CAPÍTULO 7
Creatividad y deshonestidad: todos somos cuentistas
Los hechos son para que las personas sin imaginación creen su propia verdad.
ANÓNIMO
Éranse una vez dos investigadores, llamados Richard Nisbett (profesor de la Universidad de Michigan) y Tim Wilson (profesor de la Universidad de Virginia), que, tras montar el campamento en su centro comercial local, extendieron sobre una mesa cuatro pares de medias de nylon. A continuación preguntaron a diversas transeúntes cuáles les gustaban más. Por lo general, ellas preferían el par situado más a la derecha. ¿Por qué? A algunas les gustaba el material. Había quienes valoraban la textura o el color. Otras consideraban que la calidad era superior. Teniendo en cuenta que los cuatro pares de medias eran idénticos, esta preferencia era interesante. (Más adelante, Nisbett y Wilson repitieron el experimento con camisones y obtuvieron los mismos resultados).
Cuando Nisbett y Wilson preguntaron a cada participante sobre las razones de su elección, ninguna mencionó la ubicación de las medias en la mesa. Incluso cuando los investigadores dijeron a las mujeres que todas las medias eran iguales y que se trataba sólo de una preferencia por el par de la derecha, ellas «lo negaban, normalmente con una mirada preocupada al entrevistador indicativa de que o bien no habían entendido la frase, o bien estaban hablando con un loco».
¿La moraleja de la historia? Quizá no siempre sabemos exactamente por qué hacemos lo que hacemos, escogemos lo que escogemos, o sentimos lo que sentimos. Sin embargo, la imprecisión de nuestras motivaciones reales no nos impide inventar razones aparentemente lógicas para explicar acciones, decisiones o sentimientos.
Podemos dar las gracias (o acaso culpar) al lado izquierdo del cerebro por esta increíble capacidad para inventar historias. Como dice el neurocientífico cognitivo Michael Gazzaniga (profesor de la Universidad de California, Santa Bárbara), el cerebro izquierdo es «el intérprete», la mitad que cuenta un relato partiendo de las experiencias.
Gazzaniga llegó a esta conclusión tras muchos años de investigaciones con pacientes de cerebro hendido, un grupo raro de personas cuyo cuerpo calloso —el mayor haz de nervios que conecta los dos hemisferios cerebrales— había sido extirpado (por lo general para reducir los ataques epilépticos). Curiosamente, debido a esta anomalía cerebral es posible presentar a esos individuos un estímulo en una mitad del cerebro sin que la otra mitad tenga conciencia alguna de ello.
Mientras atendía a una paciente con el cuerpo calloso extirpado, Gazzaniga quiso averiguar qué ocurre cuando uno pide al lado derecho del cerebro que haga algo y luego al izquierdo (sin información sobre lo que está pasando en el derecho) que dé una explicación de esa acción. Mediante un dispositivo que mostraba instrucciones escritas al hemisferio derecho de la paciente, Gazzaniga ordenaba a dicho hemisferio que le hiciera reír si aparecía fugazmente la palabra «risa». En cuanto la mujer obedecía, él le preguntaba por qué había reído. Ella no tenía ni idea de por qué, pero en vez de decir «no lo sé», se inventaba una historia. «Ustedes vienen y nos examinan cada mes. ¡Vaya manera de ganarse la vida!,» decía. Por lo visto, había llegado a la conclusión de que los neurocientíficos cognitivos eran muy graciosos.
Esta anécdota ilustra un caso extremo de una tendencia que tenemos todos. Queremos explicaciones del por qué de nuestro comportamiento y de cómo funciona el mundo que tenemos alrededor, incluso cuando nuestras poco convincentes explicaciones tienen poco que ver con la realidad. Somos por naturaleza criaturas cuentistas, narradoras, y nos contamos una historia tras otra hasta dar con una explicación que nos guste y suene lo bastante razonable para ser creída. Y si la historia nos muestra bajo una luz más positiva y favorable, tanto mejor.
Engañarse a uno mismo
En un discurso de graduación en Cal Tech en 1974, el físico Richard Feynman dijo lo siguiente: «El primer principio es que no debéis engañaros a vosotros mismos, y sois las personas más fáciles de engañar». Como hemos visto hasta aquí, los seres humanos estamos inmersos en un conflicto fundamental: nos debatimos entre nuestra profundamente arraigada propensión a mentir —a nosotros y a los demás— y el deseo de pensar que somos personas buenas y honestas. Así pues, justificamos nuestra deshonestidad contándonos historias sobre por qué nuestras acciones son aceptables y a veces incluso admirables. De hecho, tenemos una cierta habilidad para ponernos la venda en los ojos.
Antes de analizar con mayor detalle nuestra capacidad para tejer relatos autoelogiosos, voy a contar una pequeña historia sobre cómo en una ocasión me engañé a mí mismo (con mucho gusto). Hace ya algunos años (contaba yo treinta), llegué a la conclusión de que necesitaba un coche, con la moto como parte del pago. Intentaba decidir qué coche me convenía más. Internet estaba sólo empezando a vivir el boom de lo que llamaré educadamente «ayudas para tomar decisiones», y afortunadamente encontré una página web que daba consejos relativos a la compra de coches. La página se basaba en un sistema de entrevistas: se formulaban un montón de preguntas que iban desde preferencias en cuanto a precio y seguridad hasta el tipo de faros y frenos favoritos.
