Capítulo 2

El viernes por la mañana, a primera hora, Bruce Chatwin conducía su lujoso coche por una de las avenidas más importantes de la ciudad. Iba pensativo, se había levantado aturdido por una sola idea: la de que volvería a ver a la mujer que no había podido exiliar de su cabeza en aquellos dos días.

El día anterior había estado tentado de llamarla, tenía su teléfono. Llamarla para romper sus relaciones con ella. Por encima de todo era un profesional de la psiquiatría, no soportaba el hecho de que ella le hubiese mentido. ¿Por qué?, se preguntaba una y otra vez, sin hallar una respuesta satisfactoria. Por otra parte, muchos de los pacientes que había tratado utilizaban la mentira para encubrir temores, o deseos. El joven médico no podría, desde luego, perdonarse el abandonar una caso así, el tirar la toalla, pasando por alto algo que bien podría ser un síntoma del problema que ella le había confesado.

Por eso no la había llamado y —debía admitir— también por otra cosa: no quería renunciar a ella, a su presencia, a lo que significaban sus ojos llenos de vida, aunque, paradójicamente, se tratasen de los ojos de una presunta depresiva.

El psiquiatra —pensó con una sonrisa— necesita psicoanalizarse. ¿Se había enamorado? Eso sólo el tiempo lo diría. Conocía, desde luego, sus propios sentimientos, pero a ellos venían a sumarse otras cosas. Por ejemplo, la forma en que ella le habla mirado y tomado la mano al despedirse, dos días antes. Había sido una mirada de petición de ayuda, pero también —al menos eso pensaba el joven— una mirada profunda de ternura.

Y, sin embargo, por encima de todo eso estaba su orgullo profesional, su rigor a la hora de enfrentarse a los problemas de personas que confiaban en él. Así que se prometió no ceder ante sus propios sentimientos en lo referente al caso de Carole Brown. O Alice Rowolt.

Llegó a su consulta a las nueve en punto. Allí esperaba, lista ya, la señorita Emerson.

—Buenos días, Julie —saludó con jovialidad. Esa mañana se sentía especialmente bien, a pesar de lo contradictorio de sus pensamientos.

—Buenos días, señor Chatwin —correspondió su secretaria— Le veo de muy buen humor esta mañana.

—¿Usted cree?

—Sí, aunque tendrá que trabajar desde muy temprano.

El miró a la sala de espera, pero estaba completamente vacía. Por eso le extrañó que la joven dijera eso. Precisamente, los viernes sólo atendía a un par de pacientes, tres a lo sumo. Le gustaba salir temprano de la consulta para darse un paseo al aire libre, antes de comer.

—¿Trabajar? —respondió sorprendido y, señalando a la sala de espera— ¿A esto llama usted trabajar?

—La señorita que usted recibió anteayer le espera en su despacho —dijo su secretaria y, mirando a los papeles con los datos— La señorita… Carole Brown.

A Bruce Chatwin le dio un vuelco el corazón. ¿Por qué había venido tan temprano? —se preguntó. Sólo entonces recordó que la había citado a primera hora.

—¿Por qué la ha dejado entrar? —le preguntó a la señorita Emerson— Ya le he dicho que nadie, ninguno de mis pacientes debe entrar en mi despacho sin que yo esté.

El psiquiatra lo decía porque a menudo dejaba sobre la mesa papeles escritos y notas sobre los propios pacientes, y no le parecía nada recomendable que alguno de ellos descubriera las opiniones del médico sobre el transcurso de su caso. Esta era, digámoslo así, la primera precaución que enseñaban en toda facultad de psiquiatría.

De todas formas, el joven se sintió especialmente incómodo ante esta posibilidad cuando quien esperaba era aquella mujer, hasta ese momento tan poco sincera con él.

Entró a toda prisa en su despacho, pero ella esperaba tranquilamente sentada en la hamaca que había al otro lado de su mesa, con el bolso en la mano.

—Buenos días, señor Chatwin —saludó ella al verlo—. Discúlpeme si no he obrado bien esperándole dentro de su despacho, toda la responsabilidad es mía, no culpe a su secretaria. Fui yo la que insistí en ello.

El observó que ella había dejado de tutearle. El no iba a seguirle la corriente, a pesar de la explicación que consideraba que ella le debía, sobre su verdadera identidad.

—Buenos días, Alice. ¿O quieres que siga llamándote Carole Brown?

