Capítulo 3

—¿Estás listo, querido doctor? —le dijo la voz de Alice Rowolt. Aquella manera de saludarlo encantó al joven. Alice llamaba desde algún lugar de la ciudad. No era una cabina pública, por lo que Bruce Chatwin supuso que estaba en su despacho, ubicado en un enorme edificio de oficinas del centro.

—Casi listo —dijo el joven. Faltaba justo media hora para la comida, tendría que darse mucha prisa para no llegar con retraso a su cita con ella, en una pequeña hamburguesería del distrito oeste, cerca del lugar donde iban.

—Date prisa. El dueño de Chatwin Aceros debe ser cortés y puntual con las damas —dijo ella con un timbre divertido en la voz, delicioso en opinión del joven.

—Ahora mismo salgo para allá. La verdad es que no esperaba tu llamada.

—Simplemente quería saber cómo resistías la prueba de fuego —dijo ella— Ya le he dicho a James que irás a comer, está ansioso por cerrar el trato, a pesar de que le ha sorprendido no conocer una compañía tan importante como Chatwin Aceros.

—¿Cerrar el trato? —exclamó él— ¿Qué trato?

—El de compra-venta, naturalmente.

—¡Oh, no! —dijo Bruce, desconcertado— ¡Cielos por qué no habré nacido camionero, o poeta, o ahora que lo mencionas, empresario!

—Un poco poeta si que eres.

Bruce volvió a pensar en lo arriesgado de aquella empresa. Le divertía, en realidad no tenía nada que perder, pero aún así iba a pasarlas moradas. Tenía el presentimiento de que aquel tipo, James Lowell, iba a resultar un individuo bastante suspicaz.

A los quince minutos Bruce Chatwin entraba en la hamburguesería, ataviado con una impecable americana de corte bastante moderno que sembró la admiración en las mujeres del local. Incluso las chicas de la barra cuchichearon entre ellas. Pero cuál no seria su decepción cuando lo vieron dirigirse hacia Alice, que lo esperaba hacía tiempo en una de las mesas.

—Hola —saludó Bruce. Entonces ella se levantó y le estampó un beso en la mejilla, como el día anterior, al despedirse en su despacho.

—No pareces un doctor, y menos un empresario —dijo ella, risueña.

—¿Qué parezco, entonces? —preguntó él, que ya estaba empezando a ponerse nervioso.

—Quizá un piloto de carreras, de incógnito.

¿Y ella? Bruce Chatwin debía reconocer que era la mujer más atractiva que había conocido. El vestido de seda marrón que llevaba se adaptaba a su cuerpo realzando unas formas perfectas de modelo. El hombre nunca había visto nada igual, y sabía que cualquier hombre coincidiría con él en mostrarse de acuerdo.

Y así se lo dijo:

—Ya sé que un médico no debe piropear a sus pacientes, pero hoy es imposible no decirte que estás bellísima.

Apreció cómo ella enrojecía súbitamente. Esta muestra de timidez encandiló aún más al joven.

—Efectivamente, estás contrariando las reglas más básicas de la medicina. Pero gracias.

Acompañando a aquel tenue enrojecimiento vino una risa franca que puso broche de oro a aquel encuentro. Bruce Chatwin nunca se había encontrado tan a gusto con nadie. Había estado con algunas mujeres, pero nunca calaron muy profundo en su alma. Alice Rowolt, sin embargo, iba haciéndolo poco a poco, con cada detalle y cada sonrisa. Ella lo miraba. Bruce se preguntó si estaría tratando de adivinar sus pensamientos.

—¿Sabes una cosa? —dijo la joven, saliendo de su fugaz contemplación.

—¿Qué?

—Acabo de darme cuenta de que conoces bastantes cosas de mí, pero aún no me has dicho nada de tu vida.

Ella tenía razón. Aún no había tenido ocasión de contarle nada. Bruce siempre había pensado que su vida era intrascendente, incluso para él.

—Recuerda que esa es mi profesión.

—¿Tu profesión?

—Escuchar —dijo él.

En broma, ella dio muestras de contrariedad, unas muestras que llevaron al joven a decir:

—Está bien. ¿Qué quieres saber?

—¿No crees que tengo derecho a saberlo todo de mi psiquiatra? —dijo la muchacha.

—A un hombre como yo, metido todo el día en el despacho, no suelen pasarle demasiadas cosas.