Tardé unos veinte minutos en responder a todas las preguntas. Cada vez que completaba una página de respuestas, podía ver la barra de progreso indicándome que me encontraba más cerca de descubrir el coche de mis sueños personalizado. Terminé la última página y pulsé impaciente el botón «presentar». Tuve la respuesta en cuestión de segundos. ¿Cuál era el coche perfecto para mí? Según esa página web, de excelente puesta a punto, el coche para mí era… redoble de tambor, por favor… ¡un Ford Taurus!
Admito que no sabía demasiado acerca de coches. De hecho, sé muy poco de coches. Pero desde luego sabía que no quería un Ford Taurus[*].
No estoy seguro de qué haría el lector en mi situación, pero yo hice lo que podría hacer cualquier persona creativa: volví al programa y «arreglé» las respuestas anteriores. De vez en cuando miraba cómo diferentes respuestas se traducían en recomendaciones distintas. Seguí con eso hasta que el programa fue lo bastante amable para recomendarme un pequeño descapotable —el coche ideal para mí, sin duda—. Seguí el sabio consejo, y así es como me convertí en orgulloso propietario de un convertible (que, por cierto, ha sido un leal servidor durante muchos años).
Esta experiencia me enseñó que a veces (tal vez a menudo) no tomamos decisiones basándonos en nuestras preferencias explícitas, sino que tenemos una sensación instintiva de lo que queremos, y pasamos por un proceso de gimnasia mental aplicando toda clase de justificaciones para manipular los criterios. De este modo conseguimos lo que realmente queremos, pero al mismo tiempo guardamos las apariencias —ante nosotros y los demás— en el sentido de que actuamos con arreglo a nuestras preferencias racionales y bien razonadas.
Lógica de la moneda
Si aceptamos que tomamos decisiones así con frecuencia, quizá logremos que el proceso de racionalización sea más breve y eficiente. Por ejemplo, de la siguiente manera: imaginemos que estamos eligiendo entre dos cámaras digitales. La cámara A tiene un buen zoom y una batería pesada, mientras la B es más ligera y elegante. No acabamos de decidirnos. Nos parece que la A es de más calidad pero la B nos hará más felices porque nos gusta su aspecto. ¿Qué hacer? Ahí va mi consejo. Sacar una moneda y decir: «Cámara A, cara; cámara B, cruz». Y lanzarla. Si sale cara y queríamos la cámara A, perfecto, la compramos. Pero si no nos gusta el resultado, iniciamos el proceso de nuevo y nos decimos: «Esta vez va en serio». Y hacemos esto hasta que salga cruz. No sólo tenemos la cámara B, la que queríamos desde el principio, sino que podemos justificar la decisión porque sólo seguíamos el «consejo» de la moneda. (También podemos sustituir la moneda por los amigos y consultarles hasta que uno nos da el consejo que queremos oír).
A lo mejor era ésta la verdadera función del software de recomendaciones que utilicé para conseguir el descapotable. Quizá fue diseñado no sólo para ayudarme a tomar la mejor decisión, sino también para crear un proceso que me permitiera justificar la decisión que realmente quería tomar. En tal caso, creo que sería útil desarrollar muchas más de estas aplicaciones prácticas en otras áreas de la vida.
El cerebro del mentiroso
Casi todos creemos que algunas personas tienen (o no) una habilidad especial para engañar. Si éste es el caso, ¿qué las distingue? Un equipo de investigadores dirigido por Yaling Yang (recién doctorada en la Universidad de California, Los Ángeles) intentó dar con la respuesta a esta pregunta estudiando a mentirosos patológicos —esto es, personas que mienten de manera compulsiva e indiscriminada.
Yang y sus colegas fueron a buscar participantes para el estudio a una empresa de trabajo temporal de Los Ángeles. Creían que al menos algunos de los que carecían de empleo estable tendrían dificultades para conservar el empleo por ser mentirosos patológicos. (Como es lógico, esto no es aplicable a todos los eventuales).
Los investigadores hicieron a 108 buscadores de empleo una serie de pruebas psicológicas y varias entrevistas personales, tanto a ellos como a compañeros de trabajo y familiares, para identificar discordancias importantes que acaso delataran al embustero redomado. En este grupo, observaron a doce personas con incoherencias generalizadas en las historias que contaban sobre el trabajo, la escuela, los delitos cometidos o los antecedentes familiares. Eran los mismos individuos que solían fingirse enfermos para cobrar el subsidio de enfermedad.
A continuación, el equipo colocó a los doce mentirosos patológicos —así como a otras veintiuna personas que, sin ser mentirosas, pertenecían al mismo grupo de buscadores de empleo— en un escáner para analizar su estructura cerebral. Los investigadores se centraron en la corteza prefrontal, una parte del cerebro situada justo detrás de la frente y que, al parecer, se encarga del pensamiento de orden superior, como planificar el programa diario o determinar el modo de afrontar las tentaciones que nos acechan. También es la parte del cerebro de la que dependemos para hacer evaluaciones morales y tomar decisiones. Resumiendo, se trata de una especie de torre de control del pensamiento, el razonamiento y la moralidad.
