Capítulo 7

Cuando Bruce Chatwin despertó Alice se había ido. Miró en el baño, y finalmente encontró un trozo de papel pegado al espejo con esparadrapo. En él había escritas dos líneas, con la letra distinguida y femenina, un poco nerviosa por la prisa, de Alice. La nota decía:

“Te llamaré, amor mío. Hasta pronto. Un beso”.

Sí, era una nota bastante escueta. Además, Alice había tenido el gesto encantador, infantil y romántico de pintar un corazón con la barra de labios junto al papel escrito.

Sin embargo, lo que más impresionó al joven, lo que más ahondó en él fue ver aquellas dos palabras escritas de su mano:

“Te amo”

Todavía no se explicaba cómo había conseguido aquel premio llegado desde el corazón de la muchacha. Lo cierto era que ella lo amaba, se lo había demostrado esa noche, dándoselo todo antes de que Bruce se lo pidiera, de una forma que él nunca hubiese podido imaginar.

¿Por qué se había marchado tan pronto y tan deprisa? Instantáneamente le vino a la cabeza el rostro de James Lowell, sus ojos de compinche. A esas alturas ya sabía que Alice había pasado la noche con él. ¿Qué haría entonces? ¿Enviaría a Dawson, el verdugo con cara de hombre bueno, a matarlo? No, acabaría él con ellos antes, a la primera ocasión que, a lo más, llegaría el domingo, con esa visita al hipódromo.

Quizá la oportunidad se presentase antes. No, no iba a permitir que pasara tanto tiempo. Creía haber puesto a Lowell lo suficientemente nervioso para que la propiciara. Quizá viniera a por él —pensó— Muy bien, lo esperaría, tenía sus cartas bocarriba, estaba dispuesto.

Aunque, de momento, se hallaba a su merced. Tenía que esperar el movimiento del otro. No es que le importase perder el amor de Alice, pero perderlo también era perder su poder, y eso no iba a consentírselo a Bruce Chatwin, desde luego.

Se metió en la ducha, no preocupado, pero sí a la expectativa. James Lowell había demostrado que era capaz de cualquier cosa, incluso de matar a un hombre para casarse con su hermana. Era un facineroso y un asesino.

El agua tibia le reconfortó. ¿Llamaría a Alice? Quería oír su voz, su tono, su música y compararla con aquellas dos palabras escritas que también había imaginado en su boca infinidad de veces.

El teléfono había sonado, de modo que no pudo estar en la ducha todo el tiempo que hubiese deseado. Quería que fuese Lowell, pero no: era Julie Emerson.

—Jefe, ¿se le han pegado las sábanas? —dijo divertida y cantarina.

—¿Qué hora es?

—Las doce. ¿Le parece bonito preguntar qué hora es? La consulta está llena.

Porque he de recordarle que hoy es un día laboral.

—Para mí no, Julie —dijo Bruce— Discúlpeme ante los pacientes: lo entenderán.

Diles que estoy indispuesto, que me duele la cabeza, o que me he tirado al tren. ¡No!

Mejor diles que me he ido al psiquiatra.

—Muy gracioso, señor Chatwin —dijo Julie— Sólo falta que les diga también el nombre de la competencia, para que vayan todos a ella.

—Lo sé, sé que no estoy muy gracioso hoy, aunque para mí es día de fiesta.

—¿Y puede saberse qué celebra?

—El amor, Julie, el amor —dijo con un tono afrancesado de academia barata de idiomas.

—¿Se ha enamorado?

—No, se han enamorado de mí. —dijo Bruce en el mismo tono.

—Pues vaya suerte que ha tenido la pobrecilla —dijo Julie Emerson.

—¿Ella? —se escandalizó Bruce— ¿Nunca le he dicho que soy de la acera de enfrente? Las mujeres son para los vulgares. Para la gente de miras estrechas.