—¿Ni siquiera mujeres? —dijo ella, aparentando descaro, aunque Bruce sabía que la pregunta iba completamente en serio. De hecho, estaba esperando esa pregunta.

—Ninguna que mereciera la pena —contestó, sin especificar más.

Pero ella sabía que no debía seguir en esa dirección, al menos de momento.

Miró su reloj. Eran casi las tres.

—Mi madre odia la impuntualidad —dijo, tomándolo de la mano— Iremos en mi coche.

Estaban sólo a dos manzanas de su casa, que recorrieron en un santiamén. Era un hermoso chalet de dos plantas en pleno centro de la ciudad, rodeado de zona ajardinada. En la puerta había un guardia de seguridad que se descubrió cuando entraban, mientras abría la puerta del garaje.

—Hola, John —le saludó ella— ¿Han llegado todos?

—Sí, están esperándola, señorita.

Aparcó y salieron del coche. Alice se le quedó mirando, inquisitivamente.

—¿Ocurre algo? —dijo Bruce.

—Creo que darás el pego —dijo ella sonriendo.

—¡Menos mal! ¿Qué haría sin tus ánimos? Por desgracia no eres tú, sino ellos, los que tienen que dar el visto bueno. ¿No es así?

—No te preocupes, e improvisa lo mejor que puedas —dijo ella, poniéndose seria de pronto, porque la puerta que comunicaba el garaje con la casa se abrió para dar paso a una figura que al principio, en la oscuridad, Alice no reconoció.

Era James Lowell.

—Hola, querido —lo saludó efusivamente, dándole un beso en los labios— ¿Has tenido mucho trabajo?

—No más que otros días, amor mío —dijo el señor Lowell, mirando a Bruce.

—Ya te he hablado de Bruce Chatwin —y, dirigiéndose a éste— Mi prometido, James Lowell.

Ambos hombres se dieron la mano, un tanto fríamente. Era normal —creyó el joven médico— le parecía muy difícil que no sospechase de cualquier desconocido que viniera con su prometida. Alice Rowolt era una mujer demasiado especial.

Lowell se encargó, desde luego, de subrayarlo.

—Mi prometida me ha hablado muy elogiosamente de su compañía. Chatwin Aceros, si no recuerdo mal. —dijo— ¿Dónde tienen ustedes su sede?

¿Dónde? —pensó Bruce con zozobra. Aquello le iba a resultar más difícil de lo que creía.

—Cerca de Newcastle, en el norte —dijo finalmente, por nombrar un lugar alejado y poner la mayor cantidad de millas entre él y su mentira.

—Newcastle —dijo Lowell, pensativo— Una hermosa comarca. Lástima que no haya podido visitarla muy a menudo, de hecho sólo en muy raras ocasiones.

¡Menos mal! —suspiró para sus adentros el médico. Sin embargo, creía que se había comportado con naturalidad. Alice vino a sacarlo de más problemas. Sabía que para ella todo aquello no era más que un juego, de otra forma no habría fingido de esa manera, ni le hubiera ocultado algo así a quien se suponía que era su prometido.

Sí, un juego apasionante.

La primera impresión de aquel hombre había sido de frialdad. Si quería observarlo todo desde una posición cómoda y privilegiada tendría que tratar de caerle bien. La mirada de Lowell era acerada, la mirada de un inteligente hombre de negocios. Debía ir con más cuidado, o todo saldría a la luz.

—¿Entramos, amor mío? —propuso Alice.

—Si: tu madre espera —dijo el hombre.

Los tres entraron en un pasillo y después dieron a un amplio salón donde aguardaban la señora Rowolt y el que nuestro joven supuso Anthony Dawson.

Ambos se hallaban sentados a una coqueta mesa en el exterior, en la terraza.

—Tiene usted una casa muy acogedora, señorita Rowolt —dijo Bruce, guardando las distancias con aquel usted. Esperaba que no se le ocurriera tutearla involuntariamente, seguramente sentaría muy mal al señor Lowell.

—Me alegro que le guste —le dijo Alice, que también desempeñaba su propio papel a la perfección.

Al llegar a donde estaban, la joven los presentó, observada por los ojos de Lowell.

—Mamá, quiero presentarte al señor Chatwin.

—¡Oh! Qué joven tan apuesto —dijo cortésmente la dueña de la casa— Una siempre se imagina a los empresarios como viejos, un poquito entrados en carnes.

