgar que la tregua se produjo antes de la batalla; no tenía por qué organizar una especie de espectáculo de «reconstrucción histórica» en el que recibiese las cartas en orden «adecuado».)

Algunos han argumentado, sin embargo, que el tiempo es una de esas cosas que la mente o el cerebro tiene que representar «consigo mismo». El filósofo Hugh Mellon, en su libro Real Time (1981, pág. 8), plantea la cuestión con claridad y vehemencia:

Supóngase por ejemplo que veo un evento e preceder a otro evento e*. Primero tengo que presenciar e y después e * de tal modo que mi visión de e sea recordada en mi visión de e* Es decir, mi visión de e afecta a mi visión de e*: esto es lo que hace que yo —correcta o erróneamente— vea e precediendo a e* y no al revés. Pero ver e precediendo a e* comporta ver primero e. Así pues, el orden causal de mi percepción de estos acontecimientos, al fijar el orden temporal que yo percibo que tienen, fija el orden temporal de las percepciones mismas (…). Debemos hacer hincapié… en el hecho sorprendente de que la percepción del orden temporal necesita de percepciones temporalmente ordenadas. Ninguna otra propiedad o relación necesita incorporarse asta las percepciones que uno tiene de ellas (la cursiva es mía): la percepción de la forma y del color, por ejemplo no necesita tener a su vez forma o color.

Esto es falso, pero también tiene algo de cierto. Dado que la función fundamental de la representación en el cerebro es controlar la conducta en tiempo real, la organización temporal de los representantes es, hasta cierto punto, esencial para su tarea, y lo es por dos motivos.

Primeramente, al principio de un proceso perceptivo la organización temporal puede ser lo que determine el contenido. Considérese cómo distinguimos un punto que se mueve de derecha a izquierda de un punto que se mueve de izquierda a derecha en una pantalla de cine. La única diferencia entre ambos casos puede ser el orden temporal en que se proyectan dos fotogramas (o más). Si primero se proyecta A antes que B, se verá el punto moviéndose en una dirección; si primero se proyecta B antes que A, se verá el punto moviéndose en la dirección opuesta. La única diferencia en los estímulos que podría utilizar el cerebro para llevar a cabo la discriminación de direcciones es el orden en que se produjeron. Dicha discriminación es, por tanto, pura cuestión de lógica, basada en la capacidad del cerebro de llevar a cabo una discriminación del orden temporal de una ciudad determinada. Puesto que los fotogramas de cine se presentan normalmente a una velocidad del orden de veinticuatro imágenes por segundo, sabemos que el sistema visual puede resolver el orden entre estímulos que se producen dentro de un margen de tiempo aproximado de 50 mseg. Ello significa que las propiedades temporales reales de las señales —el tiempo de inicio, su velocidad en el sistema y, por tanto, su tiempo de llegada— deben ser cuidadosamente controladas hasta que la discriminación haya tenido lugar. En caso contrario, la información sobre la que se debe basar la discriminación se perdería o se vería oscurecida

A una escala mayor, este fenómeno se produce en algunas ocasiones al principio de una regata; usted ve un barco cruzando la línea de salida y después oye el pistoletazo de salida: ¿llegó el barco a la línea demasiado pronto? La respuesta constituye una imposibilidad lógica, a menos que usted calcule la diferencia de tiempos de transmisión de la luz y el sonido hasta el punto en que usted llevó a cabo la discriminación. Una vez se ha emitido un juicio (o todo va bien o el barco número 7 ha cruzado la línea demasiado pronto), su contenido puede ser transmitido a los participantes de manera pausada, sin que haya necesidad de preocuparse por lo rápido o lo lejos que tiene que viajar para cumplir con su cometido.

Así pues, la organización temporal de algunas representaciones es importante hasta el momento en que se produce una discriminación como de-izquierda-a-derecha (o cruzar la línea demasiado pronto), pero una vez se ha producido, con la intervención de algún circuito en el córtex (o de algún observador en el barco de los árbitros), el contenido del juicio puede enviarse, con cierto descuido temporal, a cualquier punto en el cerebro donde esta información pueda ser utilizada. Sólo así podemos explicar lo que de otra manera es el enigmático hecho de que las personas en ocasiones son incapaces de emitir juicios temporales de muy poca precisión, mientras que en otras ocasiones son muy precisas con sus juicios sobre cuestiones que desde el punto de vista lógico exigen una mayor acuidad temporal (como ocurre con los juicios sobre la dirección del movimiento). Utilizan discriminadores especializados (y especialmente localizados) para producir juicios de gran calidad.

Ya mencionamos, aunque de forma somera, cuál es la segunda restricción sobre la organización temporal: no importa en qué orden se produzcan los representantes, con la condición de que se produzcan a tiempo para controlar las conductas adecuadas. La función de un representante puede depender del cumplimiento de un plazo, que es una propiedad temporal del vehículo que efectúa la representación. Este hecho es particularmente claro en entornos sometidos a una gran presión temporal como la Iniciativa de Defensa Estratégica concebida en EE.UU. recientemente. El problema no radica en saber cómo hacer que un ordenador represente, con gran precisión, el lanzamiento de un misil, sino en saber cómo representar el lanzamiento de un misil con gran precisión durante el breve espacio de tiempo en que todavía se puede hacer algo para remediarlo. El mensaje de que un misil fue lanzado a las 6.04.23.678 AM EST puede representar con precisión y para siempre el momento del lanzamiento, pero su utilidad puede haberse desvanecido a las 6.05 AM EST* Para toda tarea de control debe haber, pues, una ventana de control temporal dentro de la cual los parámetros temporales de los representantes puedan, en principio, ser alterados ad libitum.

Los plazos que ponen límite a estas ventanas no son fijos, sino que dependen de la tarea. Si, en vez de interceptar misiles, usted está escribiendo sus memorias o respondiendo a preguntas sobre el caso Watergate (Neisser, 1981), la información que usted necesite recuperar sobre la secuencia de acontecimientos de su vida a fin de controlar sus acciones puede ser recuperada prácticamente en cualquier orden, y además usted puede tomarse su tiempo para llevar a cabo las inferencias necesarias. O, por tomar un caso intermedio más próximo a los fenómenos que estamos considerando, suponga que usted va en un barco a la deriva y que quiere saber si se acerca o se aleja de ese peligroso arrecife que ve a lo lejos. Suponga que ahora usted conoce la distancia que lo separa del arrecife (porque, pongamos por caso, ha medido el ángulo que subtiende en su campo visual); a fin de responder a su pregunta, puede usted esperar un poco y volver a medir el ángulo, o, si media hora más tarde fotografiara el arrecife con su cámara Polaroid, usted podría medir el ángulo en la fotografía, efectuar algunos cálculos y, retrospectivamente, saber a qué distancia se encontraba en el momento de sacar la fotografía. Para poder emitir un juicio sobre la dirección en que usted se está moviendo, tiene que calcular dos distancias: la distancia a mediodía y la distancia a las 12.30, por ejemplo, pero a efectos prácticos no importa qué distancia calcule primero. Lo importante es que usted sea capaz de efectuar los cálculos con la suficiente rapidez para poder empezar a remar antes de que sea demasiado tarde.