Llenan el cerebro, en general, dos clases de sustancias: la gris y la blanca. La sustancia gris es sólo una forma de denominar los conjuntos de neuronas que constituyen el grueso del cerebro, la materia que acciona el pensamiento. La sustancia blanca es el cableado que conecta esas células cerebrales. Todos tenemos sustancia gris y sustancia blanca, pero Yang y sus colaboradores estaban especialmente interesados en las cantidades relativas de una y otra en la corteza prefrontal de los participantes. Y observaron que los mentirosos redomados tenían un 14 por ciento menos de sustancia gris que los del grupo control, un hallazgo habitual en muchos individuos con daño psicológico. ¿Qué significaba esto? Una posibilidad es que, como los embusteros patológicos contaban con menos células cerebrales (sustancia gris) para abastecer a la corteza prefrontal (un área crucial para distinguir el bien del mal), les costaba tener en cuenta la moralidad, por lo que mentían con más facilidad.
Pero esto no es todo. Cabe preguntarse por el espacio adicional que los mentirosos patológicos deben de tener en el cráneo al poseer mucha menos sustancia gris. Yang y sus colegas advirtieron también que los mentirosos patológicos tenían en la corteza prefrontal entre un 22 y un 26 por ciento más de sustancia blanca que los mentirosos no patológicos. Con más sustancia blanca (recordémoslo: es lo que conecta la sustancia gris), los mentirosos patológicos seguramente son capaces de establecer más conexiones entre recuerdos e ideas diferentes: una mayor conectividad y un mayor acceso al mundo de las asociaciones almacenadas en la sustancia gris que acaso constituyan el ingrediente secreto de su condición de embusteros naturales.
Si extrapolamos estos hallazgos a la población general, cabría decir que una mayor conectividad cerebral hará que para cualquiera sea más fácil mentir y al mismo tiempo considerarse una criatura honorable. Al fin y al cabo, los cerebros más conectados tienen más vías que explorar cuando se trata de interpretar y explicar acontecimientos discutibles —y esto tal vez sea un elemento clave en la racionalización de nuestras acciones deshonestas.
Más creatividad equivale a más dinero
Estos hallazgos me hicieron discurrir sobre si una mayor cantidad de sustancia blanca podría estar relacionada con más mentiras y a la vez con más creatividad. Después de todo, es de suponer que los individuos con más conexiones y asociaciones entre las diferentes partes de su cerebro son más creativos. Para examinar esta posible relación entre la creatividad y la deshonestidad, Francesca Gino y yo llevamos a cabo una serie de estudios. Fieles a la naturaleza de la propia creatividad, abordamos la cuestión desde diversos ángulos, empezando con un enfoque relativamente simple.
Cuando los participantes aparecieron en el laboratorio, les informamos de que responderían a algunas preguntas tras una tarea computerizada. El formulario incluía muchas cuestiones irrelevantes sobre sus hábitos y experiencias generales (de relleno, para ocultar la verdadera finalidad del estudio) y tres tipos de preguntas que constituían el elemento central de la investigación.
En la primera serie de preguntas, pedíamos a los participantes que indicaran hasta qué punto se describirían a sí mismos usando algunos adjetivos «creativos» (perspicaz, ingenioso, original, hábil, poco convencional, etcétera). En la segunda, debían decirnos con qué frecuencia participaban en setenta y siete actividades diferentes, de las cuales unas requerían más creatividad y otras menos (bolos, esquí, paracaidismo acrobático, pintar, escribir, etcétera). En la tercera y última serie, les pedíamos que indicaran hasta qué punto se identificaban con afirmaciones como «tengo un montón de ideas creativas», «prefiero tareas que me permitan pensar de manera creativa», «me gusta hacer las cosas de forma original» y otras por el estilo.
Una vez los participantes habían completado las medidas de personalidad, les pedíamos que hicieran la tarea de los puntos, presumiblemente no relacionada con las preguntas. En el caso de que no recordemos la tarea, podemos volver a las páginas 118-119 del capítulo 5, «Por qué engañamos más si llevamos falsificaciones».
¿Qué creen que pasó? Los participantes que escogían un mayor número de adjetivos creativos, participaban en actividades creativas más a menudo y se consideraban más creativos, ¿engañaban más, menos o aproximadamente igual que los no creativos?
Observamos que los participantes que pulsaban el botón «más en la derecha» (el que paga más) con más frecuencia solían ser los mismos que puntuaban más alto en las tres medidas de creatividad. Por otra parte, la diferencia entre individuos más y menos creativos era más acusada en los casos en que la diferencia entre el número de puntos en la derecha y la izquierda era relativamente pequeña.
Esto daba a entender que la diferencia entre individuos creativos y menos creativos entraba en juego sobre todo cuando hay ambigüedad en la situación y, a la vez, más margen para la justificación. Cuando había una diferencia obvia entre el número de puntos a un lado y otro de la diagonal, los participantes simplemente tenían que decidir si mentir o no. Pero si los ensayos eran más ambiguos y resultaba más difícil saber si había más puntos a la derecha o a la izquierda de la diagonal, aparecía la creatividad —y se hacían más trampas—. Cuanto más creativos eran los individuos, con más habilidad se explicaban a sí mismos por qué había más puntos en la derecha (el lado con más recompensa).
En pocas palabras, el vínculo entre creatividad y deshonestidad parece relacionado con la capacidad para contarnos a nosotros mismos historias sobre cómo estamos haciendo la cosa correcta, incluso cuando no es así. Cuanto más creativos seamos, más capaces seremos de idear nuevas historias que nos ayuden a justificar nuestros intereses egoístas.
