Capítulo 1

Aquella tarde, Bruce Chatwin se sorprendió de ver aparecer en su consulta a la mujer más hermosa que hubiera visto nunca. Al cruzar la sala de espera la había visto sentada, hojeando una revista. La primera impresión fue de absoluta admiración. Estaba acostumbrado a tratar con mujeres guapas, incluso a ser mimado por ellas, pero aquella joven sobrepasaba en gran medida a todas las que conocía.

La segunda impresión fue, sin embargo, de extrañeza: ¿qué hacía una mujer tan joven en la consulta de un psiquiatra? Bruce Chatwin, uno de los psiquiatras más competentes y afamados del país, a pesar de sus pocos años, estaba habituado ya a ver en su consulta a mujeres ya maduras, mujeres con problemas casi siempre originados por el paso de los años… Por supuesto, también trataba a personas jóvenes, incluso a niños, pero algo en aquella mujer se resistía a entrar en el tipo de personas que necesitan de consejos psicológicos. No sabía por qué, no hubiera podido —en aquel momento— explicárselo, pero así era.

Entró en su despacho, decorado elegante pero escuetamente, y dejó la cartera sobre la mesa. Después llamó a su secretaria por el Interfono.

—Señorita Emerson, haga pasar al primer paciente —dijo, sin poder alejar de su mente el rostro de aquella mujer.

—Muy bien, señor Chatwin —dijo la enfermera.

Bruce Chatwin sabía muy bien de lo peligroso que era una relación demasiado emocional entre un paciente y su médico, pues iba en detrimento de la objetividad del diagnóstico, así que prefirió pensar que aquello había sido sólo un asombro momentáneo. Y, por supuesto, se cuidaría mucho de no dar a entender ninguna emoción de ese tipo. Se consideraba un médico muy profesional, la multitud de casos que había resuelto hablaba sin duda en su favor aunque, como hombre, no podía evitar sentirse admirador de la belleza.

Sin embargo, aún no se había repuesto de la impresión cuando aquella joven que la había estimulado en él entró por la puerta y, ante la invitación de él, se sentó en un cómodo sillón frente a la mesa.

El joven y apuesto psiquiatra tuvo entonces oportunidad de observar con detenimiento lo que al entrar había visto de pasada y fugazmente.

La mujer era rubia, de ojos intensamente negros y labios dibujados a la perfección. Sus piernas, interminables, ceñidas por unas medias negras, se cruzaron descuidadamente ante él, desapareciendo en una minifalda que sugería sólo lo necesario. El joven fingió que ordenaba unos papeles, pero no pasaron inadvertidas para él aquellas manos escultóricas que sólo lucían un pequeño solitario de diamante en el dedo anular.

—Creo que es la primera vez que nos vemos, señorita —dijo él con una sonrisa.

—¿Perdón? —replicó ella, dando ligeras muestras de un cierto nerviosismo.

—Quiero decir que es la primera vez que viene por mi consulta —dijo él.

—Así es… si, es la primera vez.

—En ese caso, déjeme que tome sus datos personales —dijo Bruce Chatwin— para el fichero.

—Muy bien, hágalo —dijo ella, mostrando una sonrisa cautivadora.

—Bien, entonces comencemos —dijo él, luchando por dominar una tendencia a ser demasiado obsequioso— ¿Se encuentra cómoda?

—Oh, sí, muy cómoda.

—¿Nombre?

—Carole Brown —dijo ella, con un pequeño temblor en la voz, casi inaudible, pero que el joven psiquiatra percibió.

—¿Edad?

—Veintiséis.

—¿Soltera o casada? —dijo él, al tiempo que apuntaba en la ficha lo que ella le decía.

—Soltera.

Después, él le pidió su dirección y su teléfono. Cuando los hubo apuntado, dejó la ficha aparte y decidió entablar con ella una conversación sobre el motivo que la había traído a su consulta, motivo que, en vista de su primera impresión de aquella joven, no podía imaginar.

—¿Una copa? —le ofreció— ¿whisky? ¿cognac? Ya sé que no es usual este tipo de ofrecimientos en la consulta de un psiquiatra, pero quiero que se sienta como en su casa… Así que conversemos como dos amigos.

—Gracias, un poco de cognac me vendrá bien, aunque no soy muy bebedora.

