CAPÍTULO 9

Engaño en colaboración: por qué dos cabezas no son necesariamente mejor que una

Si el lector ha colaborado alguna vez con alguna organización, sabrá que trabajar en equipo absorbe mucho tiempo. Mediante la colaboración tiene lugar mucha actividad económica y se toman muchas decisiones. De hecho, la mayoría de las empresas de los EE. UU. dependen del trabajo en grupo, y más de la mitad de todos los empleados americanos pasan al menos parte del día trabajando en un entorno grupal[1]. Si contamos el número de reuniones, sesiones de equipo y experiencias de cooperación que hemos tenido en los seis últimos meses, nos daremos cuenta al instante de cuántas horas de trabajo consumen estas actividades. El trabajo en grupo también desempeña un papel destacado en la educación. Por ejemplo, la mayoría de los deberes de los alumnos de empresariales consisten en tareas colectivas, y muchas asignaturas universitarias también incluyen proyectos a realizar en grupo.

Por lo común, las personas suelen creer que trabajar en grupo influye de manera positiva en los resultados e incrementa la calidad global de las decisiones[2]. (No obstante, buena parte de las investigaciones han demostrado que la colaboración puede reducir la calidad de las decisiones. Pero esto es un tema para otro momento). En general, se cree que en la colaboración hay poco que perder y mucho que ganar: por ejemplo, alienta un mayor sentido de camaradería, eleva el nivel de diversión en el trabajo y permite sacar provecho de las nuevas ideas compartidas, todo lo cual se traduce en empleados más motivados y efectivos. ¿Qué tiene de malo?

Hace unos años, en una de mis clases de posgrado, hablé sobre algunas de mis investigaciones relacionadas con conflictos de interés (véase capítulo 3, «Cegados por nuestras propias motivaciones»). Después, una alumna (la llamaré Jennifer) me dijo que el tema le había tocado la fibra sensible. Le recordó un incidente acaecido unos años atrás, cuando trabajaba como contable pública titulada (CPA) para una gran empresa.

Jennifer me explicó que su trabajo consistía en elaborar los informes anuales, redactar poderes de representación y confeccionar otros documentos que informaban a los accionistas sobre el estado de los asuntos en sus empresas. Un día, el jefe le pidió que junto a su equipo preparase un informe para la reunión anual de accionistas de uno de los clientes más importantes. La tarea consistía en revisar todas las declaraciones financieras del cliente y determinar el estado de la empresa. Era una gran responsabilidad, y Jennifer y su equipo trabajaron con ahínco para hacer un informe exhaustivo y detallado que a la vez fuera sincero y realista. Hicieron todo lo que estuvo en su mano para que el informe fuera lo más exacto posible, sin, por ejemplo, exagerar los beneficios de la empresa ni pasar ninguna pérdida al siguiente año contable. Finalmente, Jennifer dejó el borrador en la mesa del jefe y aguardó (un tanto ansiosa) su respuesta.

Ese mismo día, más tarde, Jennifer recibió el informe con una nota del jefe que decía lo siguiente: «No me gustan estos números. Por favor, reúne a tu equipo y prepárame una versión revisada para el próximo viernes». Bien, a su jefe podían «no gustarle» los números por muchas razones, pero la nota no estaba del todo clara. Además, que no le «no gustaran» los números no tenía nada que ver con que éstos estuvieran equivocados —lo que no se daba a entender en ningún momento—. A Jennifer le pasaron por la cabeza un sinfín de preguntas: «¿Qué quería él exactamente? ¿Hasta qué punto debían ser distintos los números? ¿Un 0,5 por ciento? ¿Un uno por ciento? ¿Un cinco?». Tampoco entendía quién iba a ser responsable de cualquiera de las «mejoras» que hiciera. Si las revisiones resultaban ser demasiado optimistas y alguien debía asumir la responsabilidad en el futuro, ¿sería el jefe o ella?