—¡Señor Chatwin! —dijo ella, siguiéndole la corriente— Lo que es usted es un sátiro. En fin, veré sin convenzo a sus estimados pacientes. Adiós.

—Buen día, Julie —dijo, colgando.

Hacía un sol esplendido y el joven salió a la terraza. Aún tenía en las manos y en los labios el sabor de la piel y los besos de Alice. Necesitaba volver a verla, volver a hacer el amor con ella, necesitaba arrancársela a James Lowell. De pronto no podía soportar la idea de que ese hombre la hubiese acariciado, besado. Soportar eso le parecía sobrehumano, salía de todos sus límites.

Después estuvo paseando por la habitación. ¡Deseaba tanto que Alice llamara!

¿Por qué no lo hacía? ¿Estaría quizá en su oficina, en lugar de en su casa? Pasó una media hora, quizá más, que a Bruce le pareció eterna. Si no llamaba tendría que esperar todo el día en casa. Le gustaba estar en casa, pero no con esa impaciencia pisándole los talones. A menos que llamara él. Le incomodaría encontrarse con Lowell, o con Dawson, aunque tampoco seria ese un problema demasiado importante.

Al final se abalanzó sobre le teléfono. ¿Por dónde empezar? Marcó el número de su casa, sabía que la oficina estaba intervenida. Esperó y oyó la voz de la señora Rowolt:

—Señor Chatwin! —dijo la mujer— ¡Qué sorpresa! Ya me tenía usted preocupada, creí que no se acordaba de nosotras, después de esa deliciosa careta con que apareció el otro día, la de hombre de negocios. Aunque yo en todo momento vi en usted algo que desentonaba, espero que —dicho a posteriori— no lo considere vanidad por mi parte.

—En absoluto, señora Rowolt —dijo el joven— quizá le haya parecido un experimento infantil, pero le aseguro que me fue bastante útil.

—¡Mire que no reconocerle! Soy una gran admiradora de su trabajo, señor Chatwin. Incluso entusiasta. Estoy segura de que sería una buena paciente suya.

—¡Espero no verla en esa situación! —bromeó el joven— si yo fuera usted desconfiaría de los psiquiatras. Por cierto, me gustaría hablar con su hija, ¿está en casa?

—En este momento no, señor Chatwin. Salió esta mañana, con James —dijo la mujer, y adoptando un tono de confidencia— Creo que tuvieron unas palabritas.

—Comprendo. ¿Podría decirle que me llame al llegar? Tengo un asunto urgente que tratar con ella.

—Se lo diré, descuide. Pero, si quiere hablar con ella, ¿por qué no viene esta noche a cenar? Así me explicaría usted cómo ha llegado a decir cosas tan importantes sobre la mente humana y de paso me firma uno de sus libros.

Sí, ahí estaba la oportunidad que Bruce estaba buscando, al alcance de su mano.

Como es de suponer, Lowell y Dawson también estarían presentes.

—¿Cenar? —dijo el joven— Me parece una excelente idea, estaré encantado.

—Se lo digo porque de otro modo no podrá hablar con ella. Mi hija parte mañana a París.

—¡Cómo! ¿Se va su hija? —dijo Bruce, visiblemente asombrado— ¿Por qué?

¿Qué va a hacer en París?

—Sí, todo ha sido bastante precipitado. Así son los negocios. Se va con James, estarán allí durante dos semanas, para firmar un importante contrato de exportación con el gobierno francés, creo recordar.

¿Con James Lowell? —pensó el joven psiquiatra, y sintió cómo iba quedándose sin sentido. ¡Aquello era inconcebible! ¿Había sido lo de esa noche una mentira?

Pero luego pensó más fríamente. No, debía ser cosa de Lowell. Se iba con Alice, es decir, la obligaba a ir con él, mientras dejaba a Dawson al mando de los negocios, en el más puro estilo de la mafia.

¿Pero por qué Alice no se negaba, por qué no lo mandaba a freír espárragos de una vez? Bruce Chatwin estaba absolutamente confundido, petrificado.

