XI

Endriade, los Strobele y los Ismani fueron a visitar las instalaciones cuando ya estaba alto el sol. Hacía un tiempo maravilloso: las montañas por encima resplandecían con sus blancas y puras paredes.

Cruzaron los prados, llegaron al cerco de muros bajos: había una puertecita de hierro delante de la cual estaba esperando el técnico jefe Manunta.

Manunta abrió, recorrieron un pasillo estrecho e iluminado con luz mortecina. Manunta abrió una segunda puerta. Salieron a una terraza. Ya habían entrado.

El espectáculo era tal, que por unos minutos ni los Ismani ni Olga dijeron palabra.

Delante de ellos, se precipitaba una torrentera, un cañón sin salidas, un escarpadísimo cráter que se prolongaba, tortuoso, hasta perderse de vista.

Desde el fondo, donde en otro tiempo tal vez cayeran fragorosamente las aguas de un torrente, hasta el borde las paredes estaban enteramente cubiertas de extrañas construcciones, como cajas, pegadas unas a otras, que formaban una babélica sucesión de terrazas, adaptadas a los salientes y entrantes de las peñas, pero éstas ya no se veían; tampoco se veía vegetación ni tierra ni aguas corrientes. Todo había quedado invadido y cubierto por un encabalgamiento de edificios semejantes a silos, torres, mastabas, murallones, puentes finos, barbacanas, casillas, barracones, bastiones, que se sumían en geometrías vertiginosas. Como si una ciudad se hubiera precipitado sobre los flancos de un barranco.

Pero había un elemento exageradamente anormal que daba a aquellas arquitecturas una sensación enigmática. No había ventanas. Todo aparecía herméticamente cerrado y ciego.

Y otra circunstancia se sumaba para aumentar aquella sensación monstruosa: no se veía alma viva.

Y, sin embargo, aquel alucinante maremagno no expresaba la muerte o el abandono. Al contrario: aunque no se veía moverse nada, se percibía, bajo la superficie, una vida arcana que estuviera fermentando. ¿Por qué? ¿Tal vez por el hormigueo de las antenas metálicas, de las formas más extrañas, que despuntaban de los bordes de las cumbres? ¿Tal vez por el confuso coro de zumbidos quedos, resonancias, susurros, lejanas crepitaciones y ruidos que fermentaba bajo la despeñada ciudadela e iba y venía en lentas oleadas (y tal vez no fuera sino el cavernoso fragor del silencio)? Tal vez por las vibraciones de la solitaria antena metálica en forma de torreta que sobresalía muy por encima del borde de la cima. Tenía en la punta una cofa esférica cortada con complicadas troneras que se parecía vagamente a un yelmo antiguo.

Más aún: en aquella singularísima visión, pese a la desnudez, había una belleza intensa y cierto sentido inexplicable, que no era el tétrico encanto de las pirámides, las fortalezas, las refinerías, los altos hornos, los grandes establecimientos carcelarios. Al contrario: la perspectiva, aparentemente caótica, de torres, tanques y pabellones de cualquier forma imaginable alegraba, a saber por qué, el ánimo y expresaba algo tierno y levitante, como ciertas ciudades de Oriente vistas desde el mar. ¿Qué le recordaba? Ismani tenía la obscura sensación de que, en el fondo, se trataba de algo conocido desde hacía mucho, pero, al buscar una referencia en los recuerdos, topaba con cosas demasiado diferentes y lejanas, un jardín, por ejemplo, un río, incluso ciertos bordados... y el mar... y los bosques... pero, más allá de cualquier referencia, quedaba algo inasible e inquietante.

Fue Olga Strobele quien rompió el silencio:

«Pero bueno», dijo con forzado tono frivolo, «¿esto qué es? ¿Una central eléctrica?»

«¿Has visto?», le respondió su marido, halagado por su curiosidad; en efecto, era muy raro que su mujer se interesara por sus estudios. Después se dirigió a Ismani: «¿Has entendido ya?»

«Puede, puede que sí», dijo Ismani. Estaba turbado. Su mujer guardaba silencio. Más allá, Endriade, apoyado en el pretil, contemplaba su reino; parecía transportado en un sueño.

Olga Strobele:

«Pero bueno, ¿qué es? ¿Se puede saber?»

Llevaba un vestido de tela blanca, tan ajustado, que resultaba provocativo. Los bordes del escote llegaban hasta la cintura y cada movimiento entrañaba un riesgo.

«Olga», dijo su marido, con animación didáctica, «esto que ves, esta como ciudadela con su campanario o minarete», y con la mano derecha señaló la antena, «este pequeño reino herméticamente cerrado y separado del resto del mundo...»

Se interrumpió. Una bandada de grandes aves giraba en torno a la esfera metálica en la punta de la antena y lanzaba chillidos: como si hubieran querido posarse en ella, pero en el último instante hubiesen advertido algún peligro.