El joven se la sirvió: quería eliminar aquellos síntomas de nerviosismo y crear el mayor clima de distensión posible. El mismo se sirvió otra, y la invitó a sentarse en un pequeño tresillo que había en el rincón más apartado y acogedor de la habitación.

Se sentó junto a ella y, cómodamente, cruzó las piernas, con la copa en la mano.

—Bien, señorita Brown —comenzó— En primer lugar quiero hacerle una pregunta que espero no la sorprenda. Aunque de momento no sé qué motivo la ha traído a mi consulta, me gustaría saber por qué ha elegido la mía, y no otra de las muchas que existen en Londres.

Ella tomó un sorbo de cognac y se relajó en el sillón, mirándolo con aquellos ojos que tenían el poder de suscitar tan fácilmente emociones a su alrededor.

—Espero no parecerle indiscreta si le hablo con toda franqueza. Le elegí a usted al verlo hace unos días haciendo unas declaraciones para televisión. Es usted uno de los psiquiatras más reputados del país, lo sabe. Lo que dijo en la televisión coincidía justamente con lo que yo he pensado siempre sobre la profesión del psiquiatra, con lo que yo creo que debe ser un psiquiatra. Así que confié en usted, a pesar de lo joven que es. He estado en algunos psiquiatras anteriormente, pero ninguno me ha podido ayudar. Casi estaba desesperada, hasta que le vi a usted. No sé si acertará donde los demás han fallado pero, al menos, algo me dice que no perderé el tiempo poniéndome en sus manos.

—Le hago esta pregunta —dijo Bruce Chatwin— porque creo que la confianza del paciente en su curación es algo muy importante. En su curación y en el hombre que se supone que va a hacerla posible. ¿Entiende?

—Perfectamente —dijo ella. Se veía ya mucho más tranquila. La verdad era que la sonrisa de aquel hombre le inspiraba tranquilidad. Tranquilidad y sosiego. Sí, había dicho la verdad, aquel hombre la llenaba de esperanza, una esperanza que necesitaba como agua en el desierto, dadas las circunstancias.

—¿Otra copa? —dijo él, al ver que ella había apurado de dos tragos la primera.

—No, gracias.

—Bien, en ese caso cuénteme por qué cree usted que necesita mi ayuda —dijo él

— Pero antes he de pedirle un par de cosas. La primera que sea sincera, completamente sincera. La segunda, que no interprete usted su caso, déjeme que eso lo haga yo. Usted sólo hable… Adelante.

—Muy bien, doctor —comenzó Carole Brown— Todo comenzó al morir mi padre, hace año y medio. En su testamento me nombró heredera de todos sus bienes, pues mi madre, aunque no es una persona excesivamente vieja, declinó toda responsabilidad sobre la herencia. Desde entonces me he ocupado tanto de ella, como de la administración de las empresas que me dejó mi padre… pero tanta responsabilidad, poco a poco, me ha hecho perder la fe en todo, en mi éxito en los negocios y, sobre todo, en mi vida. La verdad, no me siento con fuerzas ni con ganas de vivir.

El doctor Chatwin la escuchaba con atención, aunque no podía dar crédito a lo que oía.

—¿Cómo puede decir eso, una mujer con veintiséis años? —le preguntó abiertamente.

—Pues así es, doctor —replicó ella— Estoy harta de vivir, a veces yo tampoco me lo explico. Pero las fuerzas, las ansias de vivir me abandonan en el momento menos pensado. Desde hace un año he ido de psiquiatra en psiquiatra, esperando que alguno me dé la solución a esta falta de ganas de vivir mi juventud, pero hasta el momento todo ha sido inútil.

Al joven médico todo aquello le parecía inaudito. Había visto muchos casos de gente que, de pronto, perdía la fe en sus posibilidades, la confianza en sí misma. Pero todos tenían profundas implicaciones patológicas, eran enfermos, fracasados.

También sabía que la responsabilidad podía arrojar aquellos síntomas, pero la joven que tenía delante le parecía tan llena de vida que la confesión que acababa de hacerle le parecía bastante extraña.

—Veamos, Carole —dijo, tuteándola de pronto— ¿Ha probado a tomarse un buen merecido descanso? Quizá esté simplemente cansada, agotada por el trabajo.