Al ver que sabía su verdadero nombre, la joven bajó la cabeza. En un principio no sabía qué decir, pareció que buscaba rápidamente una excusa, pero al fin, con un gesto de determinación, renunció a ello y se decidió a dejar de fingir.

—También debo pedirte disculpas por ello, Bruce —dijo, lo cual encantó al joven. Al menos, había conseguido que volviera a tutearle.

Sin embargo, consideraba que debía permanecer firme ante ella, incluso mostrarse duro.

—No deberías mentir a tu médico —dijo, tratando de darle al asunto un tono distendido. Y así era, todo el enfado se le había pasado, nada más ver a la joven.

—No te he mentido en nada, salvo en lo del nombre —explicó ella— pero incluso eso no ha sido más que una chiquillada, lo reconozco, una simple medida precautoria.

—¿Medida precautoria? ¿Para precaverte de qué, si puede saberse?

—Verás: ni mi madre ni James saben que asisto a la consulta del psiquiatra.

Además, ya sabes cómo son los periodistas, hurgan en cualquier sitio. ¿Imaginas los titulares?: Ejecutiva triunfadora, dueña de toda la industria siderúrgica de Inglaterra, asiste a sesiones de terapia mental. No, tenía que ocultar mi nombre, no debe aparecer en ninguna ficha, o tarde o temprano se sabrá toda esta cuestión.

—¿Y por qué no has confiado en mí? —dijo el joven, fingiendo enfado.

—¿Pero si no te conocía, Bruce? —dijo ella— Aún ahora no te conozco lo suficiente, compréndelo.

Sí, Bruce Chatwin tenía que reconocer que llevaba razón. Al fin y al cabo, era el segundo día que hablaban. A veces, en el intento de inspirar confianza, los médicos no se dan cuenta de que esa confianza sólo puede ser posible con el tiempo y la relación. Pero, a decir verdad, él se sentía tan cerca de aquella mujer que incluso así estaba dolido.

—Sí, claro que comprendo —dijo él finalmente— y te pido disculpas.

—¿Cómo te has enterado? —preguntó la joven.

—De manera casual, en el periódico de ayer. Sección económica —dijo él sonriendo.

—¡Claro! ¡El periódico!

—Por cierto, esa misma noticia me dio una pista para invertir mi dinero —insinuó él, divertido— No sabía qué acciones adquirir, soy bastante pacato para eso.

Alice Rowolt no pudo reprimir la risa, una risa que —se dijo el psiquiatra— no venía precisamente de la depresión. Aquella risa probaba que, al menos, Alice tenía al alcance de su mano el poder de divertirse, reír, pasarlo bien…

—¡Menos mal que te veo reír! —dijo él— No es muy habitual en la consulta de un psiquiatra. ¡Debería tener más pacientes como tú! Bueno, más que pacientes, amigos.

Sí, Alice tuvo que reconocer que hacía mucho tiempo que no reía. El médico tenía razón. Estaba especialmente cómoda junto a él, era un joven apuesto y afable.

Por primera vez desde que lo conociera, puso sus ojos sobre él de manera distinta. Lo vio como un hombre no sólo guapo, de anchos hombros y mirada franca, sino capaz de darle lo que desde hacía tantos meses, prácticamente desde la muerte de su padre, había perdido: la risa, anuncio de la felicidad.

Bruce Chatwin se dio cuenta de que aquella alusión al mundo de los negocios no parecía especialmente hiriente para ella. Supo entonces que no era el legado de su padre lo que la había conducido a esa especie de callejón sin salida, sino otra cosa, algo que sí tenía que ver con el mundo de los negocios, pero no éste propiamente.

—Y dime, Alice. ¿A todos los psiquiatras con los que has estado les has dado un nombre falso?

Ella volvió de pronto a la serenidad.

—Sí, para todos he sido Carole Brown —dijo sin dejar de mirarlo— A pesar de lo que en un principio pueda pensarse, una mujer magnate de la siderurgia no suele ser tan conocida… afortunadamente.

Sin dejar de lado sus propias razones, que consideraba justas, Bruce Chatwin había estado a punto de cometer un error imperdonable, rompiendo sus relaciones con ella. Ahora, todo ello parecía habérsele olvidado de una forma casi mágica. Pero todavía estaba pendiente la verdadera causa de que ambos se conociesen, una causa a la que el médico iba acercándose poco a poco.