¿Importa la inteligencia?
Aunque era un resultado interesante, no nos entusiasmamos demasiado. Ese primer estudio ponía de manifiesto que la creatividad y la deshonestidad guardan correlación, pero esto no significa forzosamente que la primera esté vinculada directamente a la segunda. Por ejemplo, ¿y si un tercer factor como la inteligencia fuera el factor relacionado tanto con la creatividad como con la deshonestidad?
El vínculo entre inteligencia, creatividad y deshonestidad parece especialmente creíble si tenemos en cuenta lo listos que serían individuos como Bernie Madoff —el Ponzi moderno— o el famoso falsificador de cheques Frank Abagnale (autor de Atrápame si puedes) para engañar a tanta gente. Por tanto, nuestro paso siguiente sería llevar a cabo un experimento en el que determinaríamos si el mejor pronosticador de deshonestidad era la creatividad o la inteligencia.
Imaginémonos de nuevo participando en el experimento, que esta vez empieza antes de que pisemos el laboratorio. La semana anterior, nos sentamos ante el ordenador y completamos una encuesta online, que incluye preguntas para evaluar la creatividad y la inteligencia. Medimos la creatividad con las tres mismas medidas del estudio anterior, y la inteligencia de dos maneras. Primero, nos piden que respondamos a tres preguntas ideadas por Shane Frederick (profesor de la Universidad de Yale) para verificar nuestra confianza en la lógica frente a la intuición. Junto con la respuesta correcta, cada pregunta trae consigo una respuesta intuitiva que de hecho es incorrecta.
He aquí un ejemplo: «Un bate y una bola cuestan en total 1,10 dólares. El bate cuesta un dólar más que la bola. ¿Cuánto cuesta la bola?».
¡Rápido! ¿Cuál es la respuesta?
¿Diez centavos?
Buen intento, pero no. Aunque la intuición nos empuja a decir 0,10 dólares, si nos basamos en la lógica más que en la intuición hemos de revisar la respuesta: «Si la bola costara 0,10 dólares, el bate costaría 1,10, lo que daría un total de 1,20, no 1,10, ya que (0,1 + [1 + 0,1] = 1,2). En cuanto caemos en la cuenta de que nuestro instinto inicial es desacertado, recurrimos a nuestros recuerdos de álgebra del instituto y damos con la solución correcta: cinco centavos (0,05 + [1 + 0,05] = 1,1). Suena de nuevo a examen SAT, ¿verdad? Enhorabuena a quienes hayan acertado. (Los que no, tranquilos, seguramente se habrían lucido en las otras dos preguntas de este breve test).
A continuación, se mide la inteligencia mediante un test verbal. Aquí nos presentan una serie de diez palabras (como «menguar» o «paliar»), y por cada una hemos de elegir cuál de seis opciones tiene un significado más parecido.
Una semana después, vamos al laboratorio y nos sentamos en una silla frente a un ordenador. Una vez acomodados, comienzan las instrucciones: «Hoy realizarás tres tareas distintas, que evaluarán capacidades de resolución de problemas, destrezas de percepción y conocimiento general. Por razones de conveniencia, las combinamos todas en una sesión».
Figura 4.
Primero está la tarea de resolución de problemas, ni más ni menos que nuestra fiel tarea de matrices. Cuando han pasado los cinco minutos del test, doblamos la hoja y la dejamos caer en el cubo de reciclaje. ¿Qué resultado comunicamos? ¿Informamos de la puntuación real? ¿O la disfrazamos un poco?
La segunda, la tarea de destrezas de percepción, es el test de puntos. Una vez más, podemos hacer todas las trampas que queramos. Hay un aliciente: si engañamos en todas las pruebas, podemos ganar 10 dólares.
Por último, la tercera y última tarea consiste en cincuenta preguntas de opción múltiple con dificultad y tema diversos. Se incluyen banalidades como «¿A qué distancia puede saltar un canguro?» (8 a 12 metros) o «¿Cuál es la capital de Italia?» (Roma). Por cada respuesta correcta recibimos 10 centavos, con un tope de cinco dólares. En las instrucciones de esta última prueba, se pide a los participantes que tracen un círculo alrededor de la respuesta en el papel antes de transferirlas todas a la hoja con casillas.
Cuando llegamos al final, dejamos el lápiz sobre la mesa. De repente, el experimentador suelta una exclamación: «¡Oh, vaya! ¡La he pifiado! He fotocopiado por error hojas con casillas que ya están marcadas con las respuestas correctas. Lo siento. ¿Te importa usar una de estas hojas marcadas? Intentaré borrar las marcas para que no se vean demasiado, ¿vale?». Aceptamos, claro.
Después, el experimentador nos pide que pasemos las respuestas del papel a la hoja con casillas marcadas, tras lo cual destruimos el primero con las respuestas originales, y sólo entonces entregamos la hoja marcada y cobramos. Como es lógico, al trasladar las respuestas nos damos cuenta de que podemos hacer trampas: en vez de transferir las respuestas propias, podemos consignar las respuestas previamente marcadas y ganar más dinero. (Desde el principio supe que la capital de Suiza es Berna. Puse Zúrich sin pensarlo).
