Capítulo 16
Quererla locamente
Martika estaba frente al edificio de estuco, con el estómago encogido, no sabía si por las náuseas del embarazo o por la angustia de volver a casa de sus padres por primera vez en... ¿habían pasado ya trece años?
La casa no había cambiado mucho. Los rosales de su madre seguían haciendo de centinela en el porche. Se preguntó entonces si habrían comprado un coche nuevo o su padre seguiría conduciendo el Volvo en el que perdió la virginidad. Aunque él no lo sabía, por supuesto.
Estaba muy nerviosa.
No había vuelto allí desde que se fue de casa. Ella misma se había pagado la universidad, después consiguió un trabajo, cambió de nombre... Había dejado deliberadamente aquella casa y la fealdad que había conectada con ella. Pero estaba de vuelta y embarazada.
¿Por qué? ¿Por qué había ido allí?
Subió los escalones del porche y llamó al timbre, con el corazón acelerado. La puerta se abrió. La mujer que apareció ante ella le pareció muy bajita. ¿Su madre siempre había sido tan bajita?
—¿Eleanor? ¿Eres tú?
Martika hizo una mueca.
—Sí, mamá.
Su madre se puso pálida.
Aquello había sido una estupidez. ¿Qué esperaba?
Iba a darse la vuelta cuando la voz de su madre la detuvo.
—Qué alta eres.
Martika señaló los tacones.
—Manolo Blahnick. Tardé un poco en acostumbrarme, pero...
Su madre seguía mirándola, seguramente sin entender nada.
—¿Por qué no entras un rato?
Martika la siguió, sus tacones resonando en las baldosas. El suelo era nuevo. Cuando vivía allí era de moqueta. Los muebles también habían cambiado. Eran aburridos, por supuesto, pero diferentes.
En el salón vio fotografías suyas de adolescente, antes de irse de casa. Ella no tenía fotografías de sus padres. Ni una sola.
—¿Quieres tomar algo?
—¿Un té?
Su madre la miró, sorprendida. A ella le encantaba el té y Martika lo odiaba precisamente por eso. Como odiaba tantas otras cosas.
—Bueno, ¿cómo te ha ido? —preguntó su madre, mientras ponía el agua a calentar.
—Pues... ya puedes imaginar que no estoy bien.
Su madre la miró, preocupada.
—No estarías aquí si no tuvieras algún problema, Eleanor.
—Martika. Ahora me llamo Martika —replicó ella. Como siempre, sintió una punzada de placer al ver tristeza en los ojos de su madre.
«No, no uso el nombre que me pusiste».
Su madre recuperó la compostura enseguida. Eso no había cambiado. Seguramente no cambiaría nunca.
—Un nombre muy raro, desde luego. ¿Y por qué has venido, Martika?
—Han pasado muchos años, lo sé.
—Trece, para ser exactos:
—Trece años.
—Y ahora has vuelto. Una pena que no hayas venido un poco más tarde. A tu padre le habría encantado... verte —dijo su madre, volviendo un momento la cara—. Podrías quedarte a cenar, si quieres.
—Mamá, quería contarte por qué me escapé de casa.
—¿Sabes la preocupación que tuve, el miedo que pasé? Incluso después de que llamaras para decir que estabas bien, que no querías saber nada más de nosotros... nunca lo entendí, hija. ¿Qué te hicimos para que nos odiases tanto?
Martika dejó escapar un largo suspiro.
—No podía seguir viviendo aquí, mamá.
—Yo nunca te exigí nada —replicó su madre, levantando ligeramente el tono—. Aunque sabía que tenías relaciones sexuales siendo demasiado joven... sí, lo sabía. Ni cuando fumabas en la casa, cigarrillos y Dios sabe qué más. Nunca te exigí nada. Te quería como a la niña que...