—Naturalmente —dijo ella— ¿O no llamaría usted descanso un crucero de dos meses por las Islas griegas? Pero incluso allí parecía faltarme la vida, escapar de mis manos como un puñado de arena. Todos los psiquiatras a los que he visitado han coincidido en lo mismo: depresión, una profunda depresión. A decir verdad, doctor, yo soy la primera sorprendida por ese diagnóstico.

¿La primera? —pensó Bruce Chatwin— El tampoco podía salir del asombro.

Desde luego, sus viejos colegas se habían equivocado, Carole Brown era el caso más extraño y atípico de depresión que había tenido delante: estaba llena de salud y sus ojos despedían rayos de fuego cuando le miraban. Rayos de fuego interior que le decían que aquella mujer, que lo tenía todo en la vida, no podía de pronto negarse a vivir.

—¿Ha probado con fármacos? —preguntó el joven.

—Con todo tipo de fármacos —confesó ella— Sin resultado.

—¿Y dice que todo comenzó justo después de la muerte de su padre?

—Más o menos, desde entonces he llegado a tal punto de desesperación que tengo miedo a cometer un día alguna locura. Lo único que me ha detenido hasta el momento ha sido la idea de que haciendo eso traicionaba el legado de mi padre.

—No diga tonterías, Carole y, sobre todo, antes de tomar ninguna decisión consúlteme. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, doctor.

—Nada de doctor —dijo él— Llámeme Bruce.

—Bien, Bruce.

—Cuénteme más cosas de su trabajo.

—Tras la muerte de mi padre dirijo todas sus empresas, como le he dicho.

—¿Sola?

—No, con mi prometido —replicó ella.

Esta revelación causó no pocos estragos en la mente del joven médico, aunque éste no supo por qué. Era un psiquiatra, debía mantenerse al margen del historial de sus pacientes, no debía sentirse atraído por ninguno de ellos. Así que procuró tratar de mantener sus sentimientos al margen, la misteriosa limpieza y nitidez con que le miraban aquellos ojos y con que aquel cuerpo se sugería. Pero Bruce Chatwin se dijo que jamás había sentido nada parecido ante ninguna otra mujer, él, que siempre había considerado la atracción física no más que como un conjunto de procesos químicos.

—¿Su prometido? —dijo— ¿Cuándo lo conoció?

—Un mes antes de la muerte de mi padre.

—¿Sabía él que usted era una mujer rica?

—Entonces aún no lo era —dijo Carole Brown— De todas formas, fue un encuentro casual. Entonces era un joven ejecutivo de las empresas de mi padre, uno de los más prometedores, a pesar de que nunca hubiera visto al jefe cara a cara.

Tampoco sabía que yo era su hija.

—Y dígame, Carole. ¿Le ama?

Carole tuvo un momento de vacilación.

—Sí, le amo, gracias a él creo que sigo viva —dijo, sollozando— El me cuidó en los momentos más duros.

—¿Qué opina de él su madre?

—¿Mi madre? Oh, está encantada… mi madre espera grandes cosas de nuestra relación.

El psiquiatra oía todo lo que la joven decía, pero sentía que había algo oscuro en todo aquello, algo que se le escapaba de las manos y que quizá saliese fuera del campo de la medicina.

—Luego llegó aquel hombre… Anthony Dawson —dijo ella.

—¿Aquel hombre? ¿Qué hombre?

—El señor Dawson, un pintor bastante bueno… expone en las principales galerías de Inglaterra. Comienza a ser una celebridad —siguió diciendo Carole— Se enamoró perdidamente de mi madre, hace dos meses le pidió que se casase con él…

A pesar de ser diez años menor que ella.

—¿Y eso te hace suponer que se casa con ella por su dinero?

—Sí —dijo la joven.

Notó la nube sombría que cruzaba por los ojos de ella, por el fondo de aquellos ojos parecidos al mar, claros como dos espejos donde se reflejaban todas sus emociones.

—¿Qué más? —le preguntó.

—Han sido demasiados acontecimientos en tan poco tiempo, sobre todo teniendo tan reciente la muerte de mi padre.

—¿Qué piensa tu madre de ese hombre, Anthony Dawson? —preguntó el joven.

—Está bastante cohibida, pero ella adora a los artistas. Poco a poco se va acercando a él, lo va aceptando. Además, creo que no puede dejar de sentirse halagada por el hecho de que un hombre más joven se haya enamorado de ella.

