Capítulo 4

Toda la mañana del lunes siguiente la pasó Bruce Chatwin en su consulta. Tuvo que atender al doble de pacientes, pues a los previstos para esa mañana vinieron a sumarse aquellos cuyas citas habían sido anuladas el sábado.

A pesar de todo el trabajo a que tuvo que hacer frente, encontró que estaba bastante desconcentrado. Le dolía un poco la cabeza y se sentía de mal humor, aunque no tenía ni la menor idea de cuál era la causa de todo ello. Había estado esperando a que Alice lo llamara, pero la joven no había dado señales de vida ni el domingo, ni durante esa mañana. Tenía demasiadas cosas en la cabeza, quizá por eso le dolía. Y, para colmo, apenas había dormido en toda la noche.

Se dijo que no podía permitir que eso le ocurriera. Tenía obligaciones que atender pero, sobre todo, no quería precipitarse. Ella tenía que tomar una decisión, eso probablemente le llevaría tiempo, un tiempo que su propia impaciencia alargaba, por eso le parecía interminable.

Cuando acabó con el último paciente estaba agotado. Eran aproximadamente las tres: o trataba de distraerse un poco, en algo relajante, o se moría.

De modo que decidió que ya era suficiente trabajo por aquel día. Apretó la tecla del interfono, inmediatamente se puso su secretaria.

—Señorita Emerson, ¿se viene a jugar al golf conmigo?

Naturalmente, aquella súbita proposición pareció producir un efecto inesperado en Julie Emerson.

—¿Al golf señor Chatwin? —dijo, sorprendida.

—Sí, al golf, hace una tarde espléndida, ¿no le parece? Si no sabe yo le enseñaré.

De nuevo, desde más allá de la puerta vino un intenso silencio que divirtió al médico.

—Pues… no sé qué decirle, señor Chatwin. Pensaba pasarme la tarde ordenando el fichero —dijo ella, con el tono de una buena secretaria inglesa.

—En ese caso le pido el favor de que deje de trabajar y se venga a jugar al golf conmigo. Conozco un campo a las afueras de Londres que le encantará.

Finalmente, ella pareció que tomaba la decisión de no contrariar a su jefe.

—De acuerdo, señor Chatwin. Pero reconozca que su proposición es bastante irregular.

—Lo sé, lo sé, Julia. Aunque puede decirme que no, no le bajaré el sueldo por eso. ¿Le apetece?

—Siempre he querido ir a jugar al golf, mi padre lo hacía a menudo —dijo ella.

—Estupendo, entonces póngase la gabardina que nos vamos. Y no ponga esa cara, no le estoy pidiendo que se case conmigo —dijo el joven, conteniendo la risa.

Una hora más tarde se hallaban saliendo de la ciudad, por una carretera principal, para torcer un poco más adelante por otra más pequeña, en dirección a un campo al que Bruce solía ir hacía bastante tiempo. A su lado, Julie Emerson parecía haberse acomodado ya a la situación. La extraña proposición de su jefe le resultaba ahora tan atractiva que incluso iba sonriendo.

—Así me gusta, que sepa usted dejar de ser una secretaria —dijo Bruce— ¡Ah! Y

nada de señor Chatwin. Llámame Bruce. ¿Puedo tutearte?

—Por supuesto, señor Chatwin.

—Bruce.

—Perdón, Bruce— dijo ella, encantada de ese nuevo trato—. Pero me resulta tan raro.

A decir verdad, Julie Emerson era su secretaria sólo desde hacía tres meses.

Cuando acudió a su consulta, enviada por la oficina de empleo, el joven pensó que era muy guapa, y después comprobó que era también eficiente. Siempre había deseado conocerla un poco más, fuera de la consulta, por supuesto. Así que aquella escapada, aunque él no lo quisiera, casi formaba parte de su trabajo.

