XVII

Desde la sombra del matorral, Olga oyó a Giancarlo alejarse y las voces perderse allí arriba. Con el frescor vegetal, el sudor de la carrera se le enfrió en el cuerpo desnudo. Tuvo un escalofrío.

Quedó el gran silencio meridiano de la montaña, con el murmullo, en sus profundidades, de la vida que en cierto modo triunfaba allí, en los prados abandonados al sol, jóvenes y frescos, con la alegría del comienzo del verano.

Pero, confundido con ese hormigueo de voces infinitesimales, había otro sonido, también vasto, indefinible, compuesto por una cantidad innumerable de partículas que formaban un coro de susurros, soplos, chasquidos, latidos, estremecimientos, arrastres, ligeros silbidos, suspiros, roces remotos, ecos de cavidades lejanas en vibración, suave girar de engranajes, crujidos de tuberías, flujos viscosos, contactos elásticos: la voz del autómata Número Uno, inmensa criatura artificial tendida sobre el paisaje.

Entonces la mujer se puso en pie y salió a la luz, deseosa de recibir el sol encima, de sentir aquel calor maravilloso entrarle dentro y despertarle dulces deseos.

En aquel preciso instante le llegó un sonido nuevo: a la vaga sonoridad fija del cerebro artificial se superpuso de pronto un zumbido más individualizado, como si hubiera cosas que se hubiesen puesto de improviso a girar con una rapidez frenética: una agitada rodadura con la esperanza de un desahogo, carrera desesperada de la máquina que se precipitaba hacia una liberación misteriosa, semejante al lamento de cien almas sepultadas en las intimidades del laberinto que gimieran y lanzaran invocaciones quedas.

Olga se detuvo a escuchar y la boca se le abría en una risa. Le parecía cómico. Contemplando el pabellón más cercano, examinaba los resplandecientes ojos de buey convexos que, abiertos aquí y allá en las herméticas paredes con dibujo caprichoso, daban una expresión al bajo edificio. Aquellas gigantescas pupilas convergían —le pareció— hacia ella con una curiosidad ávida, le parecía sentir miradas que presionaban sus blancas carnes salpicadas de pecas.

Aquel gruñido de máquinas, allí dentro, aceleró su ritmo aún más y después, de pronto, se quebró, al tiempo que se perdía en sollozos bajando por pozos ignotos excavados en las vísceras, como un remolino de agua que la tubería engulle a sorbos.

«Uno», llamó ella, juguetona, en voz baja, mientras se acercaba. «Uno, ¿me ves?»

Tocó con una mano el muro y advirtió que en aquel punto, a lo largo de la pared, había una faja de un metro de alta, de una substancia dúctil y elástica. De tan intenso como era el sol, quemaba.

Miró arriba, hacia los redondos cristales de los ojos de buey, hacia ciertas troneras torcidas, respiraderos, orificios enigmáticos que se abrían aquí y allá en la blanca pared: ¿micrófonos, células fotoeléctricas, objetivos fotográficos, bocas de altavoces?

Pero el autómata ya no jadeaba.

Miró en derredor. Prados, árboles y matorrales invadidos por el sol parecían adormecerse lentamente. "A Giancarlo", pensó, "le preocupaba que me dejara ver desnuda. ¿Por qué? ¿Será que de verdad...?" Sonreía para sus adentros. Cuanto más lo pensaba, más ridículo y absurdo le parecía. ¿Sería posible que hubieran construido una máquina capaz de...?

¿Quién la veía? ¿Quién lo sabría jamás? ¿Por qué no probar? Tal vez la faja de substancia elástica correspondiera a un órgano de percepción sensorial.

Olga abrió los brazos y con gesto desvergonzado apoyó el pecho en la parte cálida. ¿Habría, por parte del autómata, alguna señal de comprensión?

Detrás de la plancha, en las vísceras de la máquina, aquel zumbido de antes —¿o sería sólo sugestión?— se avivó, con arranques sucesivos, elevando el tono. Hubo dos o tres golpes secos, como de muelles que liberaran nuevos borbotones de energía. Después el propio muro empezó a vibrar ligeramente.

«Uno», dijo en voz baja. «Uno, ¿me oyes?»

De un altavoz, tal vez, que Olga no sabía dónde estaba, pero podía ser que procediera del interior del propio pabellón, llegó un gorgoteo confuso. ¡Gurr, gurr! Pero no palabras ni voces comprensibles.

Sin separar su cuerpo del autómata, la mujer desnuda alzó los ojos. Advirtió que en el borde del barracón, por encima de ella precisamente, algo se movía despacio. Presa de la curiosidad, retrocedió para mirar. Eran las antenas, en forma de asta, de raqueta, de penacho, de redecilla, que, tras salir de la inmovilidad, empezaban a desplazarse con saltos casi imperceptibles.

Pero a la derecha, abajo, casi en el nivel del suelo, otra cosa atrajo su mirada. En el muro, hasta entonces ininterrumpido y liso, había una ligera señal obscura y horizontal que se dilataba lentamente.

