II

La propuesta precipitó al profesor Ismani en un abismo de aprensiones. Si hubiera obedecido al instinto, que lo inclinaba sólo a la quietud, a la conservación de las res sic stantes, a la regla de una existencia sedentaria y sin sacudidas, habría respondido inmediatamente que no.

Pero su propia medrosidad lo inducía a aceptar. Como hombre honrado donde los hubiese que era, si bien la idea de verse exiliado por dos años en un destino misterioso para hacer un trabajo que acaso no le agradara, bajo la dura constricción del secreto y entre gente desconocida (porque a Endriade, lumbrera de la física, lo había visto un par de veces apenas en la barahúnda de los congresos), le infundía sentimientos cercanos al terror, aún más difícil le resultaba substraerse a lo que se le había planteado como su deber de ciudadano y científico.

En la guerra había sido un valiente, pero no por un desprecio natural del peligro. Todo lo contrario: había sido siempre el miedo a parecer pusilánime, a ser castigado, a no merecer la confianza que le demostraban los soldados, a ser indigno de su graduación lo que le había hecho superar, con indecibles sufrimientos del ánimo, el otro miedo, el físico, del fuego enemigo, las heridas, la muerte. Ahora se encontraba en las mismas condiciones.

Corrió a casa para franquearse con su mujer, Elisa, 15 años más joven que él, pero mucho más madura y fuerte a la hora de afrontar los problemas de la vida.

Elisa era una mujer de poca estatura y rellenita, pero sólida. Su rostro ancho y redondo expresaba, en todas las circunstancias, una decisión plácida y serena. Dondequiera que se encontrase, incluso en los lugares más inhóspitos e incómodos, al cabo de pocos minutos tenía la apariencia de encontrarse perfectamente a gusto. Adonde ella llegaba, de súbito la inquietud, la suciedad, el desorden, la incomodidad desaparecían inexplicablemente. Como esposa, era para Ismani, tan desprotegido en la vida práctica y preocupado por cualquier nimiedad, una fortuna incalculable. Precisamente el contraste entre los dos temperamentos era, como sucede con frecuencia, el primer motivo, probablemente, de lo mucho que se querían el uno al otro y a hacer feliz aquella unión contribuía, desde luego, que Elisa no hubiera superado la enseñanza secundaria, no tuviese la más remota idea de los estudios de su marido y, aun considerándolo un genio, no se interesara por su trabajo, salvo para impedirle por las noches permanecer en vela hasta demasiado tarde.

Apenas había tenido tiempo de entrar en el vestíbulo cuando ya ella, que había salido a su encuentro con el delantal puesto y una cuchara en la mano, lo apuntó a la frente con el dedo índice.

«No me digas nada. Ya lo sé. Te han propuesto un nuevo trabajo».

«¿Y cómo lo sabes?»

«Querido mío, basta con mirarte a la cara, pareces Napoleón a punto de partir para Santa Helena».

«¿Quién te lo ha dicho?»

«¿El qué?»

«Lo de Santa Helena».

«¿Tendrías que ir a Santa Helena?», una sombra pasó por su sonrisa.

«Algo parecido a Santa Helena precisamente, pero no se lo cuentes a nadie. Si se supiera por ahí, podría tener problemas».

Tuvo un sobresalto, abrió de golpe la puerta, que se había cerrado sola a sus espaldas, se asomó a la escalera y miró abajo.

«¿Qué haces?»

«Me había parecido oír pasos».

«¿Y qué?»

«No me gustaría que hubiera habido alguien escuchando».

«Pero me estás asustando, Ermanno, pero entonces es de verdad un asunto serio...», se rió con ganas. «Ven aquí, ven aquí, a la cocina, y cuéntame. Aquí nadie nos escucha, te lo aseguro».

Con cierta dificultad, porque tenía una gran confusión en la cabeza, Ismani le contó la conversación con Giaquinto.

«Y tú has aceptado, ¿verdad?»

«¿Por qué?»

«¡Ay, maridito mío! ¡Menudo si aceptarás!»

«¿Lo dices por el sueldo que me dan?», dijo él, decepcionado, porque quería mostrarse por encima de la vulgaridad del dinero.

«¡Qué va a ser por el sueldo! El deber... la misión... el amor a la patria... ¡Oh! Han sabido atraparte por dónde debían, bien que han sabido. No es que yo te lo reproche, verdad...», soltó una carcajada, «con más de seiscientas mil liras al mes, sin contar el sueldo...»

«¿Ya has hecho la cuenta, tú?», dijo él y se sintió —a saber por qué— tranquilizado.

«Pero, ¿cuándo habías soñado tú con una paga semejante? Ya me parece ver a tus colegas con la cara amarilla de envidia. Pero, ¿qué es? ¿Una instalación atómica?»

«No me han explicado nada».

«Si hay tanto secreto, será la bomba atómica... pero... ¿tú entiendes de esos asuntos? No me parece que sea tu ramo».

«No sé nada, no sé nada».

Elisa se quedó pensativa:

«Claro, tú no eres físico. Si te han elegido a ti precisamente...»

«Eso no quiere decir nada. También en una instalación atómica, sobre todo en la fase de proyecto, podrían perfectamente necesitar a alguien como yo, especializado en...»

«Entonces, una instalación atómica... ¿Y para cuándo?»

«Para cuándo, ¿qué?»

«La partida».

«No sé nada. No he aceptado aún».

«Pero aceptarás, ¡menudo si aceptarás! Sólo habría un caso en el que dirías que no, tal vez».

«¿Qué caso?»

«El de que tuvieras que ir solo, que yo no pudiese acompañarte. Tal vez», y sonreía.

«Parece ser que se trata, además, de un lugar muy bonito», dijo Ismani.