Capítulo 5

Dos días después, Bruce Chatwin tuvo que dar una conferencia en la Asociación de Psicología. No solían gustarle las conferencias, y menos las que daba él, pero en esa ocasión lo agradeció: quería ocupar su cabeza en el trabajo, no quería pensar en Alice Rowolt. De seguir así —pensaba el joven— voy a tener que ir al psiquiatra, o me volveré majareta.

La conferencia tuvo lugar en la sede de la asociación, a orillas del Támesis. El local se hallaba lleno de periodistas. Las apariciones de ese tipo de Bruce Chatwin eran anchamente recogidas en la prensa. Y no sólo eso, toda la profesión psiquiátrica asistía.

Antes de que la conferencia empezara Bruce vio entre el público a su querido colega, el señor Gold, que inmediatamente se acercó a él.

—¡Señor Chatwin! —dijo, tendiéndole la mano— No se quejará usted. Todos los psicólogos de Londres están bajo este techo, no se puede decir que no tenga usted poder de convocatoria. Todos queremos aprender.

—Exagera, señor Gold —respondió Bruce— pero me honra que haya venido.

—El honrado soy yo. Por cierto, estaré encantado de comer con usted un día de estos: su conversación es algo que siempre se echa de menos.

—Y sus enseñanzas —dijo Bruce con un guiño— Al menos sobre jovencitas depresivas.

El viejo psiquiatra soltó una carcajada estentórea, le divertían esas alusiones a sus bien ganadas dotes de seductor, aunque reconocía a menudo que con los años habían menguado más que lo que el desearía.

—Oh! ¿Se refiere a aquélla de quien le hablé? —dijo— Por cierto, vi su foto en el periódico y resultó que utilizaba un nombre falso… ya sabe: la consulta del psiquiatra no es el mejor lugar para hacerse publicidad.

—¿Ah, sí? ¿Falso? —disimuló el joven.

—Sí, su verdadero nombre es Alice… Alice Rowolt. Se lo digo para que quede entre nosotros —dijo, haciendo un ademán de complicidad— Después me he enterado de que está prometida con alguien que yo conozco muy bien. James Lowell, el presidente de una de las mayores compañías siderúrgicas del país. Claro que no se lo mencionaré, secreto profesional.

—Oh, ya recuerdo. ¿Quiere usted referirse al famoso Lowell, el rey del acero?

Aparece bastante en los periódicos.

—Al mismo —afirmó el señor Gold— Lo conozco porque tengo acciones en la compañía. Desde hace muchos años, por cierto, una compañía del todo solvente.

Aquella oportunidad de saber cosas sobre Lowell pareció que le venía a Bruce Chatwin como llovida del cielo. Casi no se lo podía creer.

—Pero, según dice usted, Alice Rowolt creo recordar que es la verdadera dueña de la compañía. Al menos eso es lo que declaraba el periódico.

—¿Ella? —se asombró el señor Gold— Creí que el señor Lowell le había comprado las acciones a su padre, al morir éste. Al menos, eso es lo que va diciendo por ahí. No es extraño, de todas formas, que los accionistas no tengan el menor interés en estas cosas, los beneficios son pagados puntualmente.

Bruce Chatwin iba ya viéndolo todo claro: tenía razón al considerar que James Lowell no era más que un caradura, un caradura espectacular.

—Puedo asegurarle que eso no es cierto —dijo Bruce— Alice Rowolt es la dueña de la compañía: su padre legó todo su patrimonio a la madre de ella, y su madre lo ha puesto en sus manos. Lowell era un ejecutivo de la empresa, un ejecutivo a sueldo, que consiguió enamorar a la señorita Rowolt, nada más.

—¡Caramba! Por lo que me cuenta conoce usted bastante bien a la familia.

—Digamos que sí, aunque muy recientemente —dijo escuetamente Bruce Chatwin.

—En ese caso voy a tener que ser yo quien le pida a usted los informes.

El comentario hizo sonreír a Bruce, pero no quería dar a entender demasiado interés por el tema. Lo que parecía indudable era que la más joven de la familia Rowolt, quizá porque últimamente había estado demasiado lejos de sus propios negocios, no tenía la menor idea de lo que ocurría en su compañía. Era la jefa, pero hacía mucho tiempo que no tomaba ningún tipo de decisiones.

