CAPÍTULO 1
Test del Modelo Simple de Crimen Racional (SMORC)
Voy a decirlo claro. Ellos engañan. Ustedes engañan. Y sí, yo también engaño de vez en cuando.
Como profesor universitario, intento mezclar cosas para estimular el interés de los alumnos en el material. A este fin, alguna que otra vez invito a ponentes interesantes, lo que en mi caso es también un buen método para preparar menos clases. En esencia es una situación en la que salimos ganando todos: el profesor invitado, la clase y por supuesto yo.
En una ocasión, traje a la clase «gratis» de economía conductual a un invitado especial. Este hombre inteligente, de gran prestigio, tiene un magnífico historial: antes de ser un legendario consultor financiero de destacados bancos y altos ejecutivos, había obtenido su doctorado en Derecho, y previamente una licenciatura en Princeton. «En los últimos años», expliqué a la clase, «¡nuestro distinguido invitado ha estado ayudando a las élites empresariales a hacer realidad sus sueños!».
Tras estas palabras introductorias, el invitado se convirtió en el centro de atención. Fue franco y directo desde el principio. «Hoy voy a echar una mano para que se cumplan vuestros sueños. ¡Vuestros sueños de DINERO!», gritó con un vozarrón de instructor de zumba. «Eh, chicos, ¿queréis ganar un poco de DINERO?».
Todos asintieron y rieron, agradeciendo el entusiasmo del hombre, su tono campechano.
«¿Hay aquí alguien rico?», preguntó. «Yo sé que lo soy, pero vosotros, estudiantes universitarios, no. No, sois todos pobres. ¡Pero esto va a cambiar mediante el poder del ENGAÑO! ¡Adelante!».
A continuación recitó los nombres de algunos tramposos de infausta memoria, desde Gengis Kan hasta el presente, entre ellos unos cuantos ejecutivos famosos como Alex Rodriguez, Bernie Madoff o Martha Stewart. «Todos queréis ser como ellos», sugirió. «¡Queréis tener poder y dinero! Y todo puede ser vuestro mediante el engaño. Prestad atención: ¡Os revelaré el secreto!».
Tras esta brillante introducción, llegó el momento del ejercicio de grupo. Pidió a los alumnos que cerraran los ojos e hicieran tres inspiraciones profundas, de limpieza. «Imaginad que habéis engañado y ganado vuestros primeros diez millones de dólares», dijo. «¿Qué vais a hacer con este dinero? ¡Tú! ¡El de la camisa azul turquesa!».
«Comprar una casa», respondió el alumno con timidez.
«¿UNA CASA? Los ricos a eso lo llamamos MANSIÓN. ¿Y tú?», dijo señalando a otro.
«Unas vacaciones».
«¿En tu isla privada? ¡Perfecto! Cuando hayáis ganado el dinero que ganaron estos grandes estafadores, os cambiará la vida. ¿Hay aquí algún sibarita?».
Levantaron la mano unos cuantos.
«¿Qué os parece una comida preparada personalmente por Jacques Pépin? ¿O una degustación de vinos en Châteauneufdu-Pape? Cuando uno tiene suficiente, puede vivir eternamente a lo grande. ¡Preguntad a Donald Trump! Mirad, está claro que por diez millones de dólares atropellaríais al novio o a la novia. ¡Y yo estoy aquí para deciros ‘adelante’ y soltaros el freno de mano!».
La mayoría de los estudiantes empezaban a darse cuenta de que enfrente no tenían un modelo de rol serio. Sin embargo, después de haber pasado los últimos diez minutos compartiendo sueños sobre las fascinantes cosas que harían con sus primeros diez millones de dólares, se debatían entre el deseo de ser ricos y el reconocimiento de que engañar es algo malo desde el punto de vista moral.
«Percibo vuestras dudas», dijo el conferenciante. «No permitáis que las emociones dirijan vuestras acciones. Tenéis que hacer frente a vuestros temores mediante un análisis de coste-beneficio. ¿Cuáles son los pros de llegar a ser rico mediante engaños?», preguntó.
«¡Eres rico!», contestaron los alumnos.