—¿A qué hora parten para Paris, mañana? —le preguntó a la madre de Alice.

—A las nueve de la mañana. ¡Qué pena que se malogre nuestra excursión al hipódromo!, ¿no cree?

—La haremos en otra ocasión, señora Rowolt —dijo Bruce— Ya había albergado esperanzas de disfrutar ese día de su preciosa compañía.

—Oh, es usted muy amable, señor Chatwin. Claro que al menos un poco podremos hablar esta noche. Le espero.

—Gracias, señora Rowolt, allí estaré. Adiós.

Las cosas se ponen feas —pensó— pero la fruta está madura, lista para caer.

Ahora ya sabía que Alice no le llamaría, quizá no podía hacerlo. Lo prefería así, puesto que arriesgarse con aquel hombre era imprudente, contradecirle. Sí, Alice Rowolt era una especie de rehén. Iba a casarse con él bajo amenaza, y eso no podía permitirse. Esa boda sin sentido no se llevaría a cabo, o no se llamaría Bruce Chatwin.

El resto del día lo pasó haciendo algunas compras. Había dejado puesto el contestador automático. Llevaba en el bolsillo un pequeño aparato para oír las llamadas, pero éstas no se produjeron: sólo una de Julie para comunicarle que no se olvidase de que al día siguiente tenía otra conferencia.

¡Más conferencias no! —se dijo el joven. Las odiaba, a pesar de lo cual cada día eran más habituales, siempre algún amigo conseguía convencerle de que las diera para tal o cual organismo o institución.

Notó cómo, inconscientemente, miraba por las calles, por si se encontraba con Alice, cosa de todo punto imposible. A pesar de todo, su conducta le parecía impropia, extraña, después de haberle dejado aquella nota en el espejo de su habitación. No, Alice no era de las que falseaban los sentimientos, debía haber una razón de peso para explicar aquella ausencia de noticias, y esa razón sólo podía ser James Lowell.

Algunos asuntos lo reclamaron hasta la hora de la cena. En su gabinete tenía algunos trajes, pasó por allí a cambiarse y fue directamente a casa de la señora Rowolt, pero antes se detuvo en una cabina telefónica y marcó un número.

—¿Diga? —se oyó la voz de Robert Worth.

—Soy Chatwin: ¿está todo listo para esta noche?

—Hasta el último detalle —dijo Worth.

—Bien —dijo Bruce, antes de colgar.

Sabía que en casa de los Rowolt comían a las diez. Fue puntual. Todos estarían ya allí.

—Buenas noches, señor Chatwin —le saludó el guardián de la verja, franqueándole la entrada y acompañándole después hasta la puerta. Tocó el timbre, salió a abrir Alice.

Bruce no lo esperaba, había estado todo el día tan pendiente y preocupado por ella que se había vuelto la joven una figura lejana, casi inexistente. Sus miradas se cruzaron en el umbral y el joven pudo percibir algo frío, gélido en los ojos de ella, aunque no supo qué.

—¿Puedo entrar? Te aseguro que estoy invitado —dijo, sonriendo, para romper aquel hielo.

Ella se apartó sin decir una sola palabra, cerrando la puerta tras él. Bruce no se explicaba aquella actitud: ¿qué había pasado con Lowell?

—¿Te ocurre algo? —le preguntó, pero ella se encogió de hombros y se limitó a decir.

—Absolutamente nada.

Luego lo condujo a donde estaban todos. La primera en saludar a Bruce fue la señora Rowolt, la primera y la única; porque si había encontrado hielo en los ojos de Alice Rowolt, ese hielo aún era más duro en los de James Lowell y Anthony Dawson.

Claro que éstos le traían sin cuidado.

—¡Hola, señor Chatwin! —dijo la señora— ¡Cómo me alegré de que aceptara mi invitación!

—Y yo de que me invitara —dijo con toda intención el psiquiatra, mirando a ambos hombres.