Su colega, el señor Gold, tampoco poseía información demasiado concreta.

—¿Y qué opinión le merece su amigo James Lowell? —preguntó Bruce… Tenía que sonsacarle lo máximo posible. Lowell quería hacerse cargo, dictatorialmente, de empresas que no eran suyas, el matrimonio para él no era más que una forma rápida de hacerlo, nada más.

—¿Lowell? —dijo el señor Gold— Para ser sincero no es más que un conocido, si. He hablado con él en alguna reunión de accionistas, nada más. Una vez comimos juntos, parece un hombre sumamente cauto.

—Por favor, señor Gold, sea sincero, no tema decir lo que piensa de él —dijo francamente, Bruce, notando las reticencias de su colega— Para empezar le diré que Lowell me parece un ser repelente, de turbios manejos. Así que es cauto, dice usted.

Esto acabó con los tapujos de Gold.

—Sabe dirigir sus empresas, pero los accionistas —y hablo en nombre de ellos

— se quejan de que no informa demasiado, de que sus maniobras a veces son difícilmente justificables.

—¿A qué se refiere?

—Incluso se sospecha que hace cosas ilegales de vez en cuando. Aunque sabe encubrirlas perfectamente. La última la de ese individuo que anda con él, ese pintor.

—¿Qué pintor? —preguntó Bruce, aunque ya conocía la respuesta.

—Un tipo llamado Dawson. Se rumorea que ha sido Lowell quien se ha gastado cien mil libras en sus ridículos cuadros. Cien mil libras de la compañía, de los beneficios de los accionistas. La noticia se filtró porque el individuo que fue a la subasta y pujó es uno de los secretarios de Lowell, un tipo mezquino que ha ascendido avalado por su falta de cerebro. Sí, mezquino como una rata.

El cerco comienza a estrecharse —pensó Bruce Chatwin, que cada vez veía más claramente cómo ambas mujeres, madre e hija, eran las víctimas de una extraña conspiración. ¡Y Alice hablaba de amor! ¡Ahora Bruce también sabía que el matrimonio, el amor de Dawson por la señora Rowolt era otro asunto amañado!

Estaban burlándose de ellas, burlándose miserablemente.

—Pero aún hay más —siguió el señor Gold— Ese tal Anthony Dawson entró como asesor del señor Lowell hace cosa de unos meses. Ahora, nadie sabe cómo ni por qué, es uno de los principales accionistas, un protegido de Lowell. Pero al no haber ninguna emisión de acciones los socios más contrariados a Lowell dicen que, o le ha cedido a Dawson parte de las suyas —que, según usted me dice, son las de la señorita Rowolt— o ha emitido falsas acciones. Si es así conducirá a la compañía a la quiebra, es muy capaz de eso.

Bruce Chatwin no podía dar crédito al señor Gold. ¡Y Alice estaba completamente ajena a todo eso! No sólo ajena, sino que iba a casarse con él.

Por la forma en que se quedó mirando al señor Gold, éste adivinó lo que pasaba por su cabeza.

—Veo que su interés en esto es mayor del que en un principio aparentó —dijo

— Puede ser sincero conmigo, y contármelo todo, igual que yo lo he sido con usted.

—La señorita Rowolt vino a mi consulta, después de estar en la suya, señor Gold.

—Sí, reconozco que mis métodos son un poco anticuados —dijo, sonriendo, el hombre.

—¡Oh! ¡No es eso! Simplemente oyó hablar de mí. Vino porque creía estar enferma, pero no lo estaba.

—Comprendo. Usted vio que el problema no estaba en su mente, sino fuera de ella. En James Lowell.

—¿Ve como sus métodos no son tan anticuados, querido colega? —exclamó el joven.

—Sí, pero qué psiquiatra se pone a desempeñar el papel de detective, como usted lo está haciendo —dijo el señor Gold y, adoptado un rostro de astucia— Recuerdo que la chica no estaba pero que nada mal. Eso sólo puede hacerlo un enamorado, estimado amigo. Se ha enamorado de ella y quiere desenmascarar a Lowell, haría usted bien haciéndolo. Ese individuo se merece lo suyo, espero que acabe entre rejas.

—Admiro su penetración —dijo Bruce— Pero para hacerlo necesito de usted que me de una información más.

