IX

Poco después, Ismani se reunió con Endriade y su mujer, en la cena en casa de los Strobele.

Recordaba vagamente haberlo visto de pasada en algún congreso. Ahora le pareció otro. Se había vuelto uno de esos hombres imponentes, decorativos, proféticos, como de premio Nobel, tan seguro de la superioridad de su inteligencia como para rayar en el histrionismo. Iba mal vestido, tenía una larga y desordenada cabellera gris, nariz gruesa y un habla vivaz e imprevisible. Debía de tener cincuenta y cinco años: lo opuesto exactamente de su mujer, una señora de unos cincuenta años, modesta, apacible, silenciosa y vagamente melancólica.

Frente a aquella personalidad tan marcada y prepotente, Ismani se sintió menos que cero, pero tenía tanta ansia de saber, que consiguió hacer acopio de valor. Aquel maldito secreto por el cual Giaquinto en el Ministerio, el capitán Vestro, el teniente Trotzdem e incluso Strobele en el primer encuentro apresurado le habían callado el objetivo de su misión, empezaba a ser grotesco, casi una conjura para exasperarlo.

«Se reirán», dijo febrilmente, nada más sentarse a la mesa, y comprendía perfectamente que así se colocaba en una situación de inferioridad que podía estimular en sus dos colegas el deseo de aprovecharse, «pero yo aquí soy como un intruso...»

Strobele:

«¿Intruso? ¿No tienes los papeles en regla?»

«Intruso... extraño... Quiero decir que aún no sé nada, nada de nada».

Strobele:

«Nada, ¿de qué?»

Ismani:

«De lo que deberé hacer aquí, de lo que estáis haciendo vosotros».

Strobele:

«Te lo habrán explicado en el Ministerio, ¿no?»

Ismani:

«Nada».

Endriade:

«Pero, ¡es extrañísimo! ¡Casi increíble! Entonces, no parecen estar resultando inútiles las medidas adoptadas por Giaquinto y compañía. El secreto, ¡por una vez! Pero vamos a ver: usted, Ismani, ¿qué idea se ha hecho? Alguna habrá imaginado, ¿no? Sentirá curiosidad, ¿no?»

Ismani:

«Sí, desde el principio se me ocurrió incluso que podría tratarse de la bomba atómica, pero varios indicios, verdad...»

Endriade:

«Nada de bomba atómica, gracias a Dios. Algo mucho más tranquilo, podemos decir, y al mismo tiempo mucho más peligroso, tal vez. ¿Verdad, Strobele?»

Strobele:

«¿Peligroso? A mí no me lo parece».

Elisa Ismani:

«Entonces, ¿no quieren decirlo? ¿Tal vez porque estamos aquí nosotras, las mujeres?»

Endriade, divertido:

«Usted, señora, ¿qué ha supuesto?»

Elisa Ismani:

«¿Yo? No tengo ni la más remota idea».

Endriade:

«¿Y usted, señora Strobele?»

Olga se ajustó, despreocupada, un borde de su inquietante escote:

«Por lo que dicen o, mejor dicho, no dicen, me temo que no es algo divertido».

Strobele:

«Pero, ¡Olga!»

Olga:

«¿Qué? No he ofendido a nadie, pero, si hacen tanto misterio, quiere decir que es algo importante y no hay nada más melancólico que las cosas importantes: sería tan hermoso poder prescindir de ellas. Por lo demás, ustedes, los científicos, son unos tesoros, no digo que no, pero, cuando se ponen a actuar en serio, resultan tan aburridos...».

Endriade:

«¡No me diga! Pero hay esperanza. Lo que aún no sabemos es si se trata de algo importante o no». Cambió de expresión, se concentró para escuchar: «¡Dios mío! ¡Qué diluvio!»

En efecto, se oía el estruendo, acompañado de lejanos y quebrados retumbos de truenos. Endriade puso una mueca de fastidio.

Olga:

«Profesor, ¿tiene usted miedo?»

Endriade:

«Para serle sincero, no lo sé».

Elisa:

«El caso es que se guardan bien de responder».

Endriade:

«Pues mire, querida señora, es algo muy sencillo. Aquí arriba tenemos un laboratorio experimental de carácter —¿cómo diría yo?— reservado. Es así, ¿verdad, Strobele?»

Strobele:

«Así mismo».

Endriade:

«Al mismo tiempo, podemos decir que aquí arriba estamos haciendo... una difícil exploración en el reino de la naturaleza. ¿Es así, Strobele?»

Strobele:

«Así es».

Endriade:

«Al mismo tiempo podemos decir que aquí arriba, en el altiplano, hay como un... como un... gimnasio para el entrenamiento de las facultades mentales... un estadio... esto... esto... con instalaciones ultramodernas», se rió satisfecho. «Me parece, Strobele, que lo he descrito bien».

Strobele:

«Muy bien».

Endriade:

«Entonces, ¿qué, Ismani? ¿Satisfecho?»

