CAPÍTULO 6
Nos engañamos a nosotros mismos
Me imagino en una playa de arena fina. La marea está bajando, lo que me deja una ancha franja de tierra húmeda para pasear. Me dirijo a un sitio al que voy de vez en cuando a mirar chicas. Vale, soy un batallador cangrejo azul; y en realidad voy a pelear con otros cangrejos macho para ver quién se granjea el favor de las hembras.
Ahí delante veo una hermosura con unas pinzas preciosas. Al mismo tiempo, noto que la competencia está acercándose por momentos. Sé que la forma ideal de manejar la situación es ahuyentando a los otros cangrejos. Así evito la pelea y cualquier posible daño o, peor aún, el riesgo de perder la oportunidad de aparearme. Por tanto, debo convencer a los otros de que soy más grande y fuerte. Me acerco despacio al enfrentamiento sabiendo que he de hacer hincapié en el tamaño. Sin embargo, si sólo finjo ser más grande poniéndome de puntillas y moviendo las pinzas sin demasiado entusiasmo, seguramente me delataré. ¿Qué hacer?
Lo que he de hacer es levantarme a mí mismo la moral y empezar a creer que soy realmente más grande y más duro de lo que soy. «Sabiendo» que soy el cangrejo de mayor tamaño de la playa, me elevo todo lo posible sobre las patas traseras y extiendo las pinzas lo más lejos y más alto que puedo (los cuernos, la cola [del pavo real] y el hinchamiento general tienen la misma finalidad en otros machos). Si creemos en la propia mentira, no vacilaremos. Y nuestra confianza (exagerada) puede acobardar a los adversarios.
Volvamos a la realidad. Como seres humanos, contamos con medios de hinchamiento ligeramente más sofisticados que nuestros homólogos animales. Tenemos la capacidad de mentir, no sólo a los demás sino también a nosotros mismos. El autoengaño es una estrategia útil para creernos las historias que contamos, y si tenemos éxito, será menos probable que vacilemos e indiquemos sin querer que somos muy distintos de lo que pretendemos ser. No apruebo que se mienta para conseguir pareja, un empleo ni ninguna otra cosa. Pero en este capítulo analizaremos diversas formas en que logramos engañarnos a nosotros mismos mientras intentamos engañar a los otros.
No podemos creernos en el acto todas nuestras mentiras, desde luego. Por ejemplo, imaginemos, en un proceso de emparejamiento rápido, a un hombre que intenta impresionar a una mujer atractiva. Se le ocurre una idea disparatada: decirle que tiene licencia de piloto. Aunque le haya vendido esta historia, es improbable que se convenza a sí mismo de que tiene realmente esa licencia y comience a explicar a los pilotos del vuelo siguiente cómo aterrizar mejor. Por otro lado, pongamos que vamos a correr con un amigo y nos ponemos a discutir sobre tiempos. Le decimos que hemos corrido una milla en menos de siete minutos cuando en realidad es un poco más de siete. Al cabo de unos días le decimos lo mismo a otra persona. Tras repetir una y otra vez esta afirmación ligeramente exagerada, al final nos olvidamos de que realmente no hemos bajado de los siete minutos. Nos lo acabamos creyendo hasta tal punto que llegaríamos a apostar dinero.
Voy a contarles una historia de una época en que me creí mi propio engaño. En el verano de 1989 —unos dos años después de haber salido del hospital—, mi amigo Ken y yo decidimos ir desde Nueva York a Londres a visitar a otro amigo. Compramos el billete más barato, para el caso a la compañía Air India. Cuando el taxi se paró en el aeropuerto, nos quedamos consternados al ver la cola de gente que salía de la terminal. A Ken se le ocurrió enseguida una idea: «¿Por qué no te sientas en una silla de ruedas?». Pensé en su sugerencia. No sólo estaría yo más cómodo, sino que avanzaríamos más deprisa. (La verdad es que a mí me cuesta estar de pie mucho rato porque la circulación de mis piernas dista de ser buena. Pero no necesito una silla de ruedas).
Estábamos convencidos los dos de que era un buen plan, así que se apeó del taxi y al rato volvió con la silla. Fuimos tan campantes al mostrador de facturación, y aún con dos horas por delante, nos tomamos un café y un bocadillo. Pero entonces tuve que ir al baño, de modo que Ken me empujó hasta el servicio más cercano, que desgraciadamente no estaba diseñado para acomodar una silla de ruedas. Sin embargo, seguí en mi papel; acercamos la silla lo más posible al váter, y yo intenté dar en el blanco desde la distancia sin demasiado éxito.