—Dígame cuál.

—El nombre del que encabeza esa legión de disconformes dentro de la compañía.

—Oh, hay varios —dijo el señor Gold— pero el más importante es un ingeniero de finanzas llamado Worth. Robert Worth. Encontrará su teléfono en la guía.

En ese instante, uno de los organizadores vino a comunicarle que la conferencia comenzaría en breves momentos, pues ya todos los asistentes habían ocupado la sala.

Incluida la prensa, que esperaba para tomarle unas fotos.

—Le debo un favor, señor Gold —dijo Bruce, a modo de despedida.

—Entonces invíteme a comer, nadie elige los restaurantes como usted —dijo el viejo psiquiatra.

—Sí, pero no una vez, sino muchas. No pienso privarme de su compañía, téngalo por seguro.

Cuando acabó tuvo que contestar a las preguntas de los periodistas, que casi siempre eran absurdas. Bruce Chatwin estaba exhausto.

—Creo que tengo bien merecidas las vacaciones de este año —le dijo a Julie, que había llegado casi al final de la conferencia —¿Has llamado a un taxi?

—Está en la puerta.

Ambos salieron, asediados por la prensa, y se alejaron por las calles de la ciudad.

—¡Caramba! ¿Quién es usted? —preguntó asombrado el taxista, que no dejaba de mirarle por el espejo retrovisor.

—Un matasanos —contestó cómicamente Bruce, dándole papeles y más papeles a la señorita Emerson.

—Me da igual quién sea, con tal de que me firme un autógrafo —dijo el conductor— Jamás había visto tantos fotógrafos por metro cuadrado.

—Ni los verá —exclamó Julie Emerson, aceptando el papel que el hombre le tendía y dándoselo a Bruce para que firmara —¡No te vas a escapar!

—¡Qué popularidad, de repente! —dijo el joven— Deberías estar orgullosa de mí.

—¡Y lo estoy! ¡Trabajar para el mejor psiquiatra de la ciudad! —dijo ella.

Entonces la joven hizo algo que Bruce no se esperaba, fue puramente instintivo, por eso le encantó: se abrazó a su cuello y le dio un beso en la mejilla.

—¡Vaya! De haber sabido que te gustaba te habría hecho ya proposiciones deshonestas —bromeó el joven, admirado por la espontaneidad alegre de la muchacha.

—Bueno, no te hagas ilusiones —dijo ella.

Cuando llegaron a la consulta ella hojeó su bloc de notas, buscando algo.

—Para que veas lo eficiente que soy, te comunico que ha llamado esa nueva amiga tuya —dijo poniendo un rostro de picardía— la señorita Rowolt. Dijo que en cuanto llegaras la llamaras a su oficina, no a casa de su madre.

Bruce Chatwin se puso al teléfono.

—¿Alice?

—Hola, Bruce. Ya he visto los periódicos: “El famoso psiquiatra Bruce Chatwin da hoy una conferencia”.

—¡Alice! No te burles de mí. Todo eso son exageraciones —exclamó él.

—¿Exageraciones? Me extraña que un hombre como tú sea tan modesto.

—Pues soy sincero.

—No lo dudo. Te he llamado para que me invites a comer —dijo Alice.

—¿Hoy?

—No se me ocurriría llamarte para quedar contigo dentro de diez minutos. Me refiero a cenar, esta noche.

—¿Qué dirá tu prometido? —dijo Bruce, aunque un algo amargo se le escapó al decirlo.

—James no tiene por qué sentirse amenazado porque vaya a cenar con un amigo mío. Me molesta que digas cosas así, me molesta profundamente.

—Perdona, no quise decirlo, pero siempre se me escapa. De acuerdo, esta noche. ¿A las diez en tu casa? Iré a recogerte, seré puntual.

—No, prefiero ir yo a recogerte. ¿Estarás en tu consulta? Espero no distraerte en tu trabajo.

—Sí, estaré aquí, trabajando, pero no me distraerás de él. En todo caso es él el que me distrae de ti —dijo el joven, cumplido que ella agradeció.

—De acuerdo. Adiós, Bruce.

—Adiós —dijo él, colgando.

Esta puede ser la ocasión ideal para hablar con Alice de las verdaderas intenciones de ese hombre —se dijo el joven. Sí, estaba enamorado de ella, igual que ella de él, lo sabía, lo intuía firmemente. Ninguno de los dos quería perder el contacto con el otro, eso era evidente, y esperanzador.

