CAPÍTULO 10

Final semioptimista: ¡las personas no engañan lo suficiente!

A lo largo de este libro, hemos visto que la honestidad y la deshonestidad se basan en una mezcla de dos clases de motivación muy diferentes. Por un lado, queremos sacar partido del engaño (la motivación económica racional), mientras por otro queremos ser capaces de considerarnos seres humanos geniales (la motivación psicológica). Cabe pensar que no podemos alcanzar los dos objetivos al mismo tiempo —estar en misa y repicando—, pero la teoría del factor de tolerancia da a entender que la capacidad para la racionalización y el razonamiento flexible nos permite precisamente hacer esto. En esencia, mientras sólo engañemos un poquito, podemos estar en misa y repicar también (un poco). Podemos cosechar algunos de los beneficios de la deshonestidad mientras conservamos una imagen propia positiva.

Como hemos visto, ciertas fuerzas —como la cantidad de dinero que estamos en condiciones de ganar y la probabilidad de que nos descubran— influyen en los seres humanos sorprendentemente menos de lo que cabría pensar. Y a la vez otras fuerzas nos influyen más de lo que sería de esperar: recordatorios morales, distancia respecto al dinero, conflictos de interés, agotamiento, falsificaciones, evocaciones de logros inventados, creatividad, testimonios de acciones deshonestas de otros, preocupación por los demás miembros de nuestro equipo, y así sucesivamente.

Aunque el centro de atención de los diversos experimentos explicados aquí ha sido la deshonestidad, también es importante recordar que casi todos los participantes en nuestros ensayos eran personas correctas de buenas universidades, que con el tiempo seguramente llegarán a ocupar puestos de cierta responsabilidad e influencia; no el tipo de personas que asociamos normalmente a las trampas. De hecho, eran iguales que usted o yo o cualquiera de los demás habitantes del planeta, lo cual significa que todos somos perfectamente capaces de engañar un poco.

Aunque pueda sonar pesimista, el vaso medio lleno de la historia es que los seres humanos tienen, por lo general, un nivel ético superior al previsto por la teoría económica estándar. De hecho, desde una perspectiva estrictamente racional (SMORC), los seres humanos no engañamos ni mucho menos lo suficiente. Pensemos cuántas veces, en los últimos días, hemos tenido ocasión de engañar sin ser descubiertos. Quizá una colega se dejó el bolso en la mesa mientras asistía a una reunión larga. Tal vez en una cafetería un desconocido nos pidió que le vigiláramos el portátil mientras iba al lavabo. A lo mejor un dependiente de la tienda pasó por alto un artículo de nuestro carrito o pasamos junto a una bicicleta sin el candado en una calle vacía. En cualquiera de estas situaciones, según el SMORC, lo que había que haber hecho es coger el dinero, el portátil o la bicicleta o no mencionar el artículo inadvertido. Sin embargo, desperdiciamos la mayoría de estas oportunidades a diario sin pensar en aprovecharlas. Lo cual significa que arrancamos con buen pie en nuestro esfuerzo por mejorar nuestra fibra moral.

¿Y qué hay de los «verdaderos» criminales?

En nuestros experimentos hemos examinado a miles de personas, y de vez en cuando hemos visto a tramposos agresivos que se quedan todo el dinero que pueden. En el test de las matrices, por ejemplo, normalmente no salía nadie que afirmara haber resuelto 18 o 19 matrices de un total de 20. Pero alguna que otra vez un participante decía haberlas resuelto todas. Se trataba de personas que, tras efectuar un análisis coste-beneficio, decidían arramblar con todo el dinero que fuera posible. Menos mal que no nos encontramos con muchos tipos así, y como parecían ser la excepción a la regla, perdimos con ellos sólo unos cuantos dólares. (No era para tirar cohetes, pero tampoco estaba mal). Al mismo tiempo, había miles y miles de participantes que engañaban por «sólo» unas pocas matrices, pero como eran tantos, perdimos con ellos miles y miles de dólares —muchísimo más que con los tramposos agresivos.