Así pues, la representación del tiempo por parte del cerebro está anclada al tiempo mismo de dos maneras distintas: la organización temporal del representante puede ser lo que nos proporcione la evidencia o lo que determine el contenido, y toda la importancia de representar el tiempo de las cosas puede perderse si el representante no se produce a tiempo como para establecer la distinción que se quiere establecer. Espero que Mellon aprecie estos dos factores, y que los tuviera en mente en el momento de hacer las afirmaciones que cité más arriba, pero comete el error natural de pensar que la combinación de ambos restringe completamente la representación del tiempo, de modo que el orden de los representantes siempre refleja el orden del contenido. De acuerdo con este análisis, no hay lugar para la «distribución» temporal, mientras que aquí hemos defendido la necesidad de que haya distribución temporal —a pequeña escala— porque debe haber distribución espacial (a pequeña escala) del punto de vista del observador.

Las causas deben preceder a los efectos. Este principio fundamental asegura que las ventanas de control temporal estén acotadas por ambos extremos: por el instante más temprano en que la información puede llegar al sistema, y por el instante más tardío en que la información puede tener alguna contribución causal al control de alguna conducta determinada. Todavía no hemos visto cómo podría utilizar el cerebro el tiempo disponible en una ventana de control para ordenar la información que recibe y convertirla en una «narración» coherente que se utiliza para regir las respuestas del cuerpo.

Entonces, ¿cómo pueden los procesos cerebrales inferir propiedades temporales? Los sistemas de «fechado postal» o de «matasellos» no son teóricamente imposibles, pero existe un mecanismo menos costoso, quizá menos infalible pero más plausible desde el punto de vista biológico: lo que podríamos denominar dispositivo dependiente del contenido. Una analogía útil sería la del estudio de sonido donde la banda sonora se «sincroniza» con la película. Los diversos segmentos de la cinta de audio pueden haber perdido todos sus marcadores temporales, de modo que no hay una manera simple y mecánica de disponerlos de manera que se correspondan con las imágenes. Sin embargo, al pasarlos en uno y otro sentido junto con la película, buscando puntos de coincidencia, se pueden hallar los ajustes «óptimos».

La claqueta al principio de cada toma —«escena tres, toma siete, ¡acción!, CLAC»— proporciona un punto de referencia doble, visual y auditivo, cuya sincronización hace que el resto de la cinta y los fotogramas entren automáticamente en sincronía. Sin embargo, existen normalmente tantos puntos de referencia mutua que este punto de referencia convencional al principio de cada toma no es más que una cómoda redundancia. Que la grabación final sea la adecuada depende del contenido de la película y de la cinta de audio, pero no de un sofisticado análisis del contenido. Un editor que no hablara japonés encontraría difícil y aburrido, pero no imposible, el sincronizar una película en esta lengua. Además, el orden temporal de los estadios del proceso de ajustar las piezas en la grabación es independiente del contenido del producto; el editor puede organizar la escena tres antes de organizar la escena dos y, en principio, incluso podría hacer todo el trabajo pasando los segmentos «a la inversa».

Ciertos procesos «estúpidos» en el cerebro pueden llevar a cabo procesos similares de manipulación y encaje. Por ejemplo, el cómputo de la profundidad en un estereograma de puntos aleatorios (figura 5.7, página 126) es un problema espacial para el que fácilmente podemos imaginar análogos temporales. En principio, pues, el cerebro puede resolver sus problemas de inferencia temporal mediante tales procesos, sin obtener información de los ojos derecho e izquierdo, sino a partir de cualquier fuente de información que participe en un proceso que requiere juicios temporales.

De ello se siguen dos puntos importantes. Primero, dichas inferencias temporales pueden realizarse (o, dichas discriminaciones temporales pueden efectuarse) comparando el contenido (de bajo nivel) de las distintas matrices de datos, y este proceso en tiempo real no tiene por qué producirse en el orden temporal representado por el resultado de dicho proceso. Segundo, una vez que dicha inferencia temporal se ha llevado a cabo, lo cual puede haber ocurrido antes de que otros procesos hayan extraído rasgos de alto nivel, no tiene por qué volver a llevarse a cabo. No tiene por qué haber una representación posterior donde los rasgos de alto nivel «se presenten» en una secuencia de tiempo real en beneficio de un segundo mecanismo encargado de juzgar la secuencia en cuestión. En otras palabras, una vez el cerebro ha llevado a cabo unas inferencias determinadas a partir de estas yuxtaposiciones de información temporal, este puede representar los resultados con el formato que mejor se adecue a sus necesidades y capacidades, y no necesariamente con un formato en el que «el tiempo se utiliza para representar el tiempo».

3. Libet y el caso de la «referencia hacia atrás en el tiempo»

Hemos establecido un método mediante el cual el cerebro puede llevar a cabo sus tareas compilatorias sobre la información temporal de una manera que ignora la organización temporal real (el «tiempo de llegada») de algunas de sus representaciones, pero debemos recordar una vez más la presión temporal bajo la cual tiene que hacer todo esto. Si procedemos hacia atrás desde el punto en que finalizó el plazo, todo el contenido referido o que ha sido expresado en el comportamiento ulterior debe haber estado presente (en el cerebro, pero no necesariamente «en la conciencia») a tiempo para contribuir causalmente a dicho comportamiento. Por ejemplo, si durante un experimento un sujeto dice «perro» como respuesta a un estímulo visual, podemos proceder hacia atrás desde el instante en que se produjo esta conducta, que estaba claramente controlada por un proceso que tenía el contenido perro (a menos que el sujeto diga «perro» ante cualquier estímulo, o se pase el día diciendo «perro perro perro…», etc.). Habida cuenta de que se necesitan del orden de los 100 mseg para empezar a ejecutar una intención de habla de este tipo (y, aproximadamente, otros 200 mseg para completarla), podemos estar seguros de que el contenido perro ya estaba presente en las áreas del lenguaje del cerebro (o en su proximidad) unos 100 mseg antes de que la proferencia empezara. Si partimos del otro extremo de la cadena, podemos determinar el instante más temprano en que el contenido perro puede haber sido computado o extraído por el sistema visual a partir de la entrada retiniana e incluso, quizá, seguir su creación y su trayectoria posterior a través del sistema visual y hacia las áreas del lenguaje.

Lo realmente anómalo (que provocaría lamentaciones y chirriar de dientes) sería que el tiempo que pasara entre el estímulo perro y la proferencia de «perro» fuera menor que el tiempo físicamente necesario para el establecimiento de ese contenido y su desplazamiento por el sistema. Pero tales anomalías nunca se han detectado. Sin embargo, sí se han descubierto unas yuxtaposiciones sorprendentes entre las dos secuencias representadas en la figura 5.12 de la página 150. Cuando intentamos poner la secuencia de eventos del flujo objetivo de procesamiento en el cerebro de acuerdo con la secuencia objetiva del sujeto determinada a partir de lo que con posterioridad dice el propio sujeto, a veces encontramos unos bucles sorprendentemente grandes. Esta es, por lo menos, la conclusión a la que querríamos llegar a la vista de uno de los experimentos más discutidos —y criticados— de la neurociencia: el experimento de neurocirugía de Benjamin Libet, que demuestra lo que él mismo ha denominado «referencia hacia atrás en el tiempo».