—Me alegro de que haya venido, señor Chatwin —dijo James Lowell— así podrá despedirse de Alice.

¿Se lo había dicho ella?: ¿dónde había pasado la noche? ¿con quién? ¿Le había dicho a James Lowell que no lo amaba? Por su rostro estaba claro que no. Alice guardaba un silencio demasiado desconcertante, Bruce se preguntaba por qué súbitamente estaba de parte de aquel canalla. Prefirió aguardar acontecimientos y mantener la misma actitud distante.

—Bien, ya que estamos todos —dijo la señora Rowolt— podemos comenzar con la cena.

Se sentaron en torno a la misma mesa, sólo que esta vez Alice puso más atención en James Lowell, lo cual él exhibía ante Bruce como un triunfo. ¿Cómo ha podido engañarme de esa manera? —se preguntaba el joven una y otra vez. Decidió que, para comenzar, sería una buena táctica dejar de tutearla. Quería ver cómo reaccionaba, qué indicios mostraban sus ojos.

—De modo que se va con el señor Lowell, señorita Rowolt —dijo— París es hermosísimo, la ciudad del amor.

De pronto vio cómo los ojos de ella se encendían con una luz que quería fulminarle. Bruce se sonrió con satisfacción, al ver el éxito de aquella táctica. Al menos, Alice no era inmune a un distanciamiento, eso significaba que había algo en su interior, algo de la noche pasada. ¿Pero qué?

—Así es, siempre he querido ver París —fue lo único que salió de sus labios.

—¿Usted no va, señor Dawson? —le preguntó Bruce. Anthony Dawson le tenía cogida la mano a la señora Rowolt, súbitamente la soltó.

—No, aunque me encantaría —dijo— Tengo cosas que hacer aquí.

—Ya —dejó entrever Bruce Chatwin. Sabía muy bien qué, cuidar del dinero que decía que odiaba— ¿Pintar, quizá?

—Sí, pintar, últimamente estoy entregado a la pintura, demasiado trabajo para mis huesos. Comienzo a hacerme viejo —dijo hipócritamente.

—¡Viejo! —exclamó la señora Rowolt— ¡Tonterías! Pero si estás hecho un mozo, muchos jóvenes te envidiarían.

En ese instante sonó el teléfono, en una sala contigua. Un sirviente fue a atenderlo, y un momento después anunció que era una llamada para la señora Rowolt. Esta se disculpó, levantándose. Sin su presencia, James Lowell mostró su verdadero talante. Era lo que Bruce Chatwin estaba esperando, todo salía a pedir de boca.

—¡Chatwin! ¡Le dije que no volviera a poner los pies en esta casa!

—Que no es la suya. ¿Ha probado a preguntarle su opinión a la propietaria? —dijo Bruce tranquilamente, sin perder el aplomo— El lobo se deshace de su piel de cordero.

Esto desconcertó a aquel canalla, lo desconcertó y exasperó. Sabia que algo había pasado la noche anterior, entre él y Alice, aunque no estaba totalmente seguro de qué había sido.

—¿Pretende venir aquí y enamorar como un don Juan de pacotilla a mi prometida? —dijo.

—Dése prisa, la señora Rowolt está a punto de volver —se burló Bruce y, dirigiéndose a Alice— Alice, díselo todo, si no quieres que se lo diga yo. ¡Rompe con este hipócrita!

Alice Rowolt pegó un brinco en su asiento. Su rostro parecía demudado.

—¡Bruce! ¡Por favor! —casi gritó.

—¿Por qué no me has llamado hoy? He estado esperándote todo el día, todo el maldito día —dijo Bruce Chatwin, pasando por alto la existencia de aquellos dos.

—Alice, ¿qué ocurrió anoche? —le preguntó James Lowell— ¿Algún escarceo sin importancia? Bueno, no me importa, te perdono. Es más, tendré mucho gusto en invitar al señor Chatwin a nuestra boda.