Me parece que, en cuanto a las pérdidas con los tramposos agresivos y los menos importantes, nuestros experimentos revelan deshonestidad en la sociedad en general. Muy pocas personas roban en un grado máximo. Sin embargo, muchas personas buenas engañan sólo un poco aquí y allá redondeando al alza las horas facturables, declarando pérdidas superiores en sus reclamaciones al seguro, recomendando tratamientos innecesarios, etcétera. Las empresas también encuentran formas de engañar un poco. Pensemos en las compañías de tarjetas de crédito que suben los tipos de interés ligerísimamente sin ningún motivo aparente e inventan toda clase de penalizaciones y honorarios ocultos (que, en su seno, a menudo se conocen como «mejora de ingresos»). Pensemos en los bancos que ralentizan el procesamiento de los cheques para retener el dinero un día o dos más o cobran cantidades exorbitantes por protección contra descubiertos y por utilizar los cajeros automáticos. Todo ello significa que, aunque obviamente es importante prestar atención a la mala conducta flagrante, seguramente importa más desalentar las pequeñas y más generalizadas formas de deshonestidad, que nos afectan a todos la mayor parte del tiempo sea como perpetradores o como víctimas.

Unas palabras sobre las diferencias culturales

Viajo mucho, lo que significa que acabo conociendo a personas de todo el mundo a las que suelo preguntar sobre la moralidad y la honestidad en sus respectivos países. Gracias a ello estoy comenzando a entender cómo las diferencias culturales —sean regionales, nacionales o corporativas— contribuyen a la deshonestidad.

Si alguien ha crecido fuera de los Estados Unidos, puede hacerse la pregunta de en qué país se engaña más. Tras formulársela a muchas personas de varios sitios, he descubierto que la gente cree firmemente que en su país se engaña, y la mayoría opina que los habitantes de dicho país engañan más que los americanos (con la excepción un tanto previsible del Canadá y los países nórdicos).

Partiendo de que se trataba de impresiones subjetivas, tuve curiosidad por averiguar si había realmente ahí algo de verdad. Así que decidí examinar más directamente algunas de estas percepciones culturales. Para explorar diferencias culturales, primero teníamos que encontrar un modo de equiparar los incentivos económicos de los diversos sitios. Si pagábamos siempre, por ejemplo, una cantidad equivalente a un dólar por una cuestión resuelta correctamente, esto oscilaría entre un pago muy elevado en unos lugares y otro más bien bajo en otros. Para equiparar la magnitud de los incentivos, nuestra idea inicial era usar un producto reconocido internacionalmente, como la hamburguesa de McDonald’s. Según este planteamiento, por cada matriz bien resuelta, los participantes recibirían una cuarta parte del coste de una hamburguesa en ese emplazamiento. (Dicho enfoque presuponía que las personas que fijan los precios en McDonald’s conocen la capacidad adquisitiva de sus clientes y fijan los precios con arreglo a ello).

Al final nos decidimos por un sistema afín y usamos el «índice de cerveza». Nos instalamos en bares locales, donde pagábamos a los participantes una cuarta parte del precio de una pinta por cada matriz que afirmasen haber resuelto. (Para asegurarnos de que estaban sobrios, los abordábamos sólo cuando entraban en el bar).

Como crecí en Israel, tenía un interés especial en la actuación de los israelíes (y sospechaba, lo admito, que harían más trampas que los americanos). Pero resultó que, en los experimentos con las matrices, nuestros participantes israelíes engañaban en la misma medida. Decidimos analizar también otras nacionalidades. Shirley Wang, una de mis colaboradoras chinas, estaba convencida de que los chinos harían más trampas que los americanos. Pero también aquí los chinos exhibieron los mismos niveles de deshonestidad. Francesca Gino, de Italia, estaba segurísima de que los italianos eran los que más engañaban. «Ven a Italia, y te enseñaré de qué va esto del engaño», decía con su maravilloso acento. Pero también estaba equivocada. Obtuvimos los mismos resultados en Turquía, el Canadá e Inglaterra. De hecho, el nivel de engaño parece ser el mismo en todos los países, al menos en los que hemos estudiado hasta ahora.