«Pues, como te decía», prosiguió Strobele con una ligera sonrisa, «esta gigantesca instalación que ha costado hasta ahora diez años rebosantes de esfuerzo, por decirlo con palabras poco expresivas, es... un pariente nuestro, es un hombre».

«Un hombre, ¿dónde?», dijo Olga.

«Un hombre, sí. Una máquina hecha a imagen y semejanza nuestra».

«¿Y la cabeza? ¿Dónde está la cabeza? ¿Y los brazos? ¿Y las piernas?»

«Piernas no hay». Strobele puso expresión de fastidio. «La forma exterior no interesa. El problema era otro. Para hacer un robot cualquiera, un muñeco capaz acaso de caminar sobre las piernas y de decir "buenos días", bastaba un fabricante de juguetes. En cambio, a nosotros nos interesaba... ¿comprendes?, construir algo que reprodujera lo que ocurre aquí dentro», y con el índice se tocó la frente.

«¡Ah! ¿Un cerebro electrónico! Ya lo he leído en los periódicos».

«Pero, ¿no lo ves?», intervino su marido con entusiasmo. «No es un simple cerebro, una simple calculadora. Sabe hacer cuentas, sí, pero eso es lo de menos. Hemos ido más lejos. Le hemos enseñado a razonar, a este animalito, a razonar mejor que nosotros».

«A vivir como nosotros», añadió Endriade, que había permanecido en silencio hasta entonces.

«¿A vivir? Pero si no se mueve. Está ahí clavado en el suelo».

«Tesoro», explicó Strobele, «no es necesario que se mueva. Si coges a un hombre y lo atas a la tierra de modo que no pueda mover ni un dedo seguirá siendo un hombre, ¿no?»

«¿Y había que hacerlo tan grande? Es un pueblo, no un hombre».

«Es aún más pequeño de lo que pensábamos. El primer proyecto preveía un complejo de aparatos como para llenar una ciudad como París. Se han hecho milagros. Fíjate en que nosotros sólo vemos una mínima parte, todo lo demás está oculto bajo tierra. Es un poco voluminoso, desde luego, je, je, más bien corpulento, la verdad».

Olga dijo:

«Si le hablas, ¿te responde?», y se rió, equívoca.

«Podríamos probar, pero eso tiene un interés relativo. Autómatas que reaccionan a la luz, por ejemplo, al sonido o a los colores, a los contactos, con un comportamiento lógico, son ya habituales. Aquí hemos hecho —me parece a mí— algo más. Hasta hemos conseguido dotarlo de los cincos sentidos. El autómata, como tú dices, ve, huele, distingue las cosas cercanas».

«¿El gusto también? ¿El olfato también?», preguntó Ismani.

«Desde luego».

«¿Y el tacto?», preguntó Olga.

«También. ¿Ves esos penachos, por decirlo así? ¿Esas antenas? Si se los toca, reconocen o determinan un objeto».

Ismani:

«Si no he entendido mal, habéis intentado atribuir a este chisme, a esta instalación, ¿cómo diría?... una personalidad».

«Una diferenciación, sí», dijo Strobele.

«¿Hombre o mujer?», preguntó Olga. «Apuesto a que...»

Strobele se puso colorado como un niño.

«No es un problema pertinente. Un... un condicionamiento sexual no ha parecido...»

Ismani:

«Y habréis tenido como objetivo un modelo, ¿no? Un tipo humano al que remitiros».

Unas nubecillas blancas remontaban la curvatura de la Tierra hacia el misterioso septentrión. Como un lento escalofrío, sus sombras se deslizaban por encima de la ciudadela, del inconexo cuerpo del inmenso ser tumbado en el cañón, con efectos increíbles.

«Pues la verdad es que», dijo Strobele, «no podría...»

«Os habéis tomado vosotros como modelo», dijo Olga, «vosotros, los científicos, os creéis tamaños genios...».

«¿Nosotros? Son cosas que decide Endriade».

Endriade, que había permanecido hasta entonces apoyado en el pretil, se sobresaltó:

«¿Yo?», miró a los huéspedes. Parecía trastornado, como quien es presa de una rêverie. «Disculpadme. Tendría que ir a ver...»

Se alejó por una estrecha terraza suspendida sobre el precipicio, que se perdía más adelante en las cavidades de los complicadísimos bastiones.

«¿Qué le pasa? ¿Está de mal humor?», preguntó Olga a Manunta, que había puesto una sonrisita.

«No, no», dijo el técnico jefe, hombre grueso, pacífico y jovial, «es así, un poco extravagante. Ya se sabe, los grandes sabios...»

«A mí me parece simpatiquísimo», dijo Elisa Ismani como para prevenir cualquier observación de Olga.

«¡Qué valor!», dijo Olga. «Es un hombre espectacular, lo avasalla todo a su paso, ése, basta con verlo».