En ocasiones, durante la cirugía cerebral, es importante que el paciente esté despierto y alerta, únicamente bajo los efectos de una anestesia local (como cuando el dentista nos inyecta novocaína). Ello permite al neurocirujano obtener testimonios inmediatos sobre lo que experimenta el paciente cuando se sondea su cerebro (véase la nota 5 de la página 70). El pionero de esta práctica fue Wilder Penfield (1958), y durante más de treinta años los neurocirujanos han podido ir recogiendo datos sobre los efectos de la estimulación eléctrica directa de varias partes del córtex. Desde hace tiempo se sabe que la estimulación de ciertos puntos en la corteza somatosensorial (una franja fácilmente accesible situada en la parte superior del cerebro) produce en el paciente la experiencia de sensaciones en las partes del cuerpo correspondientes. Por ejemplo, la estimulación de un punto en la parte izquierda de la corteza somatosensorial puede producir la sensación de un breve hormigueo en la mano derecha del sujeto (con motivo de la conocida inversión en el sistema nervioso que hace responsable de la parte derecha del cuerpo a la mitad izquierda del cerebro, y viceversa). Libet comparó los tiempos de dichos hormigueos inducidos por estimulación del córtex con los de sensaciones similares provocadas de la manera usual, como por ejemplo la aplicación de un impulso eléctrico directamente sobre la mano (Libet, 1965, 1981, 1982, 1985b; Libet y otros, 1979; véase también Popper y Eccles, 1977; Dennett, 1979b; Churchland, 1981a, 1981b; Honderich, 1984).

¿Qué debemos esperar que ocurra? Imaginemos a dos personas que se dirigen a su trabajo cada día a la misma hora, con la única diferencia de que uno de ellos vive en las afueras de la ciudad y el otro sólo a unas manzanas del puesto de trabajo. Ambos conducen a la misma velocidad, así que, dada la distancia extra que debe recorrer el primero, es de esperar que llegue a la oficina más tarde que el segundo. Sin embargo, no es esto lo que halló Libet cuando le preguntó a sus pacientes qué pasaba primero, si el hormigueo en la mano que se iniciaba directamente en el córtex o el hormigueo enviado desde la mano. A partir de los datos obtenidos argumentó que, aunque en cada caso había un espacio de tiempo considerable (500 mseg aproximadamente) entre el principio de la estimulación y la «adecuación neuronal» (el punto en que, según Libet, culminan los procesos corticales a fin de dar lugar a la experiencia consciente del hormigueo), cuando se estimulaba la mano, la experiencia se «refería hacia atrás en el tiempo» «automáticamente», y se percibía antes que el hormigueo producido por la estimulación del cerebro.

img6-2

Figura 6.2

Aún más sorprendente, Libet relata casos en los que la parte izquierda del córtex del paciente era estimulada antes que su mano izquierda, situación en la que todos tendemos a pensar que se percibirían dos hormigueos: primero en la mano derecha (el inducido corticalmente) y después en la mano izquierda. El testimonio subjetivo era, no obstante, el inverso: «primero izquierda, después derecha».

Libet ha interpretado sus resultados como un serio desafío para el materialismo: «…una disociación entre la organización temporal de los eventos “mentales” y “físicos” correspondientes plantearía serias dificultades, aunque no dificultades insuperables, a la… teoría de la identidad psiconeuronal» (Libet y otros, 1979, pág. 222). Según sir John Eccles, Premio Nobel de medicina por sus investigaciones en neurofisiología, no se puede hacer frente a dicho desafío:

Este procedimiento de anticipación no parece explicable mediante ningún proceso neurofisiológico. Es de presumir que se trate de una estrategia aprendida por la mente autoconsciente… [E]l adelantamiento de la experiencia sensorial es atribuible a la capacidad de la mente autoconsciente de realizar pequeños ajustes temporales, esto es, de hacer trampas con el tiempo (Popper y Eccles, 1977, pág. 364*).

Más recientemente, el físico y matemático Roger Penrose (1989) ha sugerido que una explicación materialista del fenómeno descrito por Libet exigiría que se llevara a cabo una revolución en la física fundamental. Aunque el experimento de Libet se ha esgrimido frecuentemente en círculos no científicos como una demostración de la veracidad del dualismo, muy pocos hoy en día dentro de la comunidad de la ciencia cognitiva comparten esta opinión. En primer lugar, los procedimientos experimentales de Libet y su análisis de los resultados, han recibido críticas muy severas. Su experimento nunca ha sido replicado, lo cual es para muchos motivo suficiente para eliminar toda consideración de sus «resultados». La visión escéptica consiste, pues, en suponer que estos fenómenos simplemente no existen. Pero ¿y si existieran? Este es precisamente el tipo de pregunta que haría un filósofo, aunque, en este caso, hay algo más que meras motivaciones filosóficas para hacerla. Nadie duda de la existencia de fenómenos simples tales como el fenómeno phi de los colores o el del conejo cutáneo, cuya interpretación plantea problemas similares. El apelar exclusivamente a motivos de orden metodológico para desechar los resultados de Libet sería un acto flagrante de miopía teórica, en particular porque esta actitud no cuestiona los supuestos básicos que parecen indicar que si el experimento de Libet llegara algún día a ser replicado adecuadamente, entonces se avecinarían días muy sombríos para el materialismo.

Lo primero que merece la pena observarse sobre el experimento de Libet es que este no constituiría evidencia de anomalía alguna si renunciáramos a la oportunidad de registrar los testimonios orales de las experiencias de los sujetos y de utilizarlos para generar un texto primero y un mundo heterofenomenológico después. Los sonidos que emiten con su tracto vocal durante o después de los experimentos no indican la presencia de paradoja alguna si los tratamos exclusivamente como fenómenos acústicos. En ningún caso, los sonidos parecen salir de las cabezas sin que se hayan movido los labios primero ni las manos se mueven antes que los eventos cerebrales que supuestamente causan este movimiento se hayan producido, ni tampoco se producen eventos en el córtex antes que los estímulos que los originan. Vistos estrictamente como conductas internas y externas de un sistema de control para un cuerpo implementado sobre un soporte biológico, los acontecimientos observados y registrados en los experimentos no constituyen una muestra aparente de violación alguna de la causalidad mecánica tradicional, es decir, aquella cuyo modelo estándar aproximado sería el de la física galileana/newtoniana.

Usted podría «hacer desaparecer los fenómenos» si fuera un defensor del conductismo desnudo y rechazara tomar en serio los testimonios. Pero nosotros no aceptamos el conductismo desnudo; queremos aceptar el desafío de otorgar un sentido a lo que Libet denomina «un aspecto fenomenológico central de la existencia humana en relación a la función cerebral» (1985a, pág. 534). Libet se aproxima mucho a la heterofenomenología. Escribe: «Es importante darse cuenta de que estas referencias y correcciones subjetivas tienen lugar aparentemente en el plano de la “esfera” mental; no se manifiestan como tales en las actividades de los niveles neuronales» (1982, pág. 241). Pero, ya que no dispone de un método neutral para hacer referencia a la fenomenología, se ve obligado a asignar la anomalía al plano de «la “esfera” mental». Un pequeño paso, forzado (porque tiene que darlo si quiere rechazar el conductismo), pero un primer paso sobre la rampa deslizante que devuelve al dualismo.