«Exacto. ¿Y los contras?».
«¡Te pillan!».
«Ah», dijo el hombre, «existe la posibilidad de que te pillen. PERO… ¡he aquí el secreto! Que te pillen engañando es una cosa, y que te castiguen por engañar es otra. Fijaos en Bernie Ebbers, el ex presidente de WorldCom. Su abogado enseguida basó la defensa en el ‘vaya por Dios’, diciendo que Ebbers simplemente no sabía qué estaba pasando. O en Jeff Skilling, antiguo presidente del consejo de Enron, con su célebre e-mail: ‘Destruye los documentos, nos han descubierto’. Más adelante, Skilling declaró que sólo había querido ser ‘sarcástico’. Ahora bien, si estas defensas no surten efecto, ¡siempre podemos desaparecer del mapa y huir a un país sin leyes de extradición!».
Lento pero seguro, mi conferenciante invitado —que en la vida real es un humorista llamado Jeff Kreisler, autor de un libro satírico que lleva por título Get Rich Cheating [Hazte rico engañando]—, estaba esforzándose por enfocar las decisiones económicas con arreglo a un criterio estrictamente de coste-beneficio, sin tener en cuenta ninguna consideración moral. Mientras escuchaban, los alumnos captaban que, desde una perspectiva absolutamente racional, Jeff tenía toda la razón. Pero, al mismo tiempo, esa justificación del engaño como vía hacia el éxito sólo podía producirles trastorno y rechazo.
Al final de la clase, pedí a los alumnos que pensaran hasta qué punto su conducta encajaba con el SMORC. «¿Cuántas oportunidades tenemos al día de engañar sin ser descubiertos?», les pregunté. «¿Cuántas oportunidades de éstas aprovechamos? ¿Cuánto más engaño habría si todo el mundo asumiera el enfoque coste-beneficio de Jeff?».
Montaje del escenario del test
El enfoque de Becker y Jeff sobre la deshonestidad se compone de tres elementos básicos: (1) el beneficio que se puede llegar a obtener con el crimen; (2) la probabilidad de ser descubierto; y (3) el supuesto castigo, en su caso. Si compara el primer componente (el beneficio) con los otros dos (los costes), el ser humano racional puede determinar si merece la pena cometer un delito concreto.
En todo caso, puede que el SMORC sea una descripción precisa del modo en que las personas toman decisiones sobre la honestidad y el engaño, pero el desasosiego experimentado por mis alumnos (y yo mismo) debido a sus repercusiones sugiere que vale la pena escarbar un poco más para entender qué pasa realmente. (En las próximas páginas explicaré con algún detalle el modo en que evalúo el engaño a lo largo del libro, así que, por favor, presten atención).
Mis colegas Nina Mazar (profesora de la Universidad de Toronto) y On Amir (profesor de la Universidad de California en San Diego) y yo decidimos estudiar más a fondo el modo que tiene la gente de engañar. Por todo el campus del MIT (donde en esa época daba yo clases) pusimos anuncios en los que se ofrecía a los estudiantes la posibilidad de ganar hasta 10 dólares por unos diez minutos de su tiempo[*]. A la hora fijada, los participantes entraban en una habitación, donde se sentaban en sendos pupitres con silla incorporada (el típico escenario para un examen). A continuación, se les daba una hoja de papel con una serie de veinte matrices distintas (estructuradas como en el ejemplo de la figura 1) y se les explicaba que su tarea consistía en encontrar, en cada matriz, dos números que sumaran 10 (la denominamos «tarea de la matriz», y así nos referiremos a ella a lo largo del libro). También se les decía que disponían de cinco minutos para resolver tantas matrices como fuera posible y que cobrarían 50 centavos por respuesta correcta (cantidad que variaba en función del experimento). En cuanto el experimentador decía «¡empiecen!», los participantes se ponían a resolver estos sencillos problemas aritméticos lo más rápido que podían.
En la figura 1 tenemos un ejemplo de cómo sería esa hoja de papel, incluida una matriz ampliada. ¿Con qué rapidez podemos encontrar el par de números que suman 10?
