11

El sol entra plácidamente por las pequeñas ventanas de los grandes y silenciosos graneros del fondo del valle, iluminando los amarillos cúmulos de maíz. Arriba, de las rocas de la Cima de la Polveriera desciende otra vez Bàrnabo; dentro de poco habrá alcanzado los guijos. Cansancio delicioso. Su compañero Bertòn ya baja corriendo por los escombros haciendo rodar avalanchas de piedras.

Bertòn y Bàrnabo han vuelto a las peñas, por segunda vez, a buscar a los enemigos. Dos días antes se había visto otra vez un humo negro en la Cima de la Polveriera. Eh, no, no era niebla, todos lo miraron bien. Humo del bueno; y Bertòn y Bàrnabo, a quienes se había puesto en turno de guardia en la Polveriera, aprovecharon para salir aquella mañana directos a la Cima. Vamos por la cresta, había dicho Bertòn, así no nos pueden tirar piedras.

Se encontraron con un gran silencio. Una vez que hubieron rodeado por la base la Cima de la Polveriera, tomaron una repisa muy empinada en la vertiente este que llevaba casi hasta la cresta. Entonces comenzaba la cosa en serio. Con seguridad, ninguno de los guardas se había aventurado nunca por aquellos parajes. «¿Se podrá avanzar?, ¿no sería mejor regresar?», se preguntaba Bàrnabo con nerviosismo cada vez que Bertòn desaparecía por encima de él, trepando por las rocas en pico.

Metro a metro, llegaron, así, a la última cresta, toda ella de rocas que se desmoronaban, batida por un viento eterno. Esperaban durante largos minutos bajo el sol, en diminutas explanadas pedregosas situadas sobre invisibles abismos, para oír si hubiese alguna voz, para ver cualquier indicio de hombre. Pero nada.

Bajo la cumbre, en una especie de cueva donde nadie podría verles, Bertòn lanzó finalmente un largo grito, una de aquellas voces que se oyen en las montañas. Pero nadie respondió. El viento, únicamente el viento, silbaba por entre las enormes lascas de piedra.

Helos ahí, poco después, en la cumbre. Menudo antojo, tanto esfuerzo para no encontrar el más mínimo rastro de los enemigos. Pero Bàrnabo y Bertòn se sintieron contentos; de momento, allá arriba nadie podría alcanzarles. San Nicola los compañeros, todo quedaba lejísimos.

Al fondo apenas si se veía el pequeño tejado del puesto de guardia, como para no creérselo siquiera.

Los últimos miedos se disiparon al llegar a los cómodos guijos.

—¡Bertòn! —gritó Bàrnabo a su compañero, que se encontraba ya lejos— adelántate tú a la Polveriera. Coge mis cosas, yo vendré directamente a la Casa más tarde.

¿Por qué bajar corriendo tan deprisa? Tiene toda la boca seca, un corte le sangra en el pulgar izquierdo. Hace mucho calor en el canalón, repleto de ardientes guijos. Pero Bàrnabo, por primera vez, se encuentra bien allí. En el cielo, blanquísima, se alza la Cima de la Polveriera. Entonces la luz se debilita. Es ya demasiado tarde para alcanzar la Polveriera. La guardia ya habrá sido sustituida.

Habiendo llegado casi a las últimas estribaciones de las paredes, Bàrnabo oye de repente un grito, algo que no le resulta nuevo. ¿Dónde ha oído otra vez aquella voz? Lo recuerda: es el grito de la corneja herida, el que oyó la otra tarde. En efecto, Bàrnabo logra columbrar al animal, casi muerto sobre un rellano de la pared, con un ala extendida contra la roca. Se estremece de una forma regular como por un sollozo. Le queda poco para morir.

Bàrnabo se ha detenido. La visión de aquel pájaro moribundo le ha destruido toda su alegría de un poco antes. Subiendo por algunas rocas, Bàrnabo ha agarrado al animal. Tiene sangre en el ala y un temblor en todo el cuerpo.

Él, que ha ido a la cumbre de aquella montaña, ¿tiene miedo de matar a un pájaro? Y sin embargo, con la corneja en la mano, Bàrnabo se ha detenido, pensativo, a mirar las paredes que tiene encima. Se percata de que algo se le escapa; no logra detenerlo. Ve la Cima de la Polveriera, como todas las demás tardes, con las mismas sombras, las mismas paredes claras. Bàrnabo ha alcanzado su cumbre. Pero ¿qué le ha quedado? Donde unas horas antes había resonado su voz, ahora no hay más que viento.

Reina un profundo silencio, que deja oír lejanísimos estruendos procedentes de valles desconocidos. La corneja se ha quedado inmóvil. Tal vez esté a punto de morir. Bàrnabo la introduce en el gran bolsillo trasero de la cazadora y prosigue el descenso. Pero ahora ha cambiado de idea: en lugar de bajar a la Casa, regresará a la Polveriera. Aún es pronto y si descubriesen su ausencia le provocaría problemas.

Son casi las cuatro y media de la tarde. Cuando Bàrnabo, dando la vuelta a los pies de la pared, está a punto de superar la última cresta antes de llegar a la Polveriera, se oye en la garganta el eco desgarrador de un disparo de arma de fuego. ¿Acaso es Bertòn quien dispara? Qué antojos tan estúpidos. Todo sucede en pocos segundos.

