21
Cerca del pequeño desfiladero, en lo alto de la garganta de la Polveriera, hay un delgado saliente adosado a la pared. Exactamente a la altura del mismo pasa una repisa, por donde llegarán los enemigos. La repisa es estrecha y cubierta de guijos; para pasar por ella hay que tener cuidado.
Bàrnabo se ha situado en la cima, escondido entre algunos peñascos; él solo ha venido a enfrentarse a los enemigos. Totalmente oculto a la vista, domina de cerca la repisa, podrá cortarles el paso. Esta mañana, cuando partió, pensaba incluso en que podía morir. Pero ahora ve ya la victoria; con seguridad, todo irá bien. No había esperado siquiera encontrar un lugar tan seguro. Y, tendido a los rayos del sol, ahora siente pasar el tiempo. Vendrán, por Dios que vendrán.
Desde allí arriba divisa toda la garganta de la Polveriera, las grandes sombras proyectadas por las peñas sobre los guijos; hasta ve la Cima Alta, erigiendo la salvaje pared, y también los Lastoni di Mezzo, teñidos de un color rojo sangre.
Llega un leve soplo de viento, en la espera silenciosa.
Mientras las sombras giran en el fondo de la polvorienta garganta, Bàrnabo permanece tendido e inmóvil, manteniendo el fusil apuntado. Nadie podría distinguirlo entre los peñascos de la pequeña cumbre. Su escopeta está dirigida a la repisa. Por allá pasarán los bandidos y él podrá matarlos.
Es extraño que el corazón no lata. Bàrnabo está casi maravillado de sentirse tan tranquilo. Han cambiado muchas cosas. Éste es su gran momento, que no deberá escapársele. Pero ahora, en el gran silencio, su mirada se fija en las crestas que se alzan vertiginosas. Sus ojos van subiendo, de una repisa a otra, por las azules acanaladuras, por las rojizas paredes, hasta las últimas peñas, que ni siquiera parecen reales, tan blancas contra el fondo del cielo profundo.
Ahora ha pasado una mosca con un ligerísimo zumbido. El sol ha quedado algo amortiguado por un velo de altísima niebla. Incluso el viento del sur se despierta. Volverá el mal tiempo.
En aquel punto, cerca de la Polveriera, lo ve bien desde arriba, Bàrnabo conoció un día el miedo; después, durante años ha sentido vergüenza. Pero dentro de poco, él lo sabe bien, el silencio se resquebrajará en un estruendo, su primer disparo.
Y hete aquí que las grandes peñas hacen reflexionar sobre qué deberá suceder. La muerte no, no se la espera, se siente absolutamente seguro de ello. Será, por el contrario, su victoria: los enemigos precipitándose al fondo, su regreso al pueblo, el maravilloso relato. El relato, sobre todo, el relato. Lo que le interesa es poder explicarlo a sus compañeros; y eso es todo, no hay más.
Para decir: yo solo los he matado; volver entre los guardabosques, que le darían una fiesta, le aplaudirían. Y después, con el paso de los años, siempre aquel cuartel; qué fastidio, en el fondo del valle, con los caminos polvorientos.
En la garganta se ha oído un silbido, un pequeño silbido. Poco después se oye en el fondo el rodar de alguna piedra. El viento se ha detenido de repente, dejando un profundo silencio. Entonces, del extremo de la repisa, llega un ruido de pasos. No hay equívoco posible. Hete aquí que, en el rincón de la galería, se perfila la figura de un hombre.
Avanzan lentamente, por la repisa estrecha y que se desmorona. Son cuatro, a plena luz. Bàrnabo podrá estirar aún medio minuto más. Podrá abatirlos a todos; no tienen el más mínimo refugio ni les queda ninguna vía de salvación.
A plena luz del sol, Bàrnabo puede distinguirlos bien: llevan ropas viejas y rasgadas, fusiles de formas diversas. Los rostros, delgados y demacrados. El primero tendrá unos sesenta años, con los hombros más bien caídos. No tienen la expresión malévola.
Son los que mataron a Del Colle, asaltaron la Polveriera. Pero han desaparecido muchos recuerdos. Bàrnabo, completamente tranquilo, piensa en cómo será aquel viejo, tras bajar rodando por las rocas, con la cabeza entre los guijos, toda roja de sangre. Cerca de él, uno aquí, otro allí, los cuerpos de sus compañeros, como negros sacos deformes.
Para poder relatarlo mañana, para poder cantar victoria. En sí, Bàrnabo no siente realmente la necesidad de tomarse una venganza. Aquella pizca de cobardía es algo ya lejano. Han pasado muchos años, sólo ahora se da cuenta. También ahora le temblaría el fusil, si el miedo estuviese presente.
Bàrnabo ha inclinado ligeramente el cañón de la escopeta. Tras el blanco de la mira, divisa la cabeza del viejo. No hay más de diez metros, sería un tiro seguro.
El viejo se ha detenido y mira abajo aguantándose con la mano derecha a las rocas. Se vuelve y dice a su compañero: «¡Pero yo no veo a nadie!». También los otros se han detenido y, sin pensar que Bàrnabo pueda estar espiándoles desde el saliente cercano, se percatan de que la Polveriera está desierta. No hay nadie esperándoles y se lo han llevado todo.
