XIII

«Desde hace muchos, pero que muchos, años, querido Ismani», dijo Endriade, «cuando era aún un jovencito, antes aún de licenciarme, siempre me ha obsesionado un problema: ¿tiene estricta necesidad del hombre la llamada luz del espíritu, para formarse y subsistir? Fuera de nosotros, ¿es todo oscuro por doquier? ¿O se puede crear ese fenómeno —interesante, me parece a mí— también en otras partes, con tal de que encuentre un cuerpo, un organismo, un instrumento, un recipiente idóneo?»

Estaban los dos solos, en la sala de estar del chalet de Endriade. Un reloj de pared indicaba las dos y media. Había el gran silencio de la noche, pero con aquel vago zumbido de fondo, como el de una cascada lejanísima.

«¿Un autómata, quiere usted decir?», preguntó Ismani.

«Espere. ¿Ha pensado alguna vez en el extraño camino de la vida a través de miles de milenios? Al principio, ¿qué éramos? Protozoos, celentéreos. Existía sensibilidad, pero era rudimentaria. El espíritu, lo que se llama espíritu, no había nacido aún o, mejor dicho, era una llamita tan minúscula, tímida y vacilante, que la diferencia con el mundo vegetal apenas se notaba. Entendámonos, querido Ismani, ahora no hablo en términos científicos. Le presento como una parábola para que pueda usted hacerse una idea clara de todo el asunto. ¿Cree que no comprendo yo su curiosidad, su malestar, su escepticismo? ¿Para qué fin —se pregunta usted— todo este espantoso esfuerzo? Sería una locura o, peor aún, una estulticia criminal, haber levantado esta babel para obtener una caricatura de cerebro, un robot apto para hacer cálculos, registrar y recordar las impresiones, reír, llorar, estornudar, resolver los problemas. ¿Y entonces? Pues... mire, con el paso de los milenios, poco a poco la evolución, el progreso de las facultades raciocinantes o al menos de los reflejos condicionados o al menos de la sensibilidad... ¿me explico? En determinado punto de ese camino interminable, voilà, el fenómeno que yo considero la monstruosidad más asombrosa que registra la historia de la Creación».

Ismani se rió:

«¿El hombre?»

«El hombre», confirmó Endriade, «en el cual con una rapidez precipitada, al cabo de pocos millones de años, podemos decir, se ha producido una deformación, un caso de gigantismo, una tumescencia que casi, casi dudo que estuviera comprendida en el proyecto inicial de la creación, en vista de lo poco que armoniza con todo el resto».

«¿Una deformación?»

«Sí. La masa cerebral resulta cada vez más imponente, la caja craneana se agranda, el sistema nervioso alcanza una complejidad que da miedo: en una palabra, la inteligencia del hombre se distancia cada vez más de la de todos los demás animales. ¿Quiere, querido Ismani, que en este caso hablemos de inspiración divina? Hablemos, pues. El fenómeno, considerado objetivamente, no cambia».

«Pero yo no veo qué relación...»

«Espere. Un paso más. El asunto resulta incluso obvio, pero tengo que decirle todo. Bien. Al desarrollarse anormalmente, el cerebro del hombre, su sistema nervioso y su sensibilidad en conjunto, en determinado momento... entró, querido colega, en escena un elemento imponderable, una prolongación incorpórea del cuerpo, una excrecencia invisible y, sin embargo, sensible, una protuberancia que carece de dimensiones precisas —de peso, de forma—, que, hablando científicamente, no sabemos con seguridad si existe siquiera, pero que tantos quebraderos de cabeza nos da: ¡el alma!»

«Y el Número Uno sería...»

«Un instante más de paciencia. Yo digo —y se trata del aspecto fundamental— que, si construimos una máquina que reproduzca nuestra actividad mental sin el estorbo de un lenguaje determinado, una máquina que elabore y resuelva los problemas con una rapidez infinitamente mayor que un hombre y con mucha menos probabilidad de errores, ¿podemos hablar de inteligencia? No. La inteligencia, para subsistir, necesita un mínimo de autonomía, de libertad, pero si, en cambio...»

«Si, en cambio, construimos el Número Uno, ¿es eso lo que quiere usted decir?»

«Sí, sí. Si construimos —oh, no digo que lo hayamos logrado— una máquina que tenga percepciones como nosotros, que razone como nosotros, que ya sólo sea cuestión de dinero, tiempo y esfuerzo, ¿por qué debería espantarnos? Si conseguimos construirla, ese producto famoso, esa esencia impalpable, el pensamiento —quiero decir—, el infatigable movimiento de las ideas que no descansan ni siquiera durante el sueño, más, más, no sólo el pensamiento, sino también su individualización, la permanencia de los caracteres, en una palabra, ese tumor compuesto de aire, pero que a veces nos pesa encima como si fuera plomo, el alma, el alma, se establecería, pues, en él automáticamente. ¿Diferente de la nuestra? ¿Por qué? ¿Qué importaría que el envoltorio estuviera hecho —en lugar que de carne— de metal? ¿Acaso no está viva también la piedra?»

Ismani meneó la cabeza.

«¡Debería estar aquí escuchándonos el cardenal Rissieri!».