Sin embargo, la verdadera razón era otra bien distinta. En dos días no había conseguido quitarse de la cabeza a Alice. Su nombre retumbaba en sus oídos como una tormenta en un acantilado. ¿Le ocurría a ella lo mismo? No parecía probable, a juzgar por el silencio que guardaba. Aunque le pareciera real un cierto matiz en su voz que le decía que Alice sentía algo por él, ese sentimiento era ahogado por la obligación de ella de estar de lado de un montón de cosas que la tiranizaban: el legado de su padre, aquel hombre: James Lowell, su propia madre, una mujer que, aunque de carácter, se hallaba tan desprotegida como ella ante las circunstancias. Sí, prefería aludir a causas externas, pues las internas eran más temibles, le decían que

—inexplicablemente— Alice Rowolt estaba enamorada de James Lowell.

Ese hombre, Lowell, estaba donde estaba porque ella se lo había permitido, porque ella lo había querido. ¿Quién era él —un desconocido— para creer, a los dos días de conocerla, que los sentimientos de ella eran otros, que no podían estar de lado de Lowell, sino a su lado?

Un ingenuo, eso es lo que era, un ingenuo, que sin embargo, la amaba. Sólo tenía dos caminos: o la conquistaba, arrebatándosela a Lowell de entre sus garras, o la olvidaba. Porque ni siquiera podía esperar a que ella decidiera, ella quizá había decidido ya, y ese silencio era su respuesta.

Julie Emerson pareció adivinarle el pensamiento. Sin dejar de mirar distraídamente el paisaje, dijo:

—Pensé que aquella señorita iba a volver hoy a su consulta. Que usted la había citado.

—¿Qué señorita? —dijo Bruce, saliendo de pronto de su ensimismamiento.

—Brown, o Rowolt, o como se llame.

—Oh, ésa… creo que no volverá. ¿Lo dice por algo?

—Simplemente me chocó que tuviera tantos nombres… pero supongo que usted sabrá por qué lo hizo.

—¿Por qué hizo qué?

—Mentir sobre su identidad —dijo ella.

—¿Te cayó mal?

—No, todo lo contrario. Es una mujer muy guapa. Las mujeres con dinero tienen algo, algo que no les da el dinero. Una especie de distinción que nada tiene que ver con las joyas o con las pieles que se ponen, no sé si me comprendes.

—Sí, quizá tenga que ver más con sus depresiones —dijo Bruce Chatwin.

En ese momento llegaron a la entrada del campo de golf. Más o menos, estaba como Bruce lo recordaba de años atrás. No había cambiado mucho, excepto en algunas ampliaciones. Hasta el mismo y viejo portero seguía allí.

—¿Se acuerda de mí, Peter? —lo saludó al entrar.

—¡Señor Chatwin! —exclamó el hombre— ¡Cuánto tiempo ha pasado! La última vez que vino por aquí era usted un chiquillo de veinte años. Pero no crea que no me he enterado de que ha llegado usted a ser un médico eminente.

—¡Exageraciones! —dijo Bruce— Cuánto me alegro de verle otra vez. Espero que una vieja amistad sirva al menos para conseguir dos buenos lotes de palos.

—Aquí tiene los mejores —dijo el viejo, mirando admirativamente las piernas de Julie.

—Veo que no ha cambiado. Eso me gusta —dijo el joven, provocando un breve rubor en el rostro de Peter.

—La gente no suele cambiar —dijo graciosamente, elogiando con un guiño lo que acababa de ver.

Desde luego, Bruce Chatwin debía mostrarse de acuerdo con él. Las piernas de Julie eran preciosas, largas y bien torneadas, aunque hasta ese momento no se había fijado demasiado en ellas. Se despidieron del viejo y fueron en busca del primer hoyo. Junto a recepción encontraron un pequeño transporte apropiado para la pista que los llevó hasta allí.

—No creas que no me he dado cuenta de la conversación que os habéis traído el viejo y tú —dijo Julie, mostrando a través de una sonrisa sus dientes blanquísimos.

—¿Ah, sí? —dijo Bruce— Entonces ya sabes lo que pensamos de unas piernas bonitas.

—¡Tunantes! —dijo la joven, encantada por aquella nueva familiaridad con su jefe.