No queda, pues, nada por hacer. Bàrnabo se imagina a los enemigos a su regreso, por el camino de herradura de la Valfredda, descendiendo hambrientos, sin decir una palabra. Ahora Bàrnabo sonríe, su dedo ha tocado el gatillo, ha sentido que el hierro está frío.
Silencio. El zumbido de una mosca, de aquellas moscas de montaña. Los minutos no pasan nunca, esperando el disparo.
Esta vez no es por miedo, sino que algo se ha detenido realmente, algo ha quedado atrás junto con la huida del tiempo. Bàrnabo, en silencio, esboza una sonrisa, su fusil se baja, sus manos se han aflojado. Se siente una atmósfera feliz, entre las peñas inundadas de sol. Lejanos perfumes del bosque. Ahora los cuatro enemigos se hallan inmóviles, parecen esperar algo; quién sabe, además, si fueron ellos los que mataron a Del Colle o cómo le mataron. Es su último regreso. Esta noche desaparecerán para siempre, descendiendo a la Valfredda. Y las peñas quedarán más solas. Bàrnabo custodiará la Casa, entre los negros bosques, pensará en la gran victoria que podía tocar con las manos y, sin embargo, ha dejado pasar.
Todo desaparecerá en el tiempo, su estúpida vergüenza, la corneja, el Bersaglio, la partida de Bertòn, y el sol volverá a iluminar cada mañana las peñas. Vendrá el otoño, la nieve, y después, las canciones de primavera.
A pocos metros se encuentran los cuatro enemigos a los que podría acogotar. Sin embargo, Bàrnabo, inmóvil, piensa en todas las angustias inútiles que han llenado su vida. Piensa en la Casa nueva, desierta, en sus tranquilas cenas a la luz del candil, en los días que se suman a los días; le parece, incluso, oír el viento resonar entre los abetos.
Los enemigos emprenden el regreso. Tan despacio como han venido, recorren de nuevo la repisa. Bàrnabo los deja ir. Reina una gran tranquilidad mientras comienza a anochecer.
El cielo, antes de llegar la noche, ha cambiado a mal tiempo, con densas capas de nubes. Todo ha quedado en calma en torno a la Casa nueva. Crujidos en los maderos del tejado. Un avispón que se obstina en ir arriba y abajo entre las hierbas del claro. Débiles soplos de viento que rozan el bosque.
Un pájaro se ha puesto a cantar en el límite de la explanada. Los hombres están abajo, en el pueblo; están detrás jugando a la petanca, caminan por la plaza, charlan tranquilos. De vez en cuando, alguna carcajada.
El reloj toca las cinco. El sonido de la campana se expande más allá del pueblo, avanza a través de los bosques, pero cada vez más debilitado. Ya antes de llegar a la Casa nueva está cansado y debe detenerse, enredado en medio de las ramas.
He aquí Bàrnabo que regresa. Poco antes, se ha roto una especie de embrujo entre las peñas. Éstas se han quedado totalmente solas, ya no hay bandidos ni espíritus, estas cosas se han acabado. Él avanza con el paso habitual, cruza despacio el claro.
Sus botas resuenan en el umbral de la Casa. Una araña ha tejido su tela en el zaguán de la puerta; alguien creía tal vez que Bàrnabo no volvería, que se quedaría allá arriba, junto a Del Colle y Darrìo, muerto en medio de los guijos.
Tras abrir de par en par las ventanas para recoger la poca luz, Bàrnabo descarga el fusil, en el que había introducido un cartucho, y lo apoya en el armero. Todo como de costumbre. En realidad, nada ha sucedido.
Poco después, como las demás noches, puede vislumbrarse incluso de lejos el reflejo del fuego parpadeando contra los cristales. Bàrnabo está sentado junto a la llama. No se logra ver su rostro, que permanece en la sombra.
El cansancio, un poco de vino y tantos pensamientos que pasan, en la noche del 25 de septiembre. Después de todo, ¿no era mejor? El fuego sigue ondeando y los leños emiten estallidos. Quizá, entre las peñas, se haya puesto a nevar, debe de ser un lento remolino, en medio de las paredes negras; debe de estar también, en lo alto de una fina aguja, el gorro de Del Colle, fijado con un clavo. La nieve recubrirá sus bordes, formando una blanca corona.
Bàrnabo no se ha ido a dormir. Lentamente pasa la noche. Dentro de poco comenzará a despuntar el alba, se verá un nuevo día. La vida continúa, ininterrumpida, sobre toda la tierra.
Bàrnabo ha levantado la cabeza como para escuchar; ¿es su corazón que late o es el paso del centinela fuera de la Polveriera? Está cansado, algo adormilado, no logra ya recordar. Entonces, como en cierta ocasión, como en los lejanos tiempos, Bàrnabo toma el fusil y se aproxima al umbral. Afuera reina un profundo silencio y se ve una pálida luz en el cielo completamente cubierto. Las montañas están ocultas pero se sienten cercanas; están inmóviles y solitarias, sumergidas en las nubes.