Los testimonios de los sujetos sobre sus diversas experiencias… no eran constructos teóricos, sino observaciones empíricas (…). Puede que el método introspectivo tenga sus limitaciones, pero puede utilizarse con propiedad dentro del marco de las ciencias naturales y es, además, esencial si estamos intentando obtener datos experimentales sobre el problema de la mente y el cerebro (1987, pág. 785).

Los testimonios de los sujetos, incluso una vez se los ha convertido en textos, son, como señala Libet, observaciones empíricas, pero lo que los sujetos refieren en estos testimonios, los eventos en sus mundos heterofenomenológicos, sí que son constructos teóricos. Según nos recomienda encarecidamente Libet, pueden ser utilizados con propiedad dentro del marco de las ciencias naturales, pero sólo si se interpretan desde el principio como las ficciones de un teórico.

Libet afirma que sus experimentos sobre la estimulación directa del córtex ponen de manifiesto «dos factores temporales fundamentales»:

1. Existe un retraso sustancial antes del instante en que las actividades cerebrales, iniciadas por un estímulo sensorial, alcanzan la «adecuación neuronal» a fin de provocar cualquier experiencia sensorial consciente como resultado.

2. Una vez se ha alcanzado la adecuación neuronal, la organización temporal subjetiva de la experiencia se refiere hacia atrás en el tiempo (automáticamente), utilizando una «señal de organización temporal» en forma de respuesta inicial del córtex cerebral al estímulo sensorial (1981, pág. 182).

La «señal de organización temporal» es la primera muestra de actividad en el córtex (el potencial evocado primario), que se produce solamente unos 10 o 20 mseg después de la estimulación del órgano sensorial periférico. Libet sugiere que la referencia hacia atrás es siempre referencia «a» esa señal de organización temporal.

El modelo de Libet es estaliniano: después del potencial evocado primario, se produce en el córtex toda una serie de procesos de edición antes del instante en que se alcanza la «adecuación neuronal», momento en el que se proyecta la película acabada. ¿Cómo se proyecta? Aquí, Libet duda entre una visión radical y otra visión más moderada (véase Honderich, 1984):

1. Proyección hacia atrás: la película se envía hacia atrás en el tiempo a un Teatro Cartesiano donde se proyecta en sincronía con los potenciales evocados primarios. (Los potenciales evocados primarios, en tanto que «señales de organización temporal», cumplen una función parecida a la de la claqueta en el momento de rodar una película, mostrando al proyector exactamente a qué punto hacia atrás en el tiempo debe enviarse la experiencia.)

2. Referencia hacia atrás: la película se proyecta en el tiempo ordinario, pero lleva algo parecido a un matasellos, recordando así al espectador que esos acontecimientos deben ser interpretados como eventos que se produjeron en un tiempo anterior. (En este caso, los potenciales evocados primarios funcionan simplemente como fechas, que podrían representarse en la pantalla cartesiana mediante títulos como «En la víspera de la batalla de Waterloo» o «Ciudad de Nueva York, verano de 1942».)

Libet utiliza el término referencia, y lo defiende recordándonos el fenómeno «ampliamente reconocido y aceptado» de la referencia espacial, lo que parece apuntar hacia la versión moderada.

El de la referencia subjetiva hacia atrás en el tiempo es un concepto extraño y quizá difícil de aceptar la primera vez que uno se topa con él. Sin embargo, existe un claro precedente en el ampliamente reconocido y aceptado concepto de la referencia subjetiva en la dimensión espacial. Por ejemplo, la imagen visual experimentada como respuesta a un estímulo visual posee una configuración y una localización espaciales que son muy distintas de la configuración y localización espaciales de las actividades neuronales que dan lugar a la imagen («subjetivamente referida»), (1981, pág. 183. Véase también Libet y otros, 1979, pág. 221; Libet, 1985b.)

Sin embargo, su conclusión es que la referencia temporal supone un problema para el materialismo (la «teoría de la identidad psiconeuronal»; Libet y otros, 1979, pág. 222), así que o cree que la referencia espacial también plantea los mismos problemas, o no ha comprendido la defensa de sus propias ideas. Porque si la referencia espacial —el hecho de que lo que vemos parece estar fuera, y no dentro, de nuestros cerebros— supone un problema para el materialismo, entonces ¿por qué Libet sugiere que sus trabajos aportan un nuevo e importante argumento en favor del dualismo? No cabe duda de que el fenómeno de la referencia espacial es más conocido que el tipo de referencias temporales que Libet pone tanto empeño en demostrar. Parece, sin embargo, que tiene una visión radical (o cuando menos confusa) de la referencia espacial en tanto que una especie de «proyección»; Existen datos experimentales que avalan la visión de que la «esfera» mental o subjetiva podría «rellenar» lagunas espaciales y temporales. ¿Cómo, si no, podemos interpretar, por ejemplo, la notable discrepancia, mencionada anteriormente, que sabemos que existe entre una imagen visual subjetiva y la configuración de actividades neuronales que da lugar a la experiencia de la imagen en cuestión? (1981, pág. 196).

Ello parece indicar que el proyector que Smythies no pudo encontrar en el cerebro se halla, de hecho, oculto en la «esfera» mental[8]

¿De qué manera afirma Libet poder establecer sus dos sorprendentes factores temporales? La «adecuación neuronal», que según Libet precisa unos 500 mseg de actividad cortical, se determina comprobando el tiempo que una estimulación cortical directa puede tardar, después de la estimulación inicial, en interferir con la conciencia atestiguada con posterioridad. Más allá del intervalo crítico, un estímulo cortical directo sería referido por el sujeto como una experiencia subsiguiente. (Al haber llegado demasiado tarde para ser incorporado por la sala de edición en la «impresión final» de la experiencia del primer estímulo, aparecerá en la siguiente entrega.) Los datos de Libet sugieren la presencia de una ventana de edición tremendamente variable: «El estímulo cortical condicionante podía iniciarse más de 500 mseg después del impulso sobre la piel y aun modificar la sensación de la piel, aunque en la mayoría de los casos no se observaron efectos retroactivos con intervalos SC mayores de 200 mseg» (1981, pág. 185). Libet tiene el cuidado de definir la adecuación neuronal en términos del efecto sobre los testimonios orales producidos después de un breve tiempo de reflexión: «Se pedía al sujeto que relatara sus experiencias unos segundos después de la producción de cada par de… estímulos» (1979, pág. 195), e insiste en que «la organización temporal de la experiencia subjetiva debe distinguirse de la organización temporal de la respuesta comportamental (como en el tiempo de reacción), la cual puede producirse antes de que el conocimiento consciente se haya desarrollado…» (Libet y otros, 1979, pág. 193).