Así era como comenzaba el experimento para todos los participantes, pero lo que pasaba al final de los cinco minutos era diferente en función de las circunstancias concretas.
Imaginemos que nos hallamos en una condición de control y estamos apresurándonos para resolver todas las matrices posibles. Al cabo de un minuto, hemos resuelto una. Tras otros dos minutos, ya tenemos tres. Se ha acabado el tiempo, y hemos completado cuatro. Hemos ganado dos dólares. Nos acercamos a la mesa del experimentador y le entregamos el papel. El experimentador verifica las respuestas y sonríe en señal de aprobación. «Cuatro soluciones», dice, y luego cuenta las ganancias. «Ya está», añade, y nos vamos. (En la situación de control, las puntuaciones nos dan el nivel real de rendimiento en la tarea).
Ahora imaginémonos en otro escenario, denominado «condición trituradora», en el que tenemos la oportunidad de engañar. Esta condición es semejante a la de control, con la diferencia de que, transcurridos los cinco minutos, el experimentador nos dice: «Ahora contad las respuestas correctas, llevad el papel a la trituradora del fondo de la sala, y luego venid aquí y me decís cuántas matrices habéis resuelto correctamente». Si estuviéramos en esta situación, contaríamos diligentemente las respuestas, trituraríamos la hoja de papel, informaríamos del resultado, cobraríamos y nos marcharíamos.
¿Qué hacen en general los participantes en la condición «trituradora»? ¿Engañan? Y en tal caso, ¿mucho o poco?
Con los resultados de ambas situaciones, podemos comparar el rendimiento en la condición de control, donde es imposible engañar, con el rendimiento declarado en la condición trituradora, donde engañar sí es posible. Si los resultados son los mismos, llegamos a la conclusión de que no se ha producido engaño alguno. Pero si vemos que, en términos estadísticos, los participantes muestran un «mejor» rendimiento en la condición trituradora, concluimos que han exagerado sus resultados (han engañado) cuando han tenido la oportunidad de destruir la prueba. Y la medida del engaño de este grupo será la diferencia entre el número de matrices que sus integrantes afirman haber resuelto correctamente y el número de matrices resueltas verdaderamente por los participantes en la condición control.
Tarea de la matriz
Quizá no deba sorprendernos el hecho de que, si tenía oportunidad, la gente amañaba el resultado. En la condición de control, los participantes resolvían, por término medio, cuatro matrices de un total de veinte. Los de la condición trituradora aseguraban haber resuelto una media de seis —dos más que los otros—. Y esta diferencia global no correspondía a unos cuantos individuos que exageraban mucho, sino a un montón de ellos que engañaban sólo un poquito.
¿Más dinero, más engaño?
Con esta cuantificación básica de la deshonestidad en nuestro haber, Nina, On y yo estábamos preparados para investigar qué fuerzas empujan a las personas a engañar más o menos. Según el SMORC, los individuos deben engañar más cuando tienen la posibilidad de conseguir dinero sin que les descubran ni les castiguen. Esto suena simple e intuitivamente tentador al mismo tiempo, así que decidimos someterlo a prueba. Creamos otra versión del experimento de la matriz, sólo que esta vez variamos la cantidad de dinero que ganarían los participantes por cada matriz resuelta correctamente. A unos les prometimos 25 centavos por cada una; a otros 50 centavos, un dólar, dos dólares o cinco dólares. En el nivel máximo, a algunos les ofrecimos la friolera de 10 dólares por respuesta correcta. ¿Qué piensan que sucedió? ¿Aumentó el grado de engaño en proporción a la cantidad de dinero ofrecida?
Antes de revelar la respuesta quiero decir algo sobre un experimento afín. En esta ocasión, en vez decirles que hicieran el test de la matriz directamente, pedíamos a un grupo de participantes que conjeturasen cuántas respuestas correctas afirmarían tener los de la condición trituradora en cada nivel de pago. Sus predicciones eran que las reivindicaciones de matrices resueltas correctamente aumentarían a medida que subiera la cantidad de dinero. En esencia, su teoría intuitiva era la misma que la premisa del SMORC. Sin embargo, se equivocaban. Resulta que cuando nos fijábamos en la magnitud del engaño, los participantes añadían, por término medio, dos matrices a sus puntuaciones, con independencia de la cantidad de dinero que pudieran ganar por cada una. De hecho, el grado de engaño era ligeramente inferior cuando les prometíamos la máxima cantidad de dinero —10 dólares— por cada respuesta correcta.