—¿Le has aconsejado sobre ello? —dijo él, decidido a tutearla en adelante. No sabía por qué, pero había vacilado hasta el momento sobre ese detalle.

—Más bien la he avisado, pero no me ha hecho caso… en realidad no tengo ninguna razón, ni ninguna prueba, para pensar mal del señor Dawson. A decir verdad, parece un buen hombre… un poco bohemio, pero nada más.

—Entonces, ¿qué temes?

—Una mujer de cincuenta y cinco años, como mi madre, también tiene derecho al amor. Comprendo que la muerte de mi padre no debe, o no debiera ser, el final de todo —dijo Carole, pensativa— Lo único que temo es que, si el amor de ese hombre es falso, le haga daño, entonces la destruiría.

Poco a poco, Bruce Chatwin entreveía el fondo del problema, o lo que en un principio parecía revelarse como fondo. Carole Brown era una mujer muy joven para tanta responsabilidad. De pronto se había convertido en la cabeza no sólo de una familia, sino también de unos negocios cuyos secretos, cuya agresividad, había tenido que aprender en muy poco tiempo… eso la abrumaba.

—Eres hija única, por lo que deduzco.

—Tuve un hermano, pero murió hace un año escalando en los Alpes, mi madre nunca dejará de sufrir por aquel suceso. A menudo la figura de mi hermano, cuyo cuerpo nunca fue encontrado, se le aparece en sueños. Creo que si se entrega ahora a Anthony Dawson es por miedo a estar sola.

—Comprendo —dijo él— Dime, Carole: ¿te gustan los negocios?

—Los odio —contestó ella— Odio la hipocresía y la suciedad del dinero…

igual que mi madre.

—¿Entonces? ¿No los atiendes?

—Hace una semana que no voy por el despacho, a decir verdad —dijo la joven

— James se encarga de ellos.

—¿James? —se sorprendió Bruce Chatwin.

—Mi prometido. Aunque no toma ninguna decisión sin consultarme, por supuesto.

—Ya. Y dime: ¿qué tal te llevabas con tu padre?

Los ojos de ella se encendieron de alegría, al escuchar esta pregunta.

—Estupendamente —dijo— Más que un padre era un amigo para mí, y quería mucho a mi madre. El ambiente en mi casa fue desde que yo era pequeña de mucha unión, si es a eso a lo que te refieres.

—Si, ya sabes que los psiquiatras estamos siempre husmeando en el pasado —dijo el joven médico con una sonrisa. Se sentía especialmente cómodo con ella, y sentía que este sentimiento era mutuo— ¿Se enteró tu padre de tu relación con James?

—No, nunca lo supo —contestó Carole.

—¿Por qué?

—James odiaba las murmuraciones. Desde el principio quiso llevar nuestras relaciones en secreto, cosa muy comprensible. Decía que, al fin y al cabo, era sólo un empleado de la compañía de mi padre. Incluso estuvimos a punto de romper por esa causa, al inicio de las cosas.

Bruce Chatwin fue al mueble bar y se sirvió otra copa, sin dejar de escucharla.

Quería enterarse hasta de la última circunstancia que rodeaba la vida de la joven y, después de esto, comenzar, si era necesario, a ahondar en su pasado. Fuera cual fuese el problema, la palabra depresión le parecía cada vez más inadecuada, más inaceptable e impropia. Por otra parte, hubo algo que le sorprendió desde el principio, algo que no había ocurrido con ninguno de los casos parecidos a que se había enfrentado, y era que Carole Brown le hablaba como si él fuera un detective, y no un psiquiatra. Desde luego —pensó el joven— la psiquiatría también tenia algo detectivesco, y no era él de esos hombres que dejan de lado la lupa y la pipa de las pesquisas.

Se observaba, desde luego, que esa depresión” radicaba en el hecho de que Carole se negaba a aceptar esa responsabilidad y, en último término, a suplantar a su padre al frente de los negocios. En otras palabras, había algo de niña todavía en ella que se negaba a perder.