—Su boda jamás se celebrará, a menos que se case con otra persona, aunque no creo que la encuentre.

—¿Ah, no? —dijo Lowell cínicamente— ¿Pretende decir que usted lo impedirá?

¿Cree que Alice está enamorada de usted? Ya le he contado cómo ejercita sus dotes de conquistador con la primera mujer que se le pone al paso. ¿Es esa la constancia de un enamorado?

—¿De qué está hablando? —dijo Bruce Chatwin, pero Alice lo cortó.

—Habla del otro día, en el campo de golf —dijo— James te vio besando a otra mujer. ¿O vas a negarlo?

En ese instante la luz vino a la cabeza de Bruce Chatwin, entonces comprendió la actitud de ella: ¡Estaba celosa! Simplemente estaba celosa. La situación le pareció tan cómica que de su boca salió una carcajada que conmovió toda la casa, para sorpresa de todos.

—¡Caramba! —dijo la señora Rowolt, volviendo del teléfono— Me alegro de que se divierta, señor Chatwin, jamás le había visto tan de buen humor. ¿Puede contarme alguien el chiste?

—El chiste, señora Rowolt —interpuso James Lowell— es que el señor Chatwin se cree autorizado a entrar en esta casa y llevarse a mi prometida.

—¿A Alice? —fue el ingenuo comentario de la señora Rowolt— ¿Es eso cierto, señor Chatwin?

—Completamente cierto, señora Rowolt —dijo el joven, sin haber terminado de reír. La señora Rowolt lo miró en silencio— Por la razón de que Alice no ama a este cazadotes, sino a mí. Ni va a traicionar sus verdaderos sentimientos, ni se va a ir a París con él mañana.

La miró fijamente a los ojos y ella sostuvo la mirada, pero Bruce sabía que tenía razón. Su mirada era de reproche por lo que creía que él había hecho en el campo de golf, sus celos eran la mejor muestra de que estaba enamorada de él.

—Aún no me has contestado a lo que he dicho —dijo la joven— ¿Tiene James razón?

—James siempre miente, Alice. Deberías haberte dado cuenta ya —dijo él, ante la furia del interpelado— Sí, estaba en aquel campo de golf, con Julie Emerson, mi secretaria. ¿Tengo aspecto de huir con las secretarias para besarlas?

De repente una luz se encendió en los ojos de ella, le creía, y James había mentido. ¿También por celos? —se preguntó Alice, aunque fuera así, ya habían sido demasiadas mentiras. La verdad era que detestaba a aquel hombre, y se sentía orgullosa de haber sabido utilizarlo en su provecho, precisamente para que él mismo le diera razones para detestarlo. Entonces la muchacha comprendió que se había portado como una chiquilla, como una verdadera colegiala.

—¿Hasta cuándo vas a seguir burlándote de mí, James Lowell? —le dijo— Fui una tonta enamorándome de ti después de la muerte de papá. La verdad: no sé qué vi en ti, probablemente mi propia soledad.

—Siempre te he querido, Alice —dijo James Lowell— ¿con esto me pagas todo lo que he hecho por ti? ¿yéndote con otro a los cuatro días de conocerlo? De acuerdo, tengo mis errores, los celos, por ejemplo, pero sólo porque te amo. Hemos compartido tantas cosas, el proyecto de tu padre, los dos lo hemos sacado adelante.

Bruce no podía oír aquello, ni ver hasta qué punto aquel individuo mendigaba dinero con razones de amor. Decidió que era hora de sacarlo todo a relucir.

—No llore más con esas lágrimas de cocodrilo, Lowell —dijo el joven— ha jugado con ellas, con las dos, o mejor, han jugado.

—¡Señor Chatwin! —gritó la señora Rowolt.

—Discúlpeme que le haga una pregunta, señora Rowolt: ¿que sabe usted del hombre que tiene a su lado, del señor Dawson?