Pero no eran las piernas de Julie lo que Bruce tenía en la cabeza, aunque ella pensara lo contrario. No, era otra cosa muy distinta, era la noticia que acababa de leer en el periódico que Peter estaba hojeando en el mostrador en el momento en que ellos llegaron. La había localizado casi de casualidad, mientras el viejo portero iba a buscar los palos. Le había pedido la página y ahora la llevaba en la mano, releyéndola y tratando de asimilar lo que decía.

—¿Qué es eso que te interesa tanto? —preguntó Julie, mientras conducía.

—Oh, nada. Un asunto sobre una subasta de arte.

Claro que para Bruce Chatwin no era un simple “asunto”, pues le tocaba bien de cerca. La noticia era referente a un pintor que él conocía de sobra: Anthony Dawson. En una subasta celebrada el día anterior había conseguido vender cuadros por valor nada menos que de cien mil libras. ¡Cien mil libras!

La reseña era bastante pequeña, apenas veinte líneas, pero el periodista ponía bastante énfasis en el hecho de que un pintor tan poco conocido pudiese haber cotizado tan alto. Bruce Chatwin no podía explicárselo, le parecía algo demencial. ¡El pintor a quien no le interesaba en absoluto el dinero!

¿Es que los compradores de arte se habían vuelto locos? A decir verdad, el joven tampoco pensaba, por lo que había visto, que le había enseñado Alice el día de la comida, que fuese un pintor fuera de lo corriente, de una calidad tal que justificase aquella cotización. Sí, pintaba bien, pero no era un innovador, un hombre que sobresaliese en la pintura moderna, que aportase nada excepcional.

En cuanto a los compradores, el autor del comentario se mostraba bastante enigmático: solamente explicaba que, después de haber investigado la identidad de los mismos, no era descabellado descartar la posibilidad de que ¡se tratase de un solo comprador, y no de varios!

Naturalmente, ese comprador era anónimo. Había adquirido los cuadros —cinco en total— a través de un marchante. ¡Y había pagado nada menos que veinte mil libras por cada uno! Inconcebible —pensó el joven.

Algún gesto de sorpresa debió haber saltado a su rostro, porque Julie quiso saber si le ocurría algo. Aquel asunto de cuadros parecía tratarse de un asunto de vida o muerte, a juzgar por cómo agarraba la hoja de periódico.

—No sabía que te interesara tanto el arte —dijo preocupada la joven.

—Precisamente porque me interesa me asombra todo esto. Aquí hay gato encerrado.

La primera persona en quien pensó fue en la señora Rowolt. Era muy posible que, en vista del “desprecio” que el pintor había mostrado por el dinero, hubiese sido ella la compradora anónima. De esa forma lo ayudaba no sólo económicamente sino, dado el revuelo que había causado en los círculos del mercado del arte, a conseguir celebridad.

Sin embargo, también existían razones para desechar esta idea. Le parecía raro que la señora Rowolt se sirviese de maniobras de ese tipo para dar dinero a alguien que, al fin y al cabo, era su amante, el hombre que había ocupado el lugar de su difunto marido. No, por poco que conociera a la señora Rowolt, sabía que era una mujer mucho más discreta.

¿Entonces? ¿Un desconocido? ¿Algún marchante? ¿Alguien que no tuviera nada que ver con las recientes relaciones del pintor dentro de la esfera del dinero y los negocios? Era difícil de creer. Bruce tenía la cabeza hecha un verdadero lío y, sin embargo, debía admitir que la principal candidata a comprador, la única persona que podía tener interés en gastarse cien mil libras en los cuadros de Anthony Dawson, era la señora Rowolt… o, dicho de otro modo, el miedo de la señora Rowolt a quedarse sola en el mundo.

Sí, quizá fuera deformación profesional, siempre a la busca de causas psicológicas: al igual que las había en el hecho de que Alice se negara a ver su miedo a la ruptura con James Lowell, a pesar del trato que recibía de él, puesto que eso suponía la desaparición de un vínculo con su padre, con el dinero de su padre.

Ese mismo era el miedo de la señora Rowolt. También necesitaba un hombre en casa, un hombre igual de despótico que su difunto marido, en casa y en los negocios.