Resumiendo, hemos participado en tres tareas en las que podemos ganar hasta 20 dólares que dedicaremos a una comida, cerveza o el próximo libro. Sin embargo, el grado de éxito estará en función no sólo del coco y la pericia con los test, sino también de la brújula moral. ¿Haríamos trampas? Y en tal caso, ¿creemos que nuestras trampas tienen algo que ver con lo listos que somos? ¿Tienen algo que ver con lo creativos que somos?
Observamos lo siguiente: como en el primer experimento, los individuos más creativos también presentaban niveles superiores de deshonestidad. Sin embargo, la inteligencia y la deshonestidad no guardaban ninguna correlación. Esto significa que quienes engañaban más en cada una de las tres tareas (matrices, puntos y conocimiento general) tenían, en promedio, puntuaciones de creatividad superiores a las de los que no engañaban, pero sus puntuaciones de inteligencia no diferían mucho.
También estudiamos las puntuaciones de los tramposos extremos, los participantes que engañaban casi a tope. En cada una de las medidas de creatividad, mostraban puntuaciones superiores a las de quienes engañaban en un grado inferior. Una vez más, las puntuaciones de inteligencia no eran muy distintas.
Estirando el factor de tolerancia: el caso de la venganza
La creatividad es sin duda un medio importante para facilitar nuestra actividad fraudulenta, pero desde luego no es el único. En un libro anterior (Las ventajas del deseo), describí un experimento concebido para evaluar qué sucede cuando las personas están molestas por no haber sido bien atendidas. En síntesis, Ayelet Gneezy (profesora de la Universidad de California, San Diego) y yo contratamos a un joven actor llamado Daniel para que llevara a cabo para nosotros unos cuantos experimentos en una cafetería local. Daniel pedía a diversos clientes del bar que participasen en una tarea de cinco minutos a cambio de cinco dólares. Una vez aceptaban, les entregaba diez hojas de papel llenas de letras al azar y les pedía que encontrasen tantas letras idénticas adyacentes como pudieran y las rodearan a lápiz con un círculo. Tan pronto terminaban, él iba a la mesa de cada uno a recoger los papeles, le entregaba un pequeño fajo de billetes y le decía: «Aquí están tus cinco dólares; por favor, cuéntalos, firma el recibo y déjalo sobre la mesa. Ya volveré a recogerlo». Y se iba a otra mesa a repetir la operación con otro participante. La clave es que les daba nueve dólares en vez de cinco, y la cuestión era cuántos participantes devolverían el cambio.
Ésta era la situación de «no interrupción». Otra serie de clientes —los de la situación de «interrupción»— se encontraban con un Daniel algo distinto. En plena explicación de la tarea, Daniel fingía que le vibraba el móvil. Llevaba la mano al bolsillo, sacaba el teléfono y decía: «Qué tal, Mike, cómo va». Tras una pausa, decía con tono entusiasta: «Perfecto, esta noche pizza a las ocho y media. ¿En mi casa o en la tuya?». Luego ponía fin a la llamada con un «hasta luego». La conversación ficticia duraba unos doce segundos.
Daniel guardaba el móvil en el bolsillo y, sin hacer ninguna referencia a la interrupción, seguía explicando la tarea. A partir de ese momento, todo era igual que en la situación de «no interrupción».
Queríamos averiguar si los clientes tratados con mala educación se quedarían el dinero de más como forma de venganza contra Daniel. Pues resulta que sí. En la condición de «no interrupción», el 45 por ciento de las personas devolvían el dinero de más, pero hacían lo propio sólo el 14 por ciento de los interrumpidos. Aunque nos parece muy triste que más de la mitad de la gente de la situación sin interrupción hiciera trampas, lo que es de veras alarmante es que, tras una pausa de doce segundos, engañara muchísima más gente de la situación con interrupción.
Si hablamos de deshonestidad, a mi juicio estos resultados sugieren que, en cuanto algo o alguien nos irrita, es mucho más fácil justificar nuestra conducta inmoral. La deshonestidad se torna represalia, una acción compensatoria contra cualquier cosa que de entrada nos exaspere. Nos decimos que no hacemos nada malo, sólo estamos haciendo las paces. Incluso podemos llevar esta racionalización un paso más allá y convencernos de que estamos tan sólo restableciendo el karma y el equilibrio en el mundo. ¡Fantástico, emprendemos una cruzada por la justicia!
David Pogue, amigo mío y columnista de tecnología del New York Times, captó algo del fastidio que sentimos respecto a la atención al cliente —y el deseo de venganza que trae consigo—. Cualquiera que conozca a David dirá que es de esas personas siempre dispuestas a ayudar a quien lo necesite, por lo que sorprende de veras la idea de que se desvíe de ese camino para hacer daño a alguien —aunque, cuando nos sentimos heridos, es difícil saber dónde está el nuevo límite de nuestro código moral—. Y David, como veremos enseguida, es un individuo muy creativo. He aquí su canción (por favor, hay que cantarla según la melodía de «Los sonidos del silencio»):
Hola correo de voz, viejo amigo
he vuelto a pedir soporte técnico
No he hecho caso del aviso de mi jefe
he llamado un lunes por la mañana
Ahora es de noche y mi cena
primero se enfrió y ahora ya tiene moho…
¡Aún estoy a la espera!
Escuchando los sonidos del silencio.
Parece que no entiendes.
Creo que tus líneas no están tripuladas.
He pulsado todas las teclas que me han dicho,
pero llevo 18 horas esperando.