Habiendo sobrepasado el contrafuerte, Bàrnabo divisa a cuatro individuos arrastrándose con los fusiles hacia la Polveriera. Franze está en el umbral del depósito, resguardado tras una piedra grande con la escopeta, en posición de defensa, pero Bertòn no aparece. Se ve a Franze disparar un tiro pero sin tocar; le responden tres secos escopetazos, haciendo resonar los ecos más lejanos.

A Bàrnabo, que está a punto de acudir, se le corta de golpe la respiración. Sobre él, a unos cincuenta metros, aparece otro individuo que le apunta por encima del fusil.

—Quieto y sin rechistar, que te…

Un temblor en las piernas. La lengua que no consigue moverse. Bàrnabo retrocede unos pasos, se lanza tras una roca. Se siente paralizado por el miedo, se da perfecta cuenta de ello, mientras se multiplican, cercanos, los disparos.

Franze ha acabado los cartuchos. Tiene a los cuatro cerca. Dos de ellos le tienen bajo control, amenazándole con las escopetas. Los otros se lanzan con una gran piedra contra la puerta de la Polveriera, tratando de abrirse paso. Los disparos han cesado y en el inmenso silencio se pierde el ruido sordo de los golpes contra la entrada, junto con voces alternas. Así, los bandidos logran entrar en el depósito y, pocos instantes después, reaparecen con unas cuantas bolsas que se apresuran a esconderse en los bolsillos.

Entonces, hacia el Palazzo, se alza un grito de alarma. Es Bertòn, que viene al socorro. Quién sabe por qué se había alejado. Corre por los guijos, tropezando. «¡Detente!, ¡detente!». Pero ya no hay nada que hacer. Antes de que él se haya acercado, los desconocidos se retiran hacia la cima del depósito de la erosión y reinician el tiroteo.

—Pero dispara, Bertòn, ¿a qué esperas?

—Grita Franze congestionado. Es inútil: la batalla está perdida. Apenas iniciada la persecución, Bertòn recibe una bala en una pierna y cae. Los ecos de los disparos se pierden y permanecen voces inciertas. Los enemigos están ya lejos, desaparecen entre las grandes rocas.

Bàrnabo, que se ha quedado petrificado detrás del peñasco, siente ahora un temblor que le agita todo el cuerpo. Ha cesado el peligro, pero él no se atreve a dar un paso. Cobarde, eso es lo que ha sido, un cobarde. Retrocede poco a poco, para que sus dos compañeros no puedan verle, desanda con cautela el camino recorrido: bajará directamente a la Casa, fingirá no haber presenciado la escena; nadie sabrá lo que ha hecho.

Deambula por el bosque durante horas sin encontrar descanso, atormentándose con el recuerdo, preguntándose por qué ha tenido tanto miedo, sin comprenderlo bien. Finalmente (ya ha caído la noche), Bàrnabo se aproxima a la Casa. Desde fuera oye un alboroto de voces. Distingue la del inspector; se ve que han mandado llamarlo. Bàrnabo abre lentamente la puerta:

—Santo cielo, ¿qué ha pasado?

—Míralo —grita Franze—. Pero, por Dios, ¿dónde te habías metido?

Todos se ponen alrededor. Únicamente permanecen inmóviles el inspector, apoyado en la pared, y Bertòn, en una silla con una pierna vendada.

—Ah, menudo soldado —dice Marden, fuera de sí de ira—, te has lucido bien…

Bàrnabo da un paso atrás, sintiéndose arder el rostro, y balbucea palabras incomprensibles.

—¿Has escapado?, ¿has tenido miedo? —pregunta, seco, el inspector. Todos los demás esperan a oír qué dice.

—Pero si ya se lo he dicho —interviene Bertòn—, se lo he dicho, que él no estaba. ¿No ha entendido que había subido?…

—Tú cállate, que no va contigo. Cállate y déjale hablar. Y bien, Bàrnabo, ¿quieres responder?

—¡Pero si no estaba! —insiste Bertòn—, le digo que no estaba. ¿Qué quiere que sepa él?

Bàrnabo olvida la vergüenza y se siente algo más seguro. Así pues, nadie le había visto huir, nadie podrá acusarle. Finge no saber nada.

—Pero decidme ¿qué ha pasado?

—Es para perder la paciencia —dice el inspector volviéndose a Giovanni Marden—, ¡no hay forma humana de que hable!… Ah, pero esto no acabará así en absoluto. ¡No se puede dejar pasar!

Se dirige hacia la salida, seguido por Giovanni Marden, y se va, adentrándose en la noche.

Así pues, lo peor se ha evitado. Nadie ha sabido la verdad: que Bàrnabo, por miedo, ha huido ante del enemigo. Todos creen que en el momento en que fue asaltada la Polveriera él se encontraba lejos, de caza o algo parecido. No se verá, pues, avergonzado. Pero tal vez lo castigarán igualmente por abandono del puesto. Los compañeros se lo dan a entender sin muchos cumplidos: será expulsado de los guardabosques.