9

Mientras tanto, Bertòn se ha quedado solo en la Casa nueva. Se ha echado en el prado, al sol, a mirar las montañas.

Allá arriba no ha estado nunca nadie y tal vez nadie llegará nunca; pero uno se distrae observándolas, incluso durante horas. Ahora son golpeadas de lleno por el sol. Ahí está, al fondo, la Pagossa, que se extiende hacia levante con algunas de sus chatas estribaciones.

Hace cientos de años que se construyó San Nicola. El campanario es antiquísimo, y hay algunas casas tan viejas que amenazan con venirse abajo. Los habitantes han hecho puentes y caminos, se han visto empujados a subir, por los bosques, hasta donde había leña que cortar. Pero en el límite de los depósitos de la erosión todos se detienen. Por eso ninguno ha oído nunca el ruido del viento en las altísimas crestas. Los de San Nicola ven desde niños las montañas, y han aprendido incluso a distinguirlas por nombres, pero nadie piensa en subir hasta donde se detienen en verano las grandes nubes blancas. Además, ¿qué se podría encontrar?

Bertòn sigue mirando las peñas. Una pequeña nube choca contra la cumbre de la Pagossa; querría tal vez detenerse, pero el viento la empuja hacia adelante. Permanece enganchada a la cumbre una franja de niebla; parece humo, blanquísimo con el cielo de fondo. La nube está ya muy lejos, pero aquel Cándido hálito no se ha disipado aún.

El sol desciende despacio, Bertòn siente aproximarse la noche. Dentro de poco debería llegar alguno de sus compañeros para dar el cambio a la guardia de la Polveriera. Bertòn, con el pensamiento, baja por la carretera, rebasa San Nicola, avanzando, avanzando hasta la llanura. Ahora se encuentra en un pueblo lejano frente a su casa. Su padre, que es carpintero, está sentado en la cocina descansando. Su hermana María está en la habitación, cosiendo. Habiéndose ido él, la casa debe de haberse quedado bien silenciosa. Pero tiene la vida por delante. Quién sabe si tendrá que volver.

Entretanto, mientras Bertòn fantasea, en lo alto de una gran peña que parece una torre desmoronada, justo a la derecha de los Lastoni di Mezzo, se eleva lentamente un ligero humo. No es niebla, es eso: humo negro que asciende en una columna directo al cielo, como si el viento se hubiese detenido.

Bertòn se pone en pie estupefacto. Ahora es inútil gritar, tocar el corno o disparar los fusiles. Hay alguien en las peñas, donde nadie había tenido nunca el valor de ir. Es fácil decir que son bandidos o asesinos. Hasta allá arriba han llegado, ellos solos, a lo alto de la torre de roca.

Mientras el bosque se vuelve cada vez más tenebroso, acercándose el anochecer, las paredes se iluminan de rojo. En San Nicola los guardabosques beben, bailan, sin pensar ya en Del Colle. Pero sí, id arriba y abajo por los bosques, disparad los fusiles al vacío, deambulad durante meses. Quien vosotros buscáis ha subido más arriba que los cuervos, nadie lo podrá atrapar.

Las sombras han llenado los bosques, suben por los depósitos de la erosión, las pocas nubes se desvanecen en el azul. En los valles reina la oscuridad y los vientos nocturnos entonan su voz. Las ramas se agitan. Hasta las pequeñas hierbas crujen, preparándose para dormir. El canto de los pájaros ha enmudecido.

Lentamente, Bertòn camina por el prado en dirección a la lejana peña. Las cumbres logran tocar aún los rayos del sol; se alzan portentosas como nubes.

Bertòn se siente latir el corazón. Que venga pronto la noche, que sus compañeros no se percaten de lo que hay en las montañas. Los de la Polveriera, además, no podrían verlo. Nadie debe saber nada; sólo a Bàrnabo se lo dirá tal vez, porque es su amigo. Del Colle yace con los hombros encogidos en la gélida cueva. Los huesos de Darrìo acaban de ver ahora ponerse el sol. Pero a él, Bertòn, le queda vida. Oh, sí, le queda. Ya lo verán sus compañeros mañana por la mañana, cuando ya no puedan encontrarlo. ¿Adónde ha ido Bertòn?, preguntarán. ¿Tal vez esté de servicio en la Polveriera? No, Bertòn no estará en la Polveriera, no estará de inspección en los bosques y tampoco en San Nicola. Que haya guerra si debe haber guerra, ¿qué más hay que esperar?

Sí, él y Bàrnabo partirán mañana por la mañana y desaparecerán entre las montañas. Los compañeros los buscan, tocan y tocan el corno, pero en vano. El sol camina por el cielo, en el silencio del mediodía, entre las nubes de la tarde, después se pone tras el Col Verde, pero ninguno ha vuelto aún. Será ya al anochecer, con las luces encendidas, cuando ellos dos estarán de vuelta en el bosque. Pero ¿por qué están tan desgarrados y cansados?, ¿qué es aquella pesada carga que llevan sobre los hombros?

—Los fusiles —responderán ellos—, todos los fusiles de los bandidos.

Bertòn sigue fantaseando al llegar la noche. Viento frío entre los abetos. Finalmente, se oyen las voces de los guardabosques que vuelven de San Nicola: las conversaciones de siempre, las risas de siempre.