—Eso a usted no le interesa —respondió airada la madre de Alice— Pertenece a mi vida privada.

—Señor Chatwin —dijo Anthony Dawson— no le consiento que le hable de esa forma a la señora.

—Si le hablo de esta forma es para abrirle los ojos —respondió Bruce— Ustedes dos no son más que farsantes. ¿Qué se puede decir de dos oportunistas que van a la caza del dinero del señor Rowolt, justificándose en que “están construyendo su proyecto”? Los hechos son muy fáciles de explicar: usted, señor Lowell, ejecutivo de esta compañía cuando el señor Rowolt vivía, idea el plan de hacerse con su fortuna enamorando a la hija y después haciéndose cargo la misma. Para ello no duda en convertir a Alice en una depresiva suministrándole Oxymol -pues ese es el medicamento inhibidor que le da todos los días con el pretexto de una absurda medicación- o alejándola de su propia compañía utilizando la enfermedad que usted mismo le ha creado y manteniéndola continuamente de viaje, “para que se recupere”.

Pero son cómplices, uno no puede abandonar al otro, por eso tampoco duda en falsificar acciones, a riesgo de llevar la compañía a la quiebra, para hacer al señor Dawson uno de los socios principales. Compruebe lo que le digo cuando quiera, señora Rowolt. Ya te habrías dado cuenta, Alice, si no te hubieran mantenido tan ocupada en tu medicación y tus viajes.

—Está loco, si cree que nos va a convencer con esas increíbles teorías —dijo Lowell— Cree usted que todo el mundo le cree, porque es psiquiatra, un chico guapo. ¿Quién se va a tragar lo que dice?

—Usted, señor Lowell, sólo quiere casarse con Alice por el dinero, por la compañía de sus padres. Por eso conquistó a Alice Rowolt. Aunque todavía había un problema, o mejor, dos. El primero era que la señora Rowolt era otra posible heredera, pero de eso se encargó su compinche, haciéndose pasar por un pintor al que usted debía rodear de un aura de credibilidad, comprando cinco de sus lienzos pintarrajeados por cien mil libras sacadas de los beneficios de la sociedad.

—¡Eso no es cierto! ¡Está mintiendo! —gritó la señora Rowolt— ¡Dile que no es verdad, Anthony!

Anthony Dawson lo miraba todo como desconcertado. Sólo alcanzó a balbucear unas palabras incomprensibles.

—Está loco. ¿Quién le ha metido todo eso en la cabeza? —dijo Lowell— ¡No queremos seguir oyéndole, le pido que se marche inmediatamente!

Alice apenas podía asimilar lo que el joven psiquiatra decía, le miraba y después miraba a los dos hombres, incapaz de creer en uno ni en los otros. ¿Era posible que ella hubiese estado con el individuo que estaba describiendo Bruce Chatwin?

—¿Que miento? —siguió Bruce— Tengo todas las pruebas necesarias para llevarles a los tribunales. Pero aún no he hablado de lo peor.

La señora Rowolt, que se había levantado, cayó de nuevo en la silla, completamente abatida.

—¿Lo peor? —dijo Alice— ¿Qué puede ser peor que eso?

—Llame a los sirvientes y échelo, señora Rowolt —insistía Lowell, ante la incapacidad siquiera para hablar en que había caído Anthony Dawson.

—Tú eres un artista de genio, Anthony —insistía la señora Rowolt— Odias el dinero, pintas para ti mismo, para el arte. Díselo.

—Debe usted admitir que dos mujeres solas son una presa bastante atractiva para dos granujas como estos. Ellos no ven a dos mujeres, son demasiado egoístas y ruines para amar: sólo ven varios cientos de millones de libras —dijo Bruce, tomando de la mano a Alice.

—Bruce —dijo ella, estrechándola fuertemente. Ante aquellas revelaciones que no eran rebatidas fue comprendiendo de qué lado se decantaba la razón.

—Dime, Alice.