Pero para ello tenía que buscar pruebas. Puso el dedo en la tecla del interfono.

—¿Julie?

—Dígame, señor Chatwin.

—Por favor, dame el número de Robert Worth, ingeniero de finanzas.

—Ahora mismo.

Dos minutos después Julie se presentó con el número. Bruce tenía curiosidad por saber qué podía decirle aquel hombre, seguramente cosas que él no sabía. Y lo más importante, quizá pudiese aportar pruebas reales, documentales, de sus fechorías, con las que él pudiese desenmascarar el engaño que estaba tramando a espaldas de Alice.

Marcó y esperó a que sonase la llamada. Quizá no estuviera en casa, quizá no era uno de esos hombres que comen en casa, con su mujercita.

Iba ya a colgar cuando en el otro lado descolgaron el teléfono. Era una voz de mujer.

—¿El señor Robert Worth, por favor?

—Espere un momento…

La mujer lo llamó y se oyeron unos pasos acercándose al teléfono.

—¿Dígame?

—¿Es usted el señor Robert Worth? —dijo Bruce.

—El mismo…

—Usted y yo no nos conocemos… me llamo Bruce Chatwin, aunque sí tenemos amigos comunes, como el señor Gold, accionista de la compañía siderúrgica…

—¿Bruce Chatwin? —exclamó el ingeniero financiero— ¿El famoso psiquiatra?

—Sí, el psiquiatra…

—¡Encantado! Soy un verdadero entusiasta de sus investigaciones… ¿Y a qué debo el honor de su llamada?

—Verá, el asunto que quiero tratar con usted no tiene nada que ver con la psiquiatría, es un asunto financiero… bueno, tampoco es eso: digamos que es un asunto de que se le haga justicia a unas personas…

Robert Worth guardó unos segundos de silencio. La verdad —pensó Bruce— es que todo esto debe parecerle bastante raro, pero es necesario.

—Bien, estoy a su disposición… explíqueme qué quiere —dijo finalmente.

—Creo que conoce a la persona que le he mencionado… el señor Gold.

—Sí, hemos hablado bastante en las reuniones de la compañía, creo entender que es colega de usted.

—Acierta —dijo Bruce— Me he enterado por él de que es usted un acérrimo opositor a las tácticas del señor James Lowell al frente de esta empresa.

—Oh, ¿se trata de eso? Sí, el señor Gold tiene razón, pero no es ningún secreto

—dijo Robert Worth.

—Lo sé, señor Worth. Sólo quiero decirle que poseo alguna información que sí es un secreto, aunque quizá no para usted, de la gestión de Lowell al frente de la entidad. En realidad lo que me atrevo a pedirle es un favor que al final le beneficiará: yo también estoy interesado en desenmascarar a ese individuo.

Robert Worth dio muestras bastante visibles de que el asunto le interesaba, desde luego.

—De acuerdo, señor Chatwin —dijo— viniendo de alguien de su prestigio no dudo de que lo que dice es verdad, pero no es un asunto para ser tratado por teléfono.

—¿Puedo verle esta tarde? Espero no robarle demasiado de su tiempo —dijo Bruce.

—En absoluto. De acuerdo: esta tarde. ¿Conoce una cafetería en Darlington Street llamada El Cisne?

—Sí, voy por allí de vez en cuando… ¿a las cinco?

—A las cinco, señor Chatwin. Hasta entonces.

Al colgar, Bruce Chatwin se asombró de lo bien que habían ido las cosas. Los cabos comenzaban a atarse. Sabía que estaba entrometiéndose en algo que no eran sus propios intereses, pero no lo haría si no estuviese absolutamente seguro de que Alice Rowolt lo amaba, igual que él a ella, incluso si esto no fuera cierto, era una cuestión de justicia. James Lowell, hombres como él, usurpaban a diario imperios que no eran los suyos. Bruce Chatwin no sabía si amaba más a Alice Rowolt u odiaba a James Lowell. Ambas cosas iban parejas.

Deploraba tener que actuar así, como un conspirador, pero era la única forma de actuar contra un conspirador.