Por esa razón no se había opuesto al compromiso de su hija con James Lowell. Bruce sabía que, en el fondo, ella deseaba que esa boda se llevase a cabo lo antes posible.

¿Y Alice? Alice era un mar de dudas, un mar de inseguridad, y esa inseguridad no le permitía enamorarse de otro hombre que no fuera James Lowell.

Bruce Chatwin golpeó con tanta fuerza la pelota de golf que casi hace una zanja en el suelo.

—¿Puede saberse qué te ocurre, jefe? —dijo Julie Emerson— Ese periódico parece haberte trastornado.

—Lo siento, Julie. Es verdad: el periódico me ha trastornado.

—En ese caso déjame que te ayude —dijo la joven, sacando de su bolso una petaca de whisky que le ofreció—. Siempre la llevo por si acaso.

—¡Conque bebiendo en horas de trabajo! —bromeó el médico, echando un buen trago.

—¿Cómo si no podría soportar pasarme horas ordenando ficheros?

—Tienes razón.

A eso de las seis iban por el octavo hoyo. La actuación de Bruce no había sido muy pedagógica.

—Prometo no volver a enseñarte a jugar al golf —dijo, a pesar de que iba por delante de su secretaria, un golpe por delante.

En el hoyo noveno Bruce observó que no estaban solos en el campo, a pesar de una primera impresión. Dos hombres jugaban en una calle paralela. No sólo jugaban, sino que parecían estar discutiendo acaloradamente.

—Deben haberse apostado algo fuerte —dijo la muchacha, que cada vez golpeaba mejor la bola.

Lo cierto era que sus voces llegaban hasta donde ellos estaban, aunque no les entendía.

—Quizá nosotros debiéramos hacer lo mismo —dijo él mientras colocaba un swing.

Puso atención. No, aquellas voces no le resultaban del todo desconocidas. Se llevó la mano a la frente, el sol estaba ya bastante bajo, casi era la hora de irse.

—¿Los conoces? —dijo Julie.

—Es posible —y sí, era más que posible, puesto que aquellos dos hombres no eran otros que ¡James Lowell y Anthony Dawson! El mundo es un pañuelo —se dijo.

Allí estaban, discutiendo a voces, aunque durante la comida del sábado ambos hombres parecía que se ignoraban mutuamente, que querían ignorarse, que era muy distinto.

A su vez, los dos hombres también repararon en la presencia de él y la mujer, y de pronto recogieron sus palos y se marcharon en un vehículo igual al que ellos traían. ¿Qué ocurre aquí? —se preguntaba Bruce. ¿Qué hacían aquellos dos sumergidos en una diatriba tan acalorada y violenta? Era todo tan inesperado, tan misterioso, que a Bruce Chatwin no se le ocurría ninguna explicación. Al ver a Lowell lo primero que se le había ocurrido es buscar con la vista a Alice, quizá estuviera con ellos, pero no, no había nadie más. Sólo ellos dos, lejos de Londres, en un lugar solitario como aquel.

Todo aquello le daba mala espina a Bruce Chatwin. Podía ser, por supuesto, algo normal. Al fin y al cabo los dos hombres se conocían pero, entonces: ¿por qué se habían escapado en el instante en que comprobaron que eran observados?

El joven se preguntaba si lo habrían reconocido. Podía ser, si él les había reconocido a ellos, aunque también ser al contrario, puesto que el sol lo tenía Bruce a sus espaldas. ¿Y la discusión? ¿Por qué perdían las formas de esa manera dos tipos tan fríos y respetuosos? Desde luego, no podía decirse que la tarde no hubiese estado llena de sorpresas: primero la noticia del periódico, después encontrar al protagonista de esa noticia discutiendo con el futuro marido de su —era una posibilidad— futura hijastra, es decir, con su futuro yerno.

—¿No vamos? —le propuso a la joven.

—A condición de que me concedas la revancha algún día. Creo que puedo superar ese golpe de diferencia.

—Me temo que pronto voy a tomarme la revancha con mucha gente.

Cuando volvieron a la recepción, el portero les estaba esperando.

—Son ustedes los últimos. El golf está dejando de ser un negocio —dijo sin perder de vista las piernas de la muchacha, que escasamente cubría un pequeño short.