Ismani, duro, demasiado inquieto para poder seguir la broma:

«Me he quedado exactamente como estaba».

Endriade, con una gran carcajada:

«Tiene toda la razón, Ismani. Perdóneme. Es que, mire, me gusta bromear, de vez en cuando. Perdóneme. Entonces explícaselo tú, Strobele, que eres un profesor nato».

Con evidente satisfacción, Strobele se aclaró la voz:

«Querido Ismani, tú te encuentras, para ser exactos, en el Sector Experimental de la zona militar 36, ésa es la definición oficial, aunque impropia, donde se...»

Olga golpeó tres veces con el cuchillo en el borde del vaso. Parecía irritada (¿o era una de sus ocurrencias?). Se hizo el silencio.

«Discúlpenme», dijo con una sonrisa maliciosa, «tal vez les parezca un abuso, pero me veo obligada a recurrir a mi derecho de señora de la casa».

«¿Qué derecho?», dijo su marido, violento.

«El de pedirles...»

«No sé», la interrumpió Endriade, al tiempo que se miraba el traje como en busca de una mancha, «no me parece haber hecho o dicho nada monstruoso».

«Pedirles una cosa muy sencilla: que cambien de tema de conversación».

«Pero, ¿por qué?», dijo Strobele, al verse privado del placer de dar su conferencia.

«¿Qué por qué? El porqué ya se lo diré en su momento».

«Me parece un modo un poco curioso de...»

«Oh, por favor, no se pongan de morros, que tampoco les pido un gran sacrificio».

«Señora», dijo Ismani, que llevaba demasiado tiempo en ascuas, «sinceramente habría preferido...»

«Saber qué se está haciendo aquí arriba, en el Centro, etcétera... ¿no es así, profesor? Pero, ¿qué teme? Está entre amigos».

«Precisamente por eso».

«¿Y precisamente a usted debería yo favorecer? ¿Precisamente a usted? ¿Olvida que entre nosotros dos hay una gran cuenta pendiente? Si puedo vengarme...»

«Dios mío, creía que después de tantos años...», dijo Ismani, incapaz de tomárselo con humor; después, de pronto, cambió de expresión: «¿Qué es eso? ¿No lo oyen?»

«La lluvia, el sonido de la lluvia».

«Oigo como un toque de campana».

«¿De campana?», dijo Endriade, irónico. «Aquí arriba no hay campanas».

Era una resonancia leve y difusa y, aun así, profunda, como si procediera de una cavidad remota, semejante a la vibración de una inmensa, pero fina, hoja de metal.

«También yo la oigo», dijo Elisa Ismani.

Por un instante guardaron silencio, mientras escuchaban. El sonido se esfumó.

«Pues», dijo Strobele, «yo no oigo lo que se dice nada».

Entonces Endriade preguntó a Ismani:

«¿A Aloisi lo conoció usted?»

«No».

«También él decía que de noche...», se detuvo, como escuchando, pareció tranquilizado, se volvió hacia la señora Ismani y sonriendo le susurró, como si fuera un secreto entre ellos dos, pero también los otros lo oyeron: «Era un genio».

«¿También él?», dijo Olga, socarrona.

«Sí, desde luego», respondió Endriade como si fuera la cosa más natural del mundo. «Y decía que de noche se oían ruidos extraños, pero yo no le creía, nunca le creí, eran fijaciones y ahora ustedes oyen una campana, pero yo no me lo creo, esa campana no existe, probablemente sea uno de esos falsos sonidos que parecen oírse, cuando se cambia rápidamente de altitud, como hoy usted, Ismani... pero», y entonces la voz adoptó de repente un tono ansioso, «deberíamos estar todos más atentos, con ojos y oídos bien abiertos, nunca será bastante, años atrás yo estaba más tranquilo, hay vigilancia, no faltan controles, los instrumentos de interceptación son lo más perfecto que se pueda desear y, sin embargo, yo los siento aquí, en derredor, día y noche, como ratones que roen y roen para excavar una vía, no son ni mucho menos todos imbéciles, como en el Ministerio, donde creen que aquí arriba estamos jugando y vivimos de gorra, hay incluso quien ha comprendido, o al menos sospecha, y teme y haría cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa, para echar por la borda nuestra... nuestras...»

«Nuestras instalaciones», le sugirió Strobele.

«Instalaciones, porque al punto en que hemos llegado lo sabemos sólo tres y mañana con usted, Ismani, seremos cuatro. Ninguna otra persona en el mundo está informada de ello, pero algo pueden haber adivinado ésos y tiemblan. Vagamente han intuido —lo juraría— esta verdad espantosa: que, si lo conseguimos, nos volveremos...», y dio un puñetazo en la mesa que hizo saltar la vajilla.

«¡Endriade!», dijo Strobele, en tono de súplica para que se calmara.

«¡Nos volveremos los dueños del mundo!»