Esta salvedad le permite defenderse de una interpretación rival de Patricia Churchland basada en datos propios. Churchland es la primera «neurofilósofa» (véase su libro de 1986, Neurophilosophy: Toward a Unified Science of the Mind-Brain). Cuando leí por primera vez los resultados de Libet (en Popper y Eccles, 1977), la animé a estudiarlos, y ella les propinó una vigorosa sacudida (Churchland, 1981a). Intentó desacreditar la primera tesis de Libet, el largo espacio de tiempo necesario para alcanzar la «adecuación neuronal» para la conciencia, pidiendo a los sujetos que dijeran go tan pronto como fuesen conscientes de un estímulo sobre la piel como los que usó Libet. Con nueve sujetos, obtuvo un tiempo medio de respuesta de 358 mseg, lo cual, según ella, demostraba que los sujetos debían haber alcanzado la adecuación neuronal en la cota de los 200 mseg como muy tarde (dejando tiempo para la producción de la respuesta verbal).

La respuesta de Libet es estaliniana: una reacción verbal —como decir go— puede iniciarse inconscientemente. «Nada hay de mágico o particularmente informativo cuando la respuesta motora es una vocalización de la palabra go en lugar de la más usual del dedo presionando un botón (…). La capacidad de detectar un estímulo y de reaccionar a él intencionadamente, o de estar influido psicológicamente por él, sin que por ello haya un conocimiento consciente del estímulo que pueda ser referido, es un hecho ampliamente aceptado» (1981, págs. 187-188). Y ante la objeción siguiente: «¿Y qué creían los sujetos de Churchland que estaban haciendo si no decir, como se les había pedido, en qué momento eran conscientes del estímulo?», Libet podía dar la respuesta estaliniana estándar: Sí, estos llegaron finalmente a ser conscientes del estímulo, pero para entonces su testimonio oral ya se había iniciado[9].

Por este motivo, Libet rechaza aquellos estudios de tiempos de reacción como los de Churchland, porque tienen «una validez dudosa como criterio básico para la experiencia consciente» (1981, pág. 188). Él prefiere que el sujeto se tome su tiempo: «El testimonio se lleva a cabo sin prisas unos segundos después de cada intento, lo cual permite al sujeto examinar su evidencia introspectivamente» (pág. 188). ¿Cómo trata, pues, la idea alternativa de que toda esta parsimonia da al revisionista orwelliano tiempo suficiente en el cerebro para sustituir los recuerdos reales de la conciencia por recuerdos falsos?

Evidentemente, el testimonio después del intento requiere que los procesos de la memoria a corto plazo y del recuerdo sean operativos, pero ello no presenta dificultad alguna para los sujetos cuyas capacidades no sufren de defectos significativos (pág. 188).

Ello plantea una petición de principio en contra del orwelliano, quien puede explicar toda una serie de efectos como el resultado de errores normales en el recuerdo o de un recuerdo alucinatorio, en el cual un evento real anterior de la conciencia es eliminado y sustituido por recuerdos posteriores.

¿Acaso Libet ha dejado cocer el guiso demasiado tiempo, o quizás es que Churchland lo ha probado demasiado pronto? Si Libet quiere defender su idea de que su elección del tiempo de sondeo tiene un estatuto privilegiado, entonces debe estar preparado para combatir los argumentos en contra.

Libet está a punto de alegar nolo contendere: «Es preciso admitir que un testimonio del orden temporal relativo no puede, por sí mismo, ser un indicador del tiempo “absoluto” (tiempo de reloj) de la experiencia: como ya hemos sugerido, no existe método conocido para establecer dicho indicador» (1981, pág. 188). Esto nos trae a la memoria una afirmación anterior según la cual no parece haber «un método a partir del que uno pueda determinar la organización temporal absoluta de una experiencia subjetiva» (Libet y otros, 1979, pág. 193). Libet no acierta a ver, sin embargo, la posibilidad de que ello se deba al hecho de que dicho momento de tiempo absoluto no existe (véase Harnad, 1989).

En sus críticas, Churchland (1981a, 1981b) también comete el error de no distinguir el tiempo representado, del tiempo de representación: Las dos hipótesis se diferencian esencialmente por el momento en que se perciben las sensaciones respectivas (la cursiva es mía; 1981a, pág. 177).

Aun si supusiéramos que las sensaciones que surgen de sensaciones simultáneas en la piel y en el L M (lemniscos medialis) se percibieran exactamente al mismo tiempo, el retraso en la adecuación neurona] para el estímulo en la piel podría muy bien ser un efecto creado por la propia organización (1981b, pág. 494).

Supongamos que se eliminaran todos estos efectos y que, aun así, las sensaciones «se percibieran exactamente al mismo tiempo». ¿Cómo interpretaría Churchland este resultado inesperado? ¿Significaría que hay un tiempo t tal que el estímulo 1 se percibe en t y el estímulo 2 se percibe en t (el panorama antimaterialista) o solamente que el estímulo 1 y el estímulo 2 se perciben (se experimentan) como simultáneos? Churchland no consigue evitar que pensemos que los hallazgos de Libet, si llegaran a confirmarse, causarían estragos (como él mismo ha afirmado alguna vez) en el materialismo.

En otra parte, sin embargo, señala correctamente que «por muy intrigantes que resulten las ilusiones temporales, no hay motivo para suponer que estas tengan nada de preternatural, y, sin duda, no hay nada que las distinga de las ilusiones espaciales o las ilusiones con el movimiento como las únicas portadoras de una denominación de origen no física» (1981a, pág. 179).

Esto sólo podría ser si las ilusiones temporales fuesen fenómenos en los que el tiempo se representa mal; si las malas representaciones tienen lugar en los momentos «equivocados», entonces es que se está tramando algo más revolucionario.

¿En qué lugar quedan los experimentos de Libet con la estimulación cortical? Como un intento interesante pero inconcluyente de establecer el modo en que el cerebro representa el orden temporal. Los potenciales evocados primarios podrían servir de puntos de referencia específicos para las representaciones neuronales del tiempo, aunque Libet no lo ha demostrado, como queda claro en las críticas más técnicas de Churchland. Alternativamente, el cerebro podría hacer uso de unas representaciones del tiempo más lábiles. No representamos los objetos que vemos tal y como aparecen en la retina, sino a diferentes distancias en el mundo exterior; ¿por qué no podría el cerebro representar los eventos produciéndose en el momento en que existen más motivos «ecológicos» para que se produzcan? Cuando estamos ocupados en una tarea de habilidad manual, el tiempo estándar debería ser el «tiempo de la punta de los dedos»; cuando estamos dirigiendo una orquesta, el «tiempo del oído» podría captar la grabación. El «tiempo cortical primario» podría ser el estándar por defecto (algo parecido a la hora de Greenwich para el imperio británico), aunque esto es tema de ulteriores investigaciones.

La cuestión ha quedado oscurecida por el hecho de que el proponente y el crítico no han sido consistentes en el momento de distinguir el tiempo del representante del tiempo del representado. Es un diálogo de sordos, con Libet defendiendo su posición estaliniana y Churchland haciendo sus contraataques orwellianos, ambos aparentemente de acuerdo en que hay un hecho verdadero sobre cuándo exactamente (en tiempo «absoluto», como diría Libet), se produce una experiencia consciente[10].