Sin embargo, Bruce sabía que era prematuro adelantar conclusiones. No creía en las conclusiones, y menos referidas a una mujer como aquélla. A pesar de que creía disimular con toda naturalidad, el joven sabía que la fascinación que Carole Brown le causaba no podía pasar inadvertida para ella, y eso podía echar a perder el buen fin del tratamiento que se proponía iniciar. Claro que él era un hombre como todos los demás, por mucho que tratase de separar el trabajo de su esfera personal, aunque eso es lo que desde el principio se propuso, separarlos. La objetividad y la imparcialidad —se dijo— son ante todo.

Carole Brown parecía adivinar sus pensamientos, adivinarlos con aquellos ojos negros que llegaban hasta el fondo de su alma. ¿Tienen alma los psiquiatras? —se preguntó él con una sonrisa. A pesar de ser poco científico, debía reconocer que sí.

—¿Qué opinas de todo lo que te he dicho? —preguntó la joven, poniéndose encarnada de pronto. El médico sonrió, tomando otro trago de cognac.

—Es pronto para decir nada. ¿Qué sentiste al ponerte al frente de un mundo que no comprendías? Me refiero al de los negocios, ¿O sí?

—Ni lo comprendía ni me gustaba —replicó ella— Mi madre me abandonó de tal manera… En realidad estoy segura de que, si no hubiera aparecido Anthony Dawson, se hubiese vuelto completamente loca, y habría tenido que internarla en un manicomio. Ese hombre le ha devuelto la vida. No puedo culparla de nada, ni siquiera de su paulatina pérdida de contacto conmigo. Al principio nos veíamos muy poco. Después, esa distancia fue acortándose… aún no sé muy bien cómo se obró ese milagro. Lo cierto es que ahora nos vemos todos los días, ella está feliz.

—¿Habláis mucho de tu padre? —dijo Bruce, sabiendo que se adentraba en terreno pantanoso.

—¿Mucho? —se sorprendió ella— ¡Querrás decir nada de nada! Ese es un tema tabú entre ella y yo. Y lo comprendo: ¿de qué serviría hablar de él? Sabemos que ambas llevamos a mi padre en el corazón, incluso dudo de que ella pueda amar a otro hombre después que a mi padre. Lo hace por temor a la soledad. Tú lo comprendes, sé que lo comprendes.

Sí. Bruce Chatwin lo comprendía. La soledad. También él había estado solo los últimos seis meses, aunque muy pocos pueden concebir a un psiquiatra deprimido.

La gente piensa que los médicos no pueden ser enfermos, y esa —en opinión del joven— era la creencia más errónea que había conocido. A menudo, las decisiones más extremas y desesperadas que tomamos son las más humanas. Pero no iba ahora a recordar aquello que lo había sumido en el trabajo como único medio de supervivencia: el suicidio de la mujer que había amado, y su caída en el alcoholismo, que había evitado milagrosamente en el último momento. La copa que ahora tenía en su mano era buena prueba de ello, la primera en dos meses.

De una manera muy especial, se identificaba con Carole Brown. No sabía cómo, pero así era, salvando la diferencia de sus respectivas posiciones frente al trabajo, que a él le gustaba, pero que para ella no dejaba de ser un obstáculo más. Tenía que ayudarla —pensó— tenía que hacerlo costase lo que costase.

—Háblame de James.

—¿James? —dijo ella— Es un buen hombre, sé que me quiere, y que lleva la carga de los negocios porque sabe que mi debilidad no me lo permite. La verdad es que le debo más de lo que creo. Si no hubiese sido por él, hace tiempo que todos hubiésemos ido a la bancarrota, cosa que, por otra parte, no me importaría demasiado. No.

—¿Y qué hay de ese compromiso que mencionaste? —preguntó el médico.

—Nos casaremos el mes que viene —dijo la joven— El dice que nos vendrá bien a los dos. Creo que tiene razón, necesito su apoyo, aunque no sé si será suficiente.

Bruce Chatwin no apartó sus ojos de los de ella, cuando lo miró. Interiormente envidiaba a aquel hombre, a pesar de que, por encima de ese sentimiento, veía a Carole Brown como una mujer ciertamente necesitada de fuerza y de apoyo.

Sí, creía tener algunas teorías, modestas teorías sobre su estado de decaimiento.

A pesar de que, si no se equivocaba, a aquella mujer le hacía falta solamente amor, felicidad. Por primera vez, pensaba el joven psiquiatra, el dinero no tenía nada que ver. Y, a decir verdad, dudaba de que un hombre que sólo tenía tiempo para atender a innumerables negocios pudiera dárselos, a menos que los sacrificase por ella. ¿Sería ese James de esa clase? Algo veía en los ojos de ella que le hacía dudar.

