III
Ismani y su mujer partieron hacia la «zona militar 36» al principio de junio, a bordo de un automóvil del Ministerio de Defensa. Conducía un soldado. Los acompañaba el capitán Vestro, del Estado Mayor, de unos 35 años, achaparrado, de ojos pequeños, intensos, irónicos.
Al partir, los Ismani sabían que debían llegar a la Val Texeruda, célebre zona de veraneo, donde también Elisa había pasado unas vacaciones, de niña, muchos años atrás, pero no sabían nada más. Al norte de la Val Texeruda, se erguía un vasto macizo de montañas. Tal vez allí arriba, en algún rincón remoto, encerrado entre las rocas, o en medio de los bosques o en un paraje alpino del que hubieran evacuado a sus habitantes y que hubiesen transformado en base militar, fuera su destino.
«Capitán», preguntaba la señora Ismani, «pero, ¿adónde nos lleva exactamente?»
Vestro hablaba despacio, como buscando una por una las palabras, tal vez por prudencia, como si temiera dejar escapar indiscreciones.
«Mire aquí, señora», respondió, al tiempo que le enseñaba una hoja escrita a máquina, pero sin entregársela. «Aquí está el horario de marcha previsto. Esta noche nos detendremos en Crea. Mañana, partida a las ocho y media, por la nacional hasta Sant'Agostino. Desde allí hay una carretera militar. Yo tendré el placer y el honor de acompañarlos hasta el puesto de guardia. Allí concluirá mi misión. Otro coche vendrá a recogerlos».
«Pero usted, capitán, ¿ha estado alguna vez allí?»
«¿Dónde?»
«En la zona militar 36».
«No, señora, no he estado nunca allí».
«¿Y qué es? ¿Una instalación atómica?»
«Instalación atómica...», repitió con una inflexión ambigua. «Sería interesante para el profesor, supongo».
«Pero yo se lo preguntaba a usted, capitán».
«¿A mí? Pero si yo no sé absolutamente nada».
«Reconocerá entonces que es muy curioso. Usted no sabe nada, mi marido no sabe nada, en el Ministerio no saben nada, en el Ministerio se mostraron exageradamente reticentes, ¿verdad, Ermanno?»
«¿Reticentes? ¿Por qué?», dijo Ismani. «Estuvieron amabilísimos».
Vestro mostró una sonrisita.
«¿Ves como tenía yo razón?», dijo Elisa.
«¿Por qué, querida?»
«Que te han llamado para la atómica».
«Pero si el capitán no ha dicho nada».
«Pues entonces», insistió la mujer, «¿qué hacen en esa zona militar 36, si no se trata de la atómica?»
«Atención, Morra», exclamó el capitán, esa vez sin pesar las palabras, ya que estaban adelantando un gran camión y la carretera era bastante estrecha, pero, en realidad, no parecía que hubiese motivo de alarma. Era un tramo rectilíneo y por la parte opuesta no avanzaba nadie.
«Decía», prosiguió Elisa Ismani, «que, si no se trata de la atómica, ¿qué hay en ese lugar al que vamos? ¿Y por qué no nos lo dicen? Aunque fuera secreto militar, nosotros, me parece... más que ir en persona...»
«Se ha referido usted a una instalación atómica».
«No me he referido. Sólo se lo peguntaba».
«Mire, señora», la respuesta pareció salir del capitán Vestro con dificultad, «creo que se verá usted obligada a tener paciencia hasta que se encuentre en el lugar. Le aseguro que yo no estoy en condiciones de responder».
«Pero usted lo sabe, ¿verdad?»
«Ya le he dicho, señora, que yo nunca he estado».
«Pero sabe de qué se trata, ¿no?»
Ismani escuchaba, ansioso.
«Mire, señora, y discúlpeme la pedantería, hay tres posibilidades: o no es algo secreto, pero yo no lo conozco, o lo conozco, pero es secreto, o es secreto y, además, no lo conozco. Ya ve que en cualquier caso...»
«Pero podría usted decirnos», objetó Elisa, «de cuál de los tres casos se trata».
«Según», rebatió el oficial, «depende del grado del secreto. Si se tratara del secreto del primer grado, como ocurre con frecuencia en los planes operativos, se hace extensivo —y así lo prescribe la norma expresamente— también a todo lo que tiene que ver con ello, aun lejana y parcialmente, aun de forma indirecta y negativa. ¿Y qué quiere decir de forma negativa? Pues que, si uno sabe que hay un secreto de esa clase, pero no lo conoce, le está prohibido revelar incluso esa ignorancia suya y observe, señora: se trata de una restricción, en apariencia, absurda, pero hay motivos válidos para ello. Consideremos, por ejemplo, nuestro caso: la zona militar 36. Pues bien, mi simple reconocimiento de no estar al corriente, dadas mi graduación y mis funciones, podría ofrecer un indicio, aunque mínimo, a quien...»
«Pero, ¡usted sabe quiénes somos nosotros!», exclamó la señora Ismani, polémica. «El simple hecho de que usted nos acompañe excluye, me parece a mí, cualquier posibilidad de sospecha»
«Señora, en la entrada de la Academia Militar, en el vestíbulo —supongo que usted no habrá estado nunca allí— hay un letrero que dice así: "El secreto no tiene familia ni amigos". Resulta duro en ciertas situaciones, duro y desagradable para el prójimo, lo reconozco...» Pareció extenuado con la larga explicación.
La señora Ismani se rió:
«En una palabra, me da usted a entender diplomáticamente que no puede —o no quiere— decir qué hay en esa dichosa zona militar...»
«Pero, señora», precisó el capitán con su flema didáctica, «yo en ningún momento le he dicho que lo supiera».
«De acuerdo, de acuerdo. He sido un poco pesada. Disculpe».
El oficial guardó silencio.
Pasaron unos cinco minutos y después Ismani, tímidamente, dijo:
«Perdóneme, capitán. Decía usted que los casos eran tres. En realidad, eran cuatro, porque podría ser también que no fuera secreto y usted lo conociese».
«No he citado ese caso», explicó Vestro, «porque me parece superfluo».
«¿Superfluo?»
«Claro. En ese caso... en ese caso, ¡les habría ya contado todo hace rato! ¡Atención, Morra!»
Pero también la advertencia al conductor era superflua: la curva de la que estaban saliendo era amplísima y el coche no superaba los sesenta kilómetros por hora.