Bruce Chatwin tuvo que sonreír ante esta ocurrencia. Aquella señora le agradaba, era indudable —pensó— que en ella apuntaban evidentemente los rasgos y la belleza de su hija.

—Eso podría decir de usted —dijo Bruce— hasta ahora mismo había creído que la belleza de su hija no podría ser igualada por la de ninguna otra mujer.

Al decirlo, el joven le hizo un guiño casi imperceptible a Alice. Su madre, desde luego, se tomó el cumplido al pie de la letra.

—¿A mis años? Cuanto se lo agradezco, una necesita de vez en cuando de algún empujoncito moral —se levantó y fue a darle dos besos— Le presento al señor Dawson.

Este le estrechó la mano a Bruce. Efectivamente, era bastantes años menor que la señora Rowolt. Aunque una prematura alopecia hacía que aparentase algunos más.

—¿Cómo está, señor Chatwin? —dijo, educado.

—Siempre he querido conocer a un verdadero artista, y creo que usted lo es, y de los mejores.

—Gracias, pero no se fíe demasiado de lo que dicen por ahí— dijo el pintor con una sonrisa en los labios.

—Y usted no se minusvalore demasiado —respondió el joven médico.

—Por cierto, su cara me resulta conocida, joven —dijo de pronto la señora Rowolt— ¿Dónde he visto su fotografía? Déjeme recordar.

La alarma saltó en la cabeza de Bruce Chatwin, pues en efecto su fotografía aparecía a menudo en las revistas especializadas de neuro-psiquiatría. ¿Sería la madre de Alice lectora de ese tipo de publicaciones? —se preguntó.

—La verdad, no suelo salir en la prensa —mintió él, mirando a Alice.

—Vaya memoria la mía. Pues no recuerdo dónde lo he visto. En fin: se lo diré cuando lo recuerde, perdóneme.

—No hay de qué, señora Rowolt. Ya es suficiente cumplido para mí saber que, si ha visto mi fotografía, no se ha olvidado completamente de ella.

—Qué amable es usted, joven —dijo ella— Bien: ¿qué les parece si vamos a la mesa?

En ese instante, a Bruce Chatwin le dio un vuelco el corazón: acababa de ver, en un revistero del comedor, una publicación sobre medicina con su foto en la portada.

Debió poner una cara bastante significativa, porque Alice también se dio cuenta. La joven fue disimuladamente al revistero y, sin que nadie lo advirtiera, le dio la vuelta a la revista. Bruce Chatwin respiró de alivio. Menos mal —se dijo— Ese no es, desde luego, mi mejor perfil.

En la cabeza de Alice Rowolt también se amontonaban los pensamientos. Sabía que el psiquiatra era bastante famoso, pero el hecho de encontrarlo en la portada de

“Anales Psiquiátricos” la asombró de veras. No había hojeado aquel número, debía haberlo comprado su madre. De saberlo, la joven se hubiera mostrado interiormente en desacuerdo con la apreciación de él. Aquel no era su mejor perfil, pero sí uno de los mejores. ¡Está guapísimo! —pensó con admiración.

La mesa estaba puesta, y dos criadas aparecieron a una llamada de la señora Rowolt. A Bruce Chatwin le invitaron a sentarse entre la señora y James Lowell, que no dejaba de mirarlo con curiosidad. Naturalmente, había reservado su lugar al lado de Alice en la amplia mesa redonda.

—Y dígame, señor Chatwin —dijo el prometido de Alice Rowolt— ¿Cómo se ha decidido a vender su empresa?

—Oh, simplemente por razones personales —dijo Bruce— Es completamente rentable, si es a eso a lo que se refiere. Estoy un poco cansado del acero. Además tengo socios con los que no consigo ponerme de acuerdo.

—¿Socios?

—Sí, aunque soy dueño del ochenta por ciento de las acciones —siguió el joven

— Voy a venderlas y fundar mi propia empresa, nada de sociedades anónimas.

—¿No le han hecho sus socios un ofrecimiento adecuado? —preguntó Lowell.

—No tan adecuado como el de la señorita Rowolt.

Bruce Chatwin se asombraba más y más de su capacidad de invención, y veía que Alice contenía la sonrisa a duras penas.

—Comprendo —dijo James Lowell, mirando a su prometida— Alice siempre consigue todo lo que se propone, aunque sea a mis espaldas.