Carole Brown había dejado su bolso encima de la mesa, cuando se levantó para encender un cigarrillo Bruce Chatwin pudo apreciar mejor los encantos de aquella preciosa mujer… su cuello recto, sus piernas largas y delgadas y su cuerpo perfecto ceñido por aquel vestido elegido con tan buen gusto hicieron que el médico se sintiese absolutamente subyugado. Pocas veces había ocurrido esto, por no decir ninguna. Siempre había sabido mantener la distancia entre sus pacientes y lo que venían a requerir de él. Pero el caso de Carole Brown lo vio de pronto tan claro, y tan fuera de la psiquiatría, que hablando con ella había creído que era la persona más sana mentalmente que había conocido.

De cualquier forma —pensó— mejor seria no precipitarse. La escucharía hasta el final. Era muy probable que aún quedasen planos de la cuestión ocultos, aunque no era la vanidad lo que le llevó a decirse que pocas veces había errado en este tipo de observaciones. Desde el comienzo de la entrevista, Carole Brown había tomado la decisión de sonreír. Y la sonrisa que el joven vio en ella no era la de una persona depresiva, con tendencia al suicidio, como ella había dejado entrever, sino la de quien no ha encontrado las suficientes oportunidades para ser feliz. Todo ello parecía sumamente extraño.

—Dices que no has pisado tu oficina en las dos últimas semanas —dijo el médico— ¿Qué has hecho entonces?

—Algunas veces me sentía con ánimos —contestó ella— pero James insistía en que no me agobiase por ello, que permaneciese en casa, o viajase. El se ha encargado de todo.

—¿Viajar?

—Sí, aunque a pequeñas distancias. Hace dos días visité con mi madre una exposición en Manchester del señor Dawson. La verdad es que no puede decirse que pinte mal, incluso tiene su pequeño círculo de incondicionales. ¿No has leído sus críticas de arte en los periódicos?

—A decir verdad es la primera vez que oigo hablar de Anthony Dawson, claro que tampoco soy muy aficionado al arte que se hace ahora. Lo siento —dijo Bruce con una sonrisa— ¿Y a tu madre? ¿Qué le parecen sus cuadros?

—Mi madre los adora, dice que Anthony es el mejor pintor de hoy en día.

—De todas formas —apuntó el joven— ¿no crees que es un poco mayor para no ser ya conocido?

—Sí, pero él es un bohemio, ya te lo he dicho. Piensa que el verdadero arte es el que se escapa de los circuitos comerciales habituales. Siempre habla de Van Gogh, de Modigliani, pintores que murieron pobres, casi de hambre, medio locos, pero son los verdaderos genios de la pintura.

—¿No podría ayudarle tu madre en ese sentido?

—Lo ha intentado —replicó ella— pero él rechaza todo lo que tenga que ver con el dinero.

—Pero eso se contradice con lo que acabas de decir —dijo el médico— con el hecho de que piensas que se casa con ella por el dinero.

—Esa fue mi primera impresión, no puedo negarlo, pero hablando más tarde con mi madre he sabido que Anthony Dawson pretende que vivan los dos alejados del mundo de los negocios, en una casita de campo, donde él pueda seguir trabajando. A mi madre todo esto le resulta de lo más romántico.

—¿Romántico? —dijo él— ¿No lo era con ella tu padre?

El rostro de la joven se ensombreció. Aunque odiaba provocar esos ensombrecimientos, Bruce Chatwin sabía que eran necesarios. Necesitaba conocer cuáles eran los tabúes, los puntos dolorosos que la relacionaban a ella con su familia.

—Cuando era joven sí, por supuesto —replicó ella— Pero después tuvo que construir un gran imperio. Ya me entiendes.

—Quiero hacerte una pregunta muy personal —dijo el médico, mirándola fijamente.

—Adelante.

—¿Le fue infiel a tu madre alguna vez?

Los ojos de ella lo miraron con extrañeza, sin entender muy bien lo que él quería decir.