«¡Ojalá!», dijo Endriade sonriendo. «No hay ninguna dificultad teológica. ¿Acaso habría Dios de estar celoso? ¿Acaso no procede todo igualmente de él? ¿Materialismo? ¿Determinismo? Es un problema totalmente distinto. No es ni mucho menos una herejía para los padres de la Iglesia: al contrario».

«La naturaleza profanada, dirían. El supremo pecado de orgullo».

«¿La naturaleza? Pero, ¡si sería su máximo triunfo!»

«¿Y después? Ese trabajo inmenso, ¿qué ventaja aportaría?»

«El objetivo, querido Ismani, supera todo lo que el hombre haya intentado hacer jamás, pero es tan grande, tan maravilloso, que vale la pena dedicarle hasta nuestro último aliento. Piense en esto: el día en que este cerebro sea más grande, más potente, más perfecto, más sabio que el nuestro... ¿acaso no será más grande también?... ¿cómo decirlo?... yo no soy filósofo. A la sensibilidad sobrehumana y a la fuerza racional corresponderá también un espíritu sobrehumano. ¿Y acaso no será ese día el más glorioso de la Historia? Y entonces la máquina irradiará una potencia espiritual que el mundo nunca ha conocido, una corriente irresistible y benéfica. La máquina leerá nuestros pensamientos, creará obras maestras, revelará los misterios más ocultos».

«¿Y si un día el espíritu del autómata escapara a vuestro mando y actuase por su cuenta?»

«Eso es lo que esperamos. Sería la victoria. Sin libertad, ¿qué espíritu sería?»

«¿Y si, con un alma a imagen y semejanza de la nuestra, se corrompiera como nosotros? ¿Se podría intervenir para corregirlo? ¿Y no conseguiría con su tremenda inteligencia engañarnos?»

«Pero ha nacido puro, como Adán. A eso se debe su superioridad. No lleva consigo el pecado original».

Guardó silencio. Ismani se rascó la barbilla, perplejo.

«Y vuestra instalación, el Número Uno, sería...»

«Exactamente. Es el intento y tenemos buenos motivos para considerar que... que...»

«¿Qué razona como nosotros?»

«Así lo espero».

«¿Y cómo se expresa? ¿En qué lengua?»

«En ninguna lengua. Toda lengua es una trampa para el pensamiento. Partiendo de los elementos primarios, hemos reproducido el funcionamiento de la mente humana. Hemos sustituido la descripción de la relación entre las palabras y las cosas nombradas por una descripción desde el punto de vista de la actividad. Es aún el viejo y genial sistema de Cecatieff. Toda combinación mental se representa en un gráfico que mantiene íntegramente su historia, aun permitiendo aprehenderla de una vez. Es la impronta misma del pensamiento, sin referencia alguna a esta o aquella lengua».

«¿Y por qué medio?»

«Hilo magnetizado. Gracias a ese hilo, se obtienen, con un sistema muy simple, los esquemas visibles».

«¿Y para interpretarlos?»

«Se trata de ejercitarse. Yo ya los leo más rápidamente que la prensa. Desde luego, eso representa una traba, pero no hay que olvidar el sonido, que ayuda. Por el hilo magnetizado, además de un gráfico visible, se puede obtener el sonido y, con una larga experiencia, se llega a entender».

«Usted, Endriade, ¿lo entiende? Me imagino que será como un silbido o un gemido».

«Exacto. A veces lo consigo. Es el sonido mismo del pensamiento, una sensación extraña, entusiasmante. Por lo demás, entender o no entender depende de una sensibilidad especial».

«Pero a mí, por ejemplo, que soy un extraño, ¿cómo podría comunicarme algo este Número Uno?»

«Ése es uno de sus cometidos, querido Ismani. Hay que hacer como un vocabulario de las operaciones mentales. Encontrar, en la medida de lo posible, la palabra correspondiente a cada una de las combinaciones de signos».

«Y usted, Endriade, ¿cómo puede comunicar con la máquina? ¿Entiende nuestra lengua?»

«Se comunican las órdenes, los mensajes, mediante cintas perforadas, pero no hay que excluir que ella, la máquina, comprenda, al menos en parte, nuestras palabras».

«Sería monstruoso».

«Lo entiendo, querido Ismani. Usted no se lo cree y, en cierto sentido, tiene todos los motivos del mundo. Ya verá, ya verá. Ya hemos avanzado mucho y lo lograremos, ahora no me cabe la menor duda. Lo más difícil ya está hecho. El camino que nos falta es el más fácil. Sí, lograremos crear el superhombre. Más aún: el demiurgo, algo así como Dios. Ésa, ésa es la vía por la que redimiremos por fin nuestra miseria y soledad».

«Es como para sentir miedo. En determinado momento será materialmente imposible controlar lo que suceda en semejante cerebro».

«Exactamente. Es lo que ocurre ya con nuestro Número Uno, pero no hay que preocuparse. Las premisas, creadas por nosotros, son sanas. Podemos dormir tranquilos con nuestros sueños».

«¿Y él?»

«Él, ¿qué?»

«¿Duerme, de noche? ¿No descansa nunca?»

«Dormir propiamente, me parece que no. Dormita, más bien. De noche toda su actividad está atenuada».

«¿Disminuyen ustedes el suministro de energía?»

«No, no, se aquieta por sí solo, exactamente como si estuviera cansado».

«¿Y sueña también?»