—Yo nunca fui la niña que tú quisiste, por eso me marché. Siempre tenías unas ideas brillantes sobre lo que debía hacer y aparentabas aceptarme tal como era. Ni siquiera me decías «deja de hacer eso» o «eso otro está mal». Nunca me odiaste como... yo te odiaba a ti.
Aquello sonaba como un programa de Oprah Winfrey: «Chicas que odian a madres que les permiten demasiado». Taylor se reiría de ella.
—¿Por qué me odiabas? —preguntó su madre, mordiéndose los labios.
—No lo sé. Ahora parece una estupidez. Es que... nunca me entendiste. Nunca me quisiste de verdad. Yo parecía ser una especie de demonio que había reemplazado a tu hija.
—¿Y has tardado trece años en llegar a esa conclusión? ¿Has tardado trece años en llegar a la conclusión de que yo era una hipócrita? ¿Por eso has venido?
—Estoy embarazada.
—Ya veo —dijo su madre—. La verdad, esperaba esta conversación hace trece años. Estaba tan furiosa contigo, tan convencida de que ibas a destrozar tu vida... Pensé que acabarías siendo adicta a las drogas, que te quedarías embarazada...
—Pero no fue así. Entonces.
—Me he dado cuenta de que no llevas alianza.
—Pero sé quién es el padre. Y me da exactamente igual.
Su madre dejó escapar un suspiro.
—Desde luego, esperaba antes esta conversación. ¿Piensas... tener el niño?
¿Por qué todo el mundo estaba tan seguro de que no iba a tenerlo?, se preguntó Martika.
—Sí. Voy a tener el niño —contestó. Y le gustó ver el brillo de sorpresa en los ojos de su madre—. Al menos, eso creo.
—Bueno, no puedes haber venido a pedir mi bendición. ¿Qué ocurre? ¿Necesitas un sitio donde vivir? Podrías quedarte aquí, pero no esperes que cuide del niño mientras tú sales por ahí...
—Mamá. Solo quiero hacerte una pregunta.
—¿Cuál es?
—¿Y si mi hijo me odia?
Su madre parpadeó, sorprendida.
—No creo que pudiera soportarlo.
«No si me odia como yo te odiaba a ti».
—Yo quería ser perfecta, hija. Y quería que fueras la hija perfecta, pero no lo eras. Ni yo tampoco. Intentaba mostrarte que te quería para demostrarme a mí misma que era una buena madre. Solo pensaba en mí y con tus hijos no puedes pensar en ti —suspiró su madre entonces—. Y por eso lo siento. Lo siento más de lo que crees. He tardado años en darme cuenta.
Martika vio sinceridad en sus ojos. Y también vio la orgullosa barbilla levantada que ella había heredado. Sabía que le resultaba muy difícil decir aquello.
Sin saber qué hacer, apretó su mano, y su madre la abrazó. De repente, todo le pareció mejor, más fácil, aunque solo fuera un momento.
Sarah se despertó escuchando una especie de jadeo. Tenía calor... mucho calor. Estaba tumbada encima de algo blando.
Cuando se volvió, un par de ojos marrones la miraron con implacable tranquilidad.
—Guau.
Sarah se levantó de un salto.
¿Dónde estaba? No conocía aquella habitación.
Estaba pintada de blanco, pero había pósters de cine por todas partes. Humphrey Bogart parecía reírse de ella desde un póster de El Halcón Maltes. Dustin Hoffman la miraba, nervioso, desde un póster de El Graduado. Había un mueble enorme con una televisión y montones de cintas de vídeo y DVD.
Sarah volvió a mirar al perro. Era real, con el pelo rizado y los ojos muy alegres. Y parecía el dueño del sofá.
—¿Cómo te encuentras?
Kit estaba apoyado en la puerta, de brazos cruzados.
Estaba en el apartamento de Kit. Y se dio cuenta de que solo llevaba las braguitas y una camiseta.
—¿Qué estoy haciendo aquí?
—Dormir. Ya veo que Sophie te ha despertado.
—¿Sóphie?
Kit señaló al perro.