—Qué es lo peor, dilo —insistió la joven.

—Me temo que ninguna de las dos estáis preparadas para oírlo.

—Dilo, por favor.

—Dígalo, señor Chatwin —dijo la señora Rowolt, que había vuelto a ponerse de pie y miraba a Anthony Dawson con los ojos más tristes y dolidos que Bruce había visto jamás— Después de esto estoy preparada para cualquier cosa. Por mucho que me duela, he de reconocer que le agradezco que haya revelado la verdadera situación en que nos encontrábamos.

—¿Está segura, señora Rowolt?

—Completamente —dijo la mujer, con entereza.

Los dos granujas estaban petrificados, no sabían muy bien a qué se refería Bruce Chatwin, no podían creer que fuera aquello que trataban de arrojar de sus mentes. No tenían palabras para convencer a las mujeres, no les venían a la boca, sólo escuchaban lo que el joven decía.

—He hablado antes de un segundo problema, o mejor, obstáculo que los separaba de la fortuna de los Rowolt —siguió Bruce— una vez que habían seducido a las dos mujeres. Y este obstáculo era el otro heredero, Malcolm Rowolt: estos son sus asesinos.

—¡Miente! —gritó Lowell— ¡Miente! ¿Cómo se atreve a llamarnos asesinos?

¡No tiene ninguna prueba de eso! ¡Está usted loco, por eso anda entre locos, es su profesión!

Alice dio un terrible chillido, llevándose las manos a la boca. Sus ojos estaban llenos de lágrimas e indignación, de rabia y furor. La señora Rowolt se quedó petrificada, los miró con unos ojos que parecían traspasar sus cuerpos y posarse más allá, sobre los muebles, en la pared que tenían detrás. Pero esta fue sólo una impresión pasajera. De pronto estalló en un terrible llanto de dolor que estremeció toda la casa. Se dejó caer en la silla y siguió llorando con la cabeza entre las manos, inconsolablemente. Alice se abrazó a ella, mirando como una pantera a los dos hombres, con los ojos arrasados en lágrimas.

—¡Asesinos! —les grito— ¡Criminales!

Los hombres no sabían qué hacer. Anthony Dawson se comportaba como un enajenado, mirando una mota de la mesa.

—Alice, ¿cómo puedes creerle? ¡Somos inocentes! —gritaba una y otra vez Lowell. Pero la muchacha no le hacía caso, abrazaba a su madre, que de pronto se puso en pie con una agilidad inimaginable a su edad.

—Señor Chatwin —dijo, limpiándose las mejillas con la manga— ¿Tiene pruebas de lo que dice?

—¡No puede tenerlas, señora Rowolt! —gritaba Lowell— Su hijo murió en un desgraciado accidente, todo el mundo lo sabe, muy lejos de aquí.

—Las tengo, señora Rowolt, si no fuera así no habría dicho nada de todo esto tan doloroso —dijo Bruce.

—Enséñemelas. ¿Qué pruebas puede usted tener de algo que ocurrió en una montaña lejana de Los Alpes? —dijo con frialdad, en parte porque se negaba a creerlo, y en parte porque le parecía tan terrible que ponía en peligro sus propios recuerdos, sus emociones, su vida con aquel hombre, Anthony Dawson.

—Aquí las tiene —dijo Bruce, sacando la foto que le había dado Robert Worth y entregándosela.

—¿Qué es esto? —preguntó la señora, sin mirarla.

—La última foto que se hizo Malcolm, poco antes de morir, en una estación de esquí de los Alpes —dijo Bruce— Una foto con la que estos criminales no contaron.

Fue enviada por el compañero de Malcolm a sus padres, que la recibieron ya después de su muerte.