—Por cierto, Peter. ¿Quiénes eran esos hombres que han salido delante de nosotros?

—¿Qué quiénes eran? —recalcó el portero— Esa misma pregunta me la han hecho ellos sobre ustedes. Es la primera vez que los veo por aquí. Deben ser principiantes: les he dado los peores lotes de palos que tenía y ni siquiera han rechistado. Ejecutivos —terminó diciendo con desprecio.

O sea que ellos también les habían reconocido. Eso podría ser interesante, al menos no veía amenaza por ninguna parte, y ellos se devanarían los sesos durante unos días.

—¿Y qué les ha contado? —preguntó a Peter.

—Absolutamente nada —dijo él complacido— Después de sacarles una propina de veinte libras lo único que les he dicho es que eran ustedes los mejores jugadores que venían por aquí. Bueno, eso y su nombre, señor Chatwin.

—¿Nada más?

—Nada más, se lo aseguro —dijo, mientras recibía de manos del joven un billete de cincuenta libras.

—Estupendo, Peter. ¿Qué tal su mujer?

—Muy bien, de salud. ¿Volverán más a menudo?

—Es posible. Todavía tengo que impartir algunas lecciones de golf —dijo, viendo cómo el rostro de Julie adoptaba un ceño de fingida indignación.

Después, en el coche, de vuelta a Londres, Julie Emerson quiso saber algo más de todo aquel asunto, aunque por su tono era evidente que no deseaba averiguar nada que Bruce no quisiera contarle.

—No, no les conozco demasiado. Bueno, más bien nada de nada —dijo él— Claro que ellos a mí tampoco. Sólo de vista. Quizá ni eso, ese individuo no puede ver a nadie, sólo se ve a sí mismo.

Cuanto más lo pensaba más enigmática le parecía la conducta de ambos. Lo normal —se dijo— hubiera sido acercarse, una vez que habían sido reconocidos. Al fin y al cabo, para ellos él era un posible cliente millonario. Sí, acercarse, aunque sólo hubiese sido por interés. Pero se habían comportado como dos personas que ocultasen algo. Ni siquiera le habían dado tiempo a Bruce de que fuera él quien iniciara el acercamiento. Se habían escabullido a toda prisa. ¿Por qué?, ¿por qué? —se preguntaba. Podía parecer normal que James Lowell y Anthony Dawson fuesen a jugar juntos un partido de golf, incluso que discutiesen, pero Bruce no lo aceptaba, tenía un sexto sentido para esas cosas. ¿Tendrían noticias Alice y su madre de esa cita?

Se hacia rápidamente de noche cuando aparcaron frente a la consulta. Julie entró un momento a recoger su bolso y se despidió de Bruce hasta el día siguiente.

—Ha sido una tarde preciosa, aunque haya perdido al golf —dijo.

—Me alegro, Julie. Y se puntual mañana, estamos sobrecargados de trabajo.

—Lo seré, jefe.

Cuando desapareció por la puerta Bruce Chatwin vio que no se había dejado desconectado el contestador automático, como otras veces. ¿Y si Alice hubiera llamado?

Lo rebobinó y empezó a escuchar los mensajes. La mayoría eran de clientes, pacientes que anulaban sus citas o pedían otras. Entre esas voces Bruce escuchó la de Alice Rowolt. El mensaje era muy corto, pero no pasó inadvertido para los oídos de Bruce, pues lo único que deseaba era que ella apareciera en aquella cinta.

“Hola. Soy Alice. Llámame, por favor”, era todo su mensaje. La llamada se había recibido dos horas antes. Era posible que todavía estuviera en casa. Sacó una agenda donde tenía su teléfono y lo marcó. Al segundo toque se puso una voz masculina. No podía ser otro que James Lowell.

—Quisiera hablar con la señorita Rowolt —dijo, cruzando los dedos para no ser reconocido.

—Buenas noches, señor Chatwin. Celebro volver a verle, o a oírle en este caso

—dijo— ¿Fue gratificante su partido de golf? Gran deporte, el golf.