A las cinco en punto llegaba a Darlington Street. La cafetería donde se había citado con Robert Worth era bastante conocida. Se hallaba junto a una pequeña estación de ferrocarril de cercanías.

Al entrar se dio cuenta de un detalle que se le había pasado: no conocía a Robert Worth. Sólo le quedaba la esperanza de que aquel hombre lo conociera a él. Fue hacia la barra y se pidió un whisky. No tuvo que esperar demasiado tiempo: un hombre se le acercó y se acodó en la barra junto a él.

—¿Señor Chatwin? —le dijo.

Sí, aquel hombre, por fortuna, lo conocía. Era de mediana edad, un poco calvo y con gafas.

—¿Señor Worth? —dijo Bruce, tendiéndole la mano— Creo que como espías somos bastante mediocres. Se me olvidó preguntarle por su aspecto.

—Tiene razón, no hemos traído rosas en el ojal, ni algún bombín rojo —bromeó el hombre— Afortunadamente he visto a menudo su foto en los periódicos y en las revistas especializadas pero veo que en la realidad es usted mucho más joven.

—Sí, las fotos a veces no hacen justicia. Sobre todo en las revistas de sesudos médicos.

—¿Nos sentamos? —propuso el señor Worth.

Se sentaron en una mesa reservada, en un rincón tranquilo. El financiero traía una cartera bajo el brazo, negra, de esas que se cierran con una pequeña llave.

Cuando estuvieron cómodos, el señor Worth no dejó pasar mucho tiempo antes de exponer sobre la mesa el asunto que los había reunido.

—Si, tenía razón cuando ha dicho que estoy muy interesado en demostrar qué clase de persona es James Lowell —dijo, quitándose las gafas para limpiarlas— Pero primero dígame lo que sabe usted de esa lagartija.

Desde el primer momento, Bruce advirtió en sus palabras un profundo odio.

Sin duda —pensó— este hombre debe tener sólidas razones para querer destruir a Lowell, pero tendría que esperar a que el otro las expusiera.

—Muy bien —comenzó Bruce Chatwin— como le dije por teléfono, es muy posible que lo que voy a decirle ya lo sepa, por ejemplo que la compañía no es de Lowell, no tiene ni una sola acción, todas son de la hija de su anterior propietario, de Alice Rowolt, su prometida.

Robert Worth le miró fijamente, tomando un sorbo del whisky que tenia delante.

—No estaba seguro de ello, pero sí: muchos lo hemos pensado —dijo— La señorita Rowolt no va últimamente mucho por su despacho, pero todo el mundo sabe que las decisiones que toma Lowell parten de ella.

—Se equivoca, las toma a su espalda. La ha convencido plenamente de que no está capacitada para los negocios, de que es una depresiva, incluso sospecho que le administra un fármaco para mantenerla siempre indispuesta, para evitar que investigue o vea algo raro en la compañía que heredó de su padre, ya que su madre lo ha delegado todo en ella.

—No me extraña lo más mínimo —asintió Worth— Ese hombre debería estar ya entre rejas.

—Es la segunda vez que oigo eso hoy —dijo Bruce Chatwin— ¿Pero por qué lo dice tan convencido?

—Se lo diré más adelante… Créame: James Lowell, su falta de escrúpulos, le sorprenderá más de lo que usted cree —dijo Robert Worth, enigmáticamente.

—El mes que viene pretende casarse con la señorita Rowolt —dijo el psiquiatra

— Desde ese momento la compañía será suya de hecho.

—¿Cómo lo sabe?

—Por la señorita Rowolt. Fue hace unos días a mi consulta. Lowell la mantiene siempre de viaje, o indispuesta, al tiempo que intenta congraciarse con su madre, para que le de el visto bueno a la boda.

—Ya —dijo el señor Worth— Dígame: ¿por qué hace todo esto? No es muy normal que una persona como usted, tan ajena a estos círculos…

—Sólo lo hago por ella. No me gusta lo que he visto ni oído.

Sin embargo, como el señor Gold, Robert Worth pareció adivinar la verdadera razón, lo demostró por la manera que tuvo de mirar a Bruce, entre conciliadora y divertida.

—Comprendo —dijo— Sus razones son lo de menos. Lo importante es que celebro que esté de parte de los que estamos contra Lowell.

—Sí, creo que lo comprende.

