Capítulo 6
Cuando Bruce dejó a Robert Worth fue a su casa, un piso en uno de los barrios céntricos de Londres. La entrevista mantenida había durado dos horas, tenía otro par hasta el momento de ir a su consulta, donde había quedado con Alice. Le había dicho que la esperaría trabajando, la idea de trabajar le pareció sobrehumana en aquellas circunstancias, así que decidió quedarse en casa y tomarse un descanso.
Julie se extrañaría de no verlo, pero no podía hacer otra cosa. Estaba consternado, era como si lo que acababa de oír lo hubiese envejecido varios años. A pesar de ser un psiquiatra que creía conocer la naturaleza humana, o parte de ella, ese conocimiento se le antojaba una verdadera fantochada al pensar en James Lowell y Anthony Dawson.
¿Qué haría mientras tanto? ¿Leer? ¿Ver la televisión? ¿Hojear el periódico? ¡No!
—se dijo— Tengo la impresión de que nada de lo que haga tendrá sentido.
Sin embargo, algo tenía que hacer, así que llenó la bañera de agua hirviendo y se dio un largo baño relajante. Estaba a punto de salir cuando sonó el teléfono. Se puso el albornoz y se llevó el auricular al oído.
—¿Bruce? —dijo una voz femenina.
—Hola, Julie. ¿Qué ocurre?
—Nada, quería saber sólo si le ocurría algo. He estado esperándole.
—Tómate la tarde libre. Iré, pero luego, bastante tarde. ¿Ha habido alguna novedad?
—No, ninguna. Bien, si no ordena nada me voy —dijo la muchacha.
—Diviértete, Julie. Adiós —dijo, y colgó.
Después se sentó en un enorme sofá. Estaba agotado, pero el baño le habla sentado muy bien, mermando ese agotamiento. Intentó leer algo superficial, una revista, pero los pensamientos se le apretujaban en la mente, se negaban a salir de ella. De pronto el teléfono volvió a sonar.
Qué querrá Julie ahora —se dijo, un poco molesto.
—Diga —repitió en tono de cansancio.
—Buenas tardes, señor Chatwin —dijo una voz, esta vez masculina. Bruce estaba tan agotado que al principio no la reconoció, quizá porque no la esperaba.
—¡Señor Lowell! ¿A qué se debe el honor de su llamada? —dijo, sobreponiéndose.
—Le dije que no se acercase a ella —dijo James Lowell, visiblemente enfadado.
—¿Quién le ha dado mi número? —fue la única respuesta que recibió.
—Es usted un londinense: su número viene en la guía —contestó el otro, sarcástico— ¿recuerda que se lo dije? He sabido que pretende usted cenar con mi prometida esta noche. Un buen intento de su parte, pero equivocado.
—¿Se lo ha dicho ella?
—Eso no le importa —dijo Lowell.
No, no había sido ella, Bruce lo sabía, lo que corroboró que los espías de Lowell eran más eficientes de lo que pensaba. La llamada para citarse había sido hecha desde su despacho. A Bruce no le extrañó que aquel teléfono estuviera intervenido.
Sí, era una táctica propia del hombre con quien iba a casarse Alice Rowolt.
Aunque Lowell no lo supiera aún, lo tenía en su mano. Bruce Chatwin sintió el enorme deseo de divertirse con él, de ponerlo nervioso.
—No pretendo cenar con su prometida, señor Lowell, voy a hacerlo.
Cosa que consiguió. Si no ponerlo nervioso, si al menos enfurecerlo.
—Voy a hundirle, Chatwin. ¿Qué es lo que pretende? —vociferó.
—Cenar con su novia, señor Lowell, sólo eso.
Escuchó cómo al otro se lo llevaban los diablos, casi se oía cómo se derretía el auricular en sus manos y rechinaban sus dientes. Sí, lo tenía, tenía cogido a aquel hombre en su puño, era como si él mismo lo presintiera. Lo presentía, aunque no estaba seguro de por dónde iban a venirle los golpes, y eso lo enfurecía más. James Lowell era un hombre calculador, el hecho de no manejar la situación era doblemente acuciante para él, para su gran proyecto de hacerse rico fraguado en una mente de asesino, del cómplice de un asesino. Sabia que si le quitaban a la novia le arrebataban el futuro, le ponían entre la espada y la pared, le convertían de nuevo —como a Cenicienta— en un zarrapastroso ejecutivo.