—Fue, sobre todo, bastante informativo —dijo cínicamente Bruce— Sé muchas más cosas después que antes del pequeño partido de esta tarde.

—Tiene usted un gran sentido del humor. Mucho más que fábricas o dinero.

De modo —se dijo el joven— que ya había descubierto que no era magnate alguno, ni dueño de ninguna compañía de aceros. Eso quería decir que había investigado, que desde el momento en que se vieron él había sido un sospechoso para aquel hombre sagaz y sin escrúpulos.

—¿Quién se lo ha dicho? ¿Un pajarito?

—Tengo mis informadores. Ha sido, se lo advierto, una maniobra bastante burda, e ingenuo creer que iba a gastarme varios cientos de millones de libras en algo que no existe.

—¿Por qué no, si se gasta cien mil libras en unos pocos cuadros de Anthony Dawson?

—No tiene pruebas de eso, señor Chatwin —vociferó Lowell— Además, puedo hacer con mi dinero lo que se me antoje. Claro que no sé por qué le explico esto, no le va a hacer falta: no volverá a entrar en esta casa.

—¿Su dinero? ¿O el de Alice Rowolt?

—Es exactamente lo mismo, que sea mío o de ella, para usted es lo mismo. En cuanto a hablar con ella, en estos instantes se halla descansando, ha tomado su medicación y no puede atenderle. Buenas noches, señor Chatwin —dijo con una bilis que se le salía por los ojos.

—Esté seguro de que volveremos a vernos, y no le va a gustar demasiado —dijo Bruce antes de colgar.

¡Diana! Había acertado en lo de la compra de cuadros. Había sido Lowell. Por alguna extraña circunstancia, era Lowell quien estaba dándole dinero a Anthony Dawson, posiblemente de espaldas a las dos mujeres.

Debía reconocer que el prometido de Alice era un ser repelente. ¿Pero cómo convencerla a ella de eso? Es difícil abrirle los ojos a alguien que quiere tenerlos cerrados. Incluso el comportamiento y las pequeñas atenciones que Lowell tenía con ella le parecían sospechosos. Por ejemplo, esa absurda medicación que le proporcionaba tres veces al día, y que la mantenía en una especie de semi-sueño, según le había contado Alice.

Lo más prudente sería tratar de localizar a la joven al día siguiente. Si no estaba en su casa estaría en su despacho, o puede que volviera a llamarle a la consulta.

Entonces le diría algunas cosas sobre Lowell, y también —¿por qué no?— sobre Anthony Dawson, el gran artista que se burlaba del dinero.

Otra pregunta más difícil de responder era por qué hacía eso aquel hombre.

Aparentemente, tenía todo lo que anhelaba. ¿O lo había hecho por orden de la señora Rowolt? Claro, cómo iba a atender Alice los negocios de su padre, si se pasaba los días tratando de no sorprenderse de lo que su prometido le usurpaba hora tras hora, como un tirano.

Bruce sabía que existía una manera muy fácil de alcanzar a ver cuáles eran los verdaderos proyectos de Lowell con respecto al imperio de los Rowolt. Esta manera consistía en averiguar si les había comunicado a Alice y a su madre la compra de cuadros que le había hecho a Dawson. De no ser así, entre aquellos dos hombres existía una serie de vínculos no conocidos por sus futuras esposas. Pero no, él no lo permitiría, tenía la impresión de no confiar ya nunca más en la providencia si aquella boda llegaba a celebrarse. En ese caso, en el caso de que la ceguera llegase tan lejos que impidiera la claridad con que Bruce lo veía todo en esos instantes, ni su profesión ni la firme creencia de que existe algo que llamamos cordura merecían la pena. No, sólo Alice Rowolt la merecía, ella y nadie más.

Es curioso —pensó Bruce— lo fácilmente que un psiquiatra se convierte en detective. Las pruebas que había encontrado, como psiquiatra, en Alice, le llevaban a seguir su “investigación” fuera de la propia Alice. Ahora, si quería demostrarle a ella lo equivocada que estaba ligándose a aquel hombre, a ella y a su madre, la señora Rowolt, debía aportar otras pruebas distintas, que pusiesen en evidencia el verdadero talante de James Lowell, sus verdaderas intenciones.