—Comprendo lo de los periódicos —dijo él— pero, ¿por qué temes que tu madre y tu prometido sepan que necesitas asistencia psicológica? No eres una enferma mental, digamos que se trata sólo de asesoramiento, de apoyo.

—No sé cómo explicártelo —dijo ella— Ambos son bastante raros para esa cuestión.

—¿Raros?

—Sí, siempre han considerado que un líder en los negocios debe estar seguro de sí mismo. Sobre todo James, ha basado toda su vida en la agresividad. Si lo supiera, pensaría que no soy merecedora de su amor. Entiéndeme bien, Bruce: cualquiera puede tener un mal momento, por eso me ha recomendado que viaje y me distraiga, pero el tema del psiquiatra es otra cosa.

Bruce Chatwin no salía de su asombro, algo así era inaudito. ¿Y ese James Lowell decía que la amaba? Naturalmente, no le expuso así las cosas a ella. No quería confundirla aún más, pero pensó que ese tipo de amor dejaba mucho que desear.

—Por lo que pude ver en los periódicos, te has manejado bastante bien al frente del imperio de tu padre, has conseguido llevarlo más alto de lo que estaba. Pero no es esa la impresión que has dejado que yo tuviera a través de nuestras conversaciones. Me decías que te sentías incómoda en la dirección.

—¿Incómoda? —dijo ella— Quizá más que incómoda, incapaz. Me sentía agotada. Incluso James me lo dice día tras día.

Ahí está James otra vez —se dijo el médico— Estaba oyendo hablar de personas que no conocía. Y el testimonio, o la impresión, que de ellas pudiera dar Alice le resultaban demasiado parciales. Si quería llegar al fondo del asunto debía conocer a esas personas. Debía proponérselo a ella pero, por otra parte, un intento de acceder a su vida privada era muy posible que la molestara. El mismo estaría incómodo colándose de espía en una familia que estaba pasando por momentos tan delicados.

Pero necesitaba ayudar a Alice Rowolt, había acudido a él en busca de ayuda, sin poner condiciones respecto a cómo debía él hacerlo.

—¿Y tu madre? —inquirió el joven— ¿También se escandalizaría si supiese de tus escapadas al psiquiatra?

—Quizá ella no tanto. Me consta que, después de la muerte de mi hermano en los Alpes, ella también necesitó cuidados médicos.

Alice sonrió.

—Por fortuna, tú no piensas lo mismo —dijo él, tratando también de sonreír.

—Lo opinaba, hasta que hace dos días llegué aquí —dijo Alice, y él pudo ver en su rostro la misma franqueza ingenua de cuando le estrechó la mano, pidiéndole ayuda. Si, aquella mujer le fascinaba: ¿lo declararían también sus ojos? Era muy posible que sí.

—En estos dos días —dijo él— creo haber sacado algunas conclusiones sobre todo esto.

—¿Ah, sí? ¿Cuales?

—Pero no puedo decírtelas todavía, aunque pondría la mano en el fuego para probar que son ciertas. No, todavía no, no antes de… —dijo, deteniéndose.

—¿De?

—De nada. Sólo te diré que tu problema depende más de las personas que te rodean que de ti misma.

Esto sumió a la joven en unos pensamientos inescrutables para Bruce Chatwin, inescrutables pero sombríos, a juzgar por su rostro de preocupación.

—¿A qué te refieres? —dijo finalmente.

—Bah. Será mejor que no hablemos más de eso, no es aún el momento de aventurar nada.

Pero lo dicho dicho estaba. Y, secretamente, él sabía que ella coincidía con su juicio. Sabía que la huida de ella al gabinete de un psiquiatra, de los psiquiatras, tenía mucho de acto encubridor de algo que ella misma no se atrevía a aceptar, algo impensable que, según todos los indicios, había tenido su origen en la muerte de su padre, año y medio atrás.

Poco a poco, Bruce Chatwin se iba apasionando por el caso de Alice Rowolt, como caso médico, pero también había algo que tocaba las finas hebras de su alma, algo que tenía que ver con la joven, y que ella también poco a poco iba correspondiendo. No, no podía ser amor, era imposible, puesto que hacía dos días que se conocían. Debía tratarse de otra cosa, de una especie de atracción por algo, sin embargo, por una mujer que para él significaba algo más que aquel cuerpo perfecto y aquellas dotes naturales. Una atracción, a lo menos, irreprimible.