Una vez resuelto el problema del baño, ya tocaba subir a bordo. Teníamos los asientos en la hilera 30, y mientras nos acercábamos a la entrada del avión, caí en la cuenta de que la silla sería demasiado ancha para el pasillo. Por tanto, hicimos lo que exigía mi nuevo papel: dejé la silla de ruedas junto a la entrada y me agarré a los hombros de Ken, que me llevó hasta los asientos.
Sentado a la espera de que el aparato despegara, me sentía molesto por el hecho de que los aseos del aeropuerto no fueran accesibles para los minusválidos y de que la compañía no me hubiera proporcionado una silla más estrecha con la que llegar a mi asiento. Mi enfado fue en aumento cuando comprendí que no podría beber nada en las seis horas de viaje porque no habría modo de seguir fingiendo y usar el baño. La siguiente dificultad se planteó cuando aterrizamos en Londres. De nuevo, Ken tuvo que acarrearme hasta la entrada del avión, y como la compañía aérea no disponía de ninguna silla de ruedas para nosotros, tuvimos que esperar.
Esta pequeña aventura me ayudó a entender mejor la irritación cotidiana de los discapacitados en general. De hecho, estaba tan molesto que decidí quejarme al director de Air India en Londres. En cuanto tuvimos la silla, Ken me empujó hasta las oficinas de la compañía aérea, donde con un aire ampuloso de indignación describí todas las dificultades y humillaciones y reprendí al responsable de Air India por la indiferencia de la compañía respecto a las personas minusválidas. Él se deshizo en disculpas, por supuesto, tras lo cual nos marchamos.
Lo curioso es que durante todo el proceso supe que podía andar, pero asumí mi papel de forma tan rápida y concienzuda que mis pretensiones de superioridad moral eran tan reales como si tuviera razones legítimas para sentirme afectado. Después fuimos a la consigna, recogí sin más la mochila y salí tan tranquilo, como Keyser Söze en Sospechosos habituales.
Para analizar más en serio el autoengaño, Zoë Chance (recién doctorada en Yale), Mike Norton, Francesca Gino y yo nos propusimos saber más sobre cómo y cuándo nos engañamos creyéndonos nuestras propias mentiras y si hay maneras de evitarlo.
En la primera fase de la exploración, los participantes hacían un test tipo CI con ocho preguntas (por ejemplo, «¿qué número es la mitad de un cuarto de una décima parte de 400?»). Una vez terminada la prueba, los participantes del grupo control entregaban sus respuestas al experimentador, que las revisaba. Esto nos permitía establecer el rendimiento medio[*].
En la situación en la que era posible engañar, los participantes tenían un solucionario al final de la página. Se les decía que dicho apartado servía para que ellos pudieran calcular su desempeño en el test y también les ayudaría a estimar su competencia en esa clase de preguntas. No obstante, se les dijo que primero respondieran y sólo después usaran el solucionario como instrumento de verificación. Tras contestar a todas las preguntas, los participantes comprobaban las respuestas y comunicaban sus resultados.
¿Qué ponen de manifiesto los resultados de la fase uno del estudio? Como era de esperar, el grupo que tenía la oportunidad de «verificar las respuestas» anotaba en promedio unos cuantos puntos de más, lo que da a entender que habían utilizado el solucionario no sólo para puntuarse, sino también para mejorar el rendimiento. Como en los demás experimentos, observamos que, si las personas tienen la ocasión para ello, hacen trampas, aunque sin excederse.
Cómo conseguir mejor puntuación MENSA
La inspiración para este montaje experimental surgió de una de esas revistas de regalo que hay en los aviones. En cierta ocasión, iba hojeando yo una y descubrí un cuestionario MENSA (preguntas que supuestamente miden la inteligencia). Como soy bastante competitivo, probé qué tal. Según las instrucciones, las respuestas estaban en la parte posterior de la revista. Tras responder a la primera pregunta, salté atrás a ver, y, quién lo iba a decir, había acertado. Pero a medida que seguía con el cuestionario, también reparé en que estaba verificando la respuesta en cuanto había terminado de contestar a la pregunta, algo desviados los ojos hacia la respuesta siguiente. Tras haber vislumbrado la respuesta a la otra pregunta, observé que ésta era mucho más fácil. Al final de la prueba, era capaz de contestar correctamente a la mayoría de las preguntas, con lo que lógicamente me creí una especie de genio. Pero de pronto empecé a dudar de si la puntuación era tan alta por ser yo superinteligente o gracias a haber visto las respuestas por el rabillo del ojo (como es lógico, tendía a atribuirlo a mi inteligencia).