¿Por qué el nivel de engaño no aumentaba en proporción a la cantidad de dinero ofrecida? ¿Por qué el engaño era ligeramente inferior en el nivel máximo de remuneración? Esta insensibilidad ante la cantidad de recompensa da a entender que la deshonestidad probablemente no resulta de un análisis coste-beneficio. Si así fuera, el incremento del beneficio (la cantidad de dinero ofrecida) debería originar más engaño. ¿Y por qué el nivel de engaño era mínimo cuando la recompensa era máxima? Me da la impresión de que cuando la cantidad de dinero que los participantes podían ganar por matriz era de 10 dólares, resultaba más difícil engañar y ellos aún se sentían a gusto con su sentido de la integridad (más adelante volveremos sobre esto). Ganar 10 dólares por matriz no equivale a coger un lápiz de la oficina. Se parece más a coger varias cajas de bolígrafos, una grapadora y una resma de papel de impresora, lo cual es mucho más difícil de pasar por alto o racionalizar.
Atrapar a un ladrón
Nuestro siguiente experimento analizaba qué podía pasar si los participantes creían que había más probabilidades de que los pillaran. En dos palabras, introducíamos en el experimento el equivalente mental de una cámara de seguridad parcialmente operativa.
Pedimos a un grupo de participantes que destruyese la mitad de sus hojas de ejercicios —es decir, si eran deshonestos, tendríamos alguna prueba de ello—. A los de un segundo grupo les pedimos que triturasen todos los papeles, por lo que podrían quedar impunes. Por último, pedimos a los integrantes de un tercer grupo que destruyesen todas las hojas, salieran de la sala de pruebas y cobrasen ellos mismos de un cuenco de gran tamaño con más de 100 dólares en billetes pequeños y monedas. En esta condición de autorremuneración, los participantes no sólo podían engañar y quedar sin castigo, sino que encima se llevarían un dinero extra.
Una vez más pedimos a otro grupo que predijera cuántas matrices, por término medio, afirmarían haber resuelto correctamente los participantes en cada condición. Y una vez más predijeron que la tendencia humana hacia la deshonestidad concordaría con el SMORC y los participantes asegurarían haber resuelto más matrices a medida que disminuyese la probabilidad de ser descubiertos.
¿Qué averiguamos? También en este caso muchas personas engañaban, pero sólo un poco, y el nivel de engaño era el mismo en las tres condiciones (destrucción de la mitad de las hojas, destrucción de todas, destrucción de todas y cobro directo).
Ahora bien, podemos preguntarnos si los participantes creían realmente que, en el montaje experimental, podían engañar sin ser descubiertos. Para dejar claro que éste era efectivamente el caso, Racheli Barkan (profesora de la Universidad Ben-Gurion del Negev), Eynav Maharabani (en curso de doctorado, compañera de Racheli) y yo llevamos a cabo otro estudio en el que Eynav y una ayudante, Tali, supervisaban el experimento. Eynav y Tali se parecían en muchos aspectos, pero Eynav es obviamente ciega, o sea, resultaba más fácil engañar si la encargada era ella. Cuando llegara el momento de cobrar directamente del montón de dinero que había en la mesa de delante del experimentador, los participantes podrían coger todo el que quisieran, pues Eynav no se daría cuenta.
Así, ¿engañaron más a Eynav? Aún cogían un poco más de dinero del que merecían, pero engañaban igual con independencia de que la supervisora fuera Tali o Eynav.
Estos resultados sugieren que la probabilidad de ser descubierto no tiene una gran influencia en la magnitud del engaño. No estoy diciendo que en las personas no influya nada la probabilidad de que las pillen —al fin y al cabo, nadie va a robar un coche si hay un policía cerca—, pero los resultados ponen de manifiesto que el hecho de ser sorprendido no tiene tanta importancia como cabría esperar, y desde luego no desempeñó un papel importante en nuestros experimentos.