—Mi perra. Suele dormir conmigo, pero no está acostumbrada a las visitas y supongo que ha querido decirte quién es la dueña de la casa.
—Pero yo no recuerdo haber venido aquí...
—Alguien te echó algo en la copa —dijo Kit entonces. Llevaba una camiseta sin mangas y Sarah se quedó sorprendida al ver sus musculosos bíceps.
«Por favor, no es momento de fijarse en esas cosas».
—¿Quién?
—Ni idea. Pero debieron echarte algo porque estabas fatal.
—Esto es increíble.
—Esto es Los Ángeles. ¿Qué hacías sola en el bar?
—No estaba sola, estaba con Taylor.
—Pero Taylor estaba a lo suyo.
—No necesito que nadie me cuide —replicó Sarah.
—Ya veo.
—Oye, guapo, yo no necesito a nadie. No sabía que una niña como yo no podía salir sola sin guardaespaldas...
—¿Quieres un café?
—Sí, gracias.
—No deberías ir sola a un bar —insistió Kit.
Sarah dejó escapar un suspiro.
—Ya veo. Supongo que quería rebelarme. Me había enfadado con Martika y Richard acababa de despedirme...
—Sarah, ¿de qué tienes miedo?
—¿Cómo?
—Cuando te conocí, me pareciste la persona más asustada que había conocido nunca. Guapa, pero asustada.
—¿Asustada de qué?
—No lo sé. Es como si constantemente quisieras tener un plan, una respuesta, una ayuda.
—Pues... no sé, me gusta pagar el alquiler, para empezar. Vivir en la calle no me parece divertido.
—Sí, pero no creo que tú vayas a morirte de hambre, ni que acabes en la calle.
Sarah arrugó el ceño.
—Durante los últimos meses no he estado muy preocupada por nada, la verdad. Desde que Benjamín y yo rompimos todo ha sido como... no sé, un sueño raro.
Kit puso en la mesa dos tazas de café. Tenía los ojos muy bonitos. No era el hombre de sus sueños, desde luego. No era tan encantador como Benjamín, ni tan sensual como Jeremy, ni tan guapo como Raoul.
Pero era especial.
—Has intentado convertirte en Martika. Solo te ha faltado rizarte el pelo.
—¡Eso no es verdad!
—Venga ya. Vas a los bares porque va ella, intentas probar que puedes cuidar de ti misma, como ella.
—¡Y claro que puedo! —exclamó Sarah. Después se mordió los labios. Allí estaba otra vez, la niña de quince años.
—Martika y yo tenemos nuestras discusiones, pero te diré una cosa: esa chica tiene instinto de supervivencia. Tú pareces llevar un cartel colgado que dice: «Viólame o mátame, por favor».
—Vale, o sea que soy idiota.
—No estoy diciendo eso —suspiró Kit, tomando su mano—. Estoy diciendo que intentas demostrar que eres una tía a la que no le importa nada... pero tú no eres así.
Sarah apartó la mano, desconcertada.
—Ya veo. Y trabajar de camarero te ha convertido en un psicólogo, ¿no?
—Meterte conmigo no va a resolver nada.
—¡Pues deja de analizarme!
—¡Maldita sea, Sarah! —exclamó Kit entonces—. Tuve que traerte aquí anoche... no podía dejarte sola y no encontraba a Martika.
Sarah volvió al salón y se dejó caer en el sofá, al lado de Sophie. Estaba enfadada, estaba confusa y quería marcharse.
—Siento haberte molestado.
—No me has molestado, estaba preocupado por ti.
—No quiero que te preocupes por mí.
Kit acarició su mejilla con la punta de los dedos y Sarah sintió un escalofrío. Dios, ¿se habría convertido en una depravada?
—¿Por qué no dejas de intentar averiguar qué es lo que necesitas y te dejas llevar durante algún tiempo? Entonces dejaré de preocuparme.