—Primero miente, diciendo que es un empresario del acero, luego me persigue por los campos de golf, y ahora quiere a mi mujer… es usted muy versátil —dijo sin abandonar el cinismo, que era su gran arma.
—Se equivoca usted conmigo —contestó Bruce Chatwin— en la mentira sólo tengo a una persona que me supera, ya sabe cuál. En cuanto a lo segundo, usted se esconde en los sitios a los que voy, forzoso es que nos encontremos; y en cuanto a su mujer, lo será por muy poco tiempo, señor Lowell. ¿O debiera decir sus millones?
—Sé que prepara algo contra mi, pero no le dará resultado —dijo el otro sin perder la calma— Se entromete hasta el fondo, va a costarle mucho trabajo salir.
Bruce Chatwin estaba a punto de decirlo, de gritarle ¡asesino! en su cara. Iba a hacerlo, pero un último rayo cruzó por su mente y lo disuadió. No, no era el momento, debía prudentemente esperar. Iba a mandar a aquel individuo a la cárcel, pero iba a hacerlo bien, sin apresuramientos, con sangre fría. Todo lo que se preparaba para decir lo diría ante testigos, ante los testigos adecuados. Entonces no podría escaparse.
—¿Va a impedírmelo usted, señor Lowell?
—Tengo muchos medios para hacerlo —aseguró el otro, bravucón— Se lo advierto: anule su cita con Alice.
—Anúlela usted. ¿No desea ese privilegio?
—¡Escuche estúpido! —gritó Lowell al otro lado del hilo, pero Bruce Chatwin consideró que no era necesario ni entretenido escuchar. Lo mejor que podía hacer era colgar el teléfono, y eso fue lo que hizo.
Pasaron unos minutos, hasta que el joven se aseguró de que aquel facineroso no se atrevería a llamar de nuevo. Entonces fue al dormitorio y se tumbó en la cama.
Sabía, sin embargo, que Lowell no amenazaba en vano, y se sorprendió del modo en que Alice permanecía ajena al verdadero carácter de aquel hombre. No, era imposible que estuviese enamorada de él, era imposible que aquel hombre la hubiera acariciado. Iba hacerle pagar todas sus maquinaciones, pero hasta ese momento debía tener cuidado, mucho cuidado.
Estaban a punto de dar las diez cuando Bruce llegó a su consulta. Admitió que no debía haberle provocado de esa manera, era capaz de cualquier cosa, incluida la fuerza contra Alice. Pero no, sabía que si usaba la fuerza, de cualquier tipo, contra ella, precipitaría su fin.
La esperó tumbado en el diván, como los pacientes, y a las diez en punto sonó el timbre. Sólo dos personas sabían que él estaba solo allí, Alice Rowolt y James Lowell.
—¿Quién es? —preguntó a través de la puerta.
—¿Cómo que quién es? —dijo la voz de Alice— ¿Te has olvidado de que habías quedado conmigo?
Bruce suspiró de alivio y abrió la puerta. Era ella… y estaba preciosa, más guapa que nunca. Definitivamente, nunca había visto una mujer así, tan llena de vida. Una nueva llama brillaba en sus ojos, una luz distinta, parecida a la felicidad.
Vestía un traje elegante y clásico. Cuando ella se inclinó para darle un beso sintió cómo su pecho subía y bajaba, casi rozó sus labios, haciendo que él aspirara el aroma que desprendía su cuello, un aroma que era sólo en parte perfume, y en parte su propio olor.
—¿Listo? —exclamó— ¿Dónde vas a llevarme?
—Oh a cualquier sitio. Un colega dice siempre que mi mejor yo es el que elige los restaurantes —dijo el joven.
—Demuéstralo.
Se agarró a su brazo y ambos bajaron las escaleras. Bruce pensó que lo mejor sería no referirle su conversación de hacía un rato con Lowell. No quería que ese nombre apareciera, aunque sabía que tendría que aparecer indefectiblemente, de una forma o de otra.
—¿Cómo se encuentra tu madre? —le preguntó a la muchacha cuando se metían en el coche.
—Todavía encantada contigo, pese a que James le ha contado de ti cosas terribles —dijo ella— En cuanto ha sabido que eras el famoso Bruce Chatwin ha dado albricias de contento. Ella y el señor Dawson han ido al cine. La verdad es que James no se esperaba su reacción.