¿Cómo podemos conciliar el hecho de que los experimentos no revelan diferencias reales en cuanto a deshonestidad entre los diferentes países y culturas con la fuerte convicción personal de que las personas de distintos lugares engañan en distintos grados? ¿Y cómo podemos conciliar la ausencia de diferencias en nuestros resultados con las claras diferencias en los niveles de corrupción entre países, culturas y continentes? Creo que ambas perspectivas son correctas. Nuestros datos reflejan un aspecto importante y real del engaño, pero las diferencias culturales también. He ahí por qué.

El test de las matrices existe fuera de cualquier contexto cultural. Es decir, no es un elemento arraigado en ningún entorno cultural o social. Por tanto, evalúa la capacidad humana básica para ser moralmente flexible y reformula situaciones y acciones de maneras que repercutan positivamente en nosotros mismos. Por otro lado, nuestras actividades cotidianas están entrelazadas en un contexto cultural complejo. Este contexto cultural influye en la deshonestidad sobre todo de dos formas: puede coger actividades concretas y hacerlas entrar y salir del ámbito moral, y puede modificar la magnitud del factor de tolerancia considerado aceptable para una esfera determinada.

Por ejemplo, el plagio. En las universidades americanas, el plagio se toma muy en serio, pero en otras culturas se tiene por una especie de juego de póquer entre la facultad y los estudiantes. En esas culturas, se considera algo negativo el hecho de ser descubierto más que la acción fraudulenta en sí. Del mismo modo, en algunas sociedades hay tipos de engaño que están mal vistos —no pagar impuestos, tener una aventura amorosa, descargar software ilegalmente, pasar con el semáforo en rojo cuando no hay tráfico—, mientras que en otras, las mismas actividades se considera que son neutras o incluso que confieren cierto honor.

Desde luego, hay mucho más que aprender sobre la influencia de la cultura en el engaño, en lo referente tanto a las influencias sociales que ayudan a poner freno a la deshonestidad, como a las fuerzas sociales que vuelven más probables la deshonestidad y la corrupción.

Posdata. Quiero señalar que, a lo largo de todos los experimentos interculturales, hubo una vez en que sí encontramos una diferencia. Racheli Barkan y yo llevamos a cabo el experimento en un bar de Washington, D.C., adonde acuden muchos empleados del Congreso. Y también en un bar de Nueva York, donde muchos de los clientes son banqueros de Wall Street. Fue el único ámbito donde observamos una diferencia cultural. ¿Quiénes nos parece que engañaban más, los políticos o los banqueros? Yo estaba convencido de que serían los políticos, pero los resultados revelaron lo contrario: los banqueros engañaban el doble. (De todos modos, antes de empezar a sospechar más de nuestros amigos banqueros y menos de nuestros amigos políticos, hemos de tener en cuenta que los políticos que evaluamos eran subalternos —sobre todo de la plantilla del Congreso, así que todavía les quedaba mucho margen para crecer y desarrollarse).

ENGAÑO E INFIDELIDAD

Sin duda ningún libro sobre el engaño sería completo si no contuviera algo sobre el adulterio y los complejos e intricados subterfugios que inspiran las relaciones extraconyugales. Al fin y al cabo, en la jerga popular, el engaño es prácticamente sinónimo de infidelidad.

De hecho, podemos considerar que la infidelidad es una de las principales fuentes del entretenimiento. Si adúlteros actuales como Liz Taylor, el príncipe Carlos, Tiger Woods, Eliot Spitzer, Arnold Schwarzenegger y muchos otros no hubieran engañado a sus cónyuges, seguramente habrían desaparecido los tabloides y muchos medios informativos.