—Pero, según me cuenta, usted está en disposición de avisar a Alice Rowolt: tiene que decirle que vuelva a tomar las riendas de su compañía, o la perderá.

Sospecho que a usted le oirá, ya que Lowell no deja que nadie se acerque a ella.

—Incluyéndome a mí —dijo Bruce— Ha conseguido que la señorita Rowolt no vea más que por sus ojos. Aparenta tener celos, pero esos celos son sólo una tapadera de sus verdaderos intereses: no quiere que ella esté a merced de otra influencia que no sea él, de otro modo todos sus planes se vendrían abajo. Por eso lo que he venido a pedirle son pruebas, pruebas definitivas que pueda presentarle a ella, pruebas irrefutables. Aunque no estoy muy seguro de que existan.

—Existen —dijo Robert Worth— ¿Pero quién las pone sobre la mesa? ¿Sabe usted que cuando Alice Rowolt está en su despacho, los pocos que sabemos que es dueña de la compañía, que nunca ha dejado de serlo, somos detenidos en la puerta por hombres contratados por Lowell? Sí, ella está allí, pero hay una red a su alrededor, ahora veo que sin que ella lo sospeche. Sinceramente, hasta que usted me lo ha dicho yo pensaba que Alice Rowolt estaba de parte de su prometido.

Bruce Chatwin no tenía palabras para calificar a aquel individuo. ¿Era una alucinación lo que estaba oyendo? ¿No parecía sacado de la cámara de los horrores?

—En cuanto a lo demás —siguió el hombre— es su propia compañía, los accionistas, los que están al corriente, que son muy pocos, tenemos las manos atadas.

El posee al menos el setenta por ciento de esas acciones.

—¿Cuáles son esas pruebas a que se refiere, señor Worth? —dijo Bruce Chatwin.

—¿Ve esta cartera? Está llena de ellas. Son pruebas comerciales, asientos de maniobras que ha hecho, completamente ilegales, como la falsificación de acciones —dijo Robert Worth— Pero sólo son eso, documentos financieros.

—Habla usted como si no fueran suficientes.

—Lo son, pero no para enviar a Lowell donde se merece. Si los presentamos a la policía, al departamento de hacienda, pondrán una fuerte multa a ese individuo, quizá de millones de libras, pero seguirá siendo dueño de la compañía.

—No, si las ponemos ante los ojos de la señorita Rowolt —dijo Bruce.

—¿Usted cree? Si ella está enamorada de él verá que ha hecho cosas a sus espaldas, que ha jugado sucio en los negocios, pero le perdonará. Quizá se hiciera cargo ella de su empresa, pero terminará casándose con él y todo volverá a empezar, porque —como ha dicho usted— con el matrimonio la propiedad de la empresa será suya de hecho.

El joven tuvo que admitir, interiormente, que tenía razón. Era algo que no podía caberle en la cabeza, pero así era. James Lowell tenía todas las bazas a su favor, incluida la baza del amor, que separaba de él a la mujer más hermosa que nunca hubiera conocido.

—¿Entonces no hay nada que podamos hacer? —dijo Bruce— ¿Vence ese tipo?

—Yo no he dicho eso.

—Pero sí ha dicho que las pruebas que tiene contra él no sirven para derrocarlo, por así decir.

—Las pruebas a las que me he referido no, evidentemente. Pero existen otras muy distintas, esas sí pueden.

—¿Otras? —preguntó el joven— ¿De qué tipo?

Robert Worth le miró fijamente, en su fuero interno dudaba de si sería prudente revelárselas a aquel hombre, un desconocido al fin y al cabo.

—No sé si está al corriente de la historia reciente de la familia —preguntó.

—Sólo a grandes rasgos —contestó el psiquiatra, lleno de curiosidad.

—El señor Rowolt, padre, murió hace escasamente año y medio —dijo Robert Worth— en ese momento Lowell era un brillante director de departamento. Pero ocurrió otra tragedia que no suele mencionarse, y es la de la muerte del heredero de toda su fortuna, su hijo Malcolm, un poco mayor que Alice. Murió con otro amigo, en los Alpes, cuando escalaban. Malcolm era bastante aficionado al alpinismo. Sus cadáveres no se encontraron, se cree que fueron sepultados por un desprendimiento.

Esto ocurrió hace aproximadamente un año.