—¿Qué piensas hacer, entonces? —preguntó ella.

—Eso depende.

—Depende de qué.

—De la necesidad que tú tengas de salir de esta especie de bache en que estás.

Te lo digo con sinceridad, puesto que va a suponer para ambos, pero sobre todo para ti, ciertos sacrificios —dijo el joven— Quizá grandes sacrificios.

—¿Sacrificios? ¿De qué tipo?

Bruce Chatwin no sabía cómo decirlo. En muy contadas ocasiones un psiquiatra se veía obligado a dar un paso de ese tipo, aunque a veces se hacía necesario.

—Sacrificios referentes a tu vida privada, a lo privado de tu entorno familiar.

De pronto, Alice Rowolt pareció comprender, tomar conciencia de lo que él quería decir. Y como él, supo que era la única solución posible.

—Sí, sé que lo sabes —siguió diciendo Bruce—. Si tengo que entrar en lo más profundo de tu mente, para saber qué es lo que realmente constituye el problema, es necesario que entre también en el mundo donde te mueves… absolutamente necesario. Sé que pasan cosas a tu alrededor que no me has contado, por miedo, o simplemente porque consideras que no son importantes. Muchos de mis pacientes ocultan cosas, ese ocultamiento forma parte de sus obsesiones, por eso no puedo fiarme de ti. Compréndelo. Aunque me abras totalmente tu corazón, y tu mente.

A ella estas últimas palabras le habían sonado de una manera especial, como si, detrás de ellas, el propio Bruce hubiese asimismo ocultado una emoción que no se atrevía a manifestar, que lo arrastraba de la misma forma que a ella la manifestación de sus propios problemas.

—Pero Bruce —dijo Alice, un poco azorada— sabes que eso no es posible.

—¿Por qué no?

—Para mi familia eres un extraño. ¿Te imaginas lo que diría mi madre si te presentase a ella como mi médico? ¿O lo que diría James?

—Olvidas una cosa —dijo él en un tono de confidencia— ni tu madre ni James Lowell tienen por qué saber quién soy. Preséntame como un amigo, un simple conocido. No pretendo darte problemas, pero creo que el entorno en que te mueves tiene demasiado que ver en esos sentimientos que me has dado a conocer. Sólo quiero saber lo que son, cómo son, bastará una entrevista —y, con una sonrisa— te advierto que soy bastante perspicaz: me bastan las primeras impresiones.

La joven pareció sumirse en sus propios pensamientos, sin decir nada.

Meditaba, sopesaba la situación, trataba de averiguar en qué podía resolverse aquel experimento. No es que no quisiera ayudar a Bruce Chatwin, al contrario.

Precisamente sabía que lo que él trataba de hacer era en beneficio suyo y, desde luego, ella tenía que salir de aquellas brumas que rodeaban su vida, no podía seguir así.

A tenor de esa proposición, calibraba las posibilidades. El problema más importante estribaba en que sospechasen. Era una mujer con un círculo muy amplio de conocidos, pero el de las personas tan íntimas como para entrar en su casa, conocer a su familia, era realmente escaso.

¡Qué diablos! —se dijo finalmente— Ella podía hacer lo que quisiera. Y, desde luego, no mentiría diciendo que Bruce Chatwin era un nuevo amigo muy especial.

En sólo dos días, la joven veía en él no sólo a su médico, sino a alguien, a la única persona, que hacía serios intentos de ayudarla. El hecho de que un psiquiatra abandonase su consulta, la seguridad y el dominio de su medio, para tratar de mirarlo todo desde dentro del mundo propio de Alice, esto la llenaba de admiración.

—¿De acuerdo? —dijo con una profunda convicción— Me encantará que lo hagas. Aunque deberás perdonarme mis vacilaciones, a veces sé que me comporto como una chiquilla, a pesar de que las acciones de mi empresa suban día tras día.

Bruce Chatwin no pudo menos que reír ante la ocurrencia. No podía decir que ella no tuviese valor e iniciativa. Era una mujer completamente nueva y distinta para él.

—Muy bien —dijo el joven— encárgate de preparar el cómo y el cuándo y, por favor, Alice, quítate de la cabeza esas ideas sobre la depresión. Todos nos sentimos fatigados, vencidos alguna que otra vez, incluso hasta llegar a límites donde nunca hubiésemos sospechado que podríamos llegar, pero no por ello somos personas depresivas… simplemente somos humanos. De lo contrario seríamos máquinas.