Puede tener lugar el mismo proceso básico en cualquier test en el que las respuestas están en otra página o escritas boca abajo, como pasa con frecuencia en revistas y guías de estudio sobre SAT. Solemos utilizar las respuestas cuando hacemos cuestionarios para convencernos de lo listos que somos o, si fallamos alguna, de que hemos cometido un error tonto que no cometeríamos nunca en un examen de verdad. En cualquier caso, nos quedamos con la ampulosa idea de lo brillantes que llegamos a ser —algo que en general aceptamos encantados.
Los resultados de la fase uno de los experimentos ponían de manifiesto que los participantes tendían a mirar por anticipado las respuestas para mejorar su puntuación. Sin embargo, este hallazgo no nos decía si se trataba del engaño típico o si en realidad estaban engañándose a sí mismos. En otras palabras, aún no sabíamos si sabían que estaban engañando o si se habían convencido a sí mismos de que conocían las respuestas desde el principio. Para resolver esto, al siguiente experimento le añadimos otro componente.
Imaginemos que tomamos parte en un ensayo semejante al anterior. Hemos respondido a ocho preguntas y acertado cuatro de ellas (50 por ciento), pero gracias a las respuestas del final de la página decimos haber resuelto correctamente seis (75 por ciento). Ahora bien, ¿creemos que nuestra capacidad real es del orden del 50 por ciento o del 75 por ciento? Por una parte, quizá seamos conscientes de haber usado el solucionario para hinchar la puntuación y entendamos que la capacidad real se acerca más al 50 por ciento. Por otra, si sabemos que van a pagarnos como si en realidad hubiéramos resuelto seis problemas, tal vez seamos capaces de convencernos de que nuestra facilidad para resolver estas cuestiones gira más bien en torno al 75 por ciento.
Aquí es donde interviene la fase dos del experimento. Una vez acabada la prueba matemática, el experimentador pide a los participantes que pronostiquen lo bien que lo harán en el test siguiente, en el que deberán responder a cien preguntas de naturaleza similar. Ahora está claro que no habrá respuesta alguna al final de la página (por tanto, tampoco posibilidad de consultar la solución). ¿Cuál es nuestra predicción? ¿Se basará en nuestra capacidad real de la primera fase (50 por ciento) o en la capacidad acentuada (75 por ciento)? He aquí la lógica: si somos conscientes de que en el test anterior nos valimos del solucionario para inflar artificialmente el resultado, el pronóstico será que resolveremos bien la misma proporción de cuestiones resueltas sin ayuda en la primera prueba (cuatro de ocho, es decir, en torno al 50 por ciento). Pero supongamos que creemos que realmente contestamos bien seis cuestiones por nuestra cuenta y no gracias a haber mirado las respuestas. Ahora quizá pronostiquemos que en este próximo test también resolveremos un porcentaje mayor (más cercano al 75 por ciento). La verdad es que sólo podemos resolver correctamente la mitad de las cuestiones, desde luego, pero el autoengaño acaso nos hinche, como le pasó al cangrejo, y aumente la confianza en nuestra capacidad.
Los resultados revelaban que los participantes experimentaban el segundo tipo de autobombo. Las predicciones acerca de lo bien que lo harían en la segunda fase de la prueba ponían de manifiesto que no sólo habían usado el solucionario en la primera fase para exagerar su puntuación, sino que enseguida se habían autoconvencido de que realmente merecían ese resultado. En esencia, quienes tenían la posibilidad de verificar las respuestas en la primera fase (y engañaban) comenzaban a creer que ese rendimiento exagerado reflejaba su verdadera capacidad.
