XIV

Era un día bellísimo de junio. Hacia las diez de la mañana, mientras su marido estaba ocupado con Strobele y Manunta, quienes estaban iniciándolo en los secretos del Número Uno, Elisa Ismani, por no saber qué hacer, fue a ver a la señora Endriade.

«Esto es muy bonito, en cierto sentido siempre hay alegría», le había dicho ya aquella primera vez, «pero para nosotras, las mujeres, ciertos días puede ser aburrido. Cuando le parezca, cuando no tenga nada mejor que hacer, venga a verme: a cualquier hora, incluso por las mañanas. Por las mañanas me ocupo de mis flores, ya verá qué arriates más bonitos».

Se lo había dicho con un tono tan sincero y cálido, que entonces, al día siguiente, por decirlo así, de su llegada, Elisa Ismani fue a verla y precisamente por la mañana, aquella mañana memorable de junio.

El chalet de Endriade se alzaba en la cumbre del empinado camino que subía por el prado. A la derecha, a un centenar de metros, se extendía, paralelo, el margen de la ciudadela secreta.

La puerta de entrada estaba cerrada. Al no ver un timbre, Elisa esperó por si se oían voces dentro, pero no parecía que hubiera ánima viva.

«¿Se puede? ¿Se puede?», preguntó, al final, en voz alta.

«Adelante», respondió una voz de hombre con tono de fastidio.

Empujó el batiente y entró. Era una gran sala de estar decorada con sencillez, casi desangelada: un par de sofás, algún silloncito de mimbre, un escritorio, algo así como un trumeau, y en las paredes algunas estampas antiguas. Nada más convencional, pero limpio y silencioso.

«¿Se puede?», repitió Elisa Ismani, al no ver a nadie.

Se abrió una puerta y apareció Endriade, sin corbata y con un jersey viejo.

«Ah, buenos días, señora. Busca usted a Luciana, ¿verdad? Creo que está fuera, ahí, en el jardín. Ahora la llamo».

Pareció cualquier cosa menos entusiasta de la visita: atareado, impaciente por irse a dedicarse a sus asuntos. En sus ojos, en sus movimientos, en su forma de hablar, había algo febril, como la primera noche en que se habían visto.

«Póngase cómoda, por favor».

Para sentarse en uno de los divanes, Elisa pasó junto al escritorio y su mirada se posó en un pequeño retrato fotográfico, con marco de plata, semioculto entre las pilas de carpetas y libros.

Se quedó parada un instante, sorprendida. Se inclinó a mirar mejor.

«Discúlpeme», dijo. «Habría jurado que... pero si es ella, ¡sólo puede ser ella!»

«¿Quién?», dijo Endriade de improviso interesado.

«Una vieja amiga mía: Laura, Laura De Marchi».

Endriade se le acercó, inquieto.

«¿La conocía?»

«Claro que sí. Durante diez años vivimos juntas, podríamos decir: compañeras de escuela inseparables. Después se marchó con su familia a Suiza. Desde entonces no hemos vuelto a vernos, pero, ¿cómo es que...?»

Endriade la miraba, trastornado.

«Mi primera mujer», murmuró.

«¿Por qué?»

Elisa Ismani no sabía nada al respecto.

«¿La conocía muy bien?», insistió Endriade.

«Más que si fuera una hermana, pero ahora... Deben de haber pasado quince años por lo menos. Ahora ya nada. No he vuelto a saber nada de ella».

Endriade permaneció absorto, como transportado por una ola de recuerdos. Después sonrió con dulzura.

«Lauretta», dijo en voz baja, «Lauretta. Hace once años que desapareció».

«No comprendo».

«Murió: un accidente automovilístico».

Guardaron silencio.

«¿Era usted, Endriade, quien conducía?».

«Era otro. Yo había pasado toda la noche esperando: como en un infierno. Después, al amanecer, sonó el teléfono. Me avisó la policía. Muertos en el acto, los dos: ella y el otro». Recalcó la última palabra.

Elisa esperó sentir la aparición del dolor, pero no llegó. Lauretta, una imagen lejana, una fábula, algo que nunca había existido. Habían pasado tantos años.

Pero tenía el dolor delante de ella: una cortina de sombra había caído sobre el rostro de Endriade.

«El otro», dijo lentamente. «Usted, señora, me mira y yo sé en qué está pensando. El otro. ¿Cree que no lo sé, tal vez? ¿Cree que no lo sabía? Pero usted, que la conocía, dígame, diga: ¿se le podía reprochar?»

Endriade le había cogido una muñeca y se la apretaba.