El joven vio cómo sus palabras surtían el efecto deseado en el rostro de Alice Rowolt, iluminándolo.

—Hoy es viernes —dijo ella— ¿Qué te parece si mañana comes en mi casa? El sábado es el único día en que toda la familia se reúne… me refiero a que también irán James y Anthony Dawson, así podrás conocerlos.

—¿Mañana? Estupendo. ¿Has pensado en qué papel podría representar sin levantar la más mínima sospecha?

—Sí: diremos que eres dueño de una empresa que mi compañía quiere adquirir.

Por ejemplo, una empresa llamada Chatwin Aceros. ¡No me dirás que no tengo inventiva!

—¿Inventiva? —dijo él— ¡Eres la mayor embustera que conozco! Y mira que me he cruzado con varias.

Ambos jóvenes rieron, entre ellos se cruzaban miradas de verdadero placer por estar juntos. Nadie hubiera dicho que se tratase de un psiquiatra y su paciente. Más bien parecían dos enamorados planeando un viaje.

Había un aspecto en todo aquello que cautivaba a Alice, que transformaba la vida que había traído hasta ese instante. Ese aspecto era lo que suponía de aventura toda aquella representación. De pronto, un desconocido iba a entrar en su familia, aunque fuese por una tarde, lo que durara una comida, y trataría en complicidad con ella de observar y averiguar cosas que ella no había averiguado durante años, quizá por mirarlo todo, naturalmente, “desde dentro”…

Todo aquello le parecía excitante, y así se lo dijo al joven, quien se mostró tan excitado como ella, a pesar de que —para él— aquella actuación sólo era otra forma de desempeñar su profesión. Sin embargo, nunca anteriormente había visto desaparecer de esa manera los papeles del “psiquiatra” y “la paciente”. ¡Parecían dos amigos de toda la vida!

—¡Chatwin Aceros! —exclamó el joven médico—. Jamás supuse que iba a convertirme en empresario.

—¡Y de los grandes! —dijo ella, sonriendo abiertamente— El resto de la historia no habrá más remedio que improvisarlo sobre la marcha.

—Por cierto: ¿no sospechará nada tu prometido, el señor Lowell?

—¿James? Eso depende de ti —le dijo ella con un guiño—. Tendrás que ser convincente. Y te advierto que James tiene bastante olfato para estas cosas.

Pero, para él, el teatro no dejaba de ser un aliciente. En el fondo sabía que el montaje no iba del todo a ser improductivo. Sabía que, por alguna causa, el que ella estuviese conforme con su vida, a pesar del dinero, era algo cuya clave encontraría muy pronto.

Esa clave estaba, sin duda, en algún punto de lo que ella hasta el momento le había contado. A veces, las cosas más importantes se escondían tras lo más evidente.

—He de reconocer que tienes agallas —dijo ella, sin dejar de pensar en el romanticismo de lo que habían planeado— Aunque aún no veo demasiado claro lo que piensas que vas a encontrar. Mi familia es bastante gris, sobre todo desde que murió mi padre. El único interés se reduce escasamente a lo que sale en los periódicos de cuando en cuando.

—No es ése el que yo busco —dijo él— Según me has contado, no pasas el tiempo suficiente con tu prometido, puesto que él se dedica casi por entero a los negocios. ¿Se lo has dicho alguna vez?

—No, nunca. Nunca he sido capaz de rogar o mendigar el amor. Prefiero que venga a mí cuando lo necesite.

—¿Habéis discutido alguna vez por algún asunto de negocios? Quiero decir si los negocios han sido causa de desavenencias personales.

—Muy pocas veces, aunque más a menudo en los últimos tiempos —dijo ella— Espero que no veas vanidad por mi parte en lo que te voy a decir, pero James ha tratado siempre de superarme en la gestión de los negocios, aunque nunca lo haya conseguido. En ese sentido, a pesar de estar él dentro de mi compañía, siempre hemos tenido una rivalidad sana.

—¿Y últimamente? —inquirió él.

—Últimamente no, él insiste en que viaje, apenas me deja poner un pie en ninguna junta de accionistas.

—¿Y crees que eso te ha beneficiado?

—En absoluto, me siento cada día más sola. Viajar no me distrae, al contrario.