Pero ¿qué sucedería si pagásemos a los participantes para predecir con acierto su puntuación en la segunda fase? Con dinero de por medio, quizá no pasarían por alto tan descaradamente el hecho de que en la primera fase se habían servido del solucionario para mejorar el rendimiento. A tal fin, repetimos el experimento con un nuevo grupo de participantes, esta vez ofreciéndoles hasta 20 dólares si predecían correctamente su desempeño en el segundo test. Incluso con un incentivo económico para ser precisos, aún solían fiarse totalmente de sus puntuaciones anteriores y sobrestimar sus facultades. Pese a tener una clara motivación para ser exactos, el autoengaño era la norma imperante.
LO SUPE DESDE EL PRINCIPIO
He pronunciado bastantes conferencias sobre mis investigaciones ante diferentes grupos, desde académicos a gente de la industria. Cuando empezaba a dar charlas, solía describir un experimento, los resultados, y por último lo que, a mi juicio, podíamos aprender del mismo. No obstante, a menudo me encontraba con individuos que no estaban nada sorprendidos por los resultados y tenían ganas de decírmelo. Me parecía algo desconcertante, pues los resultados a veces me sorprendían a mí, el que había llevado a cabo el estudio. ¿Cómo es que las personas del público son tan perspicaces?, me preguntaba yo. ¿Cómo es que conocían los resultados antes que yo? ¿O se trataba sólo de una intuición ex post facto, retroactiva?
Con el tiempo descubrí un medio para combatir esta sensación de «lo supe desde el principio». Empecé a pedirle al público que pronosticara el resultado de los experimentos. Tras acabar la descripción del montaje y lo medido, concedía a los asistentes unos segundos para pensarlo. A continuación les pedía que se decidieran por un resultado o anotaran su predicción. Sólo cuando ya habían consignado la respuesta daba yo la solución. Lo bueno es que este planteamiento surte efecto. Con este método de preguntar primero, casi nunca recibía la respuesta de «lo supe desde el principio».
En honor de nuestra tendencia natural a convencernos de que ya sabíamos las respuestas correctas desde el principio, a mi centro de investigación de la Universidad de Duke lo llamé «Centro de la Retrospectiva Avanzada».
Nuestro amor a la exageración
Érase una vez —a principios de la década de 1990— un aclamado director de cine, Stanley Kubrick, a quien su ayudante empezó a contarle historias sobre un hombre que pretendía ser él. El presunto Kubrick (cuyo verdadero nombre era Alan Conway y no se parecía en nada al director de barba oscura) iba por Londres diciendo a la gente quién (no) era. Como el verdadero Stanley Kubrick era un individuo muy reservado que evitaba a los paparazzi, pocos tenían alguna idea de su aspecto. Por tanto, muchas personas crédulas, emocionadas por el hecho de «conocer» personalmente al famoso director, se tragaban el cuento de Conway. Warner Bros., que financiaba y distribuía las películas de Kubrick, llamaba a la oficina de éste prácticamente cada día con nuevas quejas de personas que no entendían por qué «Stanley» no volvía a ponerse en contacto con ellas. A fin de cuentas, le habían invitado a copas y a cenar y pagado el taxi, ¡y él les había prometido un papel en su próxima película!
Un día, Frank Rich (el antiguo crítico de teatro y columnista de opinión de The New York Times) estaba cenando en un restaurante de Londres con su esposa y otra pareja. Resulta que el imitador de Kubrick se hallaba en una mesa próxima con un parlamentario condecorado y algunos hombres jóvenes a quienes explicaba historias sobre sus maravillas cinematográficas. Cuando el impostor vio a Rich en la otra mesa, se le acercó y le dijo que estaba dispuesto a demandar al Times por haberle calificado de «creativamente aletargado». Rich, emocionado por tener delante al esquivo «Kubrick», le pidió una entrevista. Conway le dijo a Rich que lo llamara, le dio su número de teléfono y… desapareció.
Poco después de este encuentro, las cosas empezaron a aclararse, pues Rich y los otros se dieron cuenta de que habían sido engañados. Al final se supo la verdad cuando Conway empezó a vender su historia a periodistas, según la cual estaba recuperándose de un trastorno mental («Fue asombroso. Kubrick se apoderó de mí sin más. ¡Yo creía ser él realmente!»). Al final, Conway murió alcohólico y en la miseria, sólo cuatro meses antes que el cineasta[*].