«Probablemente se rieran de mí: aquel imbécil de Endriade, con la cabeza en las nubes y, entretanto, no se daba cuenta de que su mujer... ¡Ya lo creo que me daba cuenta! Al cabo de ni siquiera un año de matrimonio. Palabras ambiguas, alusiones, la carta anónima, infalible, y después la prueba: la prueba, verdad, a la que ninguna ilusión puede resistirse. ¿Qué más necesitaba yo? Pero yo... yo soy un cobarde, verdad. ¿Acaso podía prescindir de ella? Sólo la idea de perderla... ¡Ah, qué feliz era! Y no lo sabía».

El gran Endriade, el genio, se dejó caer en un sofá, al tiempo que se cubría la cara con las manos, estremecido por los sollozos.

Elisa se asombró de no sentir la menor turbación. Le parecía tan natural, aquella historia, tan propia del carácter de Laura.

«Lo siento, Endriade, que haya sido culpa mía que...»

El hombre alzó la cabeza. Tenía la cara iluminada como por una esperanza.

«Pero usted, señora, me entiende, ¿verdad? Laura, Lauretta, ¿la recuerda? Una estupidilla. Eso es lo que era», y sonreía, bondadoso. «Sólo con verla, me bastaba, cuando volvía a casa por la noche. Sabía que me traicionaba constantemente... Mentía, sólo Dios sabe cuántas mentiras me contó y, sin embargo... me bastaba con verla: el sonido de su voz, aquella sonrisa suya de niña. ¿Recuerda, verdad, su sonrisa? La forma de moverse, de caminar, de sentarse, de dormir, de lavarse... Su tos, sus estornudos, ni siquiera eso me molestaba... ¿Mentía? Pero, ¿se puede decir que mintiera? Estaba hecha así. Cuando me sonreía, cuando se estrechaba contra mí, ¡qué mentira ni qué ocho cuartos! ¿Comprende usted lo que quiero decir?»

«Oh, la recuerdo».

«Criaturita. Animalito. Luz. Como un árbol. Como una planta con flores». Endriade hablaba ahora consigo mismo. «Y yo sabía, eso sí, lo horrendo que habría sido que ella se hubiera marchado... ¿Cobarde? ¿Fui cobarde? ¡Qué idiota es la gente! ¿Qué debería haber hecho? ¿De dos seres contentos hacer dos desesperados? ¿Con qué objeto? ¿Para la satisfacción de los bienpensantes? Malditos».

Se recuperó. Miró a Elisa Ismani con una expresión nueva. La cogió de una muñeca, con dulzura, aquella vez.

«Venga», se levantó. «¿Cómo se llama usted?»

«Elisa».

«Elisa, venga. Tenemos que hacernos amigos. ¿Me lo promete?»

«Pues claro que sí».

«¿Lo jura?»

«Lo juro».

«Amigos, verdad, hasta el punto de poder contárnoslo todo. Todo, ¿comprende?, hasta el fondo».

Elisa Ismani se rió:

«¿Algo así como una conspiración? Me da usted casi miedo, Endriade».

«Una conspiración. Venga, Elisa. Tengo que enseñarle...»

«¿Qué?»

«Un secreto», dijo Endriade. Ardía de vitalidad. «Un secreto terrible, pero nada malo».

«¿Lo dice en serio?»

«Vamos», se acercó a una ventana y miró afuera. «Luciana está ahí, en el jardín. No sabe que usted está aquí. Tenemos tiempo. Vamos».

Abrió una puerta. Se encontraron fuera, en una galería de cemento con barandilla que proseguía bordeando un macizo de rocas e iba a internarse, al cabo de unos cincuenta metros, en el muro perimetral del autómata.

Endriade la precedía. A la mitad de la galería se volvió y se detuvo.

«Dígame», dijo en tono enormemente serio: «si se la encontrara, ¿la reconocería?»

«¿A quién?»

«A Lauretta».

«Pero, ¿no ha dicho que...?»

«¿Que está muerta? Muerta y sepultada. Son ya once años. Pero, ¿la reconocería?»

«Endriade, no sé qué pensar».

Él no añadió nada más. Seguido de la mujer, prosiguió hasta el final de la galería. Allí, en el muro blanco, había una puertecita de hierro. Sacó un haz de llaves. Abrió. Pulsó un interruptor. Entraron en un pasillo angosto. Al fondo, había otra puerta de hierro. Abrió con otra llave. Desembocaron en una terracita.

Elisa bajó los párpados, cegada por el esplendor del sol. Delante se extendía la inmensidad desierta e hirviente del Número Uno.

Endriade estaba inmóvil. Miraba fijamente su ciclópea creación, como arrobado. Poco a poco los labios se plegaron en una sonrisa de alivio y murmuraron:

«Lauretta».

Los dos miraban y guardaban silencio, hasta que Endriade movió la cabeza, observó a Elisa Ismani y, agresivo y autoritario, la asedió.