¿Pero por dónde empezar? Se pasó una hora haciendo crucigramas en su despacho, en espera de que Alice se decidiese a llamarlo, cuando despertase.

Finalmente, justo cuando recogía sus cosas para marcharse y tomar la cena en algún bar, el teléfono sonó. Bruce oyó entonces la voz de Alice Rowolt.

—¡Bruce! He estado esperando a que me llamaras toda la tarde, ¿no has oído el mensaje que te dejé en el contestador automático? Hará un par de horas.

—Hace exactamente tres horas —contestó el joven, comprendiendo de inmediato la situación.

—¿Tanto? Cielos, el tiempo pasa volando.

—Te llamé hace una hora o así, el señor Lowell me dijo que estabas descansando.

—¿Qué descansaba? He estado en mi habitación, pero despierta, leyendo y revisando algunos informes.

—¿Los informes de Chatwin Aceros? —dijo él irónicamente— No te preocupes, ya no harán falta.

—¿A qué te refieres?

—A que tu prometido ha estado investigando a una compañía que no existe.

—¿Cómo? ¿Se ha atrevido a… ?

—Sí, se ha atrevido —la cortó él— Se atreve a eso y a mucho más, por ejemplo a decirme que estás descansando cuando sabía perfectamente que no era así.

—Mi madre ha tenido una tremenda discusión con él, aunque todos sabemos por qué obra de esa manera.

—¿Ah, sí? ¿Por qué? —quiso saber él.

—No sé si debo decírtelo —dijo la joven, aunque el tenso silencio al otro lado del hilo la impulsó a declararlo— creo que los celos le han hecho perder la cabeza, se ha comportado como un niño.

—¿Eso crees? ¿Y tú qué le has dicho? —dijo el joven psiquiatra— Supongo que le habrás quitado la idea de la cabeza, ¿no es así, Alice?

De nuevo un silencio un poco embarazoso vino a espaciar las palabras de ella.

—Bruce, sabes que quiero a James. Su modo de actuar, sus groserías son, hasta cierto punto, lógicas. No tiene razones, pero su comportamiento es disparatado.

—¿De modo que James Lowell está celoso de mí? Sinceramente, Alice, creo que está más celoso del dinero que perdería si tú lo abandonases.

—Bruce, no tienes derecho a decir eso. Lo sabes. Se trata de mi vida privada, por más que tú seas mi psiquiatra.

Bruce Chatwin comprendió al instante el error que estaba cometiendo. Por ese camino no iría a ningún lado. Quizá fuera mejor —pensó— tirarlo todo por la borda, quitarse de la cabeza a Alice Rowolt para siempre. Claro que, de inmediato, se hacía la pregunta que se había hecho los últimos dos días: ¿sería capaz? Sabía perfectamente que no.

—Tienes razón, Alice. Soy un tonto, aunque un tonto convencido de lo que dice.

—No te disculpes, por favor. Esta situación nos ha puesto a todos un poco nerviosos, pero no creo que James sea el culpable de nada, excepto de sus celos. Unos celos totalmente injustificados.

¿Ah, Sí? —pensó Bruce amargamente— O sea que no soy nada para ella, sólo su psiquiatra. Claro que, mirando la cuestión fríamente, no tenía por qué ser de otra manera. Hacía tres o cuatro escasos días que se conocían. ¿Por qué tener esperanzas estúpidas? Alice Rowolt en ningún momento se había fijado en él, a pesar de sus equívocos gestos que parecían decir lo contrario. Para Bruce, no habían sido más que una alucinación, un espejismo y ahora se daba cuenta de ello y de lo idiota que había sido, idiota hasta el final.

—Sí, he de disculparme por creer que el trato que te dio el sábado delante de todos no es el que tú te mereces. Pero veo que crees que me he equivocado.

—Oh, no es eso, Bruce. No me malinterpretes por favor —se defendió ella— Sólo se comporta así cuando pretende mantener una especie de dominio. No sé cómo explicarlo, sé que sólo quería reafirmar frente a ti su relación conmigo.

