XVI

Aquella misma mañana —faltaba poco para el mediodía y en los prados los insectos hacían un zumbido ininterrumpido—, Giancarlo y Olga Strobele bajaron por los prados hasta la orilla del Turiga, el plácido río que bordeaba en la base los muros perimetrales del Número Uno. No había casetas ni vestuarios, no hacían falta, el campo en derredor estaba desierto.

Por un exceso de pudor, Strobele, vestido sólo con camiseta, pantalones blancos y sandalias, fue a desnudarse detrás de un matorral de avellanos.

Puritano como era, en cuanto estuvo en calzoncillos, como si exponer su cuerpo al aire libre le diese una sensación de vergüenza o de pecado —y eso que en conjunto era un hombre apuesto—, no se entretuvo en la orilla, sino que se zambulló inmediatamente.

Cuando emergió de las aguas lisas, verdes y profundas, se volvió hacia la orilla en espera de que también Olga se tirara, pero lo que vio lo dejó pasmado.

A contrasol, tan esbelta como cuando era adolescente, Olga estaba de pie en la orilla, completamente desnuda.

Con los brazos alzados para ajustarse el chignon, ofrecía sin inhibición a él, al sol y a la naturaleza, la vista de su bellísimo cuerpo y sonreía de bienestar.

«Venga, Olga, ponte el bañador», gritó él, mientras flotaba de espaldas con lentas brazadas.

«No lo tengooo», respondió ella imitando a las niñas caprichosas. «Lo he olvidado en casa».

«Entonces vuelve a vestirte y ve a buscarlo».

La voz se había vuelto dura.

«Ni lo sueñes. ¿Quién puede verme aquí? No deberé tener vergüenza de ti, espero».

«Venga, Olga, déjate de cuentos. Podría venir alguien».

«Pero si este lugar está totalmente cercado y, además, están los perros».

«Los perros ya no están».

«¿Cómo que ya no están? ¿Ni siquiera Wolf?»

«No paraban de ladrar día y noche desde que ése... desde que el chisme empezó a funcionar, parecían enloquecidos».

«¿Tenían miedo?»

«Basta, Olga, no vamos a ponernos a discutir aquí».

«Ah, Giancarlo», y la mujer soltó una carcajada, «¡ahora entiendo! ¿Es por él? ¿Es por él por lo que debería sentir vergüenza?»

«Olga, ponte al menos una toalla. Podría pasar Endriade o Ismani o alguno de los electricistas».

«Oye, Giancarlo. ¿Sabes que a veces me pareces haberte vuelto loco? ¿Por vuestra máquina, por vuestra lumbrera electrónica debería yo sentir vergüenza? ¿Temes que se escandalice?», y se abandonaba a las carcajadas. «¿Temes que se excite?»

Sin dejar de reír, la mujer desnuda se volvió hacia el más cercano pabellón del robot, bajo paralelepípedo de hormigón que se erguía, a una distancia de unos ochenta metros, en la cima de la pendiente herbosa, semioculto por grupos irregulares de matorrales, y gritó alegremente.

«Eh, tú, buena pieza, ¿me ves?»

Mientras gritaba así, con los brazos alzados en señal de ofrecimiento, mostraba al autómata toda su desvergonzada desnudez.

«¡Basta, basta! ¿No te da vergüenza?»

Giancarlo Strobele estaba fuera de sí. Con tres brazadas llegó a la orilla, saltó del agua y se lanzó hacia su mujer.

Pero Olga, con un regate, se le escapó y, entre nuevas risas, corrió por el suave prado y hacia el robot.

Él iba tras ella, con saltos irregulares y torpes, tropezando por los dolorosos pinchazos, cuando los tallos, cortados con hoz, se le clavaban en las plantas de los pies. En cambio, Olga, como si fuera insensible, galopaba por la hierba con agilidad.

Pero, con el ímpetu multiplicado por la cólera, mientras ella se volvía hacia atrás para burlarse de él, Strobele se lanzó como si fuera a zambullirse y consiguió aferraría por un tobillo. Olga cayó hacia adelante.

«¡Ay! ¿Estás loco? ¿Qué te pasa?», gritó por el dolor del golpe, mientras intentaba levantarse, pero él la mantenía sujeta. Con un violento tirón, la atrajo hacia sí, la agarró de los hombros, la puso boca arriba y le propinó una bofetada, con rabia.

De golpe las carcajadas de la mujer se interrumpieron con los estremecimientos de los sollozos. Retorciéndose, pataleando, se revolvió y golpeaba con sus puñitos los macizos miembros de su marido.

Pero en aquel momento, justo detrás de un seto de arbustos, se alzó una voz:

«¡Profesor! ¡Profesor!»

«Venga, escóndete ahí, escóndete y quédate quieta», dijo, jadeante, Strobele, al tiempo que le indicaba un matorral denso, y, tras soltar la presa, se puso en pie de un salto.

«Escóndete, por Dios», repitió, mientras corría hacia donde el técnico jefe Manunta estaba llamando.

Aquella vez, ella lo obedeció. Jadeando aún por la lucha, se acurrucó a la sombra de un matorral y se quedó inmóvil, mientras su marido desaparecía al otro lado de las plantas.

Strobele salió al encuentro de Manunta, que bajaba corriendo hacia el río.

«Manunta, ¿qué sucede?»

«Ah, profesor», dijo el otro. «Debe venir en seguida. Allí, en el compartimento siete, hay algo que no va bien. Temo que un transformador haya hecho masa y haya saltado».

«¿Cuándo ha ocurrido?»

«Hace tres o cuatro minutos. Yo estaba en la sala de control, acababa de terminar mi ronda, cuando he oído un ruido, como un zumbido. Procede del compartimento siete. Hay tres bombillas rojas encendidas».

«¿Válvulas?»

«Sí, válvulas, pero eso no es grave, porque el Blooster había funcionado. Lo malo es que después...»

«Vale, ya entiendo. Tú, Manunta, corre y redúcelo todo al mínimo. Corre, date prisa. Yo me visto y me reúno contigo».