En lo referente a la teoría del factor de tolerancia, la infidelidad es probablemente la ilustración prototípica de todas las características de la deshonestidad de las que hemos estado hablando. Para empezar, es el rostro publicitario (o al menos uno de ellos) de una conducta no derivada de un análisis coste-beneficio. También me parece que la tendencia a la infidelidad depende en gran medida de ser capaz de justificarla ante nosotros mismos. Empezar con una acción de poca importancia (quizá un beso) es otra fuerza que, con el tiempo, puede conducirnos a implicaciones más profundas. Estar lejos de la rutina diaria habitual, por ejemplo una excursión o un plató, donde las normas sociales no están tan claras, puede incrementar la capacidad para justificar la infidelidad. Y las personas creativas —como los actores, los artistas o los políticos—, conocidas por su propensión a ser infieles, seguramente serán más hábiles a la hora de contar historias sobre por qué está bien o incluso es deseable para ellas comportarse así. Y, como pasa con otros tipos de deshonestidad, la infidelidad se ve influida por las acciones de quienes nos rodean. Alguien con amigos y parientes con líos amorosos probablemente recibirá la influencia de esta exposición.

Ante toda esta complejidad, estos matices y esta importancia social, cabe preguntarse por qué en el libro no hay un capítulo sobre la infidelidad y por qué este fascinante tema está relegado a una pequeña sección. El problema son los datos. Por lo general, me gusta atenerme a conclusiones que pueda extraer de datos y experimentos. Realizar experimentos sobre la infidelidad es casi imposible, y los datos, por su misma naturaleza, son difíciles de valorar. Lo cual significa que por ahora sólo nos queda hacer conjeturas —y sólo conjeturas— acerca de la infidelidad.

Figura 6

¿Qué hemos de hacer a continuación?

Así que en éstas estamos, rodeados de deshonestidad. Como dijo en 1873 un tal Apoth E. Cary:

Estafar, estafar, en todas partes,

en todos los tamaños y formas;

sacad la estafa del hombre,

y no queda nada salvo mentiras.

La filantropía sirve para disimular un fraude,

la caridad tira de los farsantes;

y nos estafan en casa, en el extranjero,

y nos estafan dondequiera que vayamos.

Pues el mundo está lleno de farsantes,

está dirigido por hombres deshonestos;

se va uno, viene otro,

y nos estafan una vez y otra vez.

APOTH E. CARY, «Recollections of the Swindle Family»[1]

Como hemos visto, todos somos capaces de engañar, y asimismo expertos en contarnos historias sobre por qué, haciendo esto, no incurrimos en deshonestidad ni inmoralidad. Peor aún, somos proclives a «contraer» el virus del engaño de otras personas, y en cuanto comenzamos a actuar de manera deshonesta, es probable que sigamos por ese camino.

Así, ¿qué hemos de hacer respecto a la deshonestidad? Desde hace poco estamos sufriendo una tremenda crisis económica que nos ha procurado una excelente oportunidad para analizar el fracaso humano y el papel que la irracionalidad desempeña en nuestra vida y en la sociedad en general. En respuesta a este desastre provocado por el ser humano, hemos tomado medidas para asumir algunas de nuestras tendencias irracionales, y hemos empezado a reevaluar debidamente el enfoque de los mercados. El templo de la racionalidad ha sido zarandeado, y con una mejor comprensión de la irracionalidad deberíamos ser capaces de replantear y reinventar nuevas estructuras que, en última instancia, nos ayuden a evitar estas crisis en el futuro. Si no lo hacemos, habrá sido una crisis desperdiciada.

MEMENTO MORI

Se pueden establecer muchas conexiones entre la época romana y los bancos actuales, pero quizá la más importante sea memento mori. En el apogeo del poder de Roma, los generales romanos que habían logrado victorias importantes desfilaban por el centro de la ciudad exhibiendo su botín. Lucían solemnes túnicas de púrpura y oro, una corona de laurel y pintura roja en la cara mientras eran transportados en un trono. La gente los aclamaba, elogiaba y admiraba. Pero la ceremonia incluía otro elemento: a lo largo del día, un esclavo marchaba junto al victorioso general, y para evitar que se apoderase de éste un orgullo desmedido, le susurraba repetidamente al oído «memento mori», que significa «recuerda que morirás».