De pronto, esa sonrisa pareció atragantársele en la boca, ante la mirada que le había dirigido Lowell.

—¿Qué estás insinuando? —le preguntó, ante lo que consideraba una total falta de tacto delante de un invitado.

—Nada, querida —respondió James Lowell, volviendo a su tono habitual.

—Nuestras diferencias en los negocios podemos resolverlas a solas, no delante de invitados —dijo ella.

—Basta, basta, queridos. Ya tendréis tiempo de hablar de negocios en la sobremesa, ahora disfrutemos de la comida —dijo la señora Rowolt, ordenando a las criadas que la sirvieran.

Aquella salida de James Lowell desconcertó a Bruce. ¿Qué derecho tenía a discutir con Alice la forma de invertir el dinero de ésta? Cierto era que iban a casarse al mes siguiente, pero no era ese el modo más indicado de dar por sentado ese hecho.

¿O es que la propia Alice Rowolt le había dado a él todos esos derechos y prerrogativas?

Cuando sirvieron la comida la conversación fue distendida. Anthony Dawson y Bruce comenzaron a hablar de arte moderno, provocando la admiración en los demás.

—No sabía que fuese usted tan entendido en el tema —dijo el pintor.

—Sólo como forma de inversión, aunque hace tiempo que estoy lejos de los mercados.

El señor Dawson era un hombre de unos cincuenta años, bastante afable. De cuando en cuando miraba a la señora Rowolt y ésta le sonreía.

—Le comprendo, últimamente es bastante arriesgado interesarse por la pintura única y exclusivamente como forma artística. Hay demasiados farsantes y charlantes.

Siempre lo he dicho: hay que ir a lo seguro.

—¿Por la pintura? —dijo irónicamente la señora Rowolt— Hoy es arriesgado interesarse por cualquier cosa, Anthony.

—Sí, uno corre el riesgo de perder, al menos, su tiempo —matizó el interpelado.

—El único tema que está empezando a interesarme —dijo la madre de Alice —es la psiquiatría.

—No lo sabía, mamá —dijo Alice, mirando significativamente a Bruce— Por cierto, este salmón está exquisito.

—Así es, me parece una ciencia apasionante. ¿No cree, señor Chatwin?

Bruce la observó con detenimiento. ¿Acababa quizá de recordar dónde había visto su fotografía, y trataba de jugar con él? No le parecía plausible, así que decidió ser lo más natural que le fuera posible.

—No entiendo mucho de eso —contestó— Alice, tiene usted toda la razón: el salmón merece los máximos elogios.

En este instante terció en la conversación James Lowell, quien de vez en cuando posaba su mano sobre la de Alice.

—A mí la psiquiatría me parece un tanto siniestra. No puedo remediarlo.

—¿Siniestra? Al contrario —dijo la dueña de la casa— Ya ha pasado el tiempo de esas técnicas al estilo del doctor Frankenstein.

—¿Está segura? —dijo Lowell— No seré yo quien vaya por esos gabinetes de los psiquiatras.

—Ni yo —asintió Bruce.

—Quien de verdad odiaba todo ese mundo era tu padre —dijo la señora Rowolt, dirigiéndose a su hija— Siempre decía que lo mejor cuando uno se sentía deprimido era un buen vaso de whisky, sólo eso.

Ante aquella alusión al señor Rowolt, Bruce vio cómo cambiaba la mirada de Anthony Dawson, haciéndose dura. Sentía curiosidad por saber dónde se habían conocido él y la señora Rowolt. No parecía muy usual que el mundo de un pintor y el de una mujer de negocios se cruzaran en algún punto. Probablemente, todo tenía su lógica, pero Bruce Chatwin no se la encontraba por ninguna parte. Era raro que la señora se hubiese acercado a la pintura; entonces, ¿había sido Anthony Dawson quien se había acercado al mundo del dinero, a pesar de las evidencias? No sabía si darle la razón a Alice, aquel hombre parecía completamente inofensivo. Claro que a menudo las apariencias engañan.

—Todo consiste en descargar la violencia, la gente vive de manera violenta hoy en día, empezando por los negocios —dijo Anthony Dawson— A propósito de violencia… creo que acaba de inaugurarse la temporada en el hipódromo.

—¡Estupendo! ¡Me encantan los caballos! —apoyó la señora Rowolt, entusiasmada— Anthony, por favor, ¿Iremos el próximo domingo? No puedes negarte a llevarme, lo prometiste.

