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Cuando Bàrnabo vio otra vez de cerca las montañas no experimentó ningún asombro. Miró con insistencia las paredes corroídas y verticales, tocó con las manos los troncos de los abetos, escuchó con placer los bien conocidos ruidos. Realmente, nada había cambiado.

Bàrnabo subía por el camino lleno de hierbajos, con la cabeza algo gacha, como si hiciese el recorrido de todos los días. Le parecía conocer cada rincón del bosque desde hacía infinidad de tiempo. Las ramas que crecen despacio durante muchísimos años, y después se secan y caen al suelo cubierto de pequeñas hojas brillantes; los pájaros habituales que vienen a cantar; el paso, de vez en cuando, de un hombre; siempre así bajo las blancas paredes.

He aquí la Casa de los Marden. Está aún más vieja. En aquel rincón del prado, una lejana mañana, se encontraba tendido Giovanni Del Colle, muerto por un disparo. Más allá estaba su armónica, humedecida por la noche. Aún se ve en un tronco el resto de la rama en la que Bàrnabo había colgado su sombrero aquel día memorable.

De pronto, siguiendo el sendero, Bàrnabo sale del bosque y se asoma a los guijos que se escurren en conos lisos desde la base de las paredes. Después ve el canalón rojizo de la Polveriera que recoge todo el calor y la quietud del sol. En lo alto, un grupo de cimas se alza negro bajo paraguas de niebla; muestran larguísimos canales descienden en pico.

Todo en orden en la Casa nueva. Bàrnabo ha llegado por la tarde con el sol aún alto. Dentro se ha encontrado con un olor a cerrado. Bàrnabo ha abierto de par en par las ventanas; la luz, que no estaba ya acostumbrada a entrar, se ha dispuesto mal, con desagradables sombras. Todo en orden, pero demasiado vacío. El dormitorio colectivo del primer piso, con las camas completamente desnudas, causa una cierta impresión. Será preciso que Bàrnabo, según las órdenes recibidas, prepare tres o cuatro de estas camas; no es difícil que los guardabosques lleguen y se queden alguna noche. Ya, Bàrnabo debe llamarles guardabosques, ahora; ya no puede llamarles compañeros. Después Bàrnabo ha salido afuera; un hermoso día, ni que decirlo. En otros tiempos, de estar aquí solo, en medio de los grandes bosques, piensa, habría tenido miedo. En cambio, le parece estar en calma y se tranquiliza al percatarse de que tampoco el bosque ha cambiado, ni siquiera en algunos rincones especiales que él bien conocía.

Refresca. Bàrnabo ha entrado de nuevo en la habitación de la planta baja, toda forrada de madera. Mientras prepara la leña para el fuego, lanza ojeadas por la ventana a la cadena de peñas, iluminadas aún por el ocaso; siente que la noche envuelve lentamente la Casa; el viento emite largos lamentos; un cuco lejano.

Bàrnabo se ha sentado al fuego. Había pensado en sosegarse finalmente, en reemprender la hermosa vida de antaño. Pero ahora ya no se siente tranquilo: continúa esperando algo, como había hecho durante años y años. Tiene que venir el 25 de septiembre, bien que llegará su día.

Sin grandes esfuerzos, Bàrnabo se ha adaptado a quedarse solo. Por lo demás, cada mañana y a última hora de la tarde pasa por la Casa un leñador que vive un poco más arriba de San Nicola. Es un larguirucho de cuarenta años, un redomado diablo, pero silencioso, que trabaja todo el santo día. A veces Bàrnabo oye desde lejos los golpes de su hacha. Le da un vasito de aguardiente, al atardecer, e intercambian alguna palabra.

De vez en cuando, al pasar bandadas de cornejas por el bosque (por lo general, bajan del Col Nudo dirigiéndose hacia San Nicola) Bàrnabo lanza un silbido largo y modulado, tal como hacía a su animal. Quién sabe: tal vez la corneja no esté muerta y se encuentre aún por estos parajes. Pero los pájaros prosiguen su vuelo pesado, por encima del negro bosque, con algún que otro sonido de reclamo.

Todo ha permanecido como antes, pero no es lo mismo. Por mucho que se esfuerce, ni siquiera en los días más hermosos sabe Bàrnabo hallar la belleza de ciertas mañanas de cuando era guardabosques.

El sol se alza por detrás de la Cima de la Polveriera y desciende por detrás del Col Verde. Todos iguales, estos días. Escuchando el consejo del leñador, Bàrnabo se ha puesto a fabricar cucharas de madera y se entretiene también haciendo muñecos, que tiene intención de pintar comprando los colores en San Nicola. Podría incluso ganar dinero.