El médico no dejaba de tener impresiones contradictorias a cerca de todo lo que la mujer le decía. No estaba seguro de que viajar fuera la terapia más adecuada, puesto que Alice tenía que viajar sola. Siempre sola.

—Alice —dijo él con sinceridad— te agradezco la confianza que pones en mí, pero si crees que todo lo que hacemos va en perjuicio del derecho a tu vida privada dímelo, por favor.

—Al contrario, Bruce. Hablar contigo me ha hecho mucho bien. Estoy un poco harta de solucionarlo todo con viajes y con los odiosos medicamentos que tomo.

Siento haberte mentido en el asunto de mi nombre, pero crearme una personalidad falsa era la única forma de poder ser sincera, sin miedo a los periódicos. Como ves, me preocupo más de mi vida pública que de mi vida privada, aunque sé que es un error.

—Te comprendo muy bien. No vuelvas a mencionarlo —explicó Bruce Chatwin

— Todos necesitamos de máscaras para ser lo que somos, no nos queda otra salida.

—Sí, pienso que sí nos queda —le cortó ella— Mandar a paseo las responsabilidades. Es lo que yo debería haber hecho hace mucho tiempo. Lo único que lo impidió fue la deuda con mi padre, una deuda no pactada ni escrita. No sé por qué no acabo con ella de una vez. Por mucho que quiera seguir sus pasos me está tiranizando.

—Alice. Aludiste hace dos días a una especie de barbaridad que estuviste a punto de cometer, llevada por toda esta situación, ¿no es así?

Bruce había eludido hasta ese instante hablar de eso, pero vio que era el momento oportuno: quería saber a qué se refería Alice Rowolt, aunque lo imaginaba.

Además, era necesario que ella hablase de ese lado oscuro de sí misma.

—Lo preparé todo hace un mes —dijo la joven, mostrándose de nuevo nerviosa.

—¿Prepararlo todo? ¿Para qué?

—Para quitarme la vida —dijo finalmente.

Si, esto era lo que Bruce Chatwin había temido. Sabia lo que eran recaídas de ese tipo, las había presenciado innumerables veces. En la mayoría de los casos que él había visto, todo era una pura equivocación, aunque no por ello las circunstancias que rodeaban a algunos pacientes perdían un ápice de su realismo, de su oscuridad.

—¿Qué te llevó a hacerlo? —preguntó.

—Todo comenzó con una pelea que tuve con James.

—¿Por cuestiones personales o de negocios? —preguntó el psiquiatra.

—De negocios. El se empeñó, hace aproximadamente un par de meses, en llevarlo todo sobre sus hombros. Me envió a un nuevo viaje y se hizo cargo de la compañía. Dijo que mi futuro esposo tenía derecho a eso y a más, además, que lo hacia porque me quería, porque yo no estaba en condiciones de emular a mi padre en la compañía. Tuvimos palabras bastante duras. Yo estaba sola, mi madre se hallaba fuera, con el señor Dawson.

De pronto se detuvo, mirándose las manos, que descansaban en su regazo.

—Sigue —la animó Bruce.

—Sabía dónde guardaba mi padre una pistola, un escondite que ni siquiera mi madre conocía. Llegué incluso a ponérmela en la sien, pero no fui capaz de disparar.

¿Crees que soy una estúpida cobarde?

—Al contrario, Alice: pienso que eres muy valiente —dijo él— sobre todo por contármelo de esta manera, sin intentar darle ni quitarle importancia. Y dime,

¿llegaste a contárselo a James Lowell?

—Lo dudé mucho, pero al final se lo conté, hace un par de semanas.

—¿Y qué dijo él?

—Se exasperó. A veces pierde los nervios conmigo. O se muestra demasiado solicito o todo lo contrario. Me dijo que era demasiado débil, que con mi carácter jamás llegaría a acrecentar el imperio de mi padre. Que lo necesitaba a él, y algunas cosas más, bastante duras.

Bruce Chatwin no salía de su asombro. Ahora, Alice Rowolt le daba de pronto una imagen completamente opuesta de su prometido que la que le había dado en la última entrevista. Le parecía que en todo aquel asunto el equilibrio era imposible, que una especie de torrente se lo llevaba todo una vez que había sido edificado.

—¿Piensas realmente que tiene derecho a hacer lo que hace? —preguntó Bruce Chatwin.

—No lo sé.