Quizá tengamos la duda de si los participantes del experimento estaban utilizando la lógica siguiente: «Si engaño sólo en unas cuantas cuestiones, nadie sospechará de mí. Pero si lo hago en bastantes, ello puede despertar recelos y acaso alguien me pregunte al respecto».
Pusimos la idea a prueba en el ensayo siguiente. Esta vez dijimos a la mitad de los participantes que el alumno promedio del experimento resolvía unas cuatro matrices (lo cual era verdad). A los de la otra mitad les dijimos que el alumno promedio resolvía aproximadamente ocho matrices. ¿Por qué lo hicimos? Porque si el nivel de engaño se basaba en el deseo de no destacar, los participantes engañarían en ambas condiciones con la resolución de algunas matrices más de lo que consideraban el rendimiento promedio (lo cual significa que asegurarían haber resuelto unas seis matrices cuando creyeran que el promedio era cuatro, y unas diez cuando pensaran que el promedio era ocho).
Entonces, ¿cómo se comportaban los participantes cuando suponían que otros resolverían más matrices? Pues este conocimiento no ejercía en ellos la menor influencia. Engañaban añadiendo unas dos respuestas (resolvían cuatro y decían haber resuelto seis), al margen de si pensaban que los demás resolvían, por término medio, cuatro matrices u ocho.
Este resultado da a entender que la acción de engañar no está impulsada por preocupaciones sobre destacar o no: muestra más bien que nuestro sentido de la moralidad está asociado al grado de engaño con el que nos sentimos cómodos. En esencia, engañamos hasta el nivel que nos permite conservar nuestra imagen de individuos razonablemente honestos.
En el mundo real
Provistos de estas pruebas iniciales contrarias al SMORC, Racheli y yo decidimos salir del laboratorio y aventurarnos en un escenario más natural. Queríamos analizar situaciones comunes que podemos encontrarnos en un día cualquiera. Y queríamos examinar a «personas reales», no sólo a estudiantes (aunque he descubierto que a los estudiantes no les gusta que se diga que no son personas reales). Otro componente que, hasta ese momento, faltaba en nuestro paradigma experimental era la oportunidad de que las personas se comportasen de manera positiva y benévola. En los experimentos de laboratorio, lo mejor que podían hacer los participantes era no engañar. Sin embargo, en muchas situaciones de la vida real los individuos pueden exhibir conductas que no son sólo neutras sino también complacientes y generosas. Con este nuevo matiz en mente, buscamos situaciones que nos permitirían evaluar aspectos tanto positivos como negativos de la naturaleza humana.
Imaginemos un gran mercado agrícola que abarca toda una calle. Está ubicado en el centro de Be’er Sheva, ciudad del sur de Israel. Es un día caluroso, y cientos de comerciantes han instalado sus mercancías frente a las tiendas que bordean la calle a uno y otro lado. Percibimos el olor a hierbas frescas y encurtidos ácidos, a pan recién horneado y fresas maduras, y nuestra mirada deambula entre bandejas de quesos y aceitunas. Nos envuelven los gritos de elogio de los comerciantes hacia sus productos: «Rak ha yom!» (sólo hoy), «Matok!» (dulce), «Bezol!» (barato).
Eynav y Tali entraron en el mercado y tomaron direcciones diferentes, la primera provista de un bastón blanco para orientarse. Una y otra se acercaron a varios puestos de verduras y pidieron al vendedor que les escogiera dos kilos de tomates mientras iban a otro recado. Una vez hecha la petición, estuvieron ausentes unos diez minutos y regresaron para recoger los tomates, pagaron y se marcharon. A continuación, llevaron los tomates a otro vendedor situado en el otro extremo del mercado, que había accedido a valorar la calidad de la hortaliza. Comparando la calidad de los tomates vendidos a Eynav y a Tali, podríamos saber cuál de las dos se había llevado un producto mejor.