De buena mañana, Bàrnabo se ha afeitado, ha engrasado los zapatos, ha ido a buscar agua a la fuente cercana, ha puesto a secar la ropa que había lavado y después ha desayunado. Ahora intenta tocar la armónica mientras por la parte de la Pagossa truenan bajo los negros nubarrones. Caen aquí y allá algunas gotas de agua golpeando sobre el tejado de zinc con ligera resonancia. Más tarde, por la parte del valle, se han escuchado voces. Es Battista Fornioi con un forastero que ha obtenido el permiso de caza. Un hombre de unos cuarenta años, más bien corpulento. Parece satisfecho de la caminata: «Hermoso lugar», dice, «hermoso lugar. También yo pienso venir alguna vez a establecerme por estos parajes». Apoya la escopeta de dos cañones en un rincón de la estancia, lanza el saco sobre la mesa. Fornioi, como de costumbre, pronuncia pocas palabras.

—¿Nos prepara algo de comer? —dice el forastero a Bàrnabo—. ¿Tiene algo para hacernos una buena sopa? Un poco deprisa, se lo ruego.

Bàrnabo, primero, no responde. Ha palidecido ligeramente. «¿Una sopa? ¿Una buena sopa?», pregunta después con voz sorda. Siente sobre él los ojos inexpresivos de Fornioi. Ve, a través de la puerta, la selva de abetos volviéndose cada vez más negra, percibe el habitual estribillo del cuco perdido quién sabe en qué garganta. Se vuelve, pues, lentamente mirando al suelo, se va a sacar las ollas y, encendiendo el fuego, sonríe.

A la mañana siguiente Bàrnabo ha tenido que despertarse a las cinco para preparar el café al «señor». Fornioi y el forastero parten dirigiéndose hacia el Col Nudo. La tormenta, la noche antes, no se desató, pero ha dejado igualmente el cielo despejado. También Bàrnabo, poco después, toma el fusil, cierra la puerta de la Casa y sube hacia los depósitos de la erosión.

Esta mañana se parece a cuando él partió con Bertòn la primera vez a buscar a los bandidos a la torre desconocida. También hoy los miedos se disipan al aproximarse a las peñas. A Bàrnabo incluso le parece haberse convertido en otro; ni siquiera entiende casi cómo aquel día pudo ser tan cobarde.

Incluso cuando ha llegado en medio de la garganta de la Polveriera y ha visto la pequeña barraca de madera, que se ha vuelto gris y podrida, los muros de la Polveriera abandonada, incluso cuando ha sentido tambalearse sobre él las rocas que se desmoronan, ningún temblor le ha atravesado las piernas.

Un silencio sepulcral en que ni siquiera el viento se deja oír. Las peñas parecen más inmóviles aún, como si aguardasen a alguien. ¿Qué ha empujado a Bàrnabo a subir hasta allá arriba? ¿No podría encontrarse quizás a aquellos de la Valfredda y ser acogotado? Pero ningún pensamiento le hace sentir miedo.

Rompiendo un alambre, Bàrnabo logra abrir la entrada de la barraca. Con un golpe, la abre de par en par haciéndola resonar como una caja vacía. Los goznes inconexos chirrían de mala manera. Por las ranuras del techo, por la pequeña ventana cerrada con tablones irregulares, penetra una luz blanca. Los guardabosques hace unas semanas que se han marchado y la barraca lleva largos días sola. Bàrnabo imagina las horas transcurridas en la estancia sin el más pequeño ruido; cómo el sol de la mañana entraba por las ranuras y hacía girar lentamente sus rayos sobre el suelo. Bàrnabo piensa en el ruido de la lluvia sobre el tejado de zinc, los esfuerzos del viento contra la puerta y las noches desconsoladas.

En el canalón lleno de sol, Bàrnabo, fusil al hombro, se pone a caminar arriba y abajo frente a la Polveriera, como si montase guardia. Trata, así, como un juego, de reproducir fielmente la vida de antaño. De este modo le parece rechazar por unos instantes los años transcurridos. Después tiene la impresión de que los riscos pueden verle. Reemprende su marcha hacia la cima del canalón.

Acaban los aspectos de la vida de siempre y comienzan a elevarse las rocas, primero chorreantes de guijos y, más arriba, totalmente desnudas. Encaramándose por aquellos fáciles saltos, Bàrnabo encuentra de pronto, sobre un pequeño rellano, un fusil abandonado. Le parece un arma en buen estado, pero, tal vez por una caída, el gatillo se ha partido y se ha astillado también la parte inferior de la culata. Sobre el blanco guijo de la repisa podía parecer, de buenas a primeras, uno de aquellos palos que se encuentran a veces perdidos entre las altas montañas: misteriosos leños que Darrìo había llevado a menudo a la Casa de los Marden, repatriado de sus audaces peregrinaciones. No debe de hacer mucho que el fusil se encuentra allí, puesto que no muestra signos de oxidación. Algo desconocido atraviesa el aire quieto y silencioso.

Más tarde, en el mayor esplendor del día, Bàrnabo llega al pequeño desfiladero y ve, más allá de un valle profundo y obstruido de guijos, la Cima Alta, que se eleva en pico a una altura increíble; su pared orientada al oeste se sumerge en una vasto hundimiento y, con los rayos del sol tocándole oblicuamente, muestra grietas de forma vertical y del color del óxido. Por la izquierda de Bàrnabo pasa la enorme pared norte del Palazzo, negra a la sombra. Algo más abajo comienza la repisa por la que Montani se aventuró a pasar entre las nieves de finales de octubre.