No es sólo que vuestro programa se haya cargado mi Mac
y que continuamente se cuelgue y falle;
¡ha borrado mis tarjetas ROM!
Y ahora el Mac emite los sonidos del silencio.
En mis sueños fantaseo con
descargar
mi venganza en vosotros, tíos.
Pongamos que os estrelláis con la moto;
la sangre os sale a chorros de los cortes.
Con un hilo de fuerza llamáis al 911
y pedís un médico cualificado…
¡Lo habéis pillado!
¡Escucháis los sonidos del silencio!
Una historia italiana de venganza creativa
Cuando yo tenía diecisiete años y mi primo Yoav dieciocho, en verano anduvimos de mochileros por Europa pasándolo en grande. Conocimos a un montón de gente, vimos ciudades y lugares maravillosos, visitamos museos… fue una excursión europea perfecta para dos adolescentes inquietos.
Nuestro itinerario partía de Roma, atravesaba Italia y Francia y llegaba a Inglaterra. Cuando compramos los abonos juveniles de tren, el amable tipo de la oficina de Eurail de Roma nos dio una fotocopia de un mapa europeo de ferrocarriles, en el que con un bolígrafo negro marcó cuidadosamente el recorrido que íbamos a seguir. Nos dijo que podíamos utilizar los abonos en cualquier momento dentro del período de dos meses pero que sólo podíamos viajar por esa ruta concreta que él había trazado. Grapó el fino mapa a un recibo impreso y nos lo entregó todo. Al principio, estábamos seguros de que ningún revisor respetaría ese mapa tan poco sofisticado y la combinación de billetes, pero el hombre de la taquilla nos aseguró que no necesitábamos nada más, como así resultó ser.
Tras disfrutar de los lugares de interés de Roma, Florencia, Venecia y otras ciudades italianas más pequeñas, pasamos unas cuantas noches en la orilla de un lago de las afueras de Verona. La última noche, al despertar descubrimos que alguien nos había registrado las mochilas desparramando su contenido por todas partes. Tras hacer esmerado inventario de nuestras pertenencias, vimos que toda la ropa e incuso la cámara seguían ahí. Sólo faltaban las zapatillas de repuesto de Yoav. Lo habríamos considerado una pérdida de poca importancia salvo por el hecho de que la madre de Yoav (mi tía Nava), en su infinita sabiduría, había querido asegurarse de que tuviéramos algún efectivo extra en caso de que nos robaran el dinero. Así que había metido unos cientos de dólares en las zapatillas de repuesto de Yoav. La ironía de la situación era dolorosa.
Decidimos dar una vuelta por la ciudad por si veíamos a alguien calzando las zapatillas de Yoav y luego fuimos a la policía. Como los policías locales hablaban poco inglés, fue bastante difícil explicar la naturaleza del delito: que nos habían robado un par de zapatillas y que en la suela de la derecha había dinero escondido. Como cabía esperar, no recuperamos las zapatillas de Yoav, lo que nos dejó un tanto desazonados. Se trataba de un giro injusto de los acontecimientos. Europa nos debía una.
Aproximadamente una semana después del robo de las zapatillas, decidimos añadir a nuestra ruta la visita a Suiza y Holanda. Habríamos podido comprar nuevos billetes de tren para el desvío, pero recordando los zapatos robados y la poca ayuda de la policía italiana, preferimos ampliar nuestras opciones con un poco de creatividad. Mediante un bolígrafo negro como el del expendedor de billetes, en el mapa fotocopiado trazamos otra ruta que pasaba por Suiza antes de cruzar Francia y llegar a Inglaterra. Ahora en el mapa se apreciaban dos rutas posibles: la original y la modificada. Cuando lo enseñamos a los primeros revisores, éstos no hicieron comentario alguno sobre nuestra obra de arte, así que durante varias semanas seguimos dibujando recorridos adicionales.
El chanchullo funcionó hasta que fuimos camino de Basilea. El revisor suizo examinó los abonos, frunció el ceño, meneó la cabeza y nos los devolvió.
«Tenéis que comprar un billete para esta parte del viaje», nos dijo.
«Oh, pero mire, señor», replicamos con mucha educación, «Basilea está en nuestro recorrido». Y señalamos la vía modificada del mapa.
Al revisor no se le veía muy convencido.
«Lo siento, pero tenéis que pagar el billete a Basilea, si no tendré que pediros que bajéis del tren».
«Pero, señor —alegamos—, los demás revisores han aceptado los abonos sin ningún problema».
El hombre se encogió de hombros y cabeceó de nuevo.
«Por favor, señor —suplicó Yoav—, si nos deja ir a Basilea, le daremos esta cinta de los Doors. Es una gran banda de rock americana».
El revisor no le vio la gracia ni se mostró especialmente interesado en los Doors. «Muy bien», dijo. «Podéis ir a Basilea».
No estamos seguros de si finalmente estuvo de acuerdo con nosotros, valoró el gesto o se dio por vencido sin más. Tras ese incidente no añadimos más recorridos al mapa, y pronto regresamos a la ruta original.
Al recordar nuestra conducta deshonesta, estoy tentado de achacarlo a la estupidez de la juventud. Pero sé que esto no es todo. De hecho, me da la impresión de que hay diversos aspectos de la situación que facilitaron nuestro comportamiento y justificaron nuestras acciones como perfectamente aceptables.