Un miedo irracional la mantuvo inmóvil, conteniendo la respiración. Observando mejor, creyó entender: un órgano, un brazo, una antena o algo semejante, inserto en una concavidad con tal precisión, que se confundía con la uniformidad del muro, estaba extendiéndose. ¿Qué forma tendría? ¿Dispondría de tenazas, de garfios, de algún instrumento prensil?

Con esfuerzo se recuperó, se separó, bajó dando saltos por el prado y se alejó unos treinta metros. Entonces casi gritó por el dolor en las plantas de los pies.

Después se detuvo, jadeante, y, acuclillada en el prado, se quedó observando.

El brazo —pues era en verdad un brazo metálico articulado en forma de pantógrafo— salió, con movimiento taimado, unos treinta centímetros y se detuvo, indeciso. Hubo un ligero clic dentro. Las inmóviles órbitas de los ojos de buey seguían —le parecía— mirándola fijamente allí desnuda, acuclillada en medio de la hierba y con el sol calentándole la espalda. Un abejorro que iba y venía en el silencio, piar de pájaros hacia los árboles del río, en el silencio, pero también en el silencio aquel zumbido tenebroso en el interior de la máquina, que parecía jadear.

El brazo permaneció inmóvil dos o tres minutos. Después, con un arranque veloz, volvió a entrar en su recinto y su parte exterior, pintada de blanco, se acopló con el plano del muro hasta quedar invisible.

Olga volvió a sonreír. Evidentemente, había quedado fuera de su alcance y el Número Uno había renunciado a cogerla. ¿Y si la hubiese atrapado? ¿Qué fuerza tendría aquel brazo metálico? ¿Le habría hecho daño? ¿Habría podido zafarse? ¿Qué intención tendría el monstruo? ¿Tocarla? ¿Estrecharla? ¿Estrangularla?

El zumbido iba esfumándose poco a poco, absorbido por las profundas cavidades del autómata, hasta que ya no se oyó nada.

«Uno», dijo ella en voz alta. «¿Estás enfadado, pobre Uno?»

Del barrancón llegó un débil rumor, semejante a un refunfuñar áspero. En seguida se disipó.

Estaba absorta escuchando, cuando tuvo un sobresalto de miedo. A su derecha algo —sólo había vislumbrado ligeramente su sombra con el rabillo del ojo— se había desplazado rapidísimamente.

Se volvió de golpe, con el corazón latiéndole furiosamente. ¡Ah!

Le dieron ganas de reír: ¡qué alivio! No era otro mugrón del robot que hubiera salido de debajo de la tierra para agarrarla (porque ése había sido su primer pensamiento). Un conejo salvaje, procedente de uno de los setos que subían por la pendiente hasta casi la base de los muros, había saltado al prado abierto y se había parado a unos cinco metros de la construcción.

Pastó la hierba aquí y allá con desgana y después se quedó parado, con las orejas derechas, como ante un peligro inminente. Sólo la nariz tenía rápidas contracciones nerviosas y olfateaba el aire, pero, evidentemente, no entendía.

El animalito, buscando, orientó la cabeza hacia arriba, donde tres órbitas vítreas rompían la uniformidad de la pared.

Un delgado mugrón, fulmíneo, desde la base del muro y con un zurrido siniestro, brotó horizontalmente, proyectado por un muelle. Fue una mínima fracción de segundo. El conejo hizo ademán de apartarse para ponerse a salvo, pero ahí quedó, el pobre, atenazado por la pinza. El brazo metálico, con dobles articulaciones y de estructura ligerísima, experimentó estremecimientos sucesivos. Apretaba. A cada contracción, el animalito se debatía, lanzando grititos, pero la pinza hundía cada vez más las dos garras en el tórax.

«¡Suéltalo! ¡Suéltalo!», gritó Olga, horrorizada y sin atreverse a acercarse. Se puso de pie, buscó una piedra, un tronco, alguna cosa, pero no había nada.

El conejo seguía rechinando. Con el esfuerzo para un nuevo apretón, el brazo se arqueó incluso.

«¡Suéltalo! ¡Suéltalo!»

Pero la antena se alzó y levantó el conejo del suelo, giró lentamente describiendo un ángulo de cuarenta y cinco grados y se detuvo en dirección de la mujer. Las garras se abrieron y el animalito cayó sobre la hierba, con un plaf, y ahí yació, presa de los últimos estremecimientos. Después el brazo volvió, girando, a la dirección de la que procedía, bajó y poco a poco retrocedió.

Entonces fue cuando, más allá de cualquier espanto, se reveló por fin la verdad a la mujer. Olga huyó tropezando hacia la orilla, donde estaba la ropa.

«¡Tú, tú, maldita!», gritaba.

El prado quedó desierto en la soledad del sol, exceptuado aquel montoncito de pelo pardo, que no se movía.