La profesión de contable es en sí misma un tanto ambigua. Hay algunas reglas claras, por supuesto. Pero luego hay un conjunto de sugerencias imprecisas —conocidas como Principios de Contabilidad de Aceptación General (GAAP, por sus siglas en inglés)— que los contables deben seguir. Estas directrices les dan un margen considerable: son tan generales que en la interpretación de declaraciones financieras puede haber bastante variación de un contable a otro. (Y a menudo existen incentivos financieros para «matizar» las pautas en cierta medida). Por ejemplo, una de las normas, «el principio de sinceridad», dice que el informe del contable ha de reflejar «de buena fe» la situación financiera de la empresa. Todo esto está muy bien, pero «de buena fe» es excesivamente vago y muy subjetivo. Por supuesto, no todo (en la vida o en la contabilidad) es cuantificable con precisión, pero «de buena fe» elude algunas cuestiones: ¿Significa que los contables pueden obrar de mala fe?[*] ¿Y a quién va dirigida esta buena fe? ¿A las personas que dirigen la empresa? ¿A quienes quieren que los libros parezcan rentables y dignos de admiración (lo cual incrementará sus primas y retribuciones)? ¿Debe ir dirigida a las personas que han invertido en la empresa? ¿O tiene que ver con quienes quieren contar con una idea clara de la situación financiera de la empresa?

A la complejidad y ambigüedad inherentes a su tarea original, Jennifer añadía ahora una presión adicional del jefe. Había elaborado un informe inicial que a ella le parecía de buena fe, pero cayó en la cuenta de que le estaban pidiendo que incumpliera hasta cierto punto las reglas contables. Su jefe quería cifras que causaran buena impresión en el cliente. Tras pensarlo un rato, llegó a la conclusión de que el equipo debía acatar la petición de su superior; después de todo, era el jefe y sin duda sabía más que ella sobre contabilidad, cómo trabajar con los clientes y cuáles eran sus expectativas. Al final, aunque Jennifer inició el proceso con la intención de ser lo más precisa posible, acabó volviendo a empezar, revisando los balances anuales, cambiando los números y regresando con un informe «mejor». Esta vez el jefe estuvo satisfecho.

Una vez Jennifer me hubo contado su historia, seguí pensando en su entorno de trabajo y el efecto que trabajar en equipo con su jefe y sus compañeros tuvo en la decisión de modificar un poco el estado de cuentas. Jennifer estaba sin duda en una situación laboral típica, pero lo que a mí más me llamaba la atención era que, en este caso, el engaño se producía en el contexto de un equipo, algo distinto de cualquier cosa que hubiéramos estudiado hasta el momento.

En todos nuestros experimentos anteriores sobre trampas, una persona sola tomaba la decisión de engañar (aunque estuviera estimulada por una acción deshonesta de otro individuo). Sin embargo, en el caso de Jennifer había implicada directamente más de una persona, como suele pasar en los entornos profesionales. De hecho, para Jennifer estaba claro que, además de a ella misma y a su jefe, sus acciones afectaban también a los compañeros. Al final del año, el equipo sería evaluado como grupo —y sus primas, subidas de sueldo y perspectivas estaban entrelazadas.

Empecé a preguntarme por los efectos de la colaboración en la honestidad individual. Cuando formamos parte de un grupo, ¿estamos tentados de engañar más? ¿Menos? En otras palabras, ¿el escenario grupal es beneficioso o perjudicial para la honestidad? Esta pregunta está relacionada con un tema que vimos en el capítulo anterior («El engaño como infección»): si es posible que las personas «se contagien» el engaño unas a otras. De todos modos, no es lo mismo el contagio social que la dependencia social. Una cosa es observar conducta deshonesta en los otros y, partiendo de esto, modificar nuestras percepciones de cuáles son las normas sociales aceptables; pero la cosa cambia cuando el bienestar económico de los demás depende de nosotros.

Imaginemos que estamos trabajando en un proyecto con colegas. No necesariamente los vemos hacer nada sospechoso, pero sabemos que saldrán beneficiados (igual que nosotros) si incumplimos un poco las normas. ¿Es más probable que lo hagamos si sabemos que sacarán algún provecho? El relato de Jennifer sugiere que la colaboración acaso nos impulse a tomarnos ciertas libertades con las directrices morales, pero ¿es éste el caso general?

Antes de realizar un recorrido por algunos experimentos que estudian el impacto de la colaboración en el engaño, hagamos una pausa y pensemos en posibles influencias positivas y negativas de los equipos y la colaboración en la tendencia a ser deshonestos.

Engaño altruista: posibles costes de la colaboración

Los entornos laborales son socialmente complejos, con múltiples fuerzas en juego. Algunas de estas fuerzas quizá facilitan que ciertos procesos de base grupal conviertan las colaboraciones en oportunidades para engañar, en las que los individuos hacen trampas en un grado superior porque comprenden que sus acciones pueden beneficiar a personas que les gustan y les importan.