Si me encomendaran que ideara una versión moderna de la expresión, seguramente escogería «recuerda que puedes errar», o quizá «recuerda tu irracionalidad». Sea cual sea la frase, reconocer los puntos flacos es un primer paso crucial en el camino para tomar decisiones más atinadas, crear mejores sociedades y fortalecer nuestras instituciones.

Dicho esto, nuestra siguiente tarea consiste en encontrar medios más efectivos y prácticos para combatir la deshonestidad. Las escuelas de negocios incluyen clases de ética en sus planes de estudio, las empresas mandan a sus empleados a seminarios sobre códigos de conducta y los gobiernos proponen políticas de transparencia. Cualquier observador ocasional del estado de la deshonestidad en el mundo se daría cuenta enseguida de que estas medidas no bastan. Y las investigaciones aquí presentadas dan a entender que los enfoques «tirita» están condenados al fracaso por la sencilla razón de que no tienen en cuenta la psicología de la deshonestidad. Después de todo, cada vez que se crean políticas o procedimientos para impedir el engaño, se dirigen a cierta serie de conductas y motivaciones que deben cambiar. Y, por lo general, cuando se presentan intervenciones, dan por supuesto que está presente el SMORC. Pero, como hemos visto, este modelo simple tiene poco que ver con el alma máter del engaño.

Si tenemos verdadero interés en poner freno al engaño, ¿qué hemos de hacer? A estas alturas, espero que esté claro que si queremos dominar la deshonestidad, debemos comenzar entendiendo por qué de entrada las personas se comportan de manera deshonesta. Con esto como punto de partida, podemos idear remedios más efectivos. Por ejemplo, según nuestro conocimiento de que en general las personas quieren ser honestas pero también están tentadas de sacar provecho de la deshonestidad, podríamos aconsejar recordatorios en el momento de la tentación, que, como hemos visto, son sorprendentemente eficaces. Del mismo modo, saber cómo funcionan los conflictos de interés y hasta qué punto influyen en nosotros pone de manifiesto que debemos evitar y regular los conflictos de interés en un grado mucho mayor. También tenemos que comprender los efectos que tienen en la deshonestidad el entorno y el agotamiento mental y físico. Y, como es lógico, en cuanto entendamos el carácter contagioso de la deshonestidad podemos tomar nota de la Teoría de las Ventanas Rotas para combatir el contagio social del engaño.

Curiosamente, ya tenemos muchos mecanismos sociales que parecen estar diseñados específicamente para poner a cero nuestra brújula moral y superar el efecto «qué demonios». Todos estos rituales de puesta a cero —que van desde la confesión católica hasta el Yom Kippur, del Ramadán al Sabbath— nos ofrecen oportunidades de serenarnos, detener el deterioro y pasar la página. (Para los no religiosos, consideremos los propósitos de Año Nuevo, los cumpleaños, los cambios de trabajo o las rupturas románticas como oportunidades de «puesta a cero»). Recientemente, hemos empezado a llevar a cabo experimentos básicos sobre la eficacia de estos enfoques de puesta a cero (utilizando una versión no religiosa de la confesión católica), y hasta ahora parece que revocan con éxito el efecto «qué demonios».

Desde la perspectiva de la ciencia social, la religión ha evolucionado de maneras que pueden ayudar a la sociedad a contrarrestar tendencias potencialmente destructivas, incluida la tendencia a ser deshonesto. La religión y los rituales religiosos recuerdan de diversas maneras a las personas su obligación de obrar con sentido moral; recordemos, por ejemplo, el judío del tzitzit del capítulo 2 («Diversión con el factor de tolerancia»). Los musulmanes usan unos abalorios denominados tasbih o misbaha con los que cuentan los noventa y nueve nombres de Dios varias veces al día. También existen la oración diaria y la oración confesional («Perdóname Padre, porque he pecado»), la costumbre de la prayaschitta en el hinduismo, e innumerables recordatorios religiosos que funcionan más o menos como los Diez Mandamientos en nuestros ensayos.