—¿Y dices que ese hombre se ha desinteresado totalmente de tu dinero? —pero inmediatamente comprendió que no era esa la forma de proceder, se había dejado llevar por el interés que tenía en aquella mujer— Oh, perdona, no he debido decir eso. No soy quién para meterme en tus cosas, aunque sí desde un punto de vista médico, pues me has dado tu permiso.

—No te preocupes, comprendo que necesites indagar —respondió la joven— y quiero ayudarte en todo lo que pueda. Pero creo que James lo hace por mí, además de que siempre admiró a mi padre.

—Pero él no lo conoció, ¿no es así?

—No, nunca lo conoció. Me refiero a que admira su obra, su forma de hacer los negocios.

—En ese caso —replicó el joven— me asombra que no admire tu forma.

—Oh, pero yo soy una mujer. En el fondo creo que piensa dejarme en casa cuando nos casemos.

—¿Y tú qué opinas de eso?

—Que ya lo veremos —dijo Alice, desafiante. Bruce percibía bastante coraje en ella, pero la pérdida de autoestima que tenía no le permitía utilizarlo a su favor. Sí, veía que el problema de aquella mujer estribaba en que, de pronto, había perdido su punto de apoyo en la vida.

Alice Rowolt miró su reloj. Aunque no se dieran cuenta, habían estado hablando casi una hora, tenía que irse. Los asuntos que aguardaban no admitían dilación alguna.

—He de irme, Bruce.

—Bien —dijo él— entonces volveremos a vernos mañana. ¡Espero ser un actor a la altura de las circunstancias!

—¡Pues claro que sí! Creo que le caerás muy bien a mi madre, siempre gusta de ver caras nuevas en casa. En eso se parece a mí.

—Bien, pero recuerda que esto es sólo el comienzo —dijo él— Después tendrás que decirme de ti muchas cosas más, sobre todo lo referente a tu relación con tu padre. Es posible que ahí haya algo.

—¿Algo?

—Sí, pero aún no lo sé. Aunque está claro que ese complejo de responsabilidad viene en parte de su herencia, del hecho de que tú no te sientas a su altura, aunque, por supuesto, no sea cierto. Ya sabes: hay cosas que sabemos, pero no sabemos que las sabemos, así es nuestra mente.

—Sí —confirmó ella— Nos juega malas pasadas. Entonces: ¿mañana, a las tres en punto? Ya tienes mi dirección.

—De acuerdo, a las tres.

—Adiós, Bruce —dijo ella como despedida, pero esta vez no le estrechó la mano. Fue hacia él y le dio un beso en la mejilla, un beso casi fraternal, que confirmaba no sólo la confianza que había depositado en él, sino lo bien que se sentía en su compañía, a pesar del aspecto frío que presentaba aquella consulta. Esto halagó a Bruce Chatwin, pero, más que eso, le dio esperanzas en una amistad que sólo acababa de comenzar.

—Señorita Emerson —dijo por el interfono— Acompañe a la señorita Rowolt hasta la puerta —y dirigiéndose a Alice— ¿Has venido en coche?

—En taxi —dijo ella.

—Mejor llame a un taxi, señorita Emerson —dijo por el interfono.

Cuando el taxi estuvo en la puerta, fue el propio Bruce el que acompañó a la joven a subir a él, fijándose en cómo el taxista miraba significativamente las piernas de ella. Fíjate bien, puesto que no verás ya otras igual —le dijo mentalmente al conductor, sonriendo para sus adentros.

Cuando Alice Rowolt se fue le ordenó a su secretaria que anulara por teléfono las citas para ese día. Quería pensar sobre lo que iba a hacer al día siguiente, en casa de los Rowolt. Debía ser todo bien meditado, si no quería encontrarse con contratiempos. Creía tener datos suficientes para desconfiar más que de sobra de la supuesta enfermedad de Alice. No, Alice Rowolt no estaba enferma, mentalmente hablando. Odiaba el hecho de que sus colegas le hubiesen metido esa idea en la cabeza. A veces —pensó— uno se da cuenta del montón de locos que hay ejerciendo de psiquiatras. Claro que, si estaba en su mano, el remediaría esa situación.

Por lo demás, a él también le divertía verse desempeñando el papel de espía, o detective, o quién sabe qué. ¿Por qué no? —se dijo. Y estaba seguro de que algo descubriría, de que sus pesquisas no iban a ser en vano. De todas formas, sólo con que consiguiera alegrar a Alice, embarcarla en aquella aventura tan distinta de las que corría en el mundo de los negocios, merecería la pena. Le inquietaba, en primer lugar, la sombra que proyectaba la figura del padre en ella y, al parecer, en toda la familia. Una sombra de responsabilidades.