Volvamos con Jennifer. Supongamos que era una persona leal y que a ella le gustaba considerarse así. Supongamos también que le caían bien su supervisor y los integrantes de su equipo y que quería sinceramente ayudarles. Tal vez decidiera satisfacer la petición del jefe o incluso manipular un poco el informe partiendo de estas consideraciones —no por razones egoístas, sino porque se preocupaba por el bienestar de su jefe y de sus compañeros—. En su cabeza, los números «malos» quizás harían que el jefe y los colegas perdieran el favor del cliente y la empresa de contabilidad —con lo cual la preocupación de Jennifer por su equipo podría impulsarla a incrementar la magnitud de su mal comportamiento.

Subyacente a este impulso está lo que los científicos sociales denominan «utilidad social». Este término se usa para describir la parte irracional pero muy humana y maravillosamente empática de nosotros que nos lleva a interesarnos por los otros y actuar para ayudarlos cuando es posible, incluso a costa de nosotros mismos. Todos estamos motivados para actuar por interés personal en cierta medida, pero también deseamos hacerlo de maneras que beneficien a quienes nos rodean, sobre todo los que nos importan. Estos sentimientos altruistas nos empujan a ayudar a un desconocido que ha pinchado una rueda, a devolver una cartera que hemos encontrado en la calle, a hacer trabajo voluntario en un albergue de gente sin techo, a ayudar a un amigo necesitado, etcétera.

Esta tendencia a preocuparnos por los demás también posibilita ser más deshonesto en situaciones en las que actuar sin ética beneficia a otros. Partiendo de esta perspectiva, se nos ocurre engañar cuando hay otros implicados de manera altruista —en cuyo caso, como Robin Hood, engañamos porque somos buenas personas que nos preocupamos del bienestar de quienes nos rodean.

Atentos: posibles beneficios de la colaboración

En «El mito del anillo de Giges», de Platón, un pastor llamado Giges encuentra un anillo que lo vuelve invisible. Con este nuevo poder, decide delinquir a lo loco. Así que viaja a la corte del rey y seduce a la reina, con la que conspira para matar al rey y apoderarse del reino. Al contar la historia, Platón se pregunta si hay alguien vivo que pueda resistir la tentación de aprovecharse del poder de la invisibilidad. Así pues, la cuestión es si la única fuerza que nos impide llevar a cabo fechorías es el miedo a ser vistos por los demás (un par de milenios después, J. R. R. Tolkien ahondó en el tema en El señor de los anillos). A mi juicio, el mito de Platón ilustra muy bien la idea de que los entornos grupales pueden inhibir la propensión a engañar. Cuando trabajamos en un equipo, puede que otros miembros del mismo actúen informalmente como monitores, de modo que, sabiendo que estamos siendo observados, nos sentimos menos inclinados a actuar con deshonestidad.

Un ingenioso experimento de Melissa Bateson, Daniel Nettle y Gilbert Roberts (todos de la Universidad de Newcastle) aclaraba la idea de que la mera sensación de estar siendo observado puede inhibir la mala conducta. Este experimento se realizó en la cocina del Departamento de Psicología de la Universidad de Newcastle, donde había té, café y leche para los profesores y el personal. En la zona del té colgaba un letrero según el cual los consumidores de bebidas debían contribuir con algo de efectivo a la caja de la honestidad situada ahí cerca. En el espacio de diez semanas el letrero estuvo decorado con imágenes, pero el tipo de imagen cambiaba cada semana. Durante cinco semanas, la decoración fueron flores, y durante otras cinco, ojos que miraban directamente a los bebedores. Al final de cada semana, los investigadores contaban el dinero de la caja. ¿Qué se encontraban? Al final de las semanas en que se veía la imagen de las flores, había algo; pero cuando «miraban» los ojos penetrantes, en la caja había casi el triple de dinero.