—Estaré encantado, querida —dijo éste, dándole un beso en la mejilla.

—Naturalmente la invitación queda extendida a todos, incluido usted, señor Chatwin —dijo ella.

—Gracias, señora Rowolt, pero no sé si debo. No soy más que un invitado circunstancial.

—¡Tonterías! Vendrá usted con nosotros: me ha caído usted simpático. No hay que mezclar los negocios con el placer.

—En ese caso estaré encantado —dijo Bruce, y sintió de pronto la mirada envenenada que le había lanzado James Lowell, a quien la idea de que siguiera en contacto con aquella casa, en especial con Alice, no parecía agradarle demasiado.

Y no fue esto lo único que observó Bruce Chatwin en aquel hombre. A medida que transcurría la comida su humor pareció incomodarse más y más. Bruce llegó a creer que sospechaba de él, quizá se había dado cuenta de que era un impostor, o quizá simplemente mostraba cada vez más claramente que no congeniaba con él lo más mínimo.

La sagacidad de la señora Rowolt también lo advirtió. Mientras los hombres se acomodaban en la terraza, adonde iba a servirse el café, pues hacía un tiempo primaveral, se lo comentó a su hija aparte.

—¿Qué le ocurre a James? Jamás lo había visto tan nervioso —dijo en un tono burlón.

—No lo sé, mamá. A veces se comporta de una forma bastante extraña.

—¿No estará celoso?

—¡Mamá! ¿Por qué habría de estarlo? —dijo Alice.

—No te hagas la ingenua, Alice. Cualquiera estaría celoso si su prometida trajera a comer a un hombre como el señor Chatwin. Y que conste que no estoy censurando nada, al contrario, cree que te tiene segura: siempre he deseado que le bajes un poco los humos. ¿No crees que se lo merece?

Este comentario lo acompañó la señora con un guiño bastante divertido, aunque no demasiado evidente, pues vio que James Lowell estaba mirando hacia ellas dos.

—Pensé que estabas conforme con nuestro compromiso —dijo la joven.

—¿He dicho yo que no lo esté? Simplemente me gusta que las mujeres estén en su sitio. Eso lo aprendí de tu padre… son las prácticas que él utilizaba conmigo.

Alice Rowolt tuvo que reírse ante esta sugerencia, que no dejaba de ser bastante descabellada. Amaba a James Lowell, al menos eso era lo que le había dicho a Bruce Chatwin.

—Me alegra ver que os divertís —dijo James incisivamente, cuando las dos mujeres se sentaron a la mesa.

—No son más que chismorreos entre madres e hijas —contestó la señora Rowolt.

En ese instante el señor Lowell, haciendo un gesto como de recordar algo repentinamente, se levantó para volver un minuto después con un vaso de agua, teñido levemente por un líquido rojizo. Bruce Chatwin se preguntó qué seria aquella bebida, en principio pensó que era para él, pero no, no era para él. Lo traía para Alice.

—Es hora de tu medicación, querida —dijo con una sonrisa de dentífrico.

—¡James! —exclamó la señora Rowolt, viendo cómo su hija se ponía encarnada

—Pienso que no tienes por qué interesar a la fuerza a nuestro visitante con gestos de ese tipo.

Pero James Lowell no hizo el menor caso. Le puso delante el vaso a Alice, hasta que ésta se lo bebió. Bruce Chatwin no podía creer lo que veía. Estaba claro que lo había hecho adrede, como una especie de demostración del poder que ejercía sobre la joven. El médico observó una enorme consternación en el rostro de ésta, y una vergüenza que impidió que rechistara lo más mínimo. Protestar no hubiese hecho más que empeorar las cosas. En cuanto a la protesta de la señora Rowolt, consideraba como “invitado” sólo al señor Chatwin, pero allí estaba presente también Anthony Dawson, quien era muy probable que no estuviese tampoco al tanto de la

“depresión” de Alice Rowolt.

Aquel gesto, desde luego, decía muchas cosas sobre James Lowell, y ninguna de ellas demasiado buena. Para colmo, lo acompañó con un comentarlo que terminó de estropearlo todo:

—Mi prometida atraviesa por un momento un tanto difícil. Hemos de cuidarla entre todos.

