20
Parece que al tiempo le cueste mucho pasar y después resulta que huye como el viento. Ha llegado ya el final de septiembre en las montañas de San Nicola. La estación, hasta ahora, ha sido hermosa; sin embargo, las peñas presentan un color distinto y Bàrnabo hace ya unos días que tiene la mirada fija en las crestas del Palazzo y en la Cima de la Polveriera. Mañana es 25 de septiembre; se espera el regreso de los bandidos de la Valfredda. Éstos prometieron volver al asalto y mañana todos los guardabosques (nunca se sabe) estarán una vez más en la Casa y subirán a la Polveriera a montar guardia; Bàrnabo quiere ir con ellos.
Amanece con blandas nubes en el cielo. Bàrnabo deambula por el bosque buscando setas. Debe preparar una comida de órdago porque al anochecer llegarán los guardas. Ha pasado ya toda tristeza. Durante unas horas, finalmente, no estará ya solo y podrá demostrar, demostrará algo a sus viejos compañeros. Como de costumbre, va recuperando cosas del pasado, y la vergüenza se renueva. Cada vez que piensa en ello a Bàrnabo le cambia de pronto el humor; siente un ardor en el pecho. Nadie le vio huir ante el enemigo, nadie sabrá nunca nada, y, sin embargo, frente a sus compañeros tiene que bajar siempre la mirada. Pero mañana, finalmente, mañana habrá un gran crepitar de disparos y Bàrnabo será el primero en echarse adelante.
Con gran cuidado, prepara la mesa, limpia las botellas para el vino, extiende ramas de abeto, enciende un gran fuego para cocer la polenta. Son las cuatro de la tarde, todo el valle yace en silencio. Las nubes grises se agolpan en las peñas, volviéndose cada vez más oscuras. Los guardas vendrán a última hora de la tarde, tan sólo para la hora de cenar.
Hacia las cinco comienza a caer una lluvia que al principio no parece nada y, sin embargo, en pocos minutos lo ha mojado todo. Media hora después, Bàrnabo, que trabaja junto al fuego, oye gritar su nombre por la parte del bosque.
No son aún sus compañeros. Es el leñador, aquel tipo duro que parece un sacerdote. Se ha hecho un largo corte en la mano y pide una venda. Bàrnabo siente que la humedad invade la casa; hasta las peñas, de las que él no aparta la vista, se han vuelto tenebrosas.
—No es por mí —dice el leñador—, pero si me ven llegar a casa con esta herida…
—Ven aquí, que he encontrado una venda. Pero primero habría que lavarla.
Bàrnabo ayuda al otro a limpiar el corte y a vendar la mano.
—Quédate tú también esta noche, sube gente, ¿no ves?
—Eso quería preguntar: ¿qué es todo este fuego? ¿Por quién es todo este lujo?
—Vienen los guardabosques. Por cierto, escucha una cosa.
—Aquí estoy para serviros si hace falta.
Un instante de silencio. La lluvia golpea cada vez más fuerte. En el fuego chisporrotean los leños.
—No. Es inútil —dice Bàrnabo—, ahora que pienso…
—Di, di sin tantos cumplidos.
—No, nada. Se me había ocurrido una cosa. Y… entonces, ¿no te quieres quedar?
—Querido, allá abajo me esperan en casa. Y además —dice entonces sonriendo—, estas cosas no van conmigo. Otra vez, otra vez. Y gracias; se me olvidaba.
El leñador desaparece en la oscuridad. El agua cae a cántaros, una lluvia desesperada. Han tocado ya las seis en el campanario de San Nicola. Bàrnabo ha comenzado a hacer la polenta. A la luz del candil, las ventanas aparecen negras. De vez en cuando Bàrnabo deja el fuego y se pone en el umbral, lanza un grito modulado, de los que llegan lejos, pero no le responde más que la lluvia. Por Dios, ¿qué hacen tan tarde? La cena va a irse al garete.
Las manecillas del despertador, puesto encima de la chimenea, continúan girando. Ahora marcan las ocho menos cuarto. La lluvia ha aflojado, pero aún se oye caer alguna gota sobre el tejado de zinc. La polenta se ha derramado por encima de la mesa y humea lentamente. Bàrnabo está sentado junto a la chimenea; parece que esté aún esperando, con los ojos fijos en el suelo. Eso es: al fin cae en la cuenta. Poco a poco, se le aclara la mente: todo ha sido una grandísima broma. No le cuesta nada imaginarse a los guardabosques allá abajo, en San Nicola, sentados alegremente para cenar, riéndose de él, creyendo que tendrá miedo. Oh, realmente, una gran ocurrencia. Y Bàrnabo, como en aquella noche lejana en la Polveriera, bajo la lluvia, siente que le sube al pecho algo pesado y amargo. Pero ahora levanta de repente la cabeza. Alguien se acerca, alguien ha abierto la puerta.
Qué estúpida esperanza. No es otro que el leñador, que había olvidado su fardo.
—Ya no me acordaba —dice buscándolo a su alrededor—, de que mañana es día de fiesta. Ah, ahí está.
Recogido el fardo, el leñador está a punto de marcharse otra vez, pero se vuelve, junto a la puerta, como recordando algo.
—Dime, Bàrnabo, pero ¿no han venido?
Bàrnabo lo mira fijamente, sin moverse de la silla, con la espalda curvada hacia delante.
—Había hecho —responde despacio—, había hecho de todo…
Aquí la voz se interrumpe. Un nudo le ha cerrado la garganta. Pero el otro no puede entender, sonríe y se toca el sombrero.