—Corren rumores —dijo finalmente la joven— rumores no confirmados, y sobre los que mi madre no ha hablado nunca. Sinceramente, no sé cuán ciertos pueden ser, alrededor de las personas con poder surgen toda especie de bulos y calumnias. Pero esos rumores no alcanzan a ningún nombre, quizá no eran más que coqueteos. Mi padre se guardó muy bien de ellos. Sabía que mi madre es muy celosa.

—Ya —dijo él— supongo que serías muy joven.

—Si, pero recuerdo temporadas de auténtica tensión. Aunque no podría decirte si esa tensión era debido a ello.

—Y dime, con respecto a tu prometido. James.

—James Lowell —puntualizó ella.

—¿Crees que está capacitado para ponerse al frente de los negocios de tu padre?

—¿Capacitado? Por supuesto, en un año ha hecho que los beneficios se multiplicaran. No es eso lo que me preocupa.

—¿Qué es, entonces, lo que te preocupa? —preguntó él con curiosidad.

—El hecho de que nos veamos tan poco. Apenas he hablado con él cuatro palabras en las últimas dos semanas.

Esta revelación sorprendió a Bruce Chatwin. Comprendió que la joven estaba, de ser así, completamente sola, puesto que tampoco podía permanecer demasiado tiempo con su madre, quien atendía gustosamente a su pretendiente, el pintor.

—Estás sola, entonces —le dijo.

—Bastante sola, sí. He tratado de incorporarme a los negocios, como distracción, pero ha sido inútil.

—Ya me has dicho que los odias —dijo él— pero, a pesar de eso, has sido perfectamente capaz de mantenerlos en alza. ¿No es así? Eso dice mucho en favor de tu capacidad para comprometerte, y no sólo eso. También para triunfar.

Bruce Chatwin prefería que aquella primera sesión no fuese demasiado exhaustiva. Quería simplemente conocerla un poco, familiarizarse con su manera de pensar, que es el primer objetivo de todo médico en relación con sus pacientes. Veía, de todas formas, el contorno de algo oscuro, de algo desconocido en todo lo que ella había dicho. Y se propuso descubrirlo, puesto que —sin saber muy bien por qué— aquella mujer le interesaba en todos los sentidos, incluso en los que de momento no se habría atrevido a confesarse así mismo.

—Muy bien, Carole —dijo el psiquiatra— Me encantaría conversar más contigo, pero no quiero cansarte. ¿Qué pensarías si tu médico te abrumase con un largo interrogatorio?

—Doctor…

—Dime, Carole.

—¿Podrás ayudarme? —preguntó con una especie de angustia en la voz.

—No voy a ser tan hipócrita como para decírtelo sin haberte conocido un poco más —dijo él con sinceridad— Pero ten por seguro que lo intentaré.

Algo en el tono que había empleado el hombre caló muy hondo en el corazón de Carole Brown. No era como otros médicos, que desde el primer momento le habían prometido el cielo, sólo porque sabían que ella tenía dinero. No, Bruce Chatwin era distinto. Podía confiar en él, su corazón se lo decía, y ella casi siempre había hecho caso a su corazón. Sabía que aquel hombre intentaría ayudarla; aunque no sabía si sería la ayuda de un simple psiquiatra, o de la persona, del hombre que ella necesitaba.

—Sé que tu tiempo es precioso, que estarás ocupada pero, ¿qué te parece si nos vemos dentro de dos días, el viernes? —propuso él.

—¿Aquí?

—Sí, en la consulta. Hay algunos aspectos que tenemos que discutir, antes de aventurar un diagnóstico. De todas formas, nunca he creído en ese número inacabable de citas y conversaciones que suelen utilizar los psiquiatras con sus pacientes. Veré muy pronto si puedo ayudarte o no.

—Me gusta tu sinceridad —dijo ella, levantándose y recogiendo sus cosas de la mesa— ¿Entonces el viernes?

—Te esperaré, a la misma hora, Carole.

El joven médico escoltó a la muchacha hasta la puerta y, al salir, le tendió la mano. Al estrechársela vio que tenía un tacto cálido y una piel fina y hermosa.

Además, un vaho de perfume indefinible lo envolvió como una nube, una nube hermosa y discreta que le hizo recordar algo olido en el pasado.

—Confío en ti —dijo Carole, apreciando el tacto fuerte de la mano de el, seguro, sin prejuicios.

—No defraudaré esa confianza —contestó el hombre.

