12
Como todas las demás noches, los compañeros se han dormido. Por los cristales entra un poco de luz. Bàrnabo no logra conciliar el sueño. Lo que le ha ocurrido es demasiado duro. No hay que hacerse ya más ilusiones. Tal vez, si hubiese insistido, si hubiese hecho creer a Marden que había abandonado la Polveriera para ir a buscar a los enemigos habría sido excusado. Pero la vergüenza le anula toda voluntad. Lo que, en cambio, está rumiando Bàrnabo es por qué tuvo miedo. Oh, si por el contrario en aquel momento se hubiese atrevido, si hubiese abierto fuego y matado a uno de los enemigos. Pero resulta inútil fantasear. Bàrnabo deberá encerrar dentro de sí el humillante secreto y seguir royéndose el corazón. Entonces se le ocurre: ¿y si el bandido que le encontró fuese contando la verdad por ahí? ¿Y si, hecho un día prisionero, revelase su cobardía? Le sobreviene una angustia, un terrible peso. Mejor, realmente, dejarlo todo plantado e irse lejos.
Por la mañana, pues, lo despedirían. Un sobre con la paga. Y después, solo con su destino. Era, por lo tanto, la última noche que pasaría en la Casa. Las últimas horas bajo las montañas. Por lo demás, poco importaba esto a los compañeros. Tantas charlas, tantas risas, y ahora que él se marchaba, expulsado como un perro, aquéllos continuaban durmiendo. Otro heredaría su fusil.
Da vueltas en la cama esperando dormirse. Al menos, un poco de descanso. El dedo herido por las rocas le duele. Y en el pecho, un agudo dolor. Ahora Franze se mueve. Tal vez se despertará y dirá alguna palabra a Bàrnabo. No, no se despierta; se agita en sueños, solamente evitando quién sabe qué visiones.
Ahora Bàrnabo, habiéndose habituado a la oscuridad, distingue bien los muebles de la estancia. Las tablas de abeto del pavimento, una silla con las ropas de Franze, un pequeño paquete en el suelo que no identifica. Su cazadora, colgada en la pared, una sombra larga y sospechosa. Se oyen los pequeños ruidos habituales de la noche en las casas habitadas. Crujidos tras la puerta. Una ventana que golpea sola. El vago e insistente sonido del viento en el bosque. Un ratón que se mueve y la respiración de los compañeros dormidos, tan pesada esta noche.
Así pues, no volvería a ver más la Polveriera. Podría ir por su cuenta; pero no sería más que una martingala, un amargo engaño a sí mismo.
Inútil esperar el sueño. Bàrnabo querría encender una vela, simplemente para animarse. No haría sino despertar a sus compañeros.
Un gemido tormentoso atraviesa de pronto el silencio.
Se le ocurre que la corneja puede no estar muerta del todo. Se levanta despacio de la cama y se acerca a su cazadora, colgada en la pared. Introduciendo una mano en el bolsillo, siente algo caliente. El animal no está muerto.
Todo por culpa de aquel pájaro. Si no se hubiese demorado entre las rocas para cogerlo tal vez Bàrnabo habría regresado directamente a la Polveriera antes del asalto y, cerca de sus compañeros, bien que habría encontrado el coraje. Ahora Bàrnabo no piensa en ello: imagina el mundo lejano adonde le tocará ir. Le parece una gran calle con altas casas blancas y carromatos que pasan sin interrupción. Un polvo amarillo se levanta en el sol ardiente, cortando la respiración.
Mañana extremadamente límpida con pequeñas nubes blancas que corren por el cielo. Los demás guardas están ya en el bosque. Bàrnabo, sentado en el banco de la entrada de la Casa, espera a que venga su jefe a comunicarle el castigo. En efecto, se ve a un hombre salir del bosque y adelantarse por la explanada poblada de hierba. Es el mismo Marden, que se aproxima levantando de vez en cuando los ojos a la Casa. Bàrnabo no se atreve a dar un paso al frente. Marden lo alcanza con el rostro oscuro.
—Sentarás la cabeza, ¿no?
—Oh, se lo juro —dice Bàrnabo con una primera sonrisa pero con el semblante en llamas—, verá cómo me esfuerzo al máximo.
—No decía aquí, por supuesto —responde Marden, muy frío—. Espero que no te habrás hecho ilusiones. Te harás cargo, te vas a otro sitio. Aquí tienes, de momento, la paga. Y que Dios te bendiga.
Marden está a punto de entrar en la Casa cuando se vuelve:
—El fusil, por supuesto, lo dejas; en cambio, el uniforme te lo puedes llevar, aunque no es lo reglamentario; sin las insignias, por supuesto.
Todo así, sencillamente.
Bàrnabo, en la estancia desierta, prepara el saco para partir. La corneja, que ha vuelto a la vida, descansa sobre un palo de madera fijado en la pared y parece observar inmóvil. Un desconocido la había herido; ella había reclamado ayuda y Bàrnabo debe irse.
