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Es la fiesta de San Nicola. El sol golpea sobre las guirnaldas de colores colgadas de un lado a otro de las calles. Una mañana fresca, con gran sonar de campanas. Llegan a la plaza mercaderes forasteros, músicos con armónicas, flautas y guitarras, y por entre el gentío pasan ricos carruajes que nadie ha visto nunca. Y cantan en la iglesia los coros de la misa solemne mientras los rayos de sol atraviesan el humo del incienso.

También los guardabosques han bajado al pueblo, salvo los tres ocupados en la Polveriera y Bertòn, que se ha quedado a custodiar la Casa. Bàrnabo estaba contento de buena mañana, mientras bajaba a San Nicola; para un mozo sería como para divertirse en un día así. «Hacemos esto, hacemos aquello», todos habían hecho grandes planes. Después (bien lo sabía Bàrnabo) los demás se detendrían en la taberna hasta bien entrada la noche. Él, Bàrnabo, se iría en cambio al Tiro al blanco, donde se bailaba en días festivos.

Ahí estaba, hacia las dos de la tarde, con los zapatos nuevos y la pluma en el gorro, aproximándose al Tiro al blanco por las callejuelas apartadas, llenas de alegre sol, completamente solitarias. De pronto, en una esquina a la sombra, Bàrnabo se encuentra a una ancianita; en el suelo está su perro, un mísero animal sin raza, tumbado de un lado como si estuviese a punto de morir, con continuos sollozos. Bàrnabo se detiene a mirar.

—Arriba, Moro, ánimo —le dice la ancianita en voz baja al animal— ánimo, que volvemos a casa.

Y el perro (el sollozo ha cesado) se levanta despacio y camina, balanceándose a un lado y al otro como si estuviese borracho. Poco a poco, la ancianita le sigue. El animal se encuentra ahora bajo los rayos del sol, gira entrando en una pequeña calle. También la mujer ha desaparecido ahora. Bàrnabo se detiene a observar la calle desierta. Después sigue andando. Y he aquí que oye, tras dar unos pocos pasos, debilitada, una música lejana.

En el Tiro al blanco hay un gran patio, lleno de gente, rodeado por un muro. Frente a la entrada, sobre una tarima, algunos jóvenes con guitarras, armónicas y una mandolina. Bàrnabo no divisa a ninguno de sus conocidos. «Quizás vendrá alguno más tarde», piensa, y se sienta en un banco. «Si encuentro a alguna chica, yo también quiero bailar». Ya, bien que lo sabe, aquél no es lugar para guardabosques. Allí van personas que tienen mucho dinero, que viven como grandes señores. Como para que alguien se fijase en él.

El viejo vals ha cambiado, se ha vuelto irreconocible. Lo tocaban al principio con violines, hace muchos años, en una lejana ciudad. A fuerza de viajar ha llegado a las montañas, pero ha llegado agotado: se le siente renquear, ha perdido toda alegría.

Bàrnabo ya no mira a las muchachas. Mira las ramas verdes de los árboles del otro lado del muro, mecidas dulcemente por el viento; entre las hojas blanquean las lejanas peñas, inundadas de sol. Sobre una cumbre está aún el gorro que llevaba Bertòn. La pluma está aún colgada de un pequeño hilo, balanceándose de un lado a otro por el viento. Dentro de poco se suelta, estad atentos que se suelta.