La señora Rowolt tuvo esta vez que morderse la lengua. La petulancia de su futuro yerno no conocía límites. Sí, ahora no tenía dudas ningunas de que estaba celoso. El era el que había perdido la cabeza.

Alice miró roja de vergüenza al joven psiquiatra, pero no porque aquella escena hubiese sucedido ante gente extraña, o lo que todos suponían que era Bruce Chatwin, sino vergüenza de James Lowell, de lo que acababa de hacer.

El joven psiquiatra pensó que, además del bochorno que suponía el hecho, si él hubiera sido un empresario se lo pensaría dos veces antes de vender su compañía a alguien que “atraviesa por un momento tan difícil”. La muchacha se levantó sin decir nada y fue hacia las escaleras, probablemente —pensó Bruce— a sufrir en soledad su vergüenza. James Lowell la miró marcharse sin decirle nada ni, por supuesto, ir tras ella a disculparse. Esa actitud le pareció a Bruce bastante sospechosa, pues no sólo aclaraba sus sentimientos hacia ella, sino que suponía un mal paso en lo referente a los negocios: ponía en juego la compraventa que se suponía estaban a punto de realizar.

La señora Rowolt miró a Lowell con dureza, preguntándose los motivos de todo aquello. Hasta Anthony Dawson miraba al jardín distraídamente, sin querer cruzar sus ojos con los de nadie, y menos con los de Lowell.

—Bien, señor Chatwin —dijo éste— si le parece podemos discutir algunos de los términos de nuestro negocio.

—Como quiera —dijo Bruce— pero me gustaría que también estuviese presente la señorita Rowolt.

—Soy perfectamente capaz de tomar yo mismo esa decisión —insistió groseramente el señor Lowell.

—Sí, pero yo no sin la señorita Rowolt.

James Lowell se mordió la lengua ante esta respuesta. Bruce observó que la señora Rowolt iba a levantarse para ir con su hija, pero cuando lo hizo ésta ya bajaba las escaleras, mucho más tranquila.

—Perdonadme, olvidé que tenía que hacer algo —se excusó la joven pero, a pesar del cuidado que había puesto en parecer normal, todos pudieron comprobar que había estado llorando en su habitación.

—Estaba proponiéndole al señor Chatwin que discutiésemos las condiciones del contrato —insistió James Lowell, restándole importancia a lo sucedido— ¿Estás de acuerdo, querida? ¿O no te encuentras bien?

—Me encuentro perfectamente bien —dijo la joven— Podemos comenzar cuando el señor Chatwin lo prefiera.

—Sólo existe el problema de que mi prometida —dijo mirándola en un tono recriminatorio— aún no me ha pasado los informes de la transacción. No comprendo muy bien por qué.

—Todo ha ocurrido muy rápido pero, como te dije, tanto al señor Chatwin como a nosotros nos interesa llevarla a cabo —dijo la joven.

—En ese caso, señor Lowell —se interpuso Bruce— lo mejor será que lo dejemos hasta el momento que usted tenga esos informes —y, con cierto retintín— A menos que se fíe de su prometida, en ese caso firmaremos el contrato ahora mismo, tengo los papeles en el coche.

Naturalmente, lo había dicho porque sabía la respuesta que iba a obtener.

—Sí, creo que lo mejor será dejarlo hasta nuestro próximo encuentro. No es que no me fíe de ti, Alice, pero convendrá que mis expertos les echen un vistazo a esos informes —dijo, después de pensarlo un momento.

Alice Rowolt suspiró de alivio, Bruce se había arriesgado demasiado. Pero vio claramente, tal como quería Bruce Chatwin, que el hombre que manejaba su fortuna, sus compañías, no la tenía del todo en cuenta a la hora de tomar las decisiones. La señora Rowolt parecía estar tan incómoda que, con un gesto más iracundo que amable, pidió a una de las criadas que le sirviera otra taza de café.

Qué ocurriría —pensó Bruce Chatwin— si en opinión de “sus expertos” la transacción no debiera realizarse. ¿Se opondría a la dueña del dinero que él manejaba? Todo esto le daba mucho que pensar. Veía cada vez más claro que algo raro estaba pasando en aquella casa.

—¿Debo, pues, esperar a que sus asesores dictaminen el acuerdo? —dijo el joven psiquiatra, llevando mucho más allá aquel juego—. Creí que no quedaba más que cerrar el trato.