Aunque esta historia es bastante extrema, Conway pudo muy bien creerse Kubrick mientras estaba pavoneándose disfrazado, lo que suscita la cuestión de si unos somos más propensos que otros a creernos nuestras bolas. Para examinar esta posibilidad, ideamos un experimento que incluía la misma tarea básica del autoengaño, pero esta vez medíamos también la tendencia general de los participantes a hacer la vista gorda ante sus fallos. Al objeto de medir esta tendencia, pedimos a los participantes que dijeran si estaban de acuerdo o no con diversas declaraciones, como «mis primeras impresiones de la gente suelen ser acertadas» o «nunca oculto mis errores». Queríamos comprobar si las personas que decían «sí» a más frases de éstas tenían también en nuestro experimento una mayor tendencia al autoengaño.
Igual que antes, quienes estaban en la situación «solucionario» engañaban y obtenían puntuaciones más elevadas. También aquí pronosticaban que acertarían más cuestiones del test siguiente. Y una vez más perdían dinero al exagerar las puntuaciones y sobrevalorar su capacidad. ¿Y qué hay de los que decían «sí» a más afirmaciones sobre sus tendencias? Pues había muchos, y eran quienes predecían que lo harían mejor en la segunda fase.
VETERANOS HEROICOS
En 1959 murió el «último veterano superviviente de la Guerra Civil», Walter Williams, que fue objeto de un magnífico entierro, incluido un desfile que congregó a decenas de miles de asistentes y una semana de luto oficial. No obstante, muchos años después, un periodista llamado William Marvel descubrió que Williams sólo tenía cinco años al comenzar la guerra, luego en ningún caso contaba con la edad suficiente para servir en el ejército. Pero esto no era todo. El título falso que Walter Williams se llevó a la tumba le había llegado de manos de un hombre llamado John Salling, quien, como descubrió Marvel, también se consideraba el veterano más viejo de la Guerra Civil. Según Marvel, en realidad los últimos presuntos veteranos más viejos de la Guerra Civil eran todos falsos.
Hay innumerables historias parecidas, incluso acerca de guerras recientes, donde cabría pensar que sería más difícil inventar y mantener afirmaciones así. He aquí un ejemplo. El sargento Thomas Larez recibió múltiples disparos mientras ayudaba a poner a salvo a un soldado herido en un combate con los talibanes en Afganistán. No sólo salvó la vida de su compañero, sino que se repuso de sus heridas y mató a siete enemigos. Así se dio a conocer la hazaña de Larez en un noticiario de Dallas, que más adelante debió rectificar cuando se supo que, aunque Larez era efectivamente marine, no había estado en Afganistán ni en sueños. Toda la historia era falsa.
Los periodistas suelen sacar a la luz invenciones como éstas. Pero de vez en cuando los mentirosos son ellos. Con lágrimas en los ojos y voz temblorosa, el viejo periodista Dan Rather describió su época en los marines, pese a que no había pasado de la instrucción básica. Al parecer, no calibró bien la importancia de su participación[1].
Probablemente hay numerosas explicaciones de por qué algunas personas exageran su historial militar. No obstante, el gran número de historias sobre gente que miente sobre su currículum, sus diplomas o sus expedientes personales plantea algunas cuestiones interesantes: ¿Puede ser que, cuando mentimos públicamente, la mentira registrada actúe como un indicador de logros que «nos recuerda» nuestro logro falso y ayuda a consolidar la ficción en el tejido de nuestra vida? Así pues, si un trofeo, una insignia o un certificado reconoce algo que no hemos hecho nunca, ¿nos ayuda el indicador de logros a mantener creencias falsas sobre nuestra capacidad? Estos certificados, ¿aumentan nuestra capacidad de autoengaño?
Antes de explicar nuestros experimentos al respecto, quiero señalar que en la pared de mi despacho tengo colgados con orgullo dos diplomas. Uno pone «Licenciado del MIT en Ciencia del Encanto», y el otro «Doctor en Encanto», también del MIT. Me concedió estos diplomas la Escuela del Encanto, por unas actividades que tienen lugar en el MIT durante el frío y deprimente mes de enero. Para satisfacer los requisitos, tuve que ir a varias clases de bailes de salón, poesía, nudos de corbata y otras destrezas inspiradas en el cotillón. Y a decir verdad, cuanto más tiempo llevan los certificados en la pared, más me creo que soy realmente encantador.