4. Las afirmaciones de Libet sobre el retraso subjetivo de la conciencia de las intenciones

Libet explota el concepto de organización temporal absoluta de una experiencia en una serie de experimentos posteriores con «intenciones conscientes». En estos experimentos, intentaba determinar experimentalmente esta organización temporal absoluta, permitiendo a los sujetos, quienes por sí solos tienen (en cierto modo) acceso directo a sus experiencias, hacer su autoorganización temporal. Solicitó a unos sujetos normales (no sometidos a neurocirugía) que efectuaran decisiones «espontáneas» de flexionar una mano por la muñeca mientras anotaban la posición de un punto en un disco giratorio (la «segunda manecilla» de un reloj, de hecho) en el momento preciso en que se formaban la intención de efectuar la flexión (Libet, 1985a, 1987, 1989). Después (unos segundos más tarde), los sujetos debían señalar dónde estaba el punto en el momento en que decidieron flexionar la muñeca. Esto permitió a Libet calcular el instante exacto (con una precisión de milisegundos) en que los sujetos pensaron que habían tomado la decisión, y comparar este instante de tiempo con la organización temporal de los eventos concurrentes que se producían en el cerebro de los sujetos. Halló así datos que evidenciaban un retraso de estas «decisiones conscientes» situado entre los 350 y 400 mseg después del inicio de los «potenciales de disponibilidad» que pudo registrar a través de unos electrodos en el cuero cabelludo que, según él, captaban los eventos neuronales que determinan las acciones voluntarias llevadas a cabo. Su conclusión es que «la iniciación cerebral de un acto voluntario espontáneo empieza de manera inconsciente» (1985a, pág. 529).

Ello parece demostrar que la conciencia va rezagada con respecto a los procesos cerebrales que realmente controlan el cuerpo. Para muchos, este es un panorama inquietante e incluso deprimente, ya que parece negar todo «poder ejecutivo» real (al contrario que ilusorio) al «yo consciente». (Véanse las discusiones sobre este asunto por parte de los comentaristas de Libet, 1985a, 1987, 1989; véanse también Haraad, 1982; Pagels, 1988, pág. 233 y sigs.; y Calvin, 1989a, págs. 80-81.)

Libet es mucho más claro que algunos de sus críticos sobre la importancia de mantener la distinción entre contenido y vehículo: « N o debe confundirse lo que refiere el sujeto con cuándo este puede llegar a ser introspectivamente consciente de lo que está refiriendo» (Libet, 1985a, pág. 559).

Reconoce (pág. 560), asimismo, que un juicio de simultaneidad no tiene necesariamente por qué producirse ni representarse simultáneamente; puede madurar durante un cierto período de tiempo (considérese, por ejemplo, el tiempo que pueden necesitar los jueces de una carrera para revelar y después examinar la foto-finish con la que finalmente emiten su juicio sobre quién es el ganador o sobre si hay un empate).

Libet recogió datos sobre dos series temporales:

la serie objetiva, que incluye la organización temporal del reloj externo y de los eventos neuronales relevantes: los potenciales de disponibilidad (PD) y los electromiogramas (EMG) que registraban el inicio de la contracción del músculo;

la serie subjetiva (referida con posterioridad), que consiste en imágenes mentales, en recuerdos de cualquier acto previo de planificación, y en un único dato de referencia para cada intento: un juicio de simultaneidad cuya forma general sería mi intención consciente (W) empezó simultáneamente con el punto del reloj en la posición P.

Libet parece haber querido hallar un equivalente aproximado del esquivo acte gratuit de que hablaban los existencialistas (por ejemplo Gide, 1948; Sartre, 1943), la pura elección carente de motivo y, por tanto y en cierto sentido, «libre». Como muchos comentaristas han señalado, estas acciones tan poco usuales (que podrían denominarse actos de deliberada pseudoaleatoriedad) apenas pueden ser considerados como paradigmas del «acto voluntario normal» (Libet, 1987, pág. 784). Pero ¿consiguió Libet aislar en algún momento un determinado tipo de experiencias conscientes, como sea que las caractericemos, a las que es posible atribuir una organización temporal absoluta a partir del diseño experimental descrito?

Libet sostiene que cuando las intenciones conscientes de llevar a cabo un acto (cuando menos aquellas que son de ese tipo especial que él describe) se hacen encajar con los eventos mentales que realmente inician los actos, hay un tiempo de compensación que oscila entre los 300 y los 500 mseg.

Esto es mucho tiempo —casi medio segundo—, y una amenaza para todos los que están comprometidos con el principio de que nuestros actos conscientes controlan nuestros movimientos corporales. Es como si nosotros estuviéramos en el Teatro Cartesiano donde se nos muestra, con un retraso en la cinta de medio segundo, el acto real de toma de decisiones que tiene lugar en otra parte (un lugar en el que nosotros no estamos). No es que «no estemos en la onda» (como dicen en la Casa Blanca), pero ya que accedemos a la información con retraso, lo único que podemos hacer es intervenir con «vetos» o «desencadenamientos» de última hora. Corriente abajo desde el cuartel general (consciente), yo ya tengo iniciativa real, nunca estoy presente en el nacimiento de un proyecto, pero ejerzo una moderada modulación ejecutiva de las políticas previamente dictadas que vienen a parar a mi despacho.

Esta imagen es atractiva, pero incoherente. Este modelo de Libet, como el anterior, es estaliniano y, por tanto, tiene una alternativa orwelliana: los sujetos fueron conscientes de sus intenciones en un momento temprano, pero esta conciencia fue borrada de la memoria (o simplemente revisada) antes de que tuvieran oportunidad de recordarla. Libet admite que este hecho «plantea un problema, pero no se puede evaluar experimentalmente» (1985a, pág. 560).

Dada esta concesión que hace Libet, ¿está mal concebida entonces la tarea de fijar la organización temporal absoluta de la conciencia? Ni Libet ni sus críticos llegan a tal conclusión. Este, a pesar de haber distinguido claramente entre vehículo y contenido —lo que se representa y el momento en que se representa—, intenta inferir, a partir de premisas sobre lo que se representa, conclusiones sobre la organización temporal absoluta del representante en la conciencia. El psicólogo Gerald Wasserman (1985, pág. 556) ha sabido ver el problema: «Es posible determinar con facilidad el instante en que el punto objetivo extremo ocupa una determinada posición en el reloj, pero no es este el resultado que buscamos». Pero finalmente cae también en la trampa cartesiana: «Lo que necesitamos es el tiempo en que se produce la representación interna del punto en la mente-cerebro».

¿«El tiempo en que se produce» la representación interna? ¿Dónde se produce? Esencialmente, lo que hay es una representación continua del punto (representándolo en posiciones distintas) en diferentes partes del cerebro, empezando por la retina y siguiendo hacia arriba a lo largo del sistema visual. El brillo del punto se representa en algunas partes y en algunos tiempos, su localización en otros y su movimiento otros más. A medida que el punto externo se mueve, todas estas representaciones cambian de una manera asincrónica y espacialmente distribuida. ¿Dónde «se reúne todo en un instante de la conciencia»? En ninguna parte.