—Bueno, yo me voy, es demasiado tarde… el lunes volvemos a vernos.
Se va. Sus pasos resuenan en el umbral y se alejan como sonidos de zambullida por el prado. La llama del candil oscila, en la chimenea brillan únicamente unas pocas brasas. Entonces un súbito temblor sacude a Bàrnabo; se levanta de pronto balbuceando palabras confusas en la gran habitación solitaria. Después agarra las tenazas de la chimenea y suelta un terrible golpe sobre la mesa partiendo un plato en dos trozos. Se acumulaba, se acumulaba desde hacía tiempo en su ánimo algo mezquino; y ahora ha estallado la ira. Como loco, Bàrnabo estampa las tenazas contra la pared y golpea de refilón el candil, que cae al suelo. Entonces Bàrnabo se detiene, resollando con terrible angustia.
El candil se ha apagado de golpe. Todo permanece en la oscuridad. Pero no, no todo es oscuridad. Se ve aún una pequeña luz. Bàrnabo permanece petrificado vislumbrando a través de la ventana, en medio de la negra noche, el resplandor de una luz lejana. La mano se abre lentamente y las tenazas caen al suelo con un pesado ruido de hierro. Tropezando en la oscuridad, Bàrnabo corre a la puerta, sale al prado; hay en lo alto de las montañas, en las rocas altas del Palazzo, un lejanísimo fuego. ¿Acaso los bandidos han vuelto realmente y vivaquean en los riscos esperando las luces del alba para bajar a la Polveriera? Súbitos estremecimientos de viento pasan por el cercano bosque. Los guardabosques creían bromear y, mientras tanto, los enemigos han mantenido su palabra.
Incluso por el interior de la Casa se propaga el aire húmedo del valle. Bàrnabo ha regresado a la estancia, siente una nueva serenidad. Entonces le vuelve a la mente la letra de una canción. Se trata de una vieja música que le recuerda a los buenos tiempos; se parece a una marcha de aquellas que se usaban muchos años atrás. Está, pues, Bàrnabo en la habitación oscura, apoyado en la mesa, y repite en voz baja el canto silbando entre dientes. Hay, también, en aquella melancólica canción algo de guerrero. «Y mañana se debe partir, se irá muy lejos. Los cuatro primeros se han ido ya, por la mañana temprano». Mientras tanto, la mirada de Bàrnabo atraviesa la ventana, se mantiene fija en las peñas, sobre la luz solitaria y lejana.
La misteriosa luz que se ve en las rocas del Palazzo se apaga poco después y todo queda a oscuras mientras las nubes se rompen dejando ver las estrellas. Bàrnabo, completamente vestido, se ha echado sobre la cama y, con los brazos cruzados detrás de la cabeza, la vista fija en la masa de abetos que negrea tras los cristales, siente como nunca la cercanía de las montañas, con sus desfiladeros desiertos, con las tenebrosas gargantas, con los súbitos derrumbamientos de piedras, con las mil historias antiquísimas y todas las demás cosas que nadie podrá decir nunca. Enseguida comienza el otoño y caerá, con el invierno, la nieve. Después, una vez más, vendrá el sol caliente, la blanca luz de primavera sobre los bosques perfumados. Cantarán otra vez los pájaros y al anochecer se oirá también la voz de los hombres que confían en algo nuevo. En las peñas, mientras tanto, están los forasteros de la Valfredda pensando en hacer botín. Debajo de ellos, en la inconmensurable pared, sobre una pequeña explanada con vistas, los huesos de Darrìo humedecidos por la lluvia; al fondo de la fría garganta, donde brama la cascada, se encuentra el cuerpo de Del Colle con la bala que le mató en su interior. Abajo, en San Nicola, los guardabosques duermen.
Bàrnabo, inmóvil en la cama, aún no ha pegado ojo; no se sabe qué piensa. Únicamente se oye su sosegada respiración, como si se hubiese liberado de todas las angustias.
Tras la Cima de la Polveriera aparece, al fin, un destello de luz. Todo se halla completamente tranquilo; las nubes han desaparecido, dejando el cielo límpido, y por el bosque pasa un viento frío con largas respiraciones. Lavadas por la tormenta, las peñas reposan de nuevo a la sombra nocturna; parecen mucho más grandes, nítidas como cristales. Sin encender la luz, Bàrnabo se ha levantado y ha bajado a la gran estancia de la planta baja. Saca su fusil del armero, se mete en el bolsillo los cartuchos.
Con la puerta abierta, ve los abetos que se agitan al viento. El aire es extraordinariamente ligero. Bàrnabo la cierra tras de sí, dando dos vueltas de llave. Se detiene a escuchar si se oye en la Casa algún ruido; después cuenta las municiones, sin dejar de lanzar ojeadas hacia las montañas.
Le quedan, en total, siete cargas, apenas siete disparos. Bàrnabo hace saltar los cartuchos en la mano, sonríe y hace un gesto con la cabeza como diciendo que no importa. Se encamina a pasos lentos, tras ponerse el fusil en el hombro, cruza la explanada del prado, se dirige a la Polveriera.
Antes de entrar en el bosque, se vuelve a mirar la Casa vacía, el banco situado frente a la puerta, una escalera apoyada en la pared, las cosas de todos los días adormecidas en la espera. «Esta noche…», murmura Bàrnabo, pero después vuelve a sonreír, mientras las altísimas cimas se iluminan lentamente.