En la medida en que estos planteamientos sean útiles, podemos pensar en crear mecanismos afines (bien que no religiosos) en los negocios y la política. Quizá deberíamos hacer que los empresarios y los funcionarios públicos efectuaran un juramento, cumplieran un código ético o incluso pidieran perdón de vez en cuando. A lo mejor estas versiones laicas del arrepentimiento y la petición de perdón ayudarían a los potenciales tramposos a prestar atención a sus acciones, pasar página y, de este modo, aumentar su observancia moral.

Una de las formas más interesantes de ceremonias de puesta a cero son los rituales de purificación que realizan ciertas sectas religiosas. Uno de estos grupos es el Opus Dei, sociedad secreta católica en la que sus miembros se flagelan con látigos de enea. No recuerdo exactamente cuándo empezamos a hablar del Opus Dei, pero en un momento dado Yoel Inbar (profesor de la Universidad de Tilburg), David Pizarro y Tom Gilovich (ambos de la Universidad de Cornell) y yo nos preguntamos si la autoflagelación y conductas similares captan un deseo humano básico de limpieza personal. ¿Podemos eliminar mediante el autocastigo la sensación de haber hecho algo malo? ¿Puede el dolor autoinfligido ayudarnos a pedir perdón y comenzar de nuevo?

Siguiendo el enfoque físicamente doloroso del Opus Dei, decidimos realizar un experimento mediante una versión más moderna y menos sangrienta que los látigos de enea: como material escogimos descargas eléctricas sólo ligeramente dolorosas. En cuanto los participantes llegaban al laboratorio de Cornell, pedíamos a unos que escribieran algo sobre sus experiencias pasadas que les hiciera sentirse culpables, a otros sobre alguna experiencia que les pusiera tristes (una emoción negativa pero no relacionada con la culpa), y a los de un tercer grupo, sobre una experiencia que no les hiciera sentir ni bien ni mal. Después de que reflexionaran sobre uno de estos tres tipos de experiencias, les pedimos que tomaran parte en «otro» experimento que incluía la autoaplicación de descargas eléctricas.

En esta siguiente fase del ensayo, conectábamos la muñeca de los participantes a una máquina generadora de descargas. Una vez hecha la conexión, les enseñábamos a fijar el nivel de la descarga eléctrica y qué botón debían apretar para aplicarse la sacudida dolorosa. Preparábamos la máquina en el nivel mínimo de descarga y les decíamos que pulsaran el interruptor y aumentaran el nivel de descarga, pulsaran el botón y aumentaran el nivel de descarga, pulsaran el botón, etcétera, hasta que ya no pudieran soportar la intensidad de la corriente.

En realidad, no somos tan sádicos como parece, pero queríamos ver hasta dónde llegaban ellos en la escala del dolor y en qué medida su nivel de dolor autoadministrado dependía de las condiciones experimentales. Pero sobre todo queríamos comprobar si el recuerdo de experiencias pasadas ligadas a la culpa impulsaba a los participantes a limpiarse mediante el dolor. Y resultó que, en las condiciones neutra y triste, el grado de dolor autoinfligido era similar y más bien bajo, lo cual significa que las emociones negativas por sí mismas no generan un deseo de autoinfligirse dolor. Sin embargo, los de la condición culpable estaban mucho más predispuestos a autoadministrarse descargas de mayor intensidad.

Por difícil que sea valorar este respaldo experimental de la práctica del Opus Dei, los resultados sugieren que la purificación mediante el dolor de la autoflagelación quizás aprovecha un método básico con el que afrontamos los sentimientos de culpa. Tal vez reconocer nuestros errores, admitirlos y añadir cierta forma de castigo físico es una buena receta para pedir perdón y pasar página. A ver, no estoy recomendando que adoptemos ahora mismo este enfoque, pero no me importaría que lo intentasen algunos políticos y hombres de negocios… sólo para ver si funciona.