¿Se habían aprovechado de Eynav? Tengamos presente que, partiendo de una perspectiva puramente racional, habría tenido sentido que el vendedor seleccionara para ella los tomates de peor aspecto. Al fin y al cabo, Eynav no iba a sacar provecho alguno de la calidad estética. Un economista tradicional de, pongamos, la Universidad de Chicago podría incluso sostener que, en un esfuerzo por maximizar el bienestar social de todos los implicados (el vendedor, Eynav y los otros clientes), el comerciante debía haberle vendido los tomates más feos reservando los más bonitos para las personas que pudieran también disfrutar de su aspecto. Pues resulta que la calidad visual de los tomates escogidos para Eynav no era mala sino, de hecho, mejor que la de los escogidos para Tali. Los vendedores, aun con cierto coste para el negocio, se tomaron la molestia de elegir el producto de mejor calidad para un cliente ciego.
Con estos optimistas resultados, a continuación nos ocupamos de otra profesión a menudo bajo sospecha: los taxistas. En el mundo del taxi, hay un popular truco denominado «transporte largo», término oficial para referirnos al recorrido del taxista que toma pasajeros desconocedores de la ruta hacia su destino y da un largo rodeo, lo cual a veces comporta un aumento considerable del precio de la carrera. Por ejemplo, en un estudio con taxistas de Las Vegas se observó que algunos de ellos iban desde el aeropuerto internacional McCarran al Strip pasando por un túnel que llevaba a la interestatal 215, lo que suponía una cifra de 92 dólares por una carrera de poco más de tres kilómetros[1].
Dada la reputación de los taxistas, cabe preguntarse si engañan en general o si es más probable que engañen a quienes no pueden detectar sus malas artes. En el siguiente experimento, pedimos a Eynav y Tali que tomaran un taxi veinte veces, de ida y de vuelta, entre la estación de ferrocarril y la Universidad del Negev. Los taxis recorren esta ruta como sigue: si el conductor tiene activado el taxímetro, el viaje cuesta unos 25 shéquels (7 dólares). No obstante, suele haber una tarifa fija de 20 shéquels (5,50 dólares) si el taxímetro no está activado. En nuestro montaje, Eynav y Tali pedían que funcionara el taxímetro. A veces, los conductores decían a los pasajeros «aficionados» que salía más barato no activarlo; aun así, ambas insistían siempre en que la máquina estuviera conectada. Al final del trayecto, Eynav y Tali preguntaban al taxista cuánto era, pagaban, se apeaban y esperaban unos minutos antes de subirse a otro taxi para regresar al sitio del que habían partido.
Analizando las cuentas, observamos que Eynav pagaba menos que Tali pese al hecho de que las dos se empeñaban en pagar conforme al taxímetro. ¿Cómo podía ser eso? Una posibilidad es que los taxistas hubieran llevado a Eynav por la ruta más corta y barata y a Tali por la más larga. En este caso, ello significaría que habían estafado no a Eynav sino en cierto modo a Tali. Sin embargo, Eynav daba otra explicación: «Yo oía que los taxistas activaban el taxímetro cuando se lo pedía», nos decía, «pero luego, antes de llegar al destino, muchos de ellos lo apagaban para que la cantidad no llegara a 20 shéquels». «Esto no es lo que me pasó a mí, desde luego», explicó Tali. «Nunca apagaron el taxímetro, y siempre acabé pagando unos veinticinco shéquels».
Estos resultados revelan dos aspectos importantes. Primero, está claro que los taxistas no llevaban a cabo un análisis coste-beneficio para optimizar sus ganancias. De lo contrario, habrían engañado a Eynav diciéndole que la lectura del taxímetro era mayor de la que era o llevándola un rato por la ciudad dando un rodeo. Segundo, los taxistas hicieron algo mejor que no engañar: tuvieron en cuenta los intereses de Eynav y sacrificaron parte de sus ingresos por el bien de ella.