«¿La reconocería?»

«Creo que sí».

«Pues entonces, Elisa, entonces... ¿No la reconoce?»

Un pensamiento le vino a la cabeza, tan absurdo, que duró una décima de segundo. Después la duda, preocupante, de que Endriade hubiera perdido la razón.

«A ver, dígame. ¿No la reconoce?»

«¿Dónde?»

Algo tenía que responder.

Endriade tuvo un arranque de impaciencia.

«No, no. Si usted tiene miedo, dejamos de entendernos. No estoy loco. ¿La reconoce?»

«Yo... yo... pero, ¿dónde?»

«Ahí, ahí», con un gesto muy expresivo le señalaba el asombroso valle poblado de formas enigmáticas, donde hasta donde se perdía la vista sólo existían cosas inanimadas, en vertiginosas marañas de terrazas, aristas, torres, antenas, pináculos, cúpulas, geometrías desnudas y poderosas.

«Yo no... no entiendo», dijo Elisa, precisamente porque empezaba a entender confusamente.

«¿Y la voz?», la apremió Endriade. «Escuche. ¿Reconocería su voz?»

Probó a escuchar. Como aquel día en que había entrado por primera vez en la monstruosa ciudadela, del profundo hormigueo del silencio, semejante a una culebra jovencita, se elevaba una débil voz. No se sabía si tenía un solo origen o muchos. Con extrañas inflexiones, pausas y variedades increíbles de timbres, fluctuaba y parecía que de un momento a otro estuviera a punto de articularse en palabras humanas, pero, al llegar al límite, todas las veces huía y se disipaba en un suspiro.

«¿La oye? ¿La oye? ¿Es ella?» Endriade imploraba una respuesta.

En aquel momento Elisa Ismani comprendió. La increíble realidad le inundó el alma y la hizo estremecerse.

«¡Dios mío!», gritó y retrocedió.

«¿Es ella?» Endriade la retuvo poniéndole las manos en los hombros, al tiempo que la zarandeaba. «¿Es ella? Hable, vamos. ¿La ha reconocido?»

La había reconocido, sí. La amiga de los años remotos, la jovencita, la fresca y despreocupada criatura que en vida había difundido en derredor sólo alegría, la flor, la nubecilla, la niña, ahora yacía delante de ella, remota, en una alucinante reencarnación de dimensiones gigantescas. Endriade había creado el inmenso cerebro artificial, el robot, el superhombre, la inmensa fortaleza dotada de razón, a imagen y semejanza de la mujer amada. No había rostro ni boca ni miembros, pero en virtud de un obscuro encantamiento Laura había vuelto al mundo, cristalizada en una pavorosa metamorfosis. Aquellas terrazas, aquellos muros, aquellos pináculos, aquellos barracones eran su cuerpo. Elisa Ismani, pese a sentirse reacia a ese pensamiento, empezaba ahora a vislumbrar la diabólica semejanza. Cosas de locos, sí, pero al mismo tiempo el propio despliegue de las masas arquitectónicas, aquella líneas, aquellos salientes y entrantes traían a la memoria con fuerza recuerdos perdidos, había en ellos una correspondencia humana, una tierna y voluptuosa dulzura.

Más aún: lentamente, de la maraña, aparentemente caótica, de muros, aristas, perfiles geométricos, salía una fisonomía, una expresión típica, algo alegre, gracioso, despreocupado y no era un establecimiento o una fortaleza o un taller o una central eléctrica, sino simplemente una mujer: joven, viva, fascinante. Estaba hecha de hormigón y metal, en lugar de carne y, aun así, era milagrosamente mujer: ella, Laura. Y seguía siendo hermosa, hermosísima, tal vez más que cuando estaba viva.

Endriade, febricitante, a su lado, anhelaba una confirmación.

«¿Ha visto, Elisa? La ha reconocido, ¿verdad? ¿Y la voz? ¿No es la suya?»

Elisa dijo que sí con la cabeza. Pese a estar hecha de elaboraciones electrónicas, de vibraciones artificiales, de materia gélida, era la voz de ella, Laura, que no pronunciaba palabras, sino tonos inarticulados. Como si la hubieran amordazado o hablase con la boca cerrada o se expresara con sus simpáticos versos de niña. Era algo a un tiempo casi divino y espantoso.

«Elisa, ¿comprende usted?»

«¿Qué?»

«Quiero decir si consigue descifrarlo, el sentido de lo que dice».

Pese a ser una mujer fuerte y decidida, la impresión causada en Elisa Ismani era demasiado violenta. No resistió. Buscó un apoyo.

«No, no», dijo con un jadeo que preludiaba el llanto. «No puedo creerlo. ¡Pobre Laura!»