Como ocurre con muchos hallazgos en economía conductual, este experimento generó una combinación de noticias buenas y malas. Por el lado negativo, ponía de manifiesto que incluso los miembros del departamento —de quienes cabría esperar el mejor criterio— intentaban escaquearse y no pagar su parte de un bien común. Por el lado positivo, revelaba que la simple sugerencia de ser observado los impulsaba a comportarse de manera más honesta. También demuestra que no hace falta el planteamiento de un auténtico «Gran Hermano orwelliano vigilante», y que ciertas sugerencias mucho más sutiles de estar siendo observado pueden ser efectivas para aumentar la honestidad. Quién sabe. Quizá una señal de aviso, con mirada penetrante y todo, en la pared del jefe de Jennifer habría sido determinante en la conducta de éste.

Al reflexionar sobre la situación de Jennifer, Francesca Gino, Shahar Ayal y yo comenzamos a preguntarnos cómo opera la deshonestidad en entornos colaboradores. ¿Ayuda el control a reducir el engaño? ¿Las conexiones sociales en grupos incrementan tanto el altruismo como la deshonestidad? Y si estas fuerzas ejercen su influencia en direcciones opuestas, ¿cuál de las dos es mayor? Para esclarecer esta cuestión, recurrimos de nuevo a nuestro experimento favorito de las matrices. Incluimos las situaciones de control básica (en la que no se podía engañar), la de trituradora (en la que sí se podía engañar), y añadimos una nueva que introducía un elemento de colaboración en la situación de trituradora.

Como primer paso para analizar los efectos de los grupos, no queríamos que los colaboradores tuvieran la oportunidad de discutir su estrategia o de hacerse amigos, por lo que ideamos una situación de cooperación que excluyese familiaridades o conexiones entre dos miembros del equipo. La denominamos condición de «grupo distante». Pongamos que somos uno de los participantes en dicha situación. Igual que en la situación trituradora regular, nos sentamos a la mesa y usamos un lápiz del número 2 para trabajar con las matrices durante cinco minutos. Una vez finalizado el tiempo, nos dirigimos a la trituradora y destruimos la hoja de la prueba.

Hasta ese punto, el procedimiento es idéntico al de la situación de trituradora general, pero ahora introducimos el elemento colaborador. El experimentador nos dice que formamos parte de un equipo de dos personas, cada una de las cuales cobrará la mitad de las ganancias totales del grupo. Señala asimismo que el resguardo de reintegro es azul o verde y lleva impreso un número en la parte superior derecha. Nos pide que caminemos por la sala y encontremos a la persona cuyo resguardo tiene otro color pero el mismo número. Cuando encontramos al compañero, nos sentamos a su lado, y cada uno escribe en su resguardo el número de matrices que ha resuelto correctamente. A continuación, cada uno anota la puntuación del otro en su resguardo. Por último, se combinan los números para obtener una medida total de ejecución. Una vez hecho esto, vamos con el otro hasta el experimentador y le entregamos ambos resguardos. Como las hojas han sido destruidas, el experimentador no puede verificar la validez de las ganancias comunicadas. Así que confía en nuestra palabra, paga según lo acordado, y nos repartimos el dinero.

¿Pensamos que las personas en esta situación engañarían más que si estuvieran en la situación de trituradora individual? He aquí lo que observamos: cuando los participantes se enteraban de que ellos y alguien más sacarían provecho de la deshonestidad si exageraban las puntuaciones, alcanzaban niveles mayores de engaño: afirmaban haber resuelto tres matrices más que cuando engañaban sólo para sí mismos. Este resultado da a entender que los seres humanos tenemos una debilidad por el engaño altruista aunque apenas conozcamos a la persona que acaso saque partido de nuestra mala conducta. Lamentablemente, parece que incluso el altruismo tiene un lado oscuro.

Ésta es la mala noticia; pero la historia no acaba aquí.

Tras haber establecido un aspecto negativo de la colaboración —que las personas son más deshonestas cuando otros, aun siendo desconocidos, pueden sacar provecho de sus trampas—, quisimos enfocar la mira experimental en un posible aspecto positivo de la colaboración y ver qué pasaría si los miembros del equipo se vigilasen entre sí. Imaginemos que estamos en una sala con otros participantes, y nos emparejan al azar con alguien desconocido. Y ha querido la suerte que se trate de una joven de aspecto agradable. Antes de tener oportunidad de hablar con ella, hemos de realizar la tarea de las matrices en completo silencio. Somos el jugador 1, así que empezamos. La emprendemos con la primera matriz, luego la segunda y después la tercera. Mientras tanto, la compañera observa nuestros intentos, los aciertos y los fallos. Una vez transcurridos los cinco minutos, dejamos en silencio el lápiz sobre la mesa y ella coge el suyo. La mujer comienza su tarea de las matrices mientras nosotros observamos. Cuando acaba el tiempo, nos dirigimos los dos a la trituradora y destruimos las hojas. Acto seguido, cada uno anota su puntuación en el mismo papel, combinamos los dos números de la actuación conjunta, y nos acercamos a la mesa del experimentador para cobrar —todo sin decir palabra uno a otro.