Ella, entonces, se fue. Había algunos hombres en la sala de espera, todos se quedaron boquiabiertos ante semejante mujer, dudando si se trataba de una aparición. El propio Bruce Chatwin tuvo también esa duda, cuando la vio desaparecer tras el corredor.

Entró de nuevo en su despacho y se sentó un momento en el sillón, relajándose.

Quería poner sus ideas en orden, quitársela de la cabeza, antes de hacer entrar al siguiente paciente. Se dio cuenta de que, a pesar de las confidencias que le había hecho, era una mujer rodeada de misterio. Sí, tenía que conseguir la forma de ayudarla.

Apretó el botón el interfono. Su secretaria se puso a la escucha.

—Dígame, señor Chatwin.

—Tráigame el periódico de la mañana, señorita Emerson —le pidió.

—Ahora mismo, señor.

A los diez segundos, la joven entró con la prensa.

—¿Algo interesante? —le preguntó con una sonrisa de oreja a oreja.

—No he tenido tiempo de ojearlos, señor Chatwin —dijo la secretaria, casi ruborizándose, pues no estaba acostumbrada a que su jefe le hiciera ese tipo de preguntas.

—Así me gusta, que sea usted eficiente —bromeó él, echando un vistazo a la primera plana.

—¿Desea algo más, señor?

—No, gracias, puede retirarse.

Cuando salió su secretaria se vio con tres periódicos sobre la mesa. Quizá —pensó— la vuelta a las costumbres cotidianas me haga olvidar por un momento a esa mujer. Debía reconocer que el efecto que había causado sobre él, sobre su capacidad de sorpresa, era enorme, y quizá no del todo beneficioso para sus ulteriores relaciones con ella. Debía atajar en su raíz esa admiración, o no conseguiría la suficiente distancia que un psiquiatra debe observar con las personas que trata.

A pesar de su total entrega a la práctica de la psiquiatría, en muy contadas ocasiones se había dejado influir por sus pacientes, y esto había ocurrido en beneficio de ellos. Sin embargo ahora era distinto, al contrario, lo que le costaba más esfuerzo era separar de sí mismo a aquella mujer, el hechizo de sus encantos, su misterio que parecía surgir de algo depositado en sus ojos, en su perfume.

Definitivamente, decidió sumergirse en la lectura del periódico, aunque sólo por unos minutos. No quería hacer esperar a sus pacientes. Lo hacía en beneficio de ellos. En realidad, no le interesaban los periódicos, los utilizaba para distraerse, para desconectarse de su oficio. Claro que nunca traían nada verdaderamente interesante.

De pronto sonó el interfono, seguro que los pacientes se estaban impacientando.

—Por favor, entreténgalos un momento, señorita Emerson —dijo por lo bajo.

—No lo llamo por eso, señor Chatwin —dijo la secretaria, un tanto sorprendida.

—¿Ah, no? Dígame.

—Me preguntó antes si había hallado algo interesante —dijo ella— ¿Ha leído las páginas de economía? Cada día viene a verle gente más famosa.

—¿No me dijo que no ojeaba los periódicos? —replicó el joven, casi presenciando cómo su secretaria se ponía roja a través del aparato. Era una muchacha deliciosamente tímida, eso siempre le había producido a Bruce Chatwin una gracia socarrona que hacía que a veces intentara jugar sanamente con ella.

—Perdone, señor Chatwin…

—Perdonada. ¿Qué decía de las páginas de economía?

—Hay una foto de la señorita que acaba usted de recibir —dijo la secretaria.

El joven soltó la tecla y buscó al final del periódico, lleno de interés.

Efectivamente, encontró la foto de Carole Brown, junto a la noticia de que las acciones de sus compañías siderúrgicas estaban subiendo cada vez más.

Bruce Chatwin leyó el articulo con todo interés, un artículo que valoraba las dotes directoras y organizativas de aquella mujer como casi sobrehumanas. Vaya, vaya —se dijo con admiración, pero aún le quedaba recibir la sorpresa más inesperada del día, puesto que el nombre que acompañaba a la foto de Carole Brown no era el de Carole Brown. ¡La mujer que había acudido a su consulta esa mañana no era Carole Brown ¡Aquella mujer se llamaba Alice Rowolt! A partir de ese instante, el joven médico no supo el por qué de la conducta de la muchacha, lo único que tenía seguro era que le había mentido.