Las dos mujeres leyeron a la vez la nota del dorso, sin comprender aún muy bien por qué aquella foto demostraba todo lo que Bruce había dicho sobre aquellos hombres:

“Malcolm, yo, y Bruno, el guía”

Después le dieron la vuelta y la señora Rowolt vio a su hijo Malcolm, a aquel muchacho que estaba junto a él, sonriendo como él, y junto a ellos la cara sombría de Anthony Dawson, desgreñado y con un pico de clavar hielo en las manos: la cara de un asesino.

La foto cayó sobre la mesa. Sí, aquella foto lo era todo, mostraba la verdad más dolorosa y terrible con que ambas mujeres se habían enfrentado en su vida. La señora Rowolt miró al hombre que tenía delante, que era el mismo que estaba en la foto y con infinita tristeza volvió a refugiar la cara entre sus manos, que lucían su alianza de matrimonio con Peter Rowolt, el único hombre que había amado en su vida.

Bruce Chatwin estaba firmemente convencido de que Dawson se había vuelto completamente loco, lo miraba todo como un atronado, sin poder fijar la mirada en otra cosa que no fuese el tenedor que tenía delante.

—Su hijo, señora Rowolt, no murió en una avalancha en los Alpes —dijo Bruce

— sino a manos de este hombre, junto con el otro chico. Sus cuerpos nunca fueron localizados, porque Anthony Dawson, por orden de James Lowell, se cuidó de que no fueran encontrados. De esa forma eliminaban al último heredero de la fortuna de los Rowolt y, a través del matrimonio, se hacían con la totalidad de la misma. O

mejor dicho: se hubieran hecho —y mirando a Lowell— porque todo se ha acabado para ustedes, excepto la cárcel por muchos años.

—¿Usted cree? —dijo Lowell, recogiendo la foto de la mesa y mirándola por primera vez. Desde luego, nunca hubiera creído que esa foto existiese, le parecía una broma del destino. La sujetó de un extremo con los dedos y le aplicó un encendedor en el otro extremo, hasta que la foto se consumió por completo. Después la depositó sobre un cenicero.

—¿Qué pretende con eso, Lowell? —preguntó Chatwin, sorprendido por la estupidez de aquel individuo.

—Eliminar la prueba —respondió y, zarandeando por las solapas a Dawson— ¿Por qué permitiste que te tomaran esa foto, imbécil? ¿Es que nunca vas a tener inteligencia?

—Existen más copias. ¿O es que pretende que ponga en sus manos la única prueba?

—Copias. Usted lo ha dicho —dijo James Lowell— Sólo copias, pero una copia puede ser un montaje, esta era la original, y ahora no existe.

—Aunque eso sea cierto, usted acaba de confesar el crimen, ¿no se ha dado cuenta?

—¿Ante quién? —dijo cínico aquel canalla— ¿Ante dos mujeres histéricas y un tipo que está enamorado de una de ellas?

—No, ante la policía —dijo una voz que aguardaba en la sala contigua.

Entonces, para estupefacción de James Lowell, aparecieron dos agentes, un inspector y el propio Robert Worth, con una grabadora.

James Lowell fue inmediatamente esposado, al igual que Dawson, que seguía sin mover la cara ni hacer el más mínimo gesto, igual que un loco.

—Le felicito, Chatwin —dijo Robert Worth, estrechándole la mano— ¿Se imagina dónde hubieran llegado estos asesinos si nadie los detiene?

Bruce miró a Alice. Sí, se lo imaginaba. Habrían llegado a ser los poseedores de la compañía metalúrgica más importante de Inglaterra, pero, sobre todo, Lowell habría llegado a casarse con una mujer que no podía ser de nadie más que suya, y para siempre.

Los sirvientes, que habían permanecido junto a la policía, llegaron para atender a la señora Rowolt. Entonces, Alice, llorando, se abrazó emotivamente a Bruce Chatwin y hundió su rostro en el ancho pecho de él.

—Siento haber traído tanto dolor a esta casa —dijo Bruce, acariciándola.

—Es mejor así, Bruce —dijo ella, uniendo sus labios a los de él— Te amaré siempre.