—Sí, estaba al corriente de todo eso —dijo Bruce, asombrado de lo que oía. No creyó que pudiera tener relación con lo que estaban hablando.

—A partir de ese instante madre e hija se quedaron solas. Y James Lowell inició sus relaciones con Alice Rowolt.

—Bien, ¿y qué? ¿Qué está insinuando?

—El amigo que fue a escalar con Malcolm Rowolt era hijo de un amigo mío. Se llamaba John. Unos días antes de morir, John envió a su padre una foto que se hicieron en una estación de esquí. Voy a enseñársela.

Entonces Robert Worth sacó la foto de su cartera negra, pero se la dio al revés a Bruce, ante el asombro de éste por el cariz que estaban tomando las cosas.

—Antes de darle la vuelta, lea lo que pone al dorso —dijo Worth.

Bruce Chatwin lo leyó, ponía: “Malcolm, yo y Bruno, el guía”.

—¿Y bien? —preguntó el joven.

—Ahora déle la vuelta.

Bruce así lo hizo. En la foto aparecían tres figuras. Las de dos jóvenes y la de un hombre bastante más mayor. De pronto la sangre se agolpó en la cabeza de Bruce Chatwin, y un temblor le invadió por todo el cuerpo, hasta el punto de que la foto se le cayó sobre la mesa.

—¡¡¡Anthony Dawson!!! —gritó— ¡Bruno, el guía, es Anthony Dawson!

Súbitamente lo comprendió todo, absolutamente todo, el significado que tenía aquella foto, lo que demostraba. Inconscientemente, se llevó el whisky a los labios y le dio el trago más largo que había dado en su vida.

—¿Lo comprende ahora? —dijo Robert Worth— Nadie conoce la existencia de esta foto, excepto el propio Anthony Dawson, que probablemente no pudo negarse a que se la tomaran, de lo contrario hubiese levantado sospechas.

—Dios mío… —fue lo único que dijo Bruce Chatwin.

—Ahora ya sabe toda la historia: Lowell y Dawson han sido cómplices desde el principio, desde que murió el padre de Alice Rowolt. Fue Lowell el que envió a Dawson, haciéndose pasar por guía, con los dos jóvenes. Fue él quien los asesinó, ocultando los cadáveres. De esa forma, Lowell se casaba con Alice Rowolt y él conseguiría, al menos lo intentaría, enamorar a su madre, cosa bastante fácil. ¿Qué mujer sola no compartiría su soledad con un hombre diez años menor que ella, además pintor? El objetivo de ambos no ha sido más, desde el principio, que conseguir los millones de la familia Rowolt. Como ve, esto sí es una prueba, una prueba irrefutable.

Bruce Chatwin tenía atrancada la voz en la garganta, una especie de negra emoción que no le dejaba respirar, le faltaba el aliento. Cuando lo recobró dijo:

—¿Cómo la consiguió?

—Cayó en mis manos de casualidad. No pude ir a darle mi condolencia al padre de John hasta hace un mes, entonces su esposa me la enseñó: cuando apareció Anthony Dawson en escena lo comprendí todo, como usted ahora mismo.

—¡Qué horror! —dijo Bruce— ¿Existe de verdad este tipo de gente en el mundo?

—Ya ve que sí. Hubiera sido un golpe maestro, excepto por la existencia de esta foto fechada. Muerto Malcolm, y siendo las herederas sus esposas, la herencia era suya.

Bruce estaba aterrorizado. Sabía que había tratado con sinvergüenzas, pero con asesinos… ¡La bonachonería de Anthony Dawson! ¿En qué escuela de actores la habría aprendido? ¡Maldito canalla!

—¡Qué va usted a hacer ahora? —le preguntó al señor Worth.

—Entregar esta prueba a la policía.

—¿Cuándo?

—Si usted me ayuda, ahora mismo.

—¿Ayudarle? ¿Cómo?

—Certificando todo eso que me ha dicho de los fármacos, por ejemplo.

—Antes tengo que comprobarlo, lo haré. Necesito que me haga un inmenso favor, que confíe en mí.

—Ya sé lo que va a pedirme —dijo Robert Worth— Que le deje utilizar la prueba a usted en primer lugar. Aquí la tiene, no se preocupe, tengo una copia.

—Gracias —dijo Bruce.