—¿Y cuáles son esas cosas terribles que le ha contado? —trató el joven de sonsacarle.
—¡Bah! ¡Tonterías! Ya sabes cómo es él, un poco malvado. No sé por qué parece fuera de sí.
Sí, Bruce Chatwin sabía lo malvado que podía ser. Acababa de comprobarlo esa misma tarde. Advirtió que Alice no quería hablar del asunto, le quitaba trascendencia. Estaba seguro de que habían discutido, pero esa noche la muchacha tenía algo que le impedía seguir pensando en esas cosas. Algo en su mirada, en su cuerpo, en su pelo que enmarcaba un cuello hecho para ser besado y una frente tersa e incomparable.
—¿Has ido al Blue Lion? Te aseguro que es digno de la reina del acero —dijo el joven.
—Si he ido, pienso ocultártelo. Iré esta noche por primera vez, contigo.
De pronto todo era perfecto —pensó él— y sin embargo parecía sometido por algo invisible y extraño. ¿Es que James Lowell había permitido que su prometida fuera a cenar con un competidor? ¿O quizá lo había hecho porque ella le asegurara que no lo era, que no era tal competidor? Necesitaba averiguarlo, e iba a hacerlo en ese mismo instante.
—¿Qué ha pasado? Dímelo, Alice.
La miró de reojo mientras conducía por las calles nocturnas, y creyó ver una lágrima que bajaba por sus mejillas. Sí, algo había pasado.
—Esta noche, mientras me arreglaba, se presentó en mi casa —dijo ella— No sé cómo se ha enterado, pero me prohibió que fuese a cenar contigo. Le dije que no tenía nada que temer, pero estaba fuera de sí.
—Viniendo me haces demasiado feliz para darte únicamente las gracias —declaró el joven, mientras le tomaba la mano en señal de apoyo.
Pocos minutos después estaban en el Blue Lion, uno de los restaurantes más distinguidos de Londres, aunque no precisamente de los más conocidos. Bruce había ya reservado una mesa para dos en un rincón tranquilo.
—Es precioso —dijo ella admirada.
—Eso lo haces tú.
—Bruce, ¿siempre eres tan cumplido?
—También tú me has hecho un cumplido.
El joven médico tenía ganas de ser amable con ella, demostrarle en las pequeñas cosas que la amaba, pero también le era necesario levantar una barrera entre “su” Alice y la Alice de James Lowell. Esa otra Alice existía, y eso lo exasperaba hasta la rabia.
Cuando vino el camarero con la carta, Bruce le sugirió algunos platos. No había ido mucho por aquel restaurante, pero sabía de la fama de sus recetas. Dejándose aconsejar, Alice eligió un menú basado en carnes del mar.
—A veces me parece un hombre tan extraño —dijo la muchacha como hablando consigo misma.
—Querida Alice, descubrirás muchas cosas todavía sobre él, que no imaginarias jamás.
Bruce no debía decir aquello, lo sabía bien, pero la foto que llevaba en el forro de la chaqueta irradiaba furor por todo su cuerpo. Estaba deseando que llegase el momento de mostrarla, de mostrársela.
—Me ha pegado, Bruce. Por primera vez me ha pegado —siguió ensimismada la muchacha.
Oírlo encolerizó a Bruce Chatwin, le ensombreció súbitamente el pensamiento.
—¡Canalla! —exclamó— ¡Maldito canalla!
—Nunca supuse que sus celos lo llevaran a hacer eso. He venido porque tenía que venir, que afirmarme a mí misma, eso es lo que tú eres para mí, Bruce.
El la miró profundamente a los ojos y, sobre la mesa, le tomó la mano, la acarició. Tenía que decirle toda la verdad, aunque fuera dosificándola. No podía permitir que el pasado de un año y medio de mentiras fuese más importante para ella que su propia autoestima.
—Te ayudaré —le dijo.
—Si intentaras ayudarme sólo empeorarías las cosas, hacerlas más violentas, sólo eso.
—Alice, ese hombre sólo quiere tu dinero, su vida es el dinero, el dinero, el dinero. Sólo el dinero. ¿Crees que te ama? Te ha estado mintiendo todo este tiempo, haciéndote creerte enferma para tomar él las riendas de tus negocios, que ahora son suyos.
—Yo se las di, Bruce —respondió ella— Por debilidad, quizá, pero es tan difícil ya volver atrás.