Para empezar, estoy seguro de que estar solos en un país extranjero por primera vez nos hizo sentir más cómodos con las nuevas reglas que estábamos creando[*]. Si nos hubiéramos parado a reflexionar un poco en nuestras acciones, sin duda habríamos reconocido su gravedad, pero de algún modo, sin pensar demasiado, imaginamos que las creativas ampliaciones de la ruta formaban parte del procedimiento general de Eurail. Segundo, quizá la pérdida de unos cientos de dólares y las zapatillas de Yoav nos hizo ver lo justo de cierta venganza y que Europa nos debía compensar. Tercero, como íbamos a la aventura, tal vez desde el punto de vista moral también nos sentíamos más audaces. Cuarto, justificábamos nuestras acciones convenciéndonos de que en realidad no estábamos haciendo daño a nadie. Al fin y al cabo, sólo habíamos trazado unas cuantas líneas en un trozo de papel. El tren seguía igualmente por su vía; además, los trenes no iban nunca llenos, por lo que no quitábamos el sitio a nadie. También excusábamos nuestra acción con facilidad ante nosotros mismos porque, cuando compramos los billetes, habríamos podido escoger una ruta distinta por el mismo precio. Y como para la oficina de Eurail los diferentes recorridos eran iguales, ¿por qué era importante que en un momento dado decidiéramos cambiar de ruta? (Quizá es así como las personas defienden su proceder en la compra de acciones predatadas). Una última fuente de justificación tenía que ver con la naturaleza física del propio billete. Como el expendedor de Eurail nos había dado un simple papel fotocopiado con un dibujo a mano de la ruta planeada, nos resultaba físicamente fácil efectuar los cambios —y como sólo estábamos marcando el camino igual que el vendedor de billetes (trazando líneas en un trozo de papel)—, esta facilidad física pronto se transformó también en facilidad moral.
Cuando pienso en todos estos pretextos, me doy cuenta de lo amplia y expansiva que es nuestra capacidad para justificar y de lo frecuentes que pueden ser las racionalizaciones en prácticamente todas las actividades diarias. Tenemos una increíble capacidad para distanciarnos de mil maneras del conocimiento de que estamos infringiendo las normas, sobre todo cuando nuestras acciones están a unos pasos de la causa directa de daño a otros.
El departamento del tramposo
Pablo Picasso dijo una vez lo siguiente: «Los buenos artistas copian, los grandes artistas roban». A lo largo de la historia, no han faltado los prestatarios creativos. William Shakespeare halló ideas para argumentos en fuentes históricas clásicas griegas, romanas e italianas, y basándose en ellas escribió brillantes obras. Incluso Steve Jobs presumía de vez en cuando de que, como Picasso, a Apple no le daba ninguna vergüenza robar grandes ideas.
Hasta ahora, nuestros experimentos sugerían que, si se trata de engañar, la creatividad es una fuerza rectora. Sin embargo, no sabíamos si podíamos incrementar la creatividad de un grupo de personas y, con ello, aumentar también su nivel de deshonestidad. Aquí es donde daríamos el nuevo paso en nuestra investigación empírica.
En la siguiente versión del experimento, Francesca y yo queríamos averiguar si podíamos elevar el grado de engaño haciendo simplemente que nuestros participantes tuvieran una mentalidad más creativa (usando lo que los científicos sociales denominan priming [imprimación]). Imaginemos que somos uno de los participantes. Nos explican la tarea de los puntos. Empezamos completando una tanda de entrenamiento por la que no cobramos nada. Antes de hacer la transición a la fase real —la que conlleva el pago sesgado—, nos piden que realicemos una tarea de creación de frases. (Utilizamos nuestra magia inductora de creatividad mediante una tarea de frases revueltas, una táctica común para cambiar las mentalidades momentáneas de los participantes). En esta tarea, nos dan veinte series de cinco palabras presentadas en un orden aleatorio (como «cielo», «es», «el», «por qué», «azul»), y nos piden que construyamos en cada caso una frase gramaticalmente correcta de cuatro palabras («el cielo es azul»). Lo que no sabemos es que la tarea tiene dos versiones diferentes y que sólo vamos a ver una de ellas. Una versión es la serie creativa, en la que doce de las veinte frases incluyen palabras relacionadas con la creatividad («creativo», «original», «novedoso», «nuevo», «ingenioso», «imaginación», «ideas», etcétera). La otra es la serie control, en la que ninguna de las veinte frases incluye palabra alguna relacionada con la creatividad. Nuestro objetivo era «imprimar» a algunos participantes con una mentalidad más innovadora, ambiciosa, a lo Albert Einstein o Leonardo da Vinci, usando las palabras asociadas a la creatividad. Todos los demás seguían con su modo de pensar habitual.
En cuanto concluimos la tarea de las frases (en una de las dos versiones), volvemos a la tarea de los puntos. Pero esta vez lo hacemos por dinero de verdad. Igual que antes, ganamos medio centavo por elegir el lado izquierdo y cinco centavos por elegir el derecho.
¿Qué tipo de cuadro pintaban los datos? Facilitar una mentalidad más creativa, ¿afectaba a la moralidad de la persona? Aunque los dos grupos tenían un rendimiento parecido en las tandas de entrenamiento de la tarea de los puntos (cuando no se cobraba), sí había diferencia tras la tarea de las frases revueltas. Como cabía suponer, los participantes imprimados con las palabras creativas elegían «lado derecho» (la respuesta por la que se pagaba más) con mayor frecuencia que los de la condición de control.
