Capítulo 12
Hola, te quiero
Sarah estaba paseando por la sección «Amor y relaciones» de la librería Waldenbooks durante sus dos horas de almuerzo. Se sentía... en fin, quizá la mejor forma de definir su estado era «encantada». Se sentía demasiado aventurera como para pasar de los hombres, pero demasiado particular como para acostarse con cualquiera. Eso debió ser lo que le pasó con Raoul.
«Y mira qué desastre».
Pero no volvería a pasarle, decidió, tomando el Kama Sutra. La próxima vez quería tenerlo todo planeado y encontrar un hombre que la hiciera feliz en la cama.
Si pudiera encontrar otro tío tan guapo como Raoul, aunque eso iba a ser difícil, sería estupendo. Pero estaba dispuesta a cambiar una cara de modelo por un poco de... aguante. Y para eso debía adquirir ciertas habilidades. Y tener una mente abierta.
¿Dónde iba a encontrar un hombre interesante?
—¿Sarah?
Sarah cerró el Kama Sutra de golpe. Era Jeremy. El Jeremy de Tempus Fugit. El morenazo para el que hizo las etiquetas de los archivos.
Vaya, vaya.
—Hola, Jeremy.
Estaba tan guapo como siempre, con una camisa blanca y un pantalón color crema. Sarah se irguió para llamar la atención sobre sus tetas. Había oído en la oficina que a Jeremy le gustaban mucho las tías. Y era guapísimo.
—He intentado ponerme en contacto contigo.
—¿Ah, sí?
—Me disgustó mucho lo que pasó —dijo Jeremy entonces, sin poder disimular una mirada a sus tetas—. Me refiero a las acusaciones... yo no las creí, por supuesto. Parecías tan buena chica...
Sarah arrugó el ceño. Quizá no le iba a valer.
—No podía creer que hubieras borrado los archivos a propósito. Por favor, espionaje industrial... es inconcebible.
—Sí, claro, esa soy yo, la Mata-Hari de las secretarias —dijo Sarah, pestañeando.
«Mata-Hari, una máquina sexual. ¿Entiendes?»
—Así que estuve investigando.
—¿Y?
—Que Janice Peccorino era la responsable de que la empresa hubiera perdido quince millones de dólares. Fue ella quien borró los archivos del presupuesto y te culpó a ti para ganar un poco de tiempo. Como no pudo explicar lo que había pasado con el dinero en la siguiente reunión de la junta directiva, intentó culpar a un montón de gente. Al final se hizo una auditoria y se descubrió que no solo había malgastado quince millones del presupuesto, sino que se había gastado cincuenta mil dólares en ella misma.
—¿En serio?
—Sí, masajes, hoteles, un montón de cosas. Según ella, eran regalos para varios clientes, pero se comprobó que no era cierto.
—Qué horror.
—Llamé a Tempus Fugit para explicárselo, pero no tuvieron la decencia de darte mi número de teléfono.
Sarah estaba a punto de darle las gracias cuando se dio cuenta de que su interés no era puramente de buen samaritano.
—Qué cosas, Jeremy... ¿Qué puedo hacer para darte las gracias?
Él sonrió, como un lobo.
—Pues no lo sé.
—Una cena podría ser buena idea —sugirió Sarah. La expresión de Jeremy decía a las claras que él esperaba otra cosa—. Podríamos ir a una discoteca. ¿Qué te parece?
—¿Por qué a una discoteca? ...
Desde luego, el tío no perdía el tiempo.
—Porque todo el mundo sabe que la mejor forma de evaluar cómo se mueve un tío en la cama es verlo en la pista de baile —contestó Sarah, imitando a Martika.
Jeremy se quedó sorprendido durante una décima de segundo y después lanzó sobre ella una mirada pura y pecadoramente sexual.
—Ya veo. ¿Me estás evaluando? —murmuró, acercándose mucho, tanto que Sarah podía notar el calor de su cuerpo.
—Te estoy probando.
—Ya veo. ¿Y bailar es el siguiente paso?
Ella asintió.
—¿Y después?
Sarah dejó el Kama Sutra sobre una estantería.
—Ya se me ocurrirá algo.
Jeremy miró el libro y lanzó algo parecido a un gruñido.
—Creo que me gustas —dijo en voz baja—. ¿Vas a darme tu número de teléfono?
Martika estaba en Pointless Party, el bar de la semana. Era un buen sitio en Hollywood, pero no pensaba volver. Llevaba dos semanas sin ligar y el último tío que se ligó había... Martika hizo una mueca, llevándose la mano al estómago. Tenía que dejar de comer cosas picantes. Cada día le sentaban peor.
«Pero el tío me habría follado. Lo que pasa es que yo no estaba interesada».
Al menos, así era como lo recordaba. La cosa era que su vida sexual empezaba a ser un asco y la escena social en Los Ángeles, insoportable.
Además, no le apetecía acostarse tarde. Pero tenía una misión: hacer que a Taylor se le pasara el disgusto. Su última ruptura con Luis lo tenía destrozado.
Entre Taylor y Sarah no paraba de dar consejos.
—¿Quieres otra copa, cariño?
El pobre ni siquiera se había arreglado, tan deprimido estaba. Martika no recordaba la última vez que lo vio con vaqueros y camiseta normal. Mala señal.
—No, gracias.
—Ya te he dicho que estás mejor sin Luis.
—Sí, pero me había acostumbrado —suspiró él.
—Bueno, ya está bien. Tú te mereces algo mejor.
Taylor tenía los ojos rojos y su expresión, normalmente irónica, parecía de... ¿pena? ¿angustia?
—Martika, no me estás ayudando nada.
—Estoy intentándolo, hijo. De verdad te mereces algo mejor.
—¿Y cómo sabes lo que es mejor para mí?
—Sé lo que es mejor para todo el mundo.
—¿Qué es lo mejor para ti?
Martika se encogió de hombros.
—Esto. Salir, disfrutar, tomar una copa y consolar a mi mejor amigo.
—¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez que eso es todo lo que haces? —le preguntó entonces Taylor.
—¿Qué coño...?
Taylor se cubrió la cara con las manos, por si le caía una torta.
—No es que no agradezca tus esfuerzos, pero nunca comprendiste a Luis, nunca le diste una oportunidad. No entiendes lo que es querer a alguien tanto que... harías cualquier cosa por él.
—Qué gilipollez. Yo quiero a mucha gente. Te quiero a ti... y mira lo que he hecho por Sarah. No tengo una relación estable con nadie, pero... ¿quién cono la necesita?
Taylor dejó escapar un suspiro.
—No estoy diciendo que tengas que encontrar a alguien para ser feliz.
—Desde luego que no.
—Estoy diciendo que no eres feliz. Así que no puedes decirme cómo ser feliz.
Martika parpadeó. Si le hubiera dado una bofetada, no se habría quedado más sorprendida.
—¿Desde cuándo nos conocemos?
—Desde que tenía dieciséis años.
—Desde que te escapaste de casa —la corrigió Taylor—. Te conozco desde que cambiaste de nombre. ¿Y sabes qué es lo más raro? Además de crecer un poco, no has cambiado nada.
—Gracias —sonrió ella.
—No lo decía como un cumplido.
—Ya sé que me he equivocado en muchas cosas, pero me perdono a mí misma. ¿Recuerdas cuando me casé?
Taