CAPÍTULO 13
La realidad de los yos
Y si imaginamos una máquina cuya estructura haga pensar, sentir, tener percepción, se la puede concebir de mayor tamaño conservando las mismas proporciones, de manera que se pueda entrar en ella como en un molino. Concedido esto, al visitarla por dentro sólo se hallarían piezas que se empujan unas a otras y jamás algo con que explicar una percepción.
GOTTFRIED WILHELM LEIBNIZ (1646-1716), Monadología
(publicado por primera vez en 1840*)
En lo que a mí respecta, siempre que penetro más íntimamente en lo que llamo mi mismo tropiezo en todo momento con una u otra percepción particular, sea de calor o frío, de luz o de sombra, de amor u odio, de dolor o placer. Nunca puedo atraparme a mi mismo en ningún caso sin una percepción, y nunca puedo observar otra cosa que la percepción (…). Si tras una reflexión seria y libre de prejuicios hay alguien que piense que él tiene una noción diferente de ti mismo, tengo que confesar que yo no puedo seguirle en sus razonamientos. Todo lo que puedo concederle es que él puede estar tan en su derecho como yo, y que ambos somos esencialmente diferentes en este particular. Es posible que él pueda percibir algo simple y continuo a lo que llama su yo. pero yo sé con certeza que en mi no existe tal principio.
DAVID HUME, Tratado de la naturaleza humana, 1739*
Desde los albores de la ciencia moderna en el siglo XVIII, ha existido un acuerdo unánime sobre el yo: sea lo que sea, este sería invisible al microscopio y también invisible a la introspección. Para algunos, esto ha sido motivo suficiente para suponer que el yo era un alma no física, un espíritu en la máquina. Otros, se han visto inclinados a pensar que el yo no era nada, una quimera producto de imaginaciones metafísicamente febriles. Y finalmente, otros han pensado que el yo era, de un modo u otro, una especie de abstracción, algo cuya existencia no se veía afectada en lo más mínimo por su invisibilidad. Después de todo, podemos argumentar que un centro de gravedad es igualmente invisible, e igualmente real. ¿Es esto suficientemente real?
Podemos hacer en cualquier caso que la pregunta de si realmente existen los yos parezca algo ridículo a lo que responder: ¿Existimos nosotros? ¡Claro que sí! La pregunta presupone la respuesta. (Después de todo, ¿quién es ese yo que, según Hume, buscaba en vano un yo?). ¿Existen entidades, en nuestros cerebros, o además de nuestros cerebros, que controlen nuestros cuerpos, piensen nuestros pensamientos, tomen nuestras decisiones? ¡Claro que no! Esta idea es o una idiotez empírica (la «neurona pontificia» de James) o una estupidez metafísica (el «espíritu en la máquina» de Ryle). Cuando ante una pregunta tan simple se pueden dar dos respuestas, «¡claro que si!» y «¡claro que no!», suele ser recomendable considerar una posición intermedia (Dennett, 1991a), aunque esté condenada a resultar profundamente cotraintuitiva para los partidarios de una u otra respuesta; ¡todos coincidirán en que niega algún hecho evidente u otro!
1. Cómo tejen los humanos un yo
Además, parecían pasar la mayor parte de su tiempo comiendo y bebiendo y asistiendo a fiestas, y Frensic, cuya apariencia física tendía a limitar sus placeres sensuales a meterse cosas a sí mismo en vez de metérselas a los demás, era un verdadero gourmet.
TOM SHARPE, The Great Pursuit, 1977
El novelista Tom Sharpe nos sugiere, en este divertido pero turbador pasaje, que, cuando llegamos al fondo del asunto, todo placer sensual no consiste más que enjugar con nuestros propios límites o con los límites de los demás; y parece tener razón: si no toda la razón, al menos sí parte de razón.
Las personas tienen yos. ¿Los tienen los perros? ¿Y las langostas? Si los yos son realmente algo, entonces existen. Ahora, los yos existen. Hubo un tiempo, hace miles (o millones o miles de millones) de años, en que los yos no existían, cuando menos no existían en este planeta. Así pues, por lógica, debe haber una historia que podamos contar sobre cómo llegó a haber criaturas con un yo. Esta historia nos tendrá que hablar, por lógica, de un proceso (o una serie de procesos) en el que participasen las actividades y los comportamientos de cosas que todavía no poseían un yo —o que todavía no eran un yo—, pero que, finalmente, dio lugar, como producto nuevo, a seres que son, o poseen, un yo.
En el capítulo 7 vimos que el nacimiento de las razones también fue el nacimiento de los límites, el límite entre «yo» y «el resto del mundo», una distinción que debe hacer hasta la más simple ameba, a su manera ciega y falta de conocimiento. Esta mínima inclinación a distinguir el yo del otro a fin de protegerse a uno mismo es el yo biológico, e incluso este yo tan simple no es una cosa concreta, sino una abstracción, un principio de organización. Además, los límites del yo biológico son porosos e indefinidos, otro ejemplo de la tolerancia al «error» de la Madre Naturaleza, si el coste lo justifica.
Dentro de las murallas de los cuerpos humanos habitan muchos, muchos intrusos, desde bacterias y virus hasta parásitos mayores —como, por ejemplo, las horribles tenias—, pasando por los microscópicos ácaros que viven, como los habitantes de un bloque de pisos, en el nicho ecológico de nuestra piel y nuestro cuero cabelludo. Estos intrusos trabajan todos por la protección de sus propios derechos, pero algunos de ellos, como las bacterias que pueblan nuestro sistema digestivo y sin las cuales moriríamos, son unos miembros del equipo tan imprescindibles para nuestra propia conservación como los anticuerpos de nuestros sistemas inmunológicos. (Si la teoría de la bióloga Lynn Margulis [1970] es correcta, las mitocondrias que hacen el trabajo en casi todas las células de nuestro cuerpo serían las descendientes de unas bacterias con las cuales «nosotros» unimos nuestras fuerzas hace unos dos mil millones de años). Otros intrusos son parásitos tolerados —que, aparentemente, no vale la pena desahuciar—, mientras que otros son el verdadero enemigo interior, mortales si no se los expulsa.
Este principio biológico fundamental consistente en distinguir al yo del mundo, al interior del interior, resuena con un fuerte eco en las cúpulas más altas de nuestra psicología. Los psicólogos Paul Rozin y April Fallon (1987), en una serie de fascinantes experimentos sobre la naturaleza del asco, han demostrado que existe una poderosa y desconocida corriente subterránea de resistencia ciega a llevar a cabo ciertos actos que, considerados desde un punto de vista racional, no deberían provocarnos ningún rechazo. Por ejemplo, ¿podría usted tragarse la saliva que tiene en su boca, por favor? Este acto no nos provoca ninguna repulsión. Pero suponga que yo le hubiera pedido que tomara un vaso limpio, que escupiera en él y que, después, se tragara la saliva del vaso. ¡Repugnante! ¿Pero, por qué? Parece tener que ver con nuestra percepción de que una vez algo ha abandonado nuestro cuerpo, ya no forma parte de nosotros —se convierte en algo ajeno y sospechoso—, ha renunciado a su ciudadanía y se convierte en algo que no merece más que rechazo.
La superación de los límites coincide, por tanto, con momentos de profunda ansiedad, o, como señala Sharpe, con momentos de enorme placer. Muchas especies han desarrollado unas construcciones notables para ampliar los límites territoriales, sea para dificultar las transgresiones negativas sea para facilitar las transgresiones positivas. Los castores construyen presas, y las arañas tejen telas, por ejemplo. Cuando una araña teje su tela, no tiene por qué comprender lo que está haciendo; la Madre Naturaleza se ha limitado a equipar su minúsculo cerebro con las rutinas necesarias para ejecutar esta tarea de ingeniería tan fundamental desde el punto de vista biológico. Los experimentos con castores demuestran que incluso sus magníficas y eficientes capacidades como ingenieros son, en gran medida, el producto de impulsos e inclinaciones innatos que esos animales no necesitan comprender para beneficiarse de ellos. Los castores aprenden, e incluso pueden instruirse los unos a los otros, pero se rigen principalmente por unos poderosos mecanismos que controlan lo que el conductista B. F. Skinner denominó refuerzo negativo. Un castor buscará, frenéticamente incluso, algo —cualquier cosa— que le sirva para detener el sonido del agua corriente: en un experimento, un castor pudo aliviar sus impulsos cubriendo por completo de barro ¡el altavoz de donde salía el sonido grabado del gorgoteo de agua! (Wilsson, 1974).
El castor protege sus límites exteriores con ramitas y barro, y uno de sus límites interiores con su piel. El caracol acumula el calcio de su alimento y lo utiliza para producir una concha dura; el cangrejo ermitaño utiliza una concha de calcio prefabricada, apropiándose de la caracola de otra criatura y ahorrándose, así, el proceso de ingestión y producción. La diferencia no es fundamental, según Richard Dawkins, quien señala que, en todos los casos, el resultado, que él denomina el fenotipo ampliado (1982), forma parte del equipo biológico fundamental de los individuos sometidos a las fuerzas selectivas que gobiernan la evolución.
La definición de fenotipo ampliado no sólo va más allá de los límites «naturales» de los individuos, lo que incluye equipos externos tales como las conchas (y equipos internos tales como las bacterias residentes); sino que a veces incluye también a otros individuos de la misma especie. Los castores no pueden actuar solos, necesitan trabajar en equipo para construir una presa. Las termitas tienen que agruparse por millones para construir sus castillos.
Y considérense las sorprendentes obras arquitectónicas del pájaro jardinero australiano (Ptilonorhynchidae) (Borgia, 1986). Los machos construyen unas complejas glorietas, santuarios del cortejo con grandes naves centrales, ricamente decoradas con objetos de colores brillantes, predominantemente azules, como chapas de botella, trocitos de cristal coloreado y muchos otros objetos de manufactura humana, que recogen en lugares lejanos y disponen cuidadosamente en su glorieta para impresionar a la hembra que están cortejando. El jardinero, como la araña, tampoco tiene que comprender lo que está haciendo; simplemente trabaja duramente, sin saber por qué, para construir un edificio que es crucial para su éxito como pájaro-glorieta.
Pero las construcciones más extrañas y maravillosas de todo el mundo animal son las increíbles y complejas construcciones que levanta un primate, el Homo sapiens. Todo individuo normal de esta especie construye un yo. A partir de su cerebro teje una tela de palabras y de actos, y, como las demás criaturas, no tiene por qué saber qué está haciendo; sólo lo hace. Esa tela lo protege, como la concha del caracol, le proporciona el sustento, como la tela de la araña, y favorece sus perspectivas para el sexo, como la glorieta del pájaro jardinero. Al contrario que la araña, sin embargo, un ser humano no exuda su tela, sino que, como un castor, trabaja muy duro para recoger los materiales con los que construir su fortaleza. Como un pájaro jardinero, se apropia de aquellos objetos que le gustan —a él o a su pareja—, incluidos muchos que fueron diseñados por otros con propósitos muy distintos.
Ese «tejido de discursos», como Robyn lo bautizó al final del capítulo anterior, es tanto un producto biológico como lo son las demás construcciones que encontramos en el mundo animal. Separado de él, un ser humano está tan incompleto como un pájaro sin sus plumas o como una tortuga sin su concha. (La vestimenta también es parte del fenotipo ampliado del Homo sapiens en casi todos los nichos habitados por esta especie. Representar desnudo al Homo sapiens en una enciclopedia ilustrada de zoología tiene el mismo sentido que representar al Ursus arctus —el oso negro— montado en bicicleta y vestido de payaso).
Tan maravillosa es la organización de una colonia de termitas, que a muchos observadores les pareció que toda colonia de termitas tenía que tener un alma (Marais, 1937). Ahora sabemos que esa organización se debe simplemente a la presencia de un millón de agentes semiindependientes, cada uno un autómata por sí mismo, que llevan a cabo sus tareas. Tan maravillosa es la organización de un yo humano, que a muchos observadores también les ha parecido que todo ser humano tiene que tener un alma: un dictador benevolente gobernando desde su cuartel general.
En todo panal de abejas o colonia de termitas hay una abeja reina o una termita reina, pero estos individuos son muchos más pasivos que un agente, son más como las joyas de la Corona que hay que proteger que como el jefe de las fuerzas de defensa; de hecho su carácter real encaja mucho mejor con la actualidad que con el pasado, ya que se parecen mucho más a la reina Isabel II que a la reina Isabel I. No hay ninguna abeja Margaret Thatcher, ni ninguna termita George Bush, ni ningún Despacho Oval en el hormiguero.
¿Muestran nuestros yos, nuestros máximamente egoicos yos, la misma permeabilidad y flexibilidad en cuanto a los límites que los yos más simples de otras criaturas? ¿Ampliamos nuestros límites personales —los límites de nuestros yos— a fin de abarcar parte de nuestra «sustancia»? En general quizá no, pero desde el punto de vista psicológico hay momentos en que esto parece ser verdad. Por ejemplo, hay personas que se limitan a tener un coche y conducirlo; otras, en cambio, son automovilistas; el automovilista empedernido prefiere ser un agente con cuatro ruedas y consumidor de gasolina que un agente con dos piernas y consumidor de alimentos, y su uso de la primera persona suele reflejar esta identificación:
«Últimamente no tomo bien las curvas cuando llueve porque tengo los neumáticos muy gastados».
Así que, ocasionalmente, ampliamos nuestros límites; en otras ocasiones, en cambio, como respuesta a ciertos desafíos, reales o imaginarios, reducimos nuestros límites:
«¡Yo no hago esto! No era mi verdadero yo el que hablaba. Sí, sí, las palabras surgieron de mi boca, pero no puedo reconocerlas como mías».
He traído a colación estos discursos a fin de remarcar el parecido existente entre nuestros yos y los yos de las hormigas y los cangrejos ermitaños, pero dichos discursos también me permiten llamar la atención sobre una diferencia fundamental: las hormigas y los cangrejos ermitaños no hablan. El cangrejo ermitaño ha sido diseñado a fin de asegurar que se procure una concha. Su organización, podríamos decir, implica la concha, y, por tanto, en un sentido muy amplio, representa tácitamente al cangrejo como poseedor de una concha, pero el cangrejo, en ningún sentido estricto del término, se representa a sí mismo como poseedor de una concha. De ningún modo es un candidato para la autorrepresentación. ¿Para quién se representaría a sí mismo y por qué? No necesita recordarse a sí mismo este aspecto de su naturaleza, ya que su diseño innato se ocupa del asunto, y no hay nadie más en los alrededores que esté interesado. Y las hormigas y las termitas, como hemos visto, llevan a cabo sus proyectos comunitarios sin basarse en ningún anteproyecto o edicto que se les haya comunicado explícitamente.
Nosotros, por el contrario, estamos casi constantemente ocupados en presentarnos a nosotros mismos a los demás, o a nosotros, y, por tanto, en representarnos a nosotros mismos, con el lenguaje y el gesto, externo e interno. La diferencia más evidente dentro de nuestro entorno que explicaría esta diferencia de conducta es la conducta misma. Nuestro entorno humano no contiene solamente alimento y cobijo, enemigos con los que luchar y de los que escapar, y miembros de la misma especie con los que aparearnos, sino palabras, palabras, palabras. Estas palabras son unos poderosos elementos de nuestro entorno que incorporamos fácilmente, ingiriéndolas y excretándolas, tejiéndolas como telas de araña hasta construir secuencias de narraciones autoprotectoras. Evidentemente, como vimos en el capítulo 7, cuando permitimos la entrada a estas palabras, a estos vehículos para memas, estas toman el mando, creándonos a partir de las materias primas que encuentran en nuestros cerebros.
Nuestra táctica fundamental de autoprotección, de autocontrol y de auto-definición no consiste en tejer una tela o construir una presa, sino en contar historias, y más particularmente, en urdir y controlar la historia que contamos a los demás —y a nosotros mismos— sobre quiénes somos. Y al igual que las arañas no tienen que pensar, consciente y deliberadamente, en cómo deben tejer sus telas, y al igual que los castores, a diferencia de los profesionales humanos de la ingeniería, no proyectan consciente y deliberadamente las estructuras que construyen, nosotros (a diferencia de los profesionales humanos del contar historias) no imaginamos consciente y deliberadamente qué narraciones contar ni cómo contarlas. Nuestras historias se urden, pero en gran parte no somos nosotros quienes las urdimos; ellas nos urden a nosotros. Nuestra conciencia humana, nuestra egoticidad narrativa, es su producto, no su origen.
Estas secuencias o flujos narrativos surgen como si fueran emitidos por una misma fuente, no en el claro sentido físico de surgir de una boca, de un lápiz o de una pluma, sino en un sentido más sutil: su efecto sobre una audiencia es el de animarla a (intentar) postular un agente unificado a quien pertenecen esas palabras y sobre quien son esas palabras: es decir, la animan a postular un centro de gravedad narrativa. Los físicos aprecian la enorme simplificación que se obtiene al postular el centro de gravedad de un objeto, un único punto en relación al cual todas las fuerzas gravitatorias pueden ser calculadas. Nosotros, los heterofenomenólogos, apreciamos la enorme simplificación que se obtiene al postular un centro de gravedad narrativa para el tejido narrativo de un cuerpo humano. Como el yo biológico, este yo narrativo o psicológico es otra abstracción, no una cosa en el cerebro, pero, con todo, es un atraedor de propiedades muy robusto y casi tangible, el «propietario del registro» de todos aquellos elementos y aquellos rasgos que no han sido reclamados. ¿Quién es el dueño de su coche? Usted. ¿Quién es el dueño de su ropa? Usted. Entonces, ¿quién es el dueño de su cuerpo? ¡Usted! Cuando usted dice,
«Este es mi cuerpo»,
seguro que usted no está diciendo,
«este cuerpo se posee a sí mismo».
Pero ¿qué está usted diciendo entonces? Si lo que usted está diciendo no es una extravagante tautología carente de sentido (este cuerpo es su propio propietario, o algo por el estilo) ni la afirmación de que usted es un alma inmaterial o un titiritero espiritual que posee y hace funcionar este cuerpo del mismo modo que usted posee y hace funcionar su coche, ¿qué otra cosa puede querer decir?
2. ¿Cuántos yos por cliente?
Creo que podríamos ver con más claridad lo que significa «Este es mi cuerpo», si pudiéramos responder a la siguiente pregunta: ¿en oposición a qué? ¿Qué me dicen de esto?
«No, no lo es; es mío, ¡y no me gusta compartirlo!».
Si pudiéramos ver cómo sería que dos (o más) yos compitieran por el control de un único cuerpo, podríamos comprender mejor lo que es realmente un único yo. Como investigadores del yo, nos gustaría llevar a cabo experimentos controlados, en los que, variando las condiciones iniciales, pudiéramos observar lo que tiene que ocurrir, en qué orden y con qué requisitos, para que emerja un yo parlante. ¿Existen condiciones bajo las cuales la vida continúa sin que llegue a emerger un yo? ¿Existen condiciones bajo las cuales puede emerger más de un yo? Éticamente no podemos llevar a cabo estos experimentos, pero, como muchas otras veces, podemos aprovechar los datos generados por algunos de esos terribles experimentos que hace la naturaleza y llegar, con mucha cautela, a algunas conclusiones.
Los Trastornos de Personalidad Múltiple (TPM) serían ese experimento, en que un único cuerpo humano parece ser compartido por más de un yo, cada uno con su nombre propio y su autobiografía. La idea del TPM se le antoja a muchas personas como algo demasiado estrafalario y metafísicamente extravagante como para ser creíble, un fenómeno «paranormal» equiparable a la PES (Percepción Extrasensorial), los encuentros en la tercera fase y las brujas montadas en una escoba. Sospecho que algunas de estas personas han cometido un simple error aritmético: no han sabido darse cuenta de que dos, tres o diecisiete yos por cuerpo no es más metafísicamente extragavante que un yo por cuerpo. ¡Ya es bastante grave que haya uno!
«Acabo de ver un coche con cinco yos dentro».
«¿¿Qué?? ¡La cabeza me da vueltas! ¡Menudo sinsentido metafísico!». «Bueno, la verdad es que en el coche también había cinco cuerpos». «Haber empezado por ahí, ¿por qué no lo has dicho antes? Ahora todo está claro».
«O, quizá sólo había cuatro cuerpos, o tres… en cualquier caso seguro que había cinco yos».
«¡¡¿¿Qué??!!».
Lo normal es un yo por cuerpo, pero si un cuerpo puede tener un yo, ¿por qué no podría tener más de un yo en condiciones anormales?
No pretendo decir con ello que no haya nada chocante o profundamente enigmático en los TPM. Es, de hecho, un fenómeno de una gran extrañeza, pero no, creo, porque constituya un desafío a nuestras presuposiciones sobre lo que es metafisicamente posible, sino porque es un desafío a lo que nos parece humanamente posible, en cuanto a los límites de la crueldad y la depravación humana, por un lado, y en cuanto a los límites de la creatividad humana, por el otro. Pues no podemos más que rendirnos ante la evidencia de que los TPM diagnosticados hasta hoy no son unos pocos cientos, sino muchos miles, los cuales son atribuibles, casi invariablemente, a abusos sufridos durante la infancia, generalmente de tipo sexual, de una gravedad espantosa, hace algunos años. Nicholas Humphrey y yo mismo estudiamos los TPM (Humphrey y Dennett, 1989) y descubrimos que se trata de un fenómeno muy complejo que se extiende mucho más allá de los cerebros de aquellos individuos que los padecen.
Estos niños han vivido a veces unas circunstancias tan terribles y confusas que me sorprende más el hecho de que, psicológicamente, consigan sobrevivir, de lo que me sorprende que consigan conservarse mediante una desesperada reconstrucción de sus límites. Cuando tienen que enfrentarse a un dolor y a un conflicto abrumadores, lo que hacen es esto: «se marchan». Crean un límite de tal modo que el horror no les afecta a ellos: o no afecta a nadie o afecta a otro yo, más capacitado para soportar esa violencia; o, cuando menos, eso es lo que dicen que hicieron, cuando lo recuerdan.
¿Cómo es esto posible? ¿Qué explicación —que, en última instancia, debería ser de tipo biológico— podemos dar de este proceso de separación? ¿Se trata acaso de un único yo completo, que se divide, como si fuese una ameba? ¿Cómo es esto posible, si un yo no es parte física de un organismo o de un cerebro, sino, como he propuesto, una abstracción? La respuesta al trauma es tan creativa, asimismo, que uno se siente inclinado a creer en un principio que detrás de todo está la mano de una especie de supervisor: un programa cerebral de supervisión, un controlador central, o algo por el estilo. No debemos olvidar, no obstante, la colonia de termitas, que también parecía necesitar, en un primer momento, un mando ejecutivo central para llevar a cabo tan inteligentes proyectos.
Nos hemos acostumbrado a oír narraciones evolucionistas que empiezan con un estadio en que un fenómeno determinado todavía no existe y acaban con un estadio en que el fenómeno ya está presente: innovaciones como la agricultura, el vestido, la vivienda y las herramientas, la innovación del lenguaje, la innovación de la conciencia misma o la innovación aún más temprana de la vida en la tierra. Todas estas historias están ahí para ser contadas. Y cada una de ellas tiene que atravesar lo que podríamos denominar la sima del absolutismo. Podemos ejemplificar este abismo con el curioso argumento siguiente (que tomo prestado de Sanford, 1975):
Todo mamífero tiene un mamífero por madre,
pero sólo hay un número finito de mamíferos, así que debe de haber existido un primer mamífero,
lo cual contradice nuestra primera premisa, así que, y al contrario de lo que parece,
¡los mamíferos no existen!
Algo tiene que ceder. ¿Pero qué? El filósofo absolutista o esencialista se siente atraído por las líneas bien definidas, los umbrales, las «esencias» y los «criterios». Para el absolutista, siempre tiene que haber habido un primer mamífero, un primer ser viviente, un primer instante de la conciencia, un primer agente moral: el producto cualquiera de algún salto, un candidato cualquiera, por radical que sea, que cumpla las condiciones esenciales; cualquier cosa que revele el análisis.
Fue este gusto por los límites bien definidos entre las especies lo que constituyó uno de los mayores obstáculos intelectuales que Darwin tuvo que afrontar en su intento de desarrollar la teoría de la evolución (Richards, 1987). Opuesto a esta manera de pensar tenemos el tipo de antiesencialismo que se caracteriza por su gusto por los lugares en penumbra y la falta de líneas divisorias estrictas. Dado que los yos y las mentes e incluso la conciencia son productos biológicos (y no elementos que podamos hallar en la tabla periódica de la química), debemos esperar que la transición entre estos fenómenos y los fenómenos que todavía no son ellos sea gradual, contenciosa, amañada. Ello no significa que todo esté siempre en transición, que siempre sea gradual; las transiciones que se perciben como graduales desde un punto de vista próximo, suelen verse como picos abruptos entre mesetas de equilibrio desde un punto de vista más distante (Eldredgey Gould, 1972; pero véase también Dawkins, 1982, págs. 101-109).
La importancia de este hecho para las teorías filosóficas (y las predilecciones de los filósofos) no ha recibido el reconocimiento que merece. Siempre ha habido —y siempre habrá— entidades de transición, «eslabones perdidos», cuasimamíferos y cosas parecidas que desafían todo intento de definición, pero el hecho es que casi todas las cosas reales (por oposición a lo que es meramente posible) de la naturaleza tienden a caer dentro de grupos de semejanza separados, en el espacio lógico, por gigantescos océanos de vacío. No necesitamos «esencias» ni «criterios» para asegurar que los significados de nuestras palabras no se deslicen de un lado para otro; nuestras palabras se estarán quietas, firmemente ancladas, como por gravedad, al grupo de semejanza más cercana, incluso si ha habido —debe de haber habido— un breve istmo que en algún momento las conectó, mediante una serie de pasos graduales, con alguna categoría vecina. Esta idea se aplica sin discusión a muchos otros asuntos. Pero muchas personas que con toda naturalidad aplican este enfoque pragmático al día y la noche, a lo viviente y lo no viviente, a los mamíferos y los premamíferos, se molestan cuando se les invita a aplicarlo también al caso de tener y no tener un yo. Piensan que aquí, al contrario que en todos los demás ámbitos de la naturaleza, se trata de «todo o nada» y «sólo uno por cliente».
La teoría de la conciencia que hemos venido desarrollando desacredita todos estos supuestos, y los Trastornos de Personalidad Múltiple constituyen un buen ejemplo de cómo la teoría los pone en cuestión. La convicción de que no puede haber cuasiyos o especies de yos, y de que, además, debe haber un número entero de yos asociado a un cuerpo —¡y mejor que ese número sea el uno!— no es evidente. Es decir, ya no es evidente, ahora que hemos desarrollado con cierto detalle una alternativa al Teatro Cartesiano con su testigo o Significador Central. Los TPM constituyen un desafío para estos supuestos por uno de los flancos, pero también podemos imaginar un desafío por el otro flanco: ¡dos o más cuerpos que compartan un único yo! Puede que también se haya producido un caso que se corresponda a esta posibilidad, en York, Inglaterra: las gemelas Chaplin, Greta y Freda (Time, 6 de abril de 1981). Estas gemelas idénticas, rozando actualmente la cuarentena, que viven juntas en un hotel, parecen actuar como si hubiese una; colaboran en la proferencia de actos de habla individuales, por ejemplo, terminando la una la frase que empezó la otra o hablando a la vez, con un desfase apenas perceptible. Durante años han sido inseparables, todo lo inseparables que pueden ser dos gemelos que nos son siameses. Algunos de los que han tratado con ellas sugieren que la táctica más natural y efectiva que se puede adoptar es considerarlas como más de una ella.
Nuestra visión tolera la posibilidad teórica no sólo de los TPM, sino también de los TPF (Trastornos de Personalidad Fraccionada). ¿Puede ser? ¿Por qué no? No estoy sugiriendo, de momento, que las gemelas estén conectadas por telepatía o por PES o por cualquier otro tipo de vínculo oculto. Lo que estoy sugiriendo es que hay muchas maneras sutiles y cotidianas de comunicarse y de coordinarse (técnicas que suelen ser explotadas al máximo por los gemelos idénticos). Habida cuenta de que los gemelos han visto, oído, tocado, olido y pensado en casi los mismos acontecimientos a lo largo de sus vidas, que empezaron, sin duda, con cerebros dispuestos a reaccionar de forma muy similar a estos estímulos, podría ser que no se necesitaran unos canales de comunicación muy grandes para mantenerlos dentro de una especie de leve armonía. (Y además, ¿qué grado de unificación posee el más sereno de nosotros?). Deberíamos guardarnos de establecerlos límites de esta capacidad de coordinación.
Pero, en cualquier caso, ¿no podría haber dos yos individuales perfectamente definidos, uno para cada gemela, y responsables de mantener esta curiosa charada? Quizá, pero ¿y si cada una de estas mujeres hubiese llegado a estar tan desinteresada y carente de yo en su devoción por la causa común, que acabara por perder a su yo y a sí misma en el proyecto*? Como dijo una vez el poeta Paul Valéry, dando un nuevo giro a las palabras de su compatriota: «A veces soy, a veces pienso».
En el capítulo 11 vimos que mientras la conciencia parece ser continua, está, de hecho, llena de huecos. Un yo podría estar igualmente lleno de huecos, deslizándose hacia la nada con la misma facilidad con que se apaga una vela, para reavivarse más tarde, cuando las circunstancias son más propicias. ¿Es usted la misma persona cuyas aventuras de jardín de infancia recuerda (unas veces con gran claridad, otras con menos)? ¿Son las aventuras de este niño, cuya trayectoria en el espacio y en el tiempo corre aparentemente paralela a la trayectoria de su cuerpo, las mismas aventuras que las suyas? Este niño con su nombre, un niño cuya firma garabateada en un dibujo a lápiz le recuerda la manera en que usted solía firmar con su nombre, ¿es (era) usted este niño? El filósofo Derek Parfit (1984) ha comparado una persona con un club, una construcción humana muy diferente, que puede existir durante un año, y puede volver a constituirse años después con algunos de sus miembros (¿originales?). ¿Sería el mismo club? Lo sería si, por ejemplo, el club contemplara en sus estatutos la posibilidad de estos lapsus en su existencia. Pero podría no haber manera de decidir. Podría ser que conociéramos todos los hechos que pudieran tener alguna relación con el asunto y aun así ver que resultan inconcluyentes en cuanto a la identidad del (¿nuevo?) club. En la concepción de los yos —o las personas— que está surgiendo aquí, esta es la análoga correcta; los yos no son perlas de alma que llevan una existencia independiente, sino artefactos de los procesos sociales que nos crean, y, como los demás artefactos, sujetos a repentinos cambios de estatuto. El único «impulso» que actúa en beneficio de la trayectoria de un yo, o de un club, es la estabilidad que le da el tejido de creencias que lo conforman, y cuando estas creencias pasan, pasa el yo, permanente o temporalmente.
Es importante no olvidar, puestos a considerar los ejemplos favoritos de los filósofos, el tan discutido fenómeno de los pacientes con el cerebro dividido. Un cerebro dividido es el resultado de una operación de comisurotomía en la que se ha cortado el corpus callosum, una ancha banda de fibras que conecta directamente los hemisferios izquierdo y derecho del córtex. La intervención deja los hemisferios conectados sólo de forma indirecta, a través de una serie de estructuras en el diencéfalo, por lo que es un procedimiento bastante drástico, que no debe adoptarse a menos que no queden alternativas. Alivia algunos casos de epilepsia para los que no queda otro tratamiento, al impedir las tormentas eléctricas generadas internamente que hacen que las crisis viajen por el córtex desde el «foco» de origen en uno de los hemisferios hasta el lado opuesto. La mitología filosófica sostiene que los pacientes con el cerebro dividido mostrarían una «división en dos yos» sin padecer por ello ninguna disminución seria de sus capacidades. La versión más atractiva de esta idea es que esas dos «caras» de la persona —el atento y analítico hemisferio izquierdo, y el tranquilo, intuitivo y holístico hemisferio derecho— se liberan durante la etapa postoperatoria, para brillar con más individualidad, ahora que el trabajo en equipo debe ser sustituido por una detente menos íntima. Es en verdad una idea atractiva, pero no es más que una exageración de la evidencia empírica que la inspiró. De hecho, sólo en una mínima fracción de casos se observa alguno de esos síntomas de identidad múltiple teóricamente tan sorprendentes. (Véanse, por ejemplo, Kinsbourne, 1974; Kinsbourne y Smith, 1974; Levy y Trevarthen, 1976; Gazzaniga y LeDoux, 1978; Gazzaniga, 1985; Oakley, 1985; Dennett, 1985b).
No debe sorprendernos que los pacientes con el cerebro dividido, como los pacientes con visión ciega o con Trastornos de Personalidad Múltiple, no estén a la altura de lo que la filosofía espera de ellos, y eso no es culpa de nadie. Y no se debe al hecho de que los filósofos (y muchos otros intérpretes, incluidos los investigadores principales) exageren deliberadamente sus descripciones de estos fenómenos. Al contrario, en su esfuerzo por describir los fenómenos con la mayor concisión, se encuentran con que los recursos del lenguaje ordinario les empujan inexorablemente hacia el modelo del jefe del cuerpo, del espíritu en la máquina y de la audiencia en el Teatro Cartesiano. Nicholas Humphrey y yo, al comparar nuestras cuidadosas notas tomadas durante varias sesiones con pacientes que sufrían de TPM, descubrimos que habíamos caído, muy a pesar nuestro, en giros muy naturales pero erróneos al describir lo que habíamos visto. Thomas Nagel (1971), el primer filósofo en escribir sobre los pacientes con el cerebro dividido, presentó una juiciosa y precisa relación de los fenómenos, tal como se los comprendía en aquel momento, y, reconociendo las dificultades de dar una explicación coherente, conjeturó: «Puede que nos resulte imposible abandonar ciertas maneras de concebirnos y de representarnos a nosotros mismos, por escasa que sea la evidencia en su favor proveniente de la investigación científica» (1971, pág. 397).
Ciertamente es difícil, pero no imposible. El pesimismo de Nagel es también exagerado. ¿Acaso no hemos conseguido liberarnos de esa manera tradicional de pensar? Quizás algunos no quieran abandonar la visión tradicional. Incluso puede haber buenas razones —razones morales— para intentar conservar el mito de los yos como perlas cerebrales, cosas particulares, concretas y contables, en vez de abstracciones, y para no querer tolerar la posibilidad de los cuasiyos, los semiyos y los yos de transición. Pero no cabe duda de que esta es la manera correcta de interpretar el fenómeno de los cerebros divididos. Durante breves períodos de tiempo, en procedimientos experimentales cuidadosamente diseñados, algunos de estos pacientes se bifurcan como respuesta a una situación difícil, creando de forma temporal un segundo centro de gravedad narrativa. Puede que algunos efectos de esta bifurcación permanezcan indefinidamente bajo la forma de huellas en la memoria mutuamente inaccesibles, pero aparte de estas primitivas huellas de la bifurcación, la vida de un segundo y rudimentario yo sólo dura unos minutos como máximo, no lo suficiente como para derivar el tipo de autobiografía de que están compuestos los yos hechos y derechos. (Esto es también válido para la mayoría de las docenas de yos fragmentarios que desarrollan los pacientes con TPM; no hay bastantes horas en un día para que puedan despertarse y acumular más de algunos minutos de biografía exclusiva por semana).
El carácter distintivo de las diversas narraciones es el elixir de la vida de los distintos yos. Como señala el filósofo Ronald de Sousa (1976):
Cuando el doctor Jekyll se convierte en mister Hyde, estamos ante un asunto extraño y misterioso. ¿Son dos personas turnándose en ocupar un único cuerpo? Pero tenemos un caso aún más extraño: el doctor Juggle y el doctor Boggle, también se turnan en ocupar un único cuerpo, ¡pero son iguales como gemelos idénticos! Pero, entonces, replicará usted, ¿por qué dicen que se han cambiado el uno por el otro? Bueno, ¿y por qué no?: si el doctor Jekyll puede convertirse en alguien tan diferente como Hyde, sin duda debe ser mucho más fácil para Juggle convertirse en Boggle, que es exactamente igual que él.
Necesitamos un conflicto o una diferencia radical para hacer tambalear nuestro supuesto natural de que a un cuerpo le corresponde un solo agente como máximo (pág. 219).
¿Qué se siente al ser el hemisferio derecho de un paciente con el cerebro dividido? Esta es la pregunta más natural del mundo[1], y que conjura la imagen de sobresalto —y enfriamiento— mental: ahí está usted, atrapado en el hemisferio derecho de un cuerpo cuya parte izquierda usted conoce perfectamente (y todavía controla) y cuya parte derecha le resulta ahora tan remota como el cuerpo del primero que pase. A usted le gustaría contarle al mundo lo que se siente al ser usted, ¡pero no puede! Está usted aislado sin sus canales de comunicación verbal al haber perdido la línea directa con la emisora de radio en el hemisferio izquierdo. Usted hace lo que puede para hacer notar su presencia al mundo exterior, forzando su mitad de la cara en medias sonrisas y fruncimientos de ceño y, ocasionalmente (si es que usted es un yo de hemisferio derecho), garabateando una o dos palabras con su mano izquierda.
Este ejercicio de imaginación podría proseguir de forma evidente, pero sabemos que es una fantasía, tanto como las encantadoras historias de Beatrix Potter sobre Peter Rabbity sus amigos animales antropomórficos. Y no lo es porque «la conciencia está sólo en el hemisferio izquierdo» ni porque no pudiera ser que alguien se encontrara en esa tesitura, sino simplemente porque no es cierto que la comisurotomía deje al despertar unas organizaciones lo bastante distintas y robustas como para mantener un yo separado.
Apenas sería un problema para mi teoría del yo el que fuese «lógicamente posible» la existencia en un paciente con el cerebro dividido de un hemisferio derecho como el descrito, pues mi teoría dice que no lo hay, y dice por qué: las condiciones para acumular el tipo de riqueza narrativa (y la independencia) que conforma un yo «hecho y derecho» no se dan. Mi teoría es igualmente impermeable a la afirmación —que nunca me atrevería a negar-de que podría haber conejitos que hablan, arañas que escriben mensajes en inglés sobre sus telas y, para el caso, trenecitos de vapor melancólicos. Supongo que podrían existir, pero no existen, así que mi teoría no tiene por qué explicarlos.
3. La insoportable levedad del ser
Cualquier cosa que suceda, en cualquier momento o lugar, tendemos a preguntarnos qué o quién es el responsable. Esto nos lleva a descubrir explicaciones que de otro modo tal vez no imaginaríamos, y eso nos ayuda a predecir y controlar, no solamente lo que ocurre en el mundo, sino también lo que tiene lugar en nuestra mente. Pero ¿qué ocurriría si esas mismas tendencias nos indujeran a imaginar cosas y causas inexistentes? Entonces inventaremos dioses falsos y supersticiones, y veremos su mano en cualquier coincidencia casual. En. realidad, quizás esa extraña palabra «yo» —como cuando decimos «yo tuve una buena idea»— refleja precisamente esa tendencia. Si nos sentimos obligados a encontrar alguna causa que explique todo lo que hacemos, pues bien, esa causa necesita un nombre. Usted la llama «yo». Yo la llamo «usted».
MARVIN MINSKY The Society of Mind, 1985, pág. 232*
Un yo, de acuerdo con mi teoría, no es un viejo punto matemático, sino una abstracción que se define por la multitud de atribuciones e interpretaciones (incluidas las autoatribuciones y las autorrepresentaciones) que han compuesto la biografía del cuerpo viviente del cual es su centro de gravedad narrativa. Como tal, juega un papel particularmente importante en la economía cognitiva en curso de ese cuerpo viviente, porque, de todas las cosas del entorno sobre las cuales un cuerpo activo debe construir modelos mentales, ninguno es tan importante como el modelo que el agente tiene de sí mismo. (Véanse, por ejemplo, Johnson-Laird, 1988; Perlis, 1991).
Para empezar, todo agente tiene que saber qué tipo de cosa es en el mundo. Esto, en un principio, puede parecer o trivial o imposible. «¡Yo soy yo!» no es una afirmación particularmente informativa, pero ¿qué otra cosa puede necesitar saber uno, o qué otra cosa puede descubrir si todavía la desconoce? Para los organismos más simples, realmente es cierto que no hay mucho que decir sobre el autoconocimiento aparte del rudimentario saber biológico que encierran máximas tales como «¡Cuando tengas hambre, no te comas a ti mismo!» y «¡Cuando hay dolor, es tuyo!». En todo organismo, incluidos los seres humanos, el reconocimiento de estos principios básicos de diseño está «preconfigurado», forma parte del diseño subyacente del sistema nervioso, como el parpadeo cuando algo se acerca a los ojos o como el tiritar cuando hace frío. Una langosta podría comerse las pinzas de otra langosta, pero la perspectiva de comerse sus propias pinzas se ha hecho convenientemente impensable para ella. Sus opciones son limitadas, y cuando «piensa» en mover una pinza, su «pensador» está directa y apropiadamente conectado a la pinza que está pensando en mover. Con los seres humanos (y con los chimpancés y quizá con algunas otras especies), por otra parte, hay más opciones y, por tanto, más fuentes de confusión posibles.
Hace algunos años, las autoridades del puerto de Nueva York experimentaron un sistema de radar común para propietarios de pequeñas embarcaciones. Una potente antena de radar situada en tierra formaba una imagen radar del puerto, que podía transmitirse como una señal de televisión a los propietarios de los botes que, así, se podían ahorrar los costes de instalación de un radar, colocando un televisor en sus embarcaciones. ¿Cuál era la utilidad del sistema? Si usted estaba perdido en la niebla, y miraba la pantalla del televisor, veía que uno de esos puntos móviles en la pantalla era usted; pero ¿cuál de ellos? He aquí un caso en que la pregunta, «¿qué cosa del mundo soy yo?», ni es trivial ni es imposible de responder. El misterio se desvela recurriendo a un simple truco: haga girar en círculo rápidamente su barco; entonces su punto es aquel que traza una pequeña «O» en la pantalla, a menos que muchos barcos decidan llevar a cabo la misma operación al mismo tiempo.
El método no es infalible, pero funciona la mayoría de las veces, e ilustra perfectamente un asunto mucho más general: a fin de controlar las complejas actividades en que se ocupa el cuerpo humano, el sistema de control del cuerpo (situado en el cerebro) debe ser capaz de reconocer una amplia variedad de información de entrada en tanto que datos sobre sí mismo, y cuando se produce algún dilema o hay motivos para el escepticismo, el único método fiable (aunque no infalible) de clasificar y asignar correctamente esa información consiste en efectuar pequeños experimentos: hacer algo y ver qué es lo que se mueve[2]. Un chimpancé puede aprender fácilmente a alcanzar unos plátanos a través de un agujero de su jaula, guiándose con la ayuda de un circuito cerrado de televisión, observando los movimientos de su brazo que aparecen en el monitor, instalado a una cierta distancia del brazo (Menzel y otros, 1985). Este acto de autorreconocimiento no es trivial, pues depende de ser capaz de percibir la consonancia existente entre los movimientos del brazo que se ven a través de la pantalla y los movimientos no vistos pero intencionados del brazo. ¿Qué ocurriría si los investigadores introdujeran un breve retraso en la cinta? ¿Cuánto tiempo cree usted que tardaría en darse cuenta de que lo que está viendo es su propio brazo (sin pistas verbales derivadas de la organización del experimento), si se introdujera un retraso de, por ejemplo, veinte segundos en el circuito cerrado?
La necesidad de autoconocimiento va más allá del problema de identificar los signos externos de nuestro movimiento corporal. Necesitamos saber acerca de nuestros estados internos, tendencias, decisiones, puntos fuertes y puntos débiles, y el método básico para obtener este conocimiento es esencialmente el mismo: hacer algo y «mirar» a ver qué se «mueve». Un agente avanzado puede desarrollar prácticas que le sirvan para mantener un seguimiento de sus circunstancias tanto corporales como «mentales». En los seres humanos, como hemos visto, dichas prácticas suelen comportar incesantes turnos de relación de historias y de verificación de historias, algunas verdaderas y otras ficticias. Los niños lo hacen en voz alta (piénsese en Snoopy, cuando se dice a sí mismo mientras está sentado sobre el techo de su casita: «Aquí está el famoso as de la Primera Guerra Mundial…»). Los adultos lo hacemos de forma más elegante: en silencio, tácitamente, siguiendo sin esfuerzo la diferencia entre nuestras fantasías y nuestras reflexiones «serias». El filósofo Kendall Walton (1973, 1978) y el psicólogo Nicholas Humphrey (1986) han demostrado desde diferentes perspectivas la importancia de la representación, del contar historias y del fenómeno más fundamental de la simulación como elementos fundamentales para que practiquen los seres humanos que aún son unos tejedores de yos novatos.
Así pues, construimos una historia que nos define a nosotros mismos, organizada alrededor de una especie de punto luminoso de autorrepresentación (Dennett, 1981a). El punto no es un yo, por supuesto; es una representación de un yo (y el punto en la pantalla de radar para la isla de Ellis representación de una isla). Lo que hace que un punto sea el punto-yo y que otro punto sea el punto-ella el punto-él o el punto-ello no es la forma en que aparece, sino aquello para lo que se utiliza. Recoge y organiza la información sobre el yo del mismo modo que otras estructuras en mi cerebro hacen un seguimiento de la información sobre Boston, sobre Reagan o sobre los helados.
¿Y dónde está aquello sobre lo que trata su autorrepresentación? Está allí donde esté usted (Dennett, 1978b). ¿Y qué es esa cosa? Pues no es nada más, ni nada menos, que su centro de gravedad narrativa.
Otto vuelve:
«El problema con los centros de gravedad es que no son reales; son las ficciones de un teórico».
Este no es el problema de los centros de gravedad; es su gloria. Son unas ficciones magnificas, unas ficciones que cualquiera se sentiría orgulloso de haber creado. Y los personajes ficticios de la literatura son aún mejores. Piense en Ishmael, de Moby Dick. «Llámenme Ishmael», así es como empieza la novela, y nosotros obedecemos. No llamamos Ishmael al texto, ni llamamos Ishmael a Melville. ¿A quién o a qué llamamos Ishmael? Llamamos Ishmael a Ishmael, el maravilloso personaje ficticio que hallamos en las páginas de Moby Dick. «Llámenme Dan» oyen salir de mis labios, y ustedes obedecen, pero no llamando Dan a mis labios, o a mi cuerpo, sino llamándome Dan a mí, la ficción de un teórico creada por… bueno, no por mí, sino por mi cerebro, actuando en concierto durante años con mis padres, hermanos y amigos.
«Eso estará muy bien para usted, pero yo soy completamente real. Puede que yo haya sido creado por los procesos sociales a los que usted acaba de aludir (así debe de haber sido, a no ser que ya existiera antes de mi nacimiento), ¡pero lo que esos procesos crearon es un yo real, no un mero personaje ficticio!».
Me parece que ya veo adonde quiere usted llegar. Si el yo no es algo real, entonces ¿qué ocurre con la responsabilidad moral? Una de las funciones principales de un yo en nuestro esquema conceptual tradicional es la de ser aquello a lo que hay que cargarle el muerto, según rezaba el cartel de Harry Truman. Si los yos no son reales —no son realmente reales—, ¿acaso no nos iremos pasando el muerto los unos a los otros para siempre? Si no hay un Despacho Oval en el cerebro, donde trabaja una autoridad superior a quien se le puedan atribuir las decisiones, parece que estamos amenazados por una kafkiana burocracia de homúnculos, que, cuando se les pregunta, siempre contestan lo mismo: «Yo no sé nada, yo sólo trabajo aquí». La tarea de construir un yo capaz de asumir responsabilidades es un proyecto social y educativo muy importante, y tiene usted razón al preocuparse ante cualquier cosa que pueda amenazar su integridad. Pero una perla cerebral, un lo-que-sea real e «intrínsecamente responsable», no es más que una patética chuchería, como un amuleto de la suerte, con que combatir esta amenaza. La única esperanza es llegar a comprender, de forma naturalista, de qué manera desarrollan los cerebros sus autorrepresentaciones, equipando, así, cuando todo va bien, los cuerpos que controlan con unos yos responsables; y no es esta una empresa desesperada. El libre albedrío y la responsabilidad moral son cosas que merece la pena perseguir, y, como he intentado demostrar en mi libro Elbow Room: The Varieties of Free Will Worth Wanting (1984), su mejor defensa consiste en abandonar el mito desesperado y plagado de contradicciones de la existencia de un alma distinta y separada.
«Pero, entonces, ¿yo no existo?».
Por supuesto que sí. Ahí está usted, sentado en una silla, leyendo mi libro y planteándome sus críticas. Y curiosamente su actual encarnamiento, pese a ser una condición previa necesaria para su creación, no es un requisito obligado para que su existencia pueda prolongarse de forma indefinida. Si usted fuese una alma, una perla de sustancia inmaterial, sólo podríamos «explicar» su potencial inmortalidad postulándola como una propiedad inexplicable, una virtus dormitiva que no se puede eliminar de la sustancia-alma. Y si usted fuese una perla de sustancia material, algún grupo de átomos de su cerebro espectacularmente especial, su mortalidad dependería de las fuerzas físicas que los mantienen unidos (podríamos preguntar a los físicos en qué consiste la «media-vida» de un yo). Si usted piensa en usted como un centro de gravedad narrativa, por otra parte, su existencia depende de la persistencia de esa narración (un poco como Las mil y una noches, pero en un único cuento), que en teoría podría sobrevivir a una serie indefinida de cambios de medio, podría teletransportarse fácilmente (en principio) como el noticiario de la noche y almacenarse por tiempo indefinido en forma de mera información. Si lo que usted es, es esa organización de la información que ha estructurado el sistema de control de su cuerpo (o, por plantearlo de manera más provocativa y, a la vez, más usual, si lo que usted es, es el programa que corre en el ordenador de su cerebro), entonces, en principio, usted podría sobrevivir a la muerte de su cuerpo tan intacto como un programa que puede sobrevivir a la destrucción del ordenador en el que fue creado por primera vez. Algunos pensadores (por ejemplo, Penrose, 1989) consideran que esta es una implicación espantosa y profundamente contraintuitiva de la visión que he defendido aquí. Pero si lo que usted está buscando es la inmortalidad, las alternativas son, simplemente, indefendibles.