¿Qué nivel de engaño descubrimos? Ninguno. Pese a la tendencia general a hacer trampas que hemos advertido una y otra vez, y pese al incremento en la propensión a engañar cuando los otros pueden beneficiarse de esa clase de acciones, estar vigilado de cerca eliminaba el engaño del todo.

Hasta ahora, nuestros experimentos sobre el engaño en grupos han puesto de manifiesto dos fuerzas en juego: debido a las tendencias altruistas, las personas engañan más cuando los miembros de su equipo pueden sacar provecho de la deshonestidad, pero la vigilancia directa puede reducirla e incluso suprimirla por completo. Dada la coexistencia de estas dos fuerzas, se nos plantea la cuestión siguiente: ¿qué fuerza tiene más probabilidades de dominar a la otra en interacciones de grupo más habituales?

Para responder a esta pregunta, debíamos crear un escenario experimental que fuera más representativo de cómo interactúan los miembros de grupos en un entorno normal, cotidiano. El lector habrá notado que, en los dos primeros experimentos, los participantes no interaccionaron realmente unos con otros, mientras que en la vida diaria la discusión colectiva y el parloteo amistoso constituyen una parte esencial e intrínseca de las colaboraciones basadas en el grupo. Con la idea de añadir este importante elemento social al montaje experimental, diseñamos el experimento siguiente. Esta vez se alentaba a los participantes a hablar entre sí, a conocerse y a mostrarse amables. Incluso les dábamos listas de preguntas que podían formularse mutuamente para romper el hielo. Después, por turnos, uno controlaba al otro en la tarea de resolución de matrices.

Por desgracia observamos que, al añadir ese elemento social a la mezcla, aparecía la sombra del engaño. Cuando estaban en la mezcla ambos elementos, los participantes decían haber resuelto correctamente unas cuatro matrices adicionales. Así, mientras el altruismo puede incrementar el engaño y la supervisión directa puede reducirlo, el engaño altruista domina al efecto supervisor cuando las personas se hallan en un escenario donde tienen la posibilidad de socializarse y ser observadas.

RELACIONES DE LARGO PLAZO

Casi todos solemos pensar que, cuanto más tiempo llevamos relacionados con nuestros médicos, contables, asesores financieros, abogados, etcétera, más probable es que ellos se preocupen de nuestro bienestar, y, como consecuencia de ello, más probablemente antepondrán nuestras necesidades a las suyas propias. Por ejemplo, imaginemos que el médico nos ha comunicado un diagnóstico (no terminal) y nos encontramos frente a dos posibles tratamientos. Uno consiste en comenzar una terapia agresiva y cara; el otro pasa por esperar un tiempo y ver cómo afronta el cuerpo el problema y qué progresos hace («espera vigilante» es el término oficial). No hay una respuesta clara respecto a cuál de las dos opciones nos conviene más, pero sin duda la cara y agresiva es mejor para el bolsillo del médico. Ahora imaginemos que éste nos aconseja el tratamiento agresivo y que lo programemos para la semana siguiente a más tardar. ¿Confiaremos en él? ¿O tendremos en cuenta lo que sabemos sobre conflictos de intereses, descartaremos el consejo y buscaremos acaso una segunda opinión? Cuando se enfrentan a este tipo de problemas, la mayoría de las personas confían en grado sumo en sus proveedores de servicios, e incluso es más probable que se fíen más de ellos cuanto más tiempo haga que les conocen. Al fin y al cabo, si conocemos a nuestros asesores desde hace años, ¿no es lógico que se preocupen más de nosotros? ¿No verán ellos las cosas desde nuestra perspectiva y nos darán mejores consejos?