Hace unos años, una mujer que conocí en una conferencia me contó un ejemplo más laico (y elegante) de puesta a cero. Su hermana, que vivía en Sudamérica, un día se dio cuenta de que, cada pocos días, la criada robaba un poco de carne de la nevera. No le dio excesiva importancia (aparte de que a veces no tenía suficiente carne para preparar la cena, lo que podía ser frustrante), pero sin duda debía hacer algo al respecto. La primera parte de la solución fue poner un cerrojo en la nevera. Luego le dijo a la criada que, al parecer, algunas personas que trabajaban en la casa cogían de vez en cuando carne de la nevera, así que sólo ellas dos tendrían llave. También concedió a la criada una pequeña mejora económica por la responsabilidad adicional. Con el nuevo papel, las nuevas normas y el control añadido, cesaron los robos.

A mi juicio, este planteamiento funcionó por varias razones. Me parece que el hábito de robar de la criada se desarrolló más o menos como el engaño que hemos estado analizando. Quizá todo empezó con una pequeña acción individual («Cogeré sólo un poquito de carne mientras estoy limpiando»), pero tras haber robado una vez, fue mucho más fácil seguir haciéndolo. Al cerrar la nevera y dar a la criada una responsabilidad adicional, la mujer le ofrecía una vía para poner a cero su nivel de honestidad. También creo que confiarle la llave fue un elemento importante para cambiar su idea de robar carne y establecer en la casa la norma social de la honestidad. Encima, si ahora para abrir la nevera hacía falta una llave, cualquier acto de robo sería más deliberado, más intencionado y mucho más difícil de justificar. Esto no se diferencia de lo sucedido cuando obligábamos a los participantes a desplazar el cursor a la parte inferior de la pantalla para que se viera el solucionario (capítulo 6, «Nos engañamos a nosotros mismos»).

La cuestión es que, cuanto más desarrollamos y adoptamos estos mecanismos, más capaces somos de poner freno a la deshonestidad. No siempre va a ser sencillo, pero sí es posible.

Es importante señalar que el establecimiento de un punto final y la oportunidad de un nuevo comienzo pueden tener lugar en una escala social más amplia. La Comisión de la Verdad y la Reconciliación en Sudáfrica es un ejemplo de este tipo de proceso. La finalidad de esta comisión pseudojudicial era posibilitar la transición desde el régimen de apartheid, que había oprimido duramente a la inmensa mayoría de los sudafricanos durante décadas, a un nuevo comienzo y a la democracia. Al igual que pasa con otros métodos basados en abandonar conductas negativas, hacer una pausa y volver a empezar, el objetivo de la comisión era la reconciliación, no el castigo. Seguro que nadie pretendía que la comisión borrase todos los recuerdos y restos de la época del apartheid, ni que las profundas cicatrices que éste causó pudieran llegar a olvidarse o curarse del todo. Sin embargo, ha quedado como un importante ejemplo de cómo, al reconocer la mala conducta y pedir perdón, se pueden dar pasos importantes en la dirección correcta.

Por último, merece la pena intentar examinar lo que hemos aprendido sobre la deshonestidad desde una perspectiva más amplia y ver qué nos enseña esto sobre la racionalidad y la irracionalidad en un sentido más general. A lo largo de los diferentes capítulos, nos hemos encontrado con fuerzas racionales que, a nuestro modo de ver, impulsan la conducta deshonesta… pero no lo hacen. Y existen asimismo fuerzas irracionales que, según nuestro parecer, no propician conductas deshonestas… pero sí lo hacen. Esta incapacidad para reconocer qué fuerzas intervienen de veras y cuáles son irrelevantes es algo que observamos de manera sistemática en las investigaciones sobre toma de decisiones y economía conductual.

Desde esta óptica, tenemos en la deshonestidad un ejemplo excelente de las tendencias irracionales. Es omnipresente; no entendemos instintivamente cómo nos aplica su magia; y, lo más importante, no la vemos en nosotros mismos.

La buena noticia de todo esto es que no somos impotentes frente a las flaquezas humanas (incluida la deshonestidad). En cuanto conozcamos mejor la causa real de nuestra conducta no precisamente óptima, podemos comenzar a descubrir maneras de controlarla y mejorar los resultados. Éste es el verdadero propósito de la ciencia social, y estoy seguro de que, en los años venideros, el viaje será cada vez más importante e interesante.

Irracionalmente suyo,

DAN ARIELY