Wasserman acierta al señalar que la tarea del sujeto de determinar dónde estaba el punto en un instante de la secuencia subjetiva es, en sí misma, una tarea voluntaria, e iniciarla seguramente requiere su tiempo. Esto es difícil no sólo porque compite con otros proyectos simultáneos, sino también porque no es natural: un juicio consciente de temporalidad de un tipo que normalmente no juega ningún papel en el control de la conducta y que, por tanto, carece de significado natural en la secuencia. El proceso de interpretación que finalmente fija el juicio de simultaneidad subjetiva es también un producto de la situación experimental y, además, altera el objetivo de la tarea, motivo por el cual no nos dice nada interesante sobre la organización temporal real de los vehículos normales de representación del cerebro.

La visión demasiado natural que debemos rechazar es la siguiente: en algún lugar de las profundidades del cerebro empieza la iniciación de un acto; comienza como una intención inconsciente y, poco a poco, va avanzando hacia el Teatro, ganando en precisión y poder a medida que avanza, y entonces, en un instante t, sale a escena, donde se lleva a cabo el desfile de las representaciones de los puntos, llegadas desde la retina después de ser revestidas de atributos como el brillo y la localización, que recibieron a medida que se movían. La audiencia, o yo, tiene la tarea de decir qué representación del punto estaba «en escena» exactamente en el momento en que la intención consciente hizo su entrada. Una vez identificado, el tiempo de partida desde la retina de este punto puede ser calculado, así como la distancia que lo separa del Teatro y la velocidad de transmisión. Es así que podemos determinar el momento exacto en que la intención consciente se produjo en el Teatro Cartesiano.

No entiendo por qué esta idea resulta tan seductora. ¡Es tan fácil de visualizar! ¡Parece tan apropiada! ¿Acaso no es esto lo que tiene que ocurrir cuando dos cosas tienen lugar a la vez en la conciencia? No. De hecho, esto no puede ser lo que ocurre cuando dos cosas tienen lugar a la vez en la conciencia, porque en el cerebro no existe ningún lugar como este. Algunos han pensado que la incoherencia de esta concepción no obliga a abandonar la idea de una organización temporal absoluta de las experiencias. Aparentemente, existe un modelo alternativo para el inicio de la conciencia que evita la absurdidad cartesiana de un centro en el cerebro sin por ello impedir la organización temporal absoluta. ¿No podría ser que la conciencia fuera una cuestión, no de llegada a un punto determinado, sino de que una representación supere un determinado umbral de activación en todo el córtex o en gran parte del mismo? De acuerdo con este modelo, un elemento de contenido se hace consciente en un instante t, no por el hecho de entrar en un sistema funcionalmente definido y anatómicamente localizado, sino por el hecho de cambiar de estado allí donde se encuentra: adquiriendo alguna propiedad o viendo la intensidad de alguna de sus propiedades potenciada por encima de un umbral determinado.

La idea de que la conciencia es un modo de acción del cerebro en vez de un subsistema del mismo es muy recomendable (véase, por ejemplo, Kinsbourne, 1980; Neumann, 1990; Crick y Koch, 1990). Además, es probable que dichos cambios de modo puedan ser medidos por observadores exteriores, lo que proporcionaría, en principio, una secuencia de contenidos única y determinada adquiriendo un modo especial. Sin embargo, esto sigue siendo el Teatro Cartesiano si lo que se afirma es que la organización temporal real («absoluta») de dichos cambios de modo es lo que define la secuencia subjetiva. La imagen es ligeramente distinta, pero las implicaciones son las mismas. El hecho de conferir una propiedad especial que caracteriza la conciencia en un instante es sólo parte del problema; discriminar que la propiedad ha sido conferida es la otra, y aunque observadores científicos con sus instrumentos sean capaces de hacerlo con una precisión de microsegundos, ¿cómo lo hace el cerebro?

Nosotros los seres humanos emitimos juicios de simultaneidad y de secuencia de los elementos de nuestra propia experiencia, algunos de los cuales expresamos abiertamente, de modo que en algún punto o puntos de nuestro cerebro se cruza la barrera que separa la organización temporal de las representaciones de la representación de la organización temporal; dondequiera y cuandoquiera que se lleven a cabo dichas discriminaciones, después, las propiedades temporales de las representaciones que encarnan a estos juicios no son constitutivas de su contenido. Las simultaneidades objetivas y las secuencias de eventos que se distribuyen por la amplia superficie del córtex carecen de relevancia funcional a menos que también puedan ser detectadas con precisión por los mecanismos cerebrales. La clave del asunto puede formularse en forma de pregunta: ¿qué hace que esta secuencia se convierta en el flujo de la conciencia? No hay nadie ahí dentro, mirando la pantalla gigante que retransmite el espectáculo por todo el córtex, incluso si el espectáculo es discernible para los observadores exteriores. Lo que importa es la manera en que esos contenidos son utilizados por o en los procesos de control de la conducta, lo cual sólo puede estar constreñido indirectamente por la organización temporal cortical. Lo importante, de nuevo, no son las propiedades temporales de los representantes, sino las propiedades temporales representadas, lo que se determina por la manera en que son «tomadas» por los procesos cerebrales subsiguientes.

5. Un regalo: el carrusel precognitivo de Grey Walter

Después de lidiar con los casos más complicados, nos merecemos un encuentro con algo extraño pero relativamente fácil de comprender, algo que nos devuelva al mensaje de este capítulo tan difícil. Como acabamos de observar, el experimento de Libet sobre la autoorganización temporal creaba una tarea de emisión de juicios difícil y artificial, que nos ha privado de los resultados con la significación que esperábamos. Un experimento anterior, llevado a cabo por el neurocirujano británico W. Grey Walter (1963), no tenía este defecto. Grey Walter realizó su experimento con pacientes a los que implantó unos electrodos en el córtex motor. Su objetivo era el de verificar la hipótesis de que ciertas explosiones de actividad registradas son las iniciadoras de acciones intencionales. Lo organizó todo de manera que cada paciente mirara unas diapositivas proyectadas desde un proyector de carrusel. El paciente podía hacer avanzar el carrusel cuando quería presionando un botón en el mando de control. (Nótese la similitud con el experimento de Libet: la decisión era «libre», delimitada tan sólo por una subida endógena del aburrimiento, por la curiosidad de ver la siguiente diapositiva, por la distracción o cualquier otro motivo parecido.) Sin que lo supiera el paciente, sin embargo, el botón del mando no funcionaba, pues no estaba conectado al proyector. Lo que hacía avanzar las diapositivas era la señal amplificada proveniente del electrodo implantado en el cerebro del paciente.

Podría suponerse que los pacientes no notaban nada raro, pero el hecho es que se veían sorprendidos por el efecto, ya que les parecía que el proyector de diapositivas se anticipaba a sus decisiones. Relataban que justo en el momento en que estaban «a punto» de presionar el botón, pero antes de que realmente lo hubieran decidido, el proyector avanzaba la diapositiva, ¡y se encontraban presionando el botón con la preocupación de que la diapositiva iba a cambiar dos veces! De acuerdo con el testimonio de Grey Walter, el efecto era muy fuerte, pero aparentemente nunca llegó a realizar la obligada continuación del experimento: introducir un retraso variable a fin de comprobar la duración que este debe tener para eliminar el efecto del «carrusel precognitivo».