Hace dos años que Bàrnabo no toca su saco. La última vez que lo utilizó fue para una larga salida realizada en compañía de los demás guardabosques hasta más allá del Pian della Croce. Ha tirado de él para bajarlo, lleno de polvo, de encima de una estantería. Sus pasos resuenan de un modo nuevo en la habitación desierta.
Mete en el saco su ropa interior, su viejo traje de terciopelo a rayas, que ahora se ha vuelto casi amarillo, con el que llegó a San Nicola tres años atrás; los zapatos de tela, la imagen de la Virgen con marco y cristal, antigua, traída de su casa; el peine, el jabón, otras ropas de caza que se había comprado hacía unos meses. Media hora después la taquilla del guardabosques Bàrnabo está casi del todo vacía; quedan aún un par de vendas rasgadas, una baraja de cartas pringosas y mugrientas, media vela, el cañón de una vieja pistola. Éstos son sus recuerdos.
Bàrnabo tira lentamente del cordel para cerrar el equipaje. Las nubes que aumentan en el cielo interrumpen por momentos los rayos de sol en la estancia. Se dirigen hacia la montaña, tal vez hará mal tiempo.
Pero Bàrnabo quiere dejarlo todo así, como si hubiese de regresar aquel mismo día por la noche. La cama, con las mantas bien extendidas. La vela, sobre la banqueta próxima. Su puesto, en efecto, es ahora exactamente igual al de los demás, de aquellos que volverán.
Todo está listo. No queda nada más que hacer. Bàrnabo siente un sabor amargo en la boca. No, realmente, no se puede llorar con un día tan hermoso. Se ha puesto el saco en los hombros.
Ya lo olvidaba. No ha cogido los zapatos de fiesta, colocados bajo la cama. No le desagrada ese contratiempo. Se detiene así unos minutos, con un buen motivo. Después abre aún de par en par la ventana: que se renueve un poco el aire, si no esta noche nadie conseguirá dormir. Entra un viento fresco y dulcísimo. El sol está en lo más alto del cielo y lucha continuamente con las nubes. Llega el eco de una canción, un sonido muy lejano que ni siquiera parece real. Bàrnabo tiene la garganta amarga y una leve sonrisa en los labios. Una mosca vuela a su alrededor. Todo se halla en su sitio, todo está tranquilo. Éste es el momento de partir.
De nuevo, Bàrnabo, antes de bajar las escaleras, se detiene a mirar atrás. Las camas alineadas, los rectángulos de sol en el suelo, toda una existencia feliz.
Debería despedirse de sus compañeros, pero están todos dando una vuelta. Ya, el servicio, las exigencias del servicio; pero bien que podía detenerse alguno. Que se vayan todos al infierno. Se despedirá de ellos en otra ocasión.
Invadido por un ligero cansancio, Bàrnabo se ha sentado en el salón de la planta baja. Tiene los codos sobre la mesa, la vista fija al frente, y no se ha percatado de que la corneja, de la que se había olvidado, ha bajado en silencio tras él y descansa sobre su hombro.
Pero he aquí que se oye una voz clara afuera en la explanada.
—¡Bàrnabo! ¡Bàrnabo! —Su compañero Bertòn ha vuelto. Aparece en el umbral, con el sol de fondo, cojeando por la herida. Sonríe—. Adiós, Bàrnabo.
Bàrnabo se levanta, no sabe qué decir, le tiende la mano.
—¿Qué tal va la herida?
Silencio; las nubes tapan el sol.
—Eh, quién lo habría dicho nunca —dice Bertòn; después espera algún minuto—. Y ahora, ¿adónde piensas ir?
—No sé. De veras que no lo sé. A la Cima de la Polveriera…
Sonríen; han salido, pero se detienen de nuevo. La puerta estuvo una vez pintada de verde. Ahora el color se ha cuarteado. Alguien, con un cuchillo, ha grabado las letras: SAN NICOLA. Más abajo, se ven las señales de los zapatos herrados que todos, para entrar, golpean contra ella. Los escalones de piedra se han alisado en pocos meses y por encima caminan algunas hormigas. Bàrnabo considera atentamente todo esto, con la cabeza algo reclinada.
Los dos guardabosques caminan por el prado, uno al lado del otro; por las peñas pasan grandes sombras. Ambos caminan despacio, mirando al suelo. Ninguno de los dos se ha percatado de que la corneja viene tras ellos saltando fatigosamente. Cruzan así la explanada, no en dirección a la carretera que baja a San Nicola, sino a la Casa de los Marden. Bertòn lo hace para no dar a su amigo la impresión de acompañarle a la salida; el otro, porque no lo piensa.
—Y ¿cuánto tiempo hace? —pregunta Bertòn con su voz clara.
—Tres años, no te acuerdas, y parecía… —Bàrnabo da un ligero suspiro. Están en el borde del bosque. Bàrnabo no puede hablar. Señala, así, con la cabeza, sonriendo ligeramente, a una altísima peña, toda resplandeciente de sol. Después abraza a Bertòn. Mirad cómo se aleja ahora.