Hasta aquí, parecía que una mentalidad creativa podía ayudar a la gente a engañar un poco más. En la etapa final del estudio, queríamos ver la correlación entre la creatividad y el engaño en el mundo real. Nos dirigimos a una importante agencia de publicidad en la que la mayoría de sus empleados respondieron a una serie de preguntas sobre dilemas morales, por ejemplo, «¿cuál es la probabilidad de que hinches tu informe de gastos?», «¿cuál es la probabilidad de que le digas a tu supervisor que estás avanzando en un proyecto cuando no es verdad?» o «¿cuál es la probabilidad de que te lleves a casa material de la oficina?». También les preguntábamos en qué departamento trabajaban (contabilidad, publicidad, ventas, diseño, etcétera). Por último, el máximo responsable de la agencia nos explicó cuánta creatividad hacía falta en cada departamento.
Ahora ya conocíamos la actitud moral básica de cada empleado, sus departamentos y el nivel de creatividad que cabía esperar en cada uno. Provistos de estos datos, calculamos la flexibilidad moral de los empleados en cada uno de los distintos departamentos y cómo esta flexibilidad estaba relacionada con la creatividad exigida en sus respectivas ocupaciones. Y resultó que ese nivel de flexibilidad moral tenía mucho que ver con el nivel de creatividad requerido en su departamento y su trabajo. Los diseñadores y los redactores publicitarios estaban en los primeros puestos de la escala de flexibilidad moral, y los contables, en los últimos. Al parecer, cuando aparece la «creatividad» en la descripción de nuestro empleo, significa que, en el caso de la conducta deshonesta, somos más susceptibles de decir «adelante».
El lado oscuro de la creatividad
Desde luego, estamos habituados a oír hablar bien de la creatividad como virtud personal e importante instrumento para el progreso de la sociedad. Se trata de un rasgo que desean no sólo los individuos sino también las empresas y las comunidades. Honramos a los innovadores, elogiamos y envidiamos a quienes tienen una mente original, y meneamos la cabeza cuando otros no son capaces de salirse de los convencionalismos.
Hay buenas razones para ello. La creatividad aumenta nuestra capacidad para resolver problemas generando posibilidades para nuevos enfoques y soluciones. Es lo que ha permitido a la humanidad rediseñar el mundo de maneras (a veces) beneficiosas con inventos que van desde los sistemas de alcantarillado y agua potable a los paneles solares, desde los rascacielos a la nanotecnología. Aunque todavía queda mucho camino por recorrer, podemos agradecer a la creatividad buena parte de nuestro progreso. Después de todo, sin pioneros como Einstein, Shakespeare o da Vinci el mundo sería un lugar mucho más deprimente.
De todos modos, esto es sólo parte de la historia. Igual que gracias a la creatividad visualizamos soluciones originales a problemas peliagudos, también encontramos caminos para eludir reglas, lo que nos permite reinterpretar continuamente la información de una manera interesada. Poner a trabajar nuestra mente creativa sirve para idear un relato que nos permite tener lo mejor de un mundo y su contrario e inventar historias en las que siempre somos el héroe, nunca el villano. Si la clave de la deshonestidad es la capacidad para considerarnos personas honestas y morales sacando al mismo tiempo provecho del engaño, la creatividad puede ayudarnos a contar mejores historias que nos permitan ser aún más deshonestos pero, con todo, seguir teniéndonos por personas honradísimas.
La combinación de resultados positivos y deseados, por un lado, y el lado oscuro de la creatividad, por otro, nos ponen en un aprieto. Aunque necesitamos y queremos creatividad, también está claro que, según en qué circunstancias, puede tener una influencia negativa. Como cuenta el historiador (y también colega y amigo) Ed Balleisen en el libro Suckers, Swindlers, and an Ambivalent State, de próxima publicación, cada vez que se traspasan fronteras tecnológicas —sea la invención del servicio postal, el teléfono, la radio, el ordenador o los títulos respaldados por hipotecas—, esos avances permiten a las personas aproximarse a las fronteras tanto de la tecnología como de la deshonestidad. Sólo más adelante, en cuanto se hayan establecido las capacidades, los efectos y las limitaciones de una tecnología, podemos determinar los medios tanto deseables como abusivos para utilizar esas nuevas herramientas.
Por ejemplo, Ed revela que una de las primeras funciones del servicio de correos de los EE. UU. era vender productos que no existían. Se tardó un tiempo en descubrir el problema del fraude postal, que a la larga fue el preludio de un contundente conjunto de regulaciones que ahora garantizan la gran calidad, eficiencia y confianza en este importante servicio. Si pensamos en los avances tecnológicos desde esta perspectiva, llegamos a la conclusión de que debemos dar las gracias a algunos estafadores creativos por ciertos progresos e innovaciones que hemos llevado a cabo.
¿Dónde nos deja esto? Está claro que hemos de seguir contratando personas creativas, aspirar a ser creativos y seguir estimulando la creatividad en los demás. No obstante, también tenemos que entender las conexiones entre la creatividad y la deshonestidad e intentar limitar los casos en los que los individuos creativos pueden verse tentados de utilizar sus destrezas para encontrar nuevas formas de mal comportamiento.
Por cierto, no estoy seguro de si lo he mencionado, pero creo que soy la mar de honesto, y creativo como pocos.