Analizamos los efectos de los certificados ofreciendo a los participantes la posibilidad de hacer trampas en la primera prueba de matemáticas (al darles acceso al solucionario). Después de que exagerasen sus resultados, dábamos a algunos un certificado que recalcaba su logro (falso) en el test. Incluso escribíamos su nombre y su puntuación en el certificado, que imprimíamos en un bonito papel de aspecto oficial. Los otros participantes no recibían certificado alguno. Los indicadores de logro, ¿elevarían la confianza de los participantes en su rendimiento sobrestimado, que en realidad se basaba parcialmente en consultar el solucionario? ¿Les harían creer que su puntuación era efectivamente un reflejo fiel de su capacidad?
Resulta que no soy el único a quien influyen los diplomas colgados en la pared. Los participantes que recibían el certificado pronosticaban que responderían correctamente a más preguntas del segundo test. Es como si tener un recordatorio de un «trabajo bien hecho» nos ayudara a pensar que nuestros logros son exclusivamente nuestros, con independencia de lo bien o mal que estuviera hecho realmente el trabajo.
La novelista del siglo XIX Jane Austen puso un ejemplo fantástico del modo en que nuestros intereses egoístas, con la colaboración de quienes nos rodean, pueden inducirnos a creer que nuestro egoísmo es de hecho una indicación de benevolencia y generosidad. En Sentido y sensibilidad hay una reveladora escena en la que John, único hijo varón y heredero legítimo, reflexiona sobre lo que conlleva exactamente una promesa que hiciera a su padre. En el lecho de muerte, John promete al viejo que cuidará de su buena pero pobre madrastra y tres hermanastras. Y, por propia voluntad, decide dar a las mujeres 3.000 libras, una fracción mínima de la herencia, con las que se arreglarán bien. Al fin y al cabo, razona sin rodeos, «puedo prescindir de una suma así sin grandes inconvenientes».
Pese a la satisfacción obtenida por John de esa idea y la facilidad con que se puede hacer el regalo, su lista y egoísta esposa le convence —sin demasiadas dificultades y con una buena dosis de razonamiento engañoso— de que cualquier dinero que dé a la familia de su madrastra lo dejará a él, a su esposa y a su hijo «tremendamente empobrecidos». Como la bruja malvada de un cuento de hadas, la mujer sostiene que el padre de él debía de estar aturdido. Después de todo, el viejo estaba a las puertas de la muerte cuando hizo la petición. Luego insiste una y otra vez en el egoísmo de la madrastra. ¿Cómo es que la madrastra y las hermanastras de John creen merecer dinero alguno? ¿Cómo puede él, su marido, dilapidar la fortuna de su padre manteniendo a esas rapaces? El hijo, lavado el cerebro, llega a la conclusión de que «sería absolutamente innecesario, cuando no sumamente indecoroso, hacer más por la viuda y las tres hijas de su padre…». Et voilà! La conciencia apaciguada, la avaricia racionalizada, la fortuna intacta.
AUTOENGAÑO EN EL DEPORTE
Todos los deportistas saben que está prohibido consumir esteroides, y que si un día los pillan, sus marcas y el deporte en su conjunto se resentirán por igual. Sin embargo, movidos por el deseo de batir nuevos récords (gracias a los esteroides) y suscitar la atención de los medios y la adoración de los fans, muchos deportistas se drogan y hacen trampas. El problema se da en todas partes y en todos los deportes. En 2006, Floyd Landis fue desposeído de su victoria en el Tour de Francia por haber consumido esteroides anabolizantes. En 2010, un entrenador de fútbol búlgaro sufrió una suspensión de cuatro años por dar esteroides a sus jugadores antes de un partido. Y seguimos sin saber qué piensan los consumidores de esteroides cuando ganan un partido o reciben una medalla. ¿Admiten que los elogios son inmerecidos, o creen de veras que su rendimiento es atribuible sólo a sus habilidades?
Luego está el béisbol, claro. ¿Habría batido Mark McGwire tantos récords si no hubiera tomado esteroides? ¿Creía que sus logros se debían sólo a sus facultades? Tras confesar el consumo de anabolizantes, McGwire dijo lo siguiente: «Sin duda la gente se preguntará si habría podido anotar todos estos home runs en caso de no haber tomado esteroides. Hice buenas temporadas sin tomar nada, y malas temporadas sin tomar nada. Tuve buenas temporadas con esteroides, y malas temporadas sin esteroides. Pero al margen de esto, no habría debido hacerlo; estoy arrepentido de veras»[2].