No obstante, otra posibilidad es que a medida que la relación se prolonga y crece, nuestros asesores remunerados se sientan —intencionadamente o no— más cómodos recomendando tratamientos que les interesan a ellos. Janet Schwartz (la profesora de Tulane que me acompañó a la mesa en la cena con los visitadores médicos), Mary Frances Luce (profesora de la Universidad de Duke) y yo abordamos la cuestión esperando sinceramente que, a medida que las relaciones entre clientes y proveedores de servicios se estrecharan, los profesionales se preocuparían más por el bienestar de sus clientes y menos por el propio. Sin embargo, observamos lo contrario.

Estudiamos el asunto analizando datos de millones de procedimientos dentales a lo largo de doce años. Analizamos casos de pacientes a quienes habían hecho empastes y si éstos eran de amalgama de plata o de compuesto blanco: los empastes de plata duran más y cuestan menos; por su parte, los empastes blancos son más caros y se rompen con más facilidad, pero estéticamente resultan más atractivos. Así, cuando se trata de los dientes delanteros, la estética suele tener más peso que el sentido práctico, con lo que los empastes blancos son la opción preferida. Pero si hablamos de las muelas menos visibles, elegimos los de plata[3].

Lo que vimos es que aproximadamente a una cuarta parte de los pacientes les ponían en las muelas empastes blancos bonitos y caros en vez de los de plata, funcionalmente superiores. En estos casos, era más probable que los dentistas estuvieran tomando decisiones más favorables a sus propios intereses (pago inicial más elevado y reparaciones más frecuentes) que a los de los pacientes (coste inferior y tratamiento más duradero).

Por si no bastara con eso, también observamos que esta tendencia era más acusada en función del tiempo que llevaba el paciente acudiendo al mismo dentista (se daba el mismo patrón de resultados también en otros procedimientos). Lo que esto da a entender es que, a medida que los dentistas se sienten más cómodos con sus pacientes, también aconsejan con más frecuencia procedimientos basados en su propio interés económico. Y los pacientes de tratamiento a largo plazo, por su parte, son más susceptibles de aceptar el consejo del dentista basándose en la confianza derivada de la relación[*].

En resumidas cuentas, hay sin duda muchas ventajas en la continuidad de la atención y en las relaciones regulares entre pacientes y proveedores de servicios. Sin embargo, al mismo tiempo hemos de ser también conscientes de los posibles costes de estas relaciones a largo plazo.

He aquí lo que hemos aprendido hasta ahora sobre el engaño en colaboración:

Figura 5

Pero un momento, ¡hay más! En nuestros experimentos iniciales, tanto el tramposo como el compañero sacaban provecho de todas las exageraciones adicionales de su puntuación. Así pues, si somos el tramposo del experimento y comunicamos una respuesta correcta más de la cuenta, obtenemos la mitad del pago adicional y el compañero se lleva lo mismo. Desde el punto de vista económico, esto es sin duda menos gratificante que coger toda la cantidad, pero aún nos beneficiamos de la exageración en cierta medida.

Para analizar el engaño estrictamente altruista, introdujimos una condición en la que el fraude de cada participante beneficiaría sólo al compañero. ¿Qué descubrimos? Pues resulta que el altruismo es efectivamente un fuerte móvil para el engaño. Cuando las trampas se llevaban a cabo por razones puramente altruistas y los propios tramposos no sacaban ningún provecho de sus actos, la exageración de resultados aumentaba en un grado incluso superior.

¿Podría ser éste el caso? A mi juicio, cuando nosotros y otra persona estamos en condiciones de beneficiarnos de nuestra deshonestidad, obramos partiendo de una mezcla de motivos egoístas y altruistas. En contraste, cuando otras personas, y sólo otras personas, son susceptibles de beneficiarse de nuestras trampas, nos resulta más fácil racionalizar nuestra mala conducta de maneras puramente altruistas, y posteriormente relajamos más las inhibiciones morales. Al fin y al cabo, si estamos haciendo algo por el puro beneficio de los demás, ¿no somos un poco como Robin Hood?[*]

Por último, vale la pena decir algo más explícito sobre el desempeño en las muchas condiciones de control que hemos tenido en este conjunto de experimentos. Para cada una de las situaciones de engaño (individual con trituradora, grupo con trituradora, grupo distante con trituradora, grupo cordial con trituradora, pago altruista con trituradora), teníamos también una situación control en la que no existía la oportunidad de engañar (es decir, no había trituradora). El examen de esas numerosas y diferentes condiciones de control nos permitió ver si la naturaleza de la colaboración influía en el nivel de la actuación; y lo que observamos fue que la actuación era la misma en todas las situaciones control. ¿Cuál es la conclusión? Parece que el rendimiento no mejora forzosamente cuando las personas trabajan en grupo —al menos no tanto como nos habían hecho creer.