—Lo comprendo, señor Chatwin —dijo el prometido de Alice— pero tengo por costumbre analizarlo todo personalmente. Se trata de cientos de millones de libras: no es para tomárselo a la ligera.

—Estoy de acuerdo con usted —dijo el joven— pero pensé que las decisiones de la señorita Rowolt eran tan válidas como las suyas. De otro modo me hubiera dirigido directamente a usted, cuando decidí vender mi compañía.

Bruce Chatwin hacía todo esto como psiquiatra, para conocer el comportamiento y los intereses de aquel hombre, no como hombre de negocios. Alice se dio cuenta de eso, sabia que él quería mostrarle claramente cómo era en realidad el hombre con el que pretendía casarse. Y lo estaba consiguiendo.

—Las decisiones de mi prometida son válidas, por supuesto —contestó Lowell

— pero suele consultarme en todo. Cosa que en esta ocasión no ha hecho —miró a Alice con la misma recriminación de antes— además: reconoce, querida, que hace tiempo que no estás tan metida en el mundo de los negocios como antes.

—Esto no tiene nada que ver en el asunto que tenemos entre manos —contestó Alice.

—¿No? Discúlpame si parezco grosero delante de invitados, pero tu estado no te ha permitido ir por las oficinas de la compañía en casi dos semanas.

—¿Su estado? —preguntó inquisitivamente Bruce Chatwin, como si de pronto desconfiara de las manos en que iba a poner sus fábricas.

—Sí, su estado. ¿Cómo lo llamaríamos?: psíquico —dijo James Lowell, y mirando a Alice— hace poco has sufrido una recaída, temo que aún no estés capacitada para reincorporarte con todas las garantías.

—¿Quiere usted decir que la señorita Rowolt no está autorizada por usted para encargarse de este asunto? —dijo Bruce con descaro, aun sabiendo que iba más allá de lo que alguien en su situación debería declarar.

James Lowell lo miró echando chispas por los ojos, y miró al resto de los sentados a la mesa.

—No, no es eso. Pero de aquí en adelante, el asunto lo llevaremos entre usted y yo. Aunque, por supuesto, Alice podrá aportar su punto de vista.

—¡Basta! —exclamó la señora Rowolt, incapaz de soportar aquella conversación ni un minuto más— Perdóneme, señor Chatwin, pero prefiero que no se hable de negocios en esta sobremesa. Detesto los negocios. Estoy segura de que a solas, ustedes tres podrán tomar todas las decisiones oportunas.

—Perdóneme usted a mí, señora Rowolt —se excusó Bruce— Tiene toda la razón.

A pesar de esta especie de amonestación en apariencia dirigida a Bruce Chatwin, todos supieron que el verdadero destinatario era James Lowell, quien también se vio obligado a pedir disculpas, diciendo:

—La culpa es mía, señora Rowolt, aunque es un asunto de la mayor importancia.

—No me importa la importancia que tenga —dijo ésta— al fin y al cabo sólo se trata de dinero.

A partir de ese instante la conversación se distendió un poco. Anthony Dawson estuvo hablando de su pintura, sin dejar de lanzar miradas subrepticias a James Lowell, que no pasaron inadvertidas para Bruce. Un rato después, éste expresó su deseo de irse, alegando que asuntos que no podían esperar le reclamaban.

—¡Vaya! ¿Trabaja usted los sábados? —apuntó divertida la señora Rowolt.

—Por desgracia, nunca dejo de trabajar.

—En esta casa ocurre igual —dijo a modo de guiño— Estaremos encantados de volver a verle la próxima semana, joven.

—Gracias, señora Rowolt —correspondió Bruce, levantándose para marcharse y despidiéndose de todos.

—Le acompañaré hasta la puerta, señor Chatwin —dijo Alice, adelantándose a su madre.

—Lo haré yo, querida —dijo James Lowell, quien al parecer no podía soportar que su prometida se quedase a solas con aquel hombre, pero fue cortado por ésta.

—No, James, lo haré yo —dijo la joven, en un tono que no admitía discusión.

—Como quieras.

De modo que Bruce y Alice volvieron a la puerta principal donde él tomaría un taxi para volver a su despacho.

La pesadumbre era evidente en el rostro de la joven, un sentimiento que, desde luego, ayudaba mucho a la imagen de “depresiva” que todos parecían tener de ella.

—¿Por qué no te llevas mi coche? Ya me lo devolverás —dijo amablemente.