—Eso es fácil de decir —replicó ella—. ¿Qué haces tú? Tienes un apartamento, tienes un perro, no sales con nadie, no tienes futuro... Vives al día y yo quiero algo más que eso. ¿Cómo puedes vivir así, sin pensar en el mañana?
Kit se quedó muy serio.
—¿Así es como me ves? Pues voy a hacerte una pregunta: ¿qué clase de futuro estás buscando?
—No lo sé, pero no puedo imaginarme haciendo un trabajo que detesto. Y no quiero estar sola el resto de mi vida. Supongo que eso te sonará muy frívolo, pero cuando Benjamin y yo estábamos prometidos, al menos sabía lo que estaba haciendo. Entonces conocí a Martika y me di cuenta de que el objetivo era pasarlo bien, vivir el momento... Pero ni siquiera eso funcionó. Así que aquí estoy, justo como al principio. ¡Y no lo soporto!
Para su sorpresa, empezó a llorar; lágrimas enormes que rodaban por sus mejillas.
—Sarah...
—A veces me gustaría que alguien me dijera lo que tengo que hacer con mi vida, aunque fuese una mierda. Al menos entonces estaría segura.
No quiso mirar a Kit a la cara, no quería ver compasión en sus ojos. Pero él tomó su mano.
—A todo el mundo le pasa lo mismo.
—¿Perdón?
—A todo el mundo le pasa lo mismo. ¿Es que no te has dado cuenta? Martika está todo el día de copas porque eso le da la sensación de que tiene un propósito en la vida. Tu amiga Judith intenta complacer a todo el mundo... Si no tienes un propósito, no hay razón para levantarse por la mañana.
Sarah sorbió sus lágrimas.
—¿Y cuál es la razón que te hace a ti levantarte por las mañanas?
—Escribir —contestó Kit.
—¿Escribir?
—Me gradué en psicología. Lo de escribir entonces era un pasatiempo, pero cada día me interesaba más. Así que hice el máster y lo dejé.
—¿Tienes un máster en psicología?
—¿Eso importa? —preguntó Kit, encogiéndose de hombros—. Vine a Los Ángeles porque estaba investigando para una novela. Yo soy de San Diego y la vida allí es muy diferente. Pero te juro que escribiendo aquí, en este apartamento, trabajando como camarero... no había sido más feliz en toda mi vida.
—Entonces, ¿tú has encontrado lo que quieres hacer en la vida?
—Creo que una parte de mí siempre lo ha sabido.
—¿Y cómo lo sabré yo? No tengo ni idea.
—Quizá deberías dejar de buscar. Deja que te encuentre a ti.
—Eso suena como una canción de Enia —replicó Sarah.
Kit soltó una carcajada.
—Sí, es verdad.
—Entonces, ¿crees que algún día te publicarán?
—Ya me han publicado.
—¿En serio? ¿Algo que yo haya leído?
—Probablemente, no —contestó Kit, señalando la estantería—. Las tres novelas que me han publicado están ahí abajo y...
Sarah fue corriendo a la estantería. Dos de las novelas parecían de ciencia-ficción. La tercera se llamaba Un chamán en Cadillac.
—Esa es la última —dijo Kit, avergonzado y orgulloso al mismo tiempo—. Es sobre la época en la que vine a Los Angeles.
—¿Puedo leerla?
—Es tuya.
—¿De verdad?
—De verdad.
—Pues debes haber ganado mucho dinero, ¿no? ¿Tienes que seguir trabajando de camarero?
—Ya veremos cuando me llegue el siguiente cheque por los derechos. De todas formas, me gusta. Solo trabajo media jornada y lo paso bien.
—Es como ganar la lotería y seguir trabajando.
Kit se metió las manos en los bolsillos del pantalón.
—No creo que lo haga para siempre, pero la rutina ayuda, lo creas o no.
Sarah dejó escapar un suspiro.
—Ojalá yo tuviera algo así. Algo que me gustase mucho. Pero tengo miedo de que no haya nada que me guste...