Por arrepentido que esté, al final ni sus fans ni el propio McGwire saben hasta qué punto es buen jugador de béisbol o no.
Como vemos, las personas tienden a creerse sus historias exageradas. ¿Es posible eliminar, o al menos reducir, esta conducta? Como ofrecer dinero a la gente para evaluar su actuación con más exactitud no parecía suprimir el autoengaño, decidimos intervenir antes, en el preciso momento en que se sugería a los participantes la posibilidad de engañar. (Este enfoque tiene que ver con el uso de los Diez Mandamientos del capítulo 2, «Diversión con el factor de tolerancia»). Toda vez que los participantes eran claramente capaces de pasar por alto el efecto del solucionario en sus puntuaciones, nos preguntábamos qué pasaría si evidenciábamos el hecho de que estaban basándose en él al usarlo. Si utilizar el solucionario para incrementar el rendimiento era muy descarado, ¿serían menos capaces de convencerse a sí mismos de que ya sabían las respuestas correctas desde el principio?
En nuestros experimentos iniciales (realizados en papel), no era posible determinar exactamente cuándo los ojos de los participantes se dirigen al solucionario y hasta qué punto son conscientes de la ayuda procurada por las soluciones escritas. De modo que, en nuestro siguiente experimento, los participantes cumplimentaron una versión computerizada del mismo test. Esta vez, el solucionario de la parte inferior de la pantalla al principio estaba oculto. Para ver las respuestas, los participantes tenían que desplazar el cursor hacia abajo, y cuando éste se alejaba, las soluciones desaparecían de nuevo. De este modo, se veían obligados a pensar exactamente cuándo y durante cuánto tiempo usaban el solucionario, por lo que no podían pasar por alto fácilmente una acción tan clara y deliberada.
Aunque casi todos los participantes consultaban el apartado de soluciones al menos una vez, observamos que en el segundo test (a diferencia de las pruebas en soporte de papel) no sobrestimaban los resultados. Pese al hecho de que aún hacían trampas, al decidir usar conscientemente el solucionario (no echando una simple mirada a la parte inferior de la página) eliminaban las tendencias al autoengaño. Así pues, parece que, cuando somos claramente conscientes de las maneras en que hacemos trampas, somos también mucho menos capaces de elogiar injustificadamente nuestros resultados.
Autoengaño y autoayuda
Así pues, ¿qué hacemos con el autoengaño? ¿Lo mantenemos? ¿Lo eliminamos? Me parece que el autoengaño es similar a sus primos, el exceso de confianza y el optimismo, y, como pasa con estas otras tendencias, tiene ventajas y desventajas. En el lado positivo, una fe injustificadamente elevada en nosotros mismos puede incrementar el bienestar general ayudándonos a afrontar el estrés, aumentar la perseverancia mientras realizamos tareas difíciles o aburridas, e impulsarnos a probar experiencias nuevas.
Seguimos engañándonos en parte para preservar una autoimagen positiva. Quitamos importancia a los fallos, damos realce a los éxitos (aun cuando no sean nuestros del todo), y cuando el fracaso es innegable echamos encantados la culpa a otros y a las circunstancias externas. Como nuestro amigo el cangrejo, nos valemos del autoengaño para aumentar nuestra confianza cuando de lo contrario quizá no nos sentiríamos tan audaces. Apoyarnos en nuestros puntos fuertes puede ayudarnos a pillar una cita, a terminar un proyecto importante o a conseguir un empleo. (No estoy proponiendo hinchar el currículum, desde luego, pero un poco de confianza adicional suele venir bien).
En el lado negativo, si basamos nuestras acciones en una visión demasiado optimista de nosotros mismos, quizá supongamos equivocadamente que las cosas saldrán a pedir de boca y, como consecuencia de ello, no tomemos activamente las mejores decisiones. El autoengaño también puede empujarnos a «mejorar» nuestro historial con, pongamos, un título de una universidad prestigiosa, lo que puede provocarnos gran aflicción cuando por fin se conozca la verdad. Y, por supuesto, está el coste general del engaño. Si hay deshonestidad en nosotros y en quienes nos rodean, empezamos a sospechar de todo el mundo, y, sin confianza, nuestra vida se torna más difícil en casi todos los aspectos.