Creando tolerancia
Todo esto va más allá de lo que Becker y la economía estándar querían hacernos creer, sin duda. Para empezar, el hallazgo de que el nivel de deshonestidad no se ve muy influido (en nuestros experimentos, nada) por la cantidad de dinero que ganaríamos si fuéramos deshonestos sugiere que aquélla no resulta simplemente de tener en cuenta sus costes y sus beneficios. Además, los resultados reveladores de que el nivel de deshonestidad no se ve alterado por cambios en la posibilidad de ser descubierto reducen aún más las probabilidades de que la deshonestidad surja de un análisis coste-beneficio. Por último, el hecho de que muchas personas engañen sólo un poco cuando pueden hacerlo sugiere que las fuerzas rectoras de la deshonestidad son mucho más complejas (e interesantes) que lo que preveía el SMORC.
¿Qué está pasando aquí? Me gustaría proponer una teoría a la que dedicaremos mucho tiempo en este libro. En dos palabras, la tesis central es que nuestra conducta está impulsada por dos motivaciones opuestas. Por un lado, queremos considerarnos personas honestas, honorables. Queremos ser capaces de mirarnos al espejo y sentirnos bien con nosotros mismos (los psicólogos lo denominan «motivación del ego»). Por otro, queremos sacar provecho del engaño y conseguir todo el dinero posible (esto es la «motivación económica típica»). Las dos motivaciones están en conflicto, naturalmente. ¿Cómo podemos asegurar las ventajas del engaño y al mismo tiempo seguir considerándonos personas estupendas y honradas?
Aquí es donde entra en juego nuestra asombrosa flexibilidad cognitiva. Gracias a esta habilidad humana, mientras engañemos sólo un poco, podemos beneficiarnos del engaño y seguir viéndonos como seres humanos maravillosos. Este malabarismo es el proceso de racionalización, que constituye la base de lo que denominaremos la «teoría del factor de tolerancia».
Para entender mejor la teoría del factor de tolerancia, pensemos en la última vez que cumplimentamos la declaración de renta. ¿Cómo hicimos las paces con las ambiguas y confusas decisiones que debíamos tomar? ¿Era legítimo incluir una parte de la reparación del coche como gasto profesional deducible de impuestos? En tal caso, ¿con qué cantidad nos sentiríamos cómodos? ¿Y si tuviéramos un segundo coche? No estoy hablando de justificar nuestras decisiones ante Hacienda, sino de cómo somos capaces de justificar ante nosotros mismos un nivel exagerado de deducciones fiscales.
O pongamos que salimos a cenar a un restaurante con amigos y ellos nos preguntan por un proyecto de trabajo al que últimamente hemos dedicado un montón de tiempo. Una vez hecho esto, ¿es la cena ahora un gasto deducible aceptable? Seguramente no. Pero ¿y si la cena tiene lugar en un viaje de negocios y estamos esperando que uno de nuestros compañeros de mesa llegue a ser un cliente en el futuro cercano? Si hemos hecho concesiones de esta clase, también hemos estado jugando con las flexibles fronteras de la ética. Resumiendo, creo que todos estamos intentando continuamente identificar la línea a partir de la cual ya no podemos sacar partido de la deshonestidad sin dañar nuestra imagen. Como dijo Oscar Wilde en una ocasión, «la moralidad, como el arte, significa trazar una línea en algún sitio». La cuestión es dónde está la línea.
Creo que Jerome K. Jerome lo explicó muy bien en su novela de 1889 Tres hombres en una barca, en la que cuenta una historia ambientada en uno de los ámbitos donde más suele mentirse: la pesca. He aquí lo que escribía:
Una vez conocí a un hombre joven que era de lo más serio, y cuando iba a pescar con mosca, estaba decidido a no exagerar sus capturas en más de un veinticinco por ciento.
«Cuando he cogido cuarenta peces», decía, «digo a la gente que he cogido cincuenta, y así sucesivamente. Pero no miento más, porque mentir es pecado».
Aunque la mayoría de las personas no han calculado (menos aún anunciado) su índice aceptable de mentiras como ese joven, el planteamiento general parece bastante certero; cada uno tiene un límite sobre cuánto puede mentir antes de convertirse en «pecador».
A continuación centraremos la atención en entender el funcionamiento interno del factor de tolerancia: el frágil equilibrio entre los contradictorios deseos de conservar una imagen positiva y sacar partido del engaño.