No podemos sobrevivir sin la ayuda de los demás, desde luego. El trabajo conjunto es un elemento clave de nuestra vida. No obstante, la colaboración es a todas luces un arma de doble filo. Por un lado, incrementa el placer, la lealtad y la motivación. Por otro, trae consigo un mayor potencial para engañar. Al final, desgraciadamente, puede que las personas más preocupadas por sus compañeros acaben siendo quienes más trampas hacen. Naturalmente, no estoy diciendo que hemos de dejar de trabajar en grupo, de colaborar o de interesarnos unos por otros. Pero sí hemos de reconocer los costes potenciales de la colaboración y del aumento de afinidad.

La ironía del trabajo en colaboración

Si la colaboración incrementa la deshonestidad, ¿qué podemos hacer al respecto? Una respuesta lógica es aumentar el control y la supervisión. De hecho, ésta parece ser la respuesta por defecto de los reguladores gubernamentales a cualquier caso de mala conducta empresarial. Por ejemplo, el fiasco de Enron dio lugar a un gran número de regulaciones conocidas como Ley Sarbanes-Oxley, y la crisis financiera de 2008 fue el preludio de una serie de normas aún más importantes (que surgían sobre todo de la Ley Dodd-Frank de Reformas de Wall Street y de Protección al Consumidor), concebidas para reglamentar y aumentar la supervisión de la actividad financiera.

Es indudable que el control puede ser útil hasta cierto punto, pero nuestros resultados también dejan claro que sólo con un aumento del control es improbable que superemos del todo la capacidad para justificar la propia deshonestidad —sobre todo cuando otros están en condiciones de beneficiarse de nuestra mala conducta (por no hablar de los elevados costes del acatamiento de tales normas).

En algunos casos, en lugar de añadir capas y capas de reglas y reglamentos, quizá podríamos tener la mira puesta en cambiar la naturaleza de la colaboración de base grupal. Hace poco, un antiguo alumno mío llamado Gino puso en práctica una interesante solución al problema en un importante banco internacional. Para facilitar que su equipo de oficiales de préstamos trabajase en equipo sin peligro de que aumentara la deshonestidad (por ejemplo, registrando el valor de los préstamos como si fuera más elevado de lo que era realmente en un esfuerzo por exhibir ganancias superiores a corto plazo), creó un sistema de supervisión excepcional. Explicó a sus oficiales de préstamos que un grupo externo revisaría la tramitación y aprobación de las solicitudes. El grupo externo estaba socialmente desconectado del equipo de concesión de préstamos y no tenía lealtad ni motivación ninguna para echar una mano a los oficiales. Para garantizar que los dos grupos estuvieran separados, Gino los ubicó en edificios aparte. Y se aseguró de que no tuvieran tratos directos entre sí y que ni siquiera se conociesen a nivel individual.

Intenté conseguir los datos de Gino para evaluar el éxito de su enfoque, pero los abogados del banco nos lo impidieron. Por tanto, no sé si su planteamiento funcionó ni qué opinaban sus empleados del plan, pero me da la impresión de que ese mecanismo tuvo al menos algunos resultados positivos. Seguramente redujo la diversión del grupo de préstamos en sus reuniones. Probablemente también aumentó el estrés en torno a las decisiones de los grupos, y desde luego su puesta en práctica no salió gratis. De todos modos, Gino me contó que, en términos generales, añadir el elemento de control objetivo y anónimo parecía tener un efecto positivo en la ética, el sentido moral y el resultado final.

Salta a la vista que no hay una solución mágica para el complejo problema de engañar en entornos grupales. Tomados en conjunto, creo que nuestros hallazgos tienen importantes consecuencias para las organizaciones, sobre todo teniendo en cuenta el predominio del trabajo de colaboración en nuestra vida profesional cotidiana. Tampoco cabe duda de que conocer mejor el alcance y la complejidad de la deshonestidad en los escenarios sociales es bastante deprimente. Con todo, si entendemos los posibles riesgos de la colaboración, podemos tomar medidas para rectificar los comportamientos deshonestos.