—No, gracias, será más cómodo que coja un taxi.

—¿Y bien?—preguntó la muchacha.

—¿Por qué tu prometido tiene tanto interés en que estés enferma? —dijo él.

—No estoy muy de acuerdo con eso, Bruce. Sé que James sólo quiere mi bienestar.

Bruce Chatwin calló ante estas palabras. Estuvo a punto de preguntarle claramente si amaba a James Lowell. Esa pregunta le hervía en la sangre, pero no se la formuló. En realidad no era quién para hacerlo, aunque estuviese a cargo de esa supuesta enfermedad de ella. Debía esperar a lo que la joven le contara, sin tratar de forzarla emocionalmente.

—¿Estás segura? —inquirió el joven— Sé que no debería decirlo, pero James Lowell me parece un hombre un tanto egoísta. Al menos sus gestos no lo desdicen.

—Creo que no lo comprendes. Bruce. Porque es difícil: no es que piense que James no es un egoísta, es que prefiero pensarlo, al menos por el momento.

Bruce Chatwin si lo comprendía, y no sólo eso, también lo veía. A pesar de todo, ella quería seguir aferrándose a una decisión tomada hace mucho tiempo. Pero probablemente James Lowell no era ya el mismo hombre de quien ella se había enamorado hacía un año y medio, ahora ese hombre estaba al frente de la compañía.

El joven psiquiatra lo veía como un hombre que había sido incapaz de dominar el poder que había adquirido, y poco a poco estaba sacrificando sus sentimientos para alimentar ese poder.

Claro que era inútil convencer de ello a Alice, era su prometida y se casarían al mes siguiente. Otra cosa distinta era la pregunta que lo acosaba: ¿podrá él permitir que se produjese tal cosa? Había hecho bien en sugerir aquella visita a la casa de ella.

Sabía que el problema de Alice Rowolt no estaba dentro de su mente, sino fuera; y que su depresión no era otra cosa que infelicidad.

Bien, y ahora que ya había emitido un diagnóstico, era inútil seguir con las sesiones en su consulta. Lo único que tenía que hacer es ponerle a ella delante de los ojos la situación en que se encontraba. Quizá de esa forma se diese cuenta de cuál era el único camino que la conduciría a una salida.

—¿Nos veremos la próxima semana, en tu consulta? —dijo la joven.

—No, Alice. No necesitas ir al psiquiatra, ni tomar fármacos, ni nada de eso.

—¿Qué es lo que necesito, entonces?

—Verdadero amor.

Alice Rowolt bajó la cabeza, no quería enfrentarse con la mirada del hombre.

Tenía miedo de lo que esa mirada pudiera decirle, pues diría muchísimo más que sus palabras.

—¿No volveremos a vernos, entonces? —dijo ella.

—No como un psiquiatra y su paciente. ¡Sentiría que te estoy estafando con mis honorarios! —dijo él sonriendo, pero con un tono firme y profundo en su voz.

Ella guardó silencio. Sabía muy bien lo que Bruce quería decir, y era muy posible que tuviera toda la razón. De otro modo no percibiría de aquella forma los latidos de su corazón, fuertes y violentos.

—¿Y sin ser un psiquiatra y su paciente? —dijo ella, o algo en su interior lo dijo, casi traicionándola. Trató de que una sonrisa se dibujara en su cara, de que toda aquella conversación fuese intrascendente, entre dos amigos de toda la vida, pero al final no supo si lo había conseguido o no. Sólo escuchó la respuesta de él, como venida desde muy lejos, pero aún así portadora de unos sentimientos profundos y protectores.

—Eso depende de ti.

Sí, aquella respuesta era como una carta, una carta muy esperada, pero entregada finalmente, recibida y atesorada.

En ese instante, un taxi se acercó por la calle y Bruce Chatwin lo detuvo con un gesto.

—Adiós, Alice —dijo, tendiéndole la mano, que ella estrechó con una especie de calor tímido.

—Adiós —dijo sonriendo, pero finalmente le estampó un beso en la mejilla.

Una vez en el taxi, el joven pensó en todo lo que había visto, en la atmósfera que había respirado. No, a pesar de que había cargado sobre ella la responsabilidad de que decidiera si seguían viéndose o no, no podía permitir que se entregase a aquel hombre. Porque ahora estaba completamente seguro de que amaba a aquella mujer con toda su alma.