Bruce Chatwin fue haciendo su composición de lugar frente a las personas con las que iba a encontrarse, a tenor de cómo las había descrito —directa o indirectamente— Alice Rowolt. Debía andar con mucha cautela.

Lo único que no le convencía demasiado era tener que pasarse por un magnate, o poco menos. No estaba seguro de que la idea de Alice fuera demasiado buena.

Claro que, ¿con qué pretexto entrar si no en aquella casa? Si pasaba por simple amigo de Alice, James Lowell sospecharía, o sentiría celos. Así, todo quedaría en una comida casi de negocios, es decir, superficial.

Pulsó de nuevo la tecla del interfono.

—Dígame, señor Chatwin —dijo su secretaria desde el otro lado de la puerta.

—¿Qué hay en mi agenda para hoy?

—Tiene usted una comida con el doctor Samuel Gold.

¡Cielo santo! Lo había olvidado, aquella comida, programada hacía tanto tiempo, con su colega el doctor Gold. Debía darse prisa, pues tenía varias cosas que ultimar antes. De modo que estuvo trabajando en su despacho hasta que dieron las dos. Después se arregló el nudo de la corbata en el espejo de la sala de espera, listo para salir.

—¿Voy bien? —le preguntó socarrón a la señorita Emerson, que no le quitaba ojo.

—Esta usted muy guapo —se le escapó a ella.

—Caramba —dijo sonriendo— Siga así y muy pronto se verá agraciada con un aumento de sueldo.

A las dos y media en punto llegó al restaurante donde el doctor Gold ya le esperaba.

—Siento haberme retrasado —dijo a modo de disculpa— He tenido algunos problemas con un paciente.

—No tiene importancia, querido colega —dijo el doctor Gold— Todos los tenemos, además estaba muy entretenido leyendo el periódico, apenas me queda nunca tiempo para la prensa. Uno debe estar bien informado.

El doctor Samuel Gold era un hombre rechoncho, bonachón. Lucía una desusada perilla y llevaba sobre la nariz unas anticuadas antiparras que le daban un aire bastante bohemio.

—¿También usted los tiene? Me refiero a los problemas —dijo Bruce, sentándose a la mesa.

—Naturalmente, y en los últimos días más.

—Vaya, doctor, me alegro de no ser el único —dijo el joven con una sonrisa.

A menudo le gustaba cambiar impresiones con sus colegas más viejos, aunque pocas veces aprendía gran cosa de ellos. Todos se hallaban anclados en la vieja psiquiatría, por eso espaciaba cada vez más aquellas comidas.

—Sin ir más lejos —dijo el doctor Gold— hace escasamente unos quince días llegó a mi consulta una chica con claros síntomas de depresión. Es curioso, pero cuando le propuse la idea de viajar con su novio, una idea a mi entender bastante sana, se levantó del diván y, dando un portazo, me contestó que no quería volver a verme más. Y así ha sido: no sé bajo qué piedra se habrá ocultado, pero no ha vuelto.

—La verdad es que tiene razón. Es bastante curioso —dijo Bruce.

—¿Curioso? Yo más bien diría demente. Si, demente. La gente se comporta cada vez con más sinsentido.

—La sociedad, la juventud, todo cambia —contemporizó el joven médico— La psicología ya no es lo que era. Creo que a medida que pasa el tiempo es más difícil curar a la gente. ¿O usted lo hace?

—¿Curar a la gente? —dijo divertido el doctor Gold— ¡Claro que no! Prefiero simplemente hacer que se olviden de su enfermedad. Últimamente sólo receto aspirinas.

Ambos rieron de buena gana. Al menos, aquel viejo psiquiatra tenía sentido del humor.

De pronto, Bruce Chatwin tuvo una extraña intuición.

—Dígame, doctor Gold ¿Recuerda por casualidad el nombre de esa joven?

El doctor pareció rebuscar en su memoria. Se acomodó las antiparras sobre la nariz y se encendió un puro mientras tanto, que sacó de una petaca.

—A ver, déjeme recordar —dijo, mirando a un punto fijo tras la ventana— Si la memoria no me engaña. Sí, creo que se llamaba Brown. Carole Brown.