Una diferencia importante entre los diseños experimentales de Grey Walter y Libet es que el juicio sobre el orden temporal que produce sorpresa en el experimento de Grey Walter es parte de una tarea normal de control de la conducta. En este sentido, es más parecido a los juicios de orden temporal por los cuales nuestros cerebros distinguen un movimiento de izquierda a derecha de un movimiento de derecha a izquierda, que a juicios de orden «deliberados y conscientes». En este caso, el cerebro se ha fijado el objetivo de «esperar» información visual sobre el éxito en la ejecución de su proyecto de hacer avanzar el carrusel, y esa información llega antes de lo esperado, disparando así una alarma. Esto nos podría enseñar algo importante sobre la organización temporal real de los vehículos de contenido y de los procesos concomitantes en el cerebro, pero, a pesar de las apariencias, no nos enseñará nada sobre la «organización temporal de la decisión consciente de cambiar la diapositiva».

Supóngase, por ejemplo, que una ampliación del experimento de Grey Walter demostrara que fuera un retraso de 300 mseg (como el implicado por las experiencias de Libet) el que tuviera que incorporarse en el sistema a fin de eliminar la sensación subjetiva del cambio de diapositivas precognitivo. Lo que este retraso demostraría, de hecho, sería que las expectativas fijadas por una decisión de cambiar la diapositiva se sintonizan para esperar la información visual 300 mseg más tarde, y que se debe reaccionar con una alarma en otras condiciones, (Parecido a un mensaje de conmoción del comandante en jefe de Calcuta dirigido a Whitehall después de la batalla de Nueva Orleans.) El hecho de que la alarma finalmente sea interpretada en la secuencia subjetiva como una percepción de eventos desordenados (cambiar antes la presión en el botón) no demuestra nada sobre en qué instante del tiempo real ocurrió por primera vez la conciencia de la decisión de presionar el botón. La sensación que refirieron los sujetos de no tener tiempo de «vetar» el acto de presionar el botón que habían iniciado cuando «vieron que la diapositiva ya estaba cambiando» es una interpretación natural por parte del cerebro a fin de ordenar (finalmente) los diferentes contenidos disponibles en tiempos distintos para ser incorporados a la narración. ¿Ya estaba ahí esta sensación en el primer instante de la conciencia de la intención (en cuyo caso el efecto requiere un largo retraso para «mostrar el tiempo» y es estaliniano) o era una reinterpretación retrospectiva de lo que, sin esa reinterpretación, sería un fait accompli que se presta a confusión (y entonces sería orwelliano)? Espero que haya quedado claro que son las propias presuposiciones de la pregunta las que la descalifican.

6. Cabos sueltos

Es posible que usted aún quiera objetar que todos los argumentos presentados en este capítulo no son lo bastante poderosos como para derribar lo que no es más que la pura verdad, es decir, que nuestras experiencias de los acontecimientos se producen en el mismo orden en que las experimentamos. Si alguien piensa «uno, dos, tres, cuatro, cinco», el pensamiento «uno» se produce antes que el pensamiento «dos», y así sucesivamente. Este ejemplo ilustra una tesis que, por lo general, es correcta, y que parece no tener excepciones mientras limitemos nuestra atención a fenómenos psicológicos de dimensiones «ordinarias», es decir macroscópicas. Sin embargo, los experimentos que hemos examinado tienen relación con acontecimientos restringidos a marcos temporales excepcionalmente pequeños de unos pocos cientos de milisegundos. A esta escala, los supuestos tradicionales dejan de ser válidos.

Todo evento en su cerebro tiene una localización espacio-temporal definida, pero el preguntarse «en qué momento exactamente es usted consciente del estímulo» presupone que algunos de estos eventos son, o equivalen a, ser consciente del estímulo. Eso sería como preguntar: ¿en qué momento exactamente quedó informado el imperio británico de la tregua en la guerra de 1812? En algún momento entre el 24 de diciembre de 1814 y mediados de enero de 1815. Esto es bastante definido, pero no hay un hecho decisivo que nos permita precisar un día y una hora concretos. Aun en el caso de que pudiéramos determinar los instantes precisos en que los distintos funcionarios y dirigentes del imperio fueron informados, ninguno de estos momentos puede ser considerado como el momento en que el imperio mismo fue informado. La firma de la tregua fue un acto oficial e intencionado del imperio, pero también lo fue la participación de las tropas británicas en la batalla de Nueva Orleans, y este último fue un acto llevado a cabo de acuerdo con el supuesto de que no se había firmado ninguna tregua. Se podría argumentar que el momento de la llegada de las noticias a Whitehall o al palacio de Buckingham en Londres debería ser considerado como el instante oficial en que el imperio quedó informado, ya que este era el «centro nervioso» del imperio. Descartes pensó que la glándula pineal era precisamente el centro nervioso de nuestro cerebro, pero estaba equivocado. Dado que la cognición y el control —y, por tanto, la conciencia— se distribuyen por el cerebro, ningún momento puede ser considerado como el instante preciso en que se produce un evento consciente determinado.

En este capítulo he intentado hacer que algunos malos hábitos de pensamiento se tambaleen, a fin de privarles de sus imaginarios «cimientos» y de sustituirlos por mejores maneras de pensar, pero por el camino no he podido evitar algunos cabos sueltos. El más tentador de todos, creo, es la afirmación metafórica de que el «sondear» es un acto que «precipita narraciones». He afirmado que la organización temporal de los sondeos de los investigadores puede tener un efecto revisionista sobre los sistemas de representación utilizados por el cerebro. Pero entre los que pueden efectuar tales sondeos sobre el sujeto se encuentra el propio sujeto. Si usted se siente interesado por la cuestión de en qué momento se hace usted consciente de algo, sus propios autorreconocimientos o autoinvestigaciones fijan los límites de nuevas ventanas de control, alterando así las restricciones sobre los procesos que intervienen.

El resultado de los sondeos llevados a cabo por observadores exteriores son, normalmente, actos de habla de uno u otro tipo que expresan juicios sobre diferentes contenidos de la conciencia que cualquiera puede escuchar e interpretar. El resultado de los autosondeos son elementos que pertenecen a la misma categoría semántica, no son «presentaciones» (en el Teatro Cartesiano), sino juicios sobre lo que le parece al sujeto, juicios que el propio sujeto puede interpretar y recordar, y de acuerdo con ellos obrar. En ambos casos, estos eventos fijan interpretaciones de lo que experimentó el sujeto y, por tanto, establecen puntos fijos en la secuencia subjetiva. Sin embargo, en el modelo de las Versiones Múltiples no hay ninguna cuestión adicional sobre si además de dicho juicio, y de las discriminaciones previas sobre las que se basa, hubo una presentación de los materiales susceptibles de ser interpretados para su examen por parte de un juez supremo, la audiencia del Teatro Cartesiano. Esta no es una idea fácil de comprender, y mucho menos de aceptar. Todavía nos quedan muchos caminos por construir que nos lleven hasta ella.