Como sucede en otros ámbitos, también aquí el equilibrio se produce entre la felicidad (impulsada en parte por el autoengaño) y las decisiones de futuro óptimas (y una opinión más realista sobre nosotros mismos). Es emocionante rebosar entusiasmo y tener esperanza en un futuro maravilloso, sin duda; pero en el caso del autoengaño, las creencias exageradas pueden aplastarnos cuando aparezca la cruda realidad.
Algunos aspectos positivos de la mentira
La mentira dicha para beneficiar a otra persona se conoce como «mentira piadosa». Si decimos una mentira piadosa, estamos ampliando el factor de tolerancia, pero no por razones egoístas. Por ejemplo, veamos la importancia de los cumplidos insinceros. Todos conocemos el patrón oro de las mentiras piadosas, cuando una mujer tirando a poco esbelta se pone un ceñido vestido nuevo y le pregunta a su esposo: «¿Se me ve gorda?». El hombre efectúa un rápido análisis coste-beneficio; si dice la cruel verdad, ve pasar por delante su vida entera. Así que le dice: «Cariño, estás preciosa». Otra noche (pareja) salvada.
Unas veces las mentiras piadosas son sólo sutilezas sociales, pero otras pueden hacer maravillas para ayudar a la gente a superar circunstancias difíciles, como aprendí yo cuando a los dieciocho años sufrí las quemaduras comentadas.
Tras un accidente que casi me cuesta la vida, me vi en el hospital con quemaduras de tercer grado que afectaban a más del 70 por ciento del cuerpo. Desde el principio, los médicos y las enfermeras no paraban de decirme lo mismo: «Todo saldrá bien». Y yo quería creerles. Para mi mente joven, «todo saldrá bien» significaba que las cicatrices de las quemaduras y muchísimos trasplantes de piel a la larga se desvanecerían y desaparecerían, igual que cuando uno se quema mientras hace palomitas de maíz o asa malvaviscos en una fogata.
Un día, hacia el final de mi primer año ingresado, la terapeuta ocupacional dijo que quería presentarme a un quemado recuperado que una década atrás había sufrido una suerte parecida. Quería demostrarme que para mí era posible ir por todas partes y hacer las cosas que solía —en esencia, que todo saldría bien—. Pero cuando entró la visita, me quedé horrorizado. El hombre estaba cubierto de cicatrices, tanto que parecía deformado. Era capaz de mover las manos y usarlas de muchas maneras creativas, pero apenas eran funcionales. La imagen distaba muchísimo de cómo imaginaba yo mi recuperación, mi capacidad para desenvolverme y el aspecto que tendría una vez saliese del hospital. Tras ese encuentro me quedé muy abatido, y comprendí que mis cicatrices y mi funcionalidad serían mucho peores de lo que yo había pensado hasta ese momento.
Los médicos y las enfermeras me contaron otras mentiras bienintencionadas sobre el tipo de dolor que cabía esperar. En una operación insoportablemente larga de las manos, me introdujeron largas agujas desde las puntas de los dedos hasta las articulaciones para mantenerlos rectos y conseguir así que la piel se curase como es debido. En el extremo de cada aguja colocaron un trozo de corcho para que yo no me rascara sin querer o me hurgara los ojos. Tras un par de meses con este engorroso artefacto, supe que me lo quitarían en el consultorio, no bajo anestesia. Esto me dejó un poco inquieto, pues me imaginaba un dolor espantoso. Pero una de las enfermeras me dijo: «Oh, no te preocupes. Es un procedimiento sencillo y no duele nada». Y durante las dos semanas siguientes estuve mucho menos preocupado.
Cuando llegó el momento de retirar las agujas, una enfermera aguantaba el codo y la otra sacaba despacio cada aguja con unas pinzas. El dolor fue insoportable, por supuesto, y duró días —prácticamente al revés de como me habían dicho—. Aun así, en retrospectiva, me alegró mucho que me mintiesen. Si me hubieran dicho la verdad sobre lo que me esperaba, me habría pasado las semanas anteriores pensando en ello amargado, asustado y estresado —lo que a su vez habría puesto en peligro mi debilitado sistema inmunitario—. Así que, al final, acabé creyendo que, en determinadas circunstancias, las mentiras piadosas están justificadas.