—Tiene que gustarte algo.
—Cuidar de mi novio. Es una estupidez, ya lo sé.
Kit se encogió de hombros.
Sarah miró el libro, pesado, importante, un trabajo hecho con amor.
—¿Y si espero que ese algo me encuentre y nunca ocurre?
—Entonces, al menos no habrás pasado toda tu vida angustiada.
—Muchas grac...
Kit la besó. En cierto modo, Sarah lo había esperado, pero no así.
La besaba en los labios, suave, tentativamente. Ella no se movió. De hecho, casi ni respiraba. Unos segundos después, Kit levantó la mano para acariciar su cara.
«Oh, Dios mío».
No sabía cómo habían llegado a eso. Pero le gustaba mucho. Quizá en sus absurdos intentos de ligar, había olvidado lo estimulante que podía ser un beso. Pero Kit la besaba como en las películas, apoyándola contra la pared, completamente centrado en ella.
Sarán enredó los brazos alrededor de su cuello y él empezó a acariciar sus costados por encima de la camiseta y oh, cielos, no podía creer que le gustase tanto.
«No es amor», se dijo.
Sarán empezó a tirar de su camiseta y, al hacerlo, vio que Kit tenía los ojos brillantes. La llevaba a alguna parte, seguramente a su habitación, sin dejar de besarla. Cayeron sobre la cama, riendo, sin aliento. Unos segundos después estaban los dos desnudos, besándose, abrazándose como si el uno fuera un salvavidas para el otro. Y riendo cuando se apartaban para buscar aire.
Kit le prestó más atención que ningún otro hombre en toda su vida. La besaba en el estómago, en el cuello, en todas partes. Cuando por fin se puso un condón, Sarah seguía besándolo. Cuando se colocó encima de ella, sonriendo, su expresión decía: «Joder, esto es alucinante».
Sarah sonrió también y cerró los ojos cuando la penetró, lentamente, como a ella le gustaba. Era alucinante, pensó. Estaba en la cama con un tío y le gustaba de verdad. Alucinante.
Estaba atardeciendo cuando se despertó. Habían estado haciendo el amor durante cuatro horas, bueno, no solo haciendo el amor. Hablaban, reían, se besaban...
Kit se quedó dormido un rato y Sarah, apoyada sobre su pecho, se sintió más cerca de él que de nadie.
Entonces miró alrededor. Más pósters de películas. Quizá saldrían a cenar, pensó. No sabía si trabajaba en el café aquella noche, pero... definitivamente, las cosas habían cambiado entre ellos. Era increíble.
Por eso no esperaba verlo salir del cuarto de baño, vestido.
—Tengo que irme.
Sarah parpadeó, cubriéndose tímidamente con la sábana.
—Muy bien.
Kit tomó una correa que había sobre la mesa.
—¡Kit!
—¿Sí?
—¿Te veré luego?
—Supongo. Taylor dijo algo de salir esta noche.
Ella lo miró, esperando que aclarase. Pero no dijo nada más.
—Espera un momento. Voy a vestirme.
—No tienes que irte.
—Sí, tengo que irme. A menos que me des una razón para quedarme aquí.
Kit la miró, sorprendido.
—¿Qué se te ocurre?
Sarah se vistió a toda prisa.
—Muy gracioso.
—¿Qué crees que está pasando aquí?
—Nada.
—¿Lo has pasado bien? Eso era todo, ¿no?
Como una bofetada. Como una puta bofetada.
—Sí, lo he pasado muy bien. Gracias. Te llamaré si quiero volver a pasarlo bien.
—Sarah, creo que estás cometiendo un error...
—¿Me quieres? —preguntó ella entonces.
Una pregunta como para arrugar a cualquiera.
Kit parpadeó.
—Pues... no lo había pensado. Pero te acepto como eres. ¿Eso no es suficiente para ti?
—No es suficiente, Kit —replicó ella, tomando el bolso—. Y no quiero saber nada más de ti.