—¿Y tú qué piensas de eso?

—¿Que qué pienso? Ya pudiste comprobarlo. Pienso lo mismo que mi madre, sólo que ella tiene los nervios más templados, no se va a su habitación a llorar.

El joven era incapaz de comprender por qué Alice Rowolt soportaba aquella situación, incluso la soportaba justificándola. Eso le parecía inconcebible, estaba fuera de toda razón, y más si a esa razón se unían los sentimientos.

La joven aguardaba al otro lado del hilo. ¿Qué podía hacer él? Si algo tenía que pasar, tendría que ser ante los ojos bien abiertos de la muchacha, para que pudiera fehacientemente creerlo. Aunque esperar esto era una forma de resignarse, y Bruce Chatwin jamás se había resignado a nada.

—Muy bien, Alice —dijo finalmente— No soy quién, ya te lo he dicho, para ordenarte lo que debes hacer respecto al hombre con quien te vas a casar. Perdona que me entrometa, pero me interesas demasiado.

Sí, Alice Rowolt lo sabía. Esas palabras no la cogieron desprevenida. Sabía lo que había surgido en sólo tres o cuatro días en el corazón del joven, pero ¿le era a ella dado sentir lo mismo?

Sabía que no, estaba sujeta, y sin embargo prefería pensar que era libre, sí, completamente libre.

—Por favor, Bruce, no compliques las cosas, quiero pensar y tomar una decisión

—dijo la joven, sin saber quizá que esas palabras resultaban nuevas y prometedoras para el hombre a quien iban dirigidas, significaban su salvación, que en aquellos momentos no era más que esperanza.

Palabras, sin embargo, que también podían ser su condenación. Eran armas de doble filo que quizá —pensó Bruce Chatwin— era mejor no empuñar.

—Bien, Alice. Espero esa decisión.

—¡Bruce!

—Dime.

—No quiero darte falsas esperanzas. ¡No te aferres a ellas, por favor!

—¿Entonces por qué has dejado esta tarde tu mensaje en el contestador? —inquirió él, de pronto.

—Sólo quería hablar contigo, decirte que sigamos siendo amigos. No ya como psiquiatra y paciente, por supuesto.

—¿Te refieres a amigos de esos que salen a cenar, toman copas, charlan y se ocultan mutuamente el hecho de que están enamorados, de que no pueden vivir uno sin el otro? —dijo Bruce— No, no quiero que seamos de esos amigos. Quizá yo pudiera ser ese tipo de amigo tuyo, si supiera que tienes tu felicidad asegurada con otro hombre, pero no es ese el caso de James Lowell, ni esos mis sentimientos.

Bien —se dijo— ¿no es esto una forma de declaración? Ahora Alice Rowolt sabía a qué atenerse. Pero, para dejarlo más claro, añadió:

—Desde el primer momento has sabido que te amo. Y creo que sería un error permanecer ajena a eso, un tremendo error para los dos.

Esperó durante unos segundos a que ella contestara. Sentía signos evidentes de que Alice estaba llorando. El también estaba llorando, a pesar de que ninguna lágrima apareció en sus mejillas, ni sus ojos enrojecieron.

—Bruce. No puedo seguir hablando contigo, lo siento, no en estos momentos.

Voy a colgar, te llamaré.

—Un momento, Alice. Antes quiero que me contestes a una pregunta.

—No, no puedo, no me pidas más —dijo ella, dispuesta a colgar.

—¡Espera! No se trata de nosotros. Es una pregunta referente a James Lowell —dijo él— Si tu prometido me investiga yo también tengo derecho a investigarlo a él.

—¿Qué quieres saber, Bruce?

—¿Has estado esta tarde con él?

—No.

—¿Te ha dicho dónde ha estado? —dijo el joven— En su oficina, paseando, jugando al golf. Por ejemplo.

—Sí, me dijo que se ha pasado toda la tarde en su oficina —contestó ella— desde allí vino a casa.

—¿No estuvo jugando al golf?

—¿AI golf? —se extrañó la muchacha— A James no le gusta el golf, lo odia.