—¿Por qué?
—Aún no estoy segura de mis sentimientos. He de hablarle cara a cara, dialogar con él.
—Volverá a abofetearte, su amor no es más que una burla bastante cruel, porque juega con sentimientos, con las personas, en su propio beneficio. Alice:
¡abandónalo! Hazlo por ti misma, si no quieres que las evidencias te arrollen… y tengas finalmente que hacerlo.
—Bruce, quisiera no hablar de esto. Estoy agotada, no puedo más.
—Te amo —dijo él, e inclinándose sobre ella puso sus labios sobre aquella piel de ensueño que recubría los labios femeninos. Alice le correspondió como debía, con ardor, con un calor donde se mezclaban el deseo, la necesidad y la duda, incluso la duda que la laceraba.
Cuando se separaron ella clavó los ojos en la mesa. Bruce Chatwin acarició la idea de que por fin había logrado besar aquellos labios. Ahora estaba seguro de que ella lo amaba, de que estaba de su parte, y no de la de un asesino. Había querido hacer esa comprobación, enamorarla antes de enseñarle lo que la haría odiar, aborrecer para toda su vida a aquel hombre. Había sido una especie de prueba de resistencia y de equilibrio, pero ella lo amaba y, por tanto, el podía seguir viviendo.
—Bruce, espero que no —comenzó a decir ella, pero él la atajó.
—Calla, por favor —dijo, poniéndole un dedo en los labios, para otra vez sentir una suavidad perfecta y etérea, que sabía que también se encontraría en sus muslos, en sus senos, en su espalda.
La deseó entonces con todas sus fuerzas, la deseaba cada poro de su piel. Las propias miradas eran incapaces de volver de su cuerpo, de apartarse y fijarse en otra cosa que no fuera ella. Estaban clavados como anzuelos. Ella lo sabía, el deseo de él se podía cortar con un cuchillo y a la vez era un cuchillo que la cortaba.
Todo en ella era cautivador, Bruce se olvidó de su odio, de su venganza, de todo lo que en los últimos días se había apilado en su cabeza, puesto que lo verdaderamente digno de ser vivido era aquel cuerpo que marchitaba a la sombra, a todo lo demoníaco que rodeaba a ambos.
—Dime que me amas, porque lo sé —dijo el— Quiero oírlo de tus labios.
Ella le miró a los ojos, como si le implorara una tregua, un poco de tiempo, no sabía muy bien para qué.
—No seria justo que te lo dijera ahora —dijo— Antes tengo que prepararme para ello, para decírtelo. Pero ahora, ahora no.
El joven no insistió: ya no hacía falta que lo dijera, lo sabía, incluso lo había oído de su propia boca. Ahora era infinitamente feliz, rico, pero de una riqueza que no era lo que solía entenderse por tal, una en la que ni siquiera había reparado James Lowell.
Entonces, como para darle valor a sus palabras, la joven puso su mano sobre la de él, y Bruce Chatwin tuvo la certeza de que se la concedía, le concedía su mano después de ser precisamente la mujer más prisionera del mundo, la más atada a un mundo que no le pertenecía.
—Esperaré, amor mío —dijo Bruce, llevándosela a los labios.
Sin embargo, aquella noche Alice Rowolt todavía le daría a entender que era innecesaria aquella espera, y que, al contrario, era ella la que había estado esperando a que todo aquello pasase, a que se acercase su felicidad, como la que espera un tren en el andén de una estación, pasando frío y —a pesar del dinero— muchas privaciones.
Al terminar la comida Bruce Chatwin pidió champán francés. Podría haberlo bebido todos los días, pero sólo lo hacía en contadas, especiales ocasiones. Por ese motivo Alice lo agradeció. Ambos escuchaban una música dulce a su alrededor, y con los ojos se lo dijeron todo.
—¿A quién debo agradecerle nuestro encuentro? —le preguntó él. Ella, naturalmente, no tenía respuesta, el causante no era nadie ni nada en concreto, quizá sólo esa música que oían en el silencio bullicioso del restaurante.
—No sé por qué, pero desde que te vi supe que me amabas, tanto como yo a ti, y a la vez me martirizabas con ese aparentar que no te dabas cuenta. Siempre he buscado una mujer como tú, tan igual como distinta a mí.
—Sí, tienes razón —respondió ella— he sido la primera en saberlo y la última en reconocerlo. Hasta mi madre estaba más enterada de mis propios sentimientos. Sé que se alegra por mí, en el fondo desconfía de James, igual que yo.
—¿Tu madre?
—Si, sospecha cosas sobre él que no sabría describirte. Por cierto, sigue empeñada en que vengas con nosotros al hipódromo el domingo que viene.
—Alice, querida.
—Dime, Bruce —contestó ella con voluptuosidad, sin dejar de entrelazar sus manos en las de él ni de mirarle a los ojos, que eran dos carbunclos fulgentes.
—Quisiera que me dijeras algo acerca de ella —prosiguió el joven— ¿Cuáles son sus verdaderos sentimientos con respecto a Anthony Dawson?
—No lo sé. Al principio pensé que le amaba, pero después me he dado cuenta de que ese amor tiene mucho de huida de la soledad, una huida ficticia, puesto que sabe que su mundo se ha incendiado ya, se incendió y convirtió en cenizas con la muerte de mi padre. Ese hombre, el señor Dawson, es demasiado inferior a mi padre, aunque sea pintor, aunque sea un seductor. Digamos que ella ha querido caer por un tiempo en sus garras, pero no cree en esa caída: su corazón está en otra parte.
Bruce la miraba con una mezcla de arrobamiento y sorpresa, estaba seguro de que decía la verdad, de que la hija no se equivocaba en cuanto a los sentimientos de la madre.
—Somos dos mujeres solas, Bruce —siguió la muchacha—. A pesar de la riqueza no tenemos adónde ir, a pesar de ella somos una especie de huérfanas. Si mi madre no hubiese encontrado a Dawson, o mejor, si Dawson no se hubiese empeñado en conquistar a mi madre, habría sido cualquier otro hombre. Ella sabe que yo no estaré siempre junto a ella. Ha asentido ante mi matrimonio con James Lowell, pero como un mero juego, con una mentalidad de superviviente, puesto que su gran amor, el único de su vida, ya no podrá estar junto a ella. Y pienso que habría dejado que me casase con James, de la misma forma que dejaría que me casase con cualquier otro hombre: para ella la vida es así, un lazo de grandeza y miseria.
Bruce escuchaba las palabras de ella pensando en qué sentiría si supiera mucho de lo que tenía que decirle, porque sí, tenía que decirlo, pero consciente de que iba a provocar un sufrimiento atroz en las dos mujeres. Ambas, en cierto sentido, se sabían juguetes del destino: en el sentido en que todos lo somos, pero Bruce Chatwin sabía, además, que en su situación, ambas eran más juguetes que nadie.
Por otra parte, el acusar a aquellos criminales no iba a significar para ellas compensación alguna: puede haber compensación para el crimen, pero no para la burla de que habían sido objetos. Simplemente objetos.
De nuevo, sintió deseos de decírselo todo a Alice Rowolt, pero otra vez se contuvo. Era necesario que los cuatro se miraran cara a cara en ese momento, separar a los culpables de los inocentes. Además, Bruce Chatwin quería arrebatarles a conciencia a aquellos dos miserables todo aquello por lo que habían luchado tanto tiempo, sobre todo a James Lowell: quería arrebatarle el matrimonio, la fortuna, el poder de que había gozado ilícitamente a pesar de no tener ni siquiera derecho a vivir.
—Sí, he sido una depresiva —dijo Alice— lo digo aunque tenga que contradecir tu teoría. Pero lo he sido por debilidad, por escasez de fuerzas.
—No hables más de ello y levanta la copa.
Alice así lo hizo.
—Sospecho que tienes un brindis en la cabeza —le dijo, sonriendo, al joven.
—Sí, brindemos por nuestra felicidad juntos. Vas a pasar primero por algún momento muy amargo, pero quiero que, detrás de eso, tengas siempre presente que te amo y que no voy a poder vivir sin ti.
Entrechocaron sus copas y se las bebieron de un sorbo. Sí, aquello era un principio, un extraño principio que ya imantaba sus vidas, haciendo que se atrajeran con un poder que no tenía nada que ver con el dinero ni con nada que pudiera pertenecer al mundo.
Ese mismo poder fue el que selló sus bocas, cuando, al acabar la cena, él la tomó de la mano y la metió en el coche. Fueron en silencio, felices, durante todo el camino hasta el apartamento de Bruce.
Era como si el destino les hubiese pintado una raya en el suelo de la que no pudiesen salirse. ¿Por qué discutir al destino? En cuanto Bruce encendió la luz la joven se identificó con todo lo que veía, pues amaba al hombre que vivía allí, aunque aún no se lo había dicho. ¿O sí? Sí, lo había hecho, sin pronunciar una sola palabra, sencillamente obedeciendo los deseos de ambos.
—Bonito apartamento —fue lo único que dijo. Se quitó los zapatos y fue como si con ellos se fuera el cansancio, el absurdo de las últimas escenas vividas lejos de los brazos del hombre con el que quería estar. Trató de recordarlas: la pelea con James, su desobediencia a que no cenase con Bruce, sí, ya se iban, ya desaparecían hasta quedarse en nada. Nunca debían haber sido más que eso, nada.
Cuando llegó lo que ella estaba esperando se sintió la mujer más dichosa del mundo, y lo que estaba esperando es que Bruce Chatwin la desnudara, anhelaba que la viera desnuda, al igual que anhelaba verle desnudo a él. Había imaginado muchas cosas detrás de sus impecables trajes: había imaginado el pecho y los muslos de él, pero cuando todo se dio a la luz reconoció que se había quedado demasiado corta.
Se dejó desnudar como una niña, había observado en sus visitas a la consulta la forma en que él la había mirado: con una mezcla de deseo volcánico y apariencias.
Pero no podía aparentarse nada contra eso, eso surgía siempre, en su totalidad. El hombre fue muy cuidadoso con los botones del vestido, pero ese cuidado no podía sobreponerse a la fuerza y la rapidez con que él los desabrochaba. Era todo un experto y Alice se desperezó bajo sus caricias, hasta que el vestido quedó en el suelo, sabía que cuando volviera a ponérselo sería una mujer distinta.
Se abrazó al cuello de él y dejó que la llevara a una enorme cama donde él dormía. Se hallaba subida en un entarimado, pero casi a ras del suelo.
—Como ves, un dormitorio de soltero —dijo él, tendiéndola suavemente sobre las sábanas.
—No lo será por mucho tiempo —aprobó ella.
Sus caricias se alargaron durante muchos minutos, las de ambos, descubriendo mutuamente extensiones donde la piel casi dejaba de ser piel para convertirse en otra cosa, en una laguna o en tierra mojada. Las caricias recibidas hacían agonizar a Alice, que deseaba como nunca lo había hecho, deseaba sin mente, sin inteligencia, sólo con su piel y su cuerpo.
—Eres la mujer más hermosa que he conocido —le susurró al oído el hombre, sin dejar un sólo centímetro por recorrer con cada uno de los centímetros de su cuerpo. Se amaron como si la meta de la vida hubiese sido esa, y para ellos lo era.
Sí, para él ella era la mujer más hermosa, jamás hubiese imaginado que existiese un cuerpo así, por eso no podía dar tregua a su deseo ni a lo que ella le pedía con todo menos con las palabras. Era un hombre que se sentía deseado, deseado más que nunca, por aquella mujer que a ratos parecía débil y quebradiza, y a ratos elástica y felina como una pantera.
—Después de esto no te dejaré marchar —susurraba ella intentando abrazar sin poder conseguirlo aquel torso enorme y fragante, aquellos hombros tan anchos.
El lo sabía, como sabía que nada tenía sentido excepto estar juntos, llegar a lo más profundo de ella, a pesar de la dulce y débil fuerza que ella oponía. Los minutos, el tiempo se había detenido, se contaba en términos abstractos, como la eternidad.
Sintió cómo ella le clavaba sus uñas en la espalda, aquellas uñas que había observado con detenimiento y minuciosidad en la consulta, con las que había soñado tantas veces. Ahora ofrecía su carne para que las clavara en ella, eran como espuelas que hacían que él galopara como por una especie de bosque sombrío y fresco.
Finalmente, fue la garganta de Alice la que puso fin a un tiempo que amenazaba con convertirse en eterno, con no tener fin, con engullirlos a los dos hacia el centro de un laberinto sin salida, o con sólo una salida que era aquella garganta que había gritado, que le había implorado que la abrazase con ternura y delirio.
Alice se durmió con la cabeza en su pecho y él, antes de cerrar también los ojos, miró la luz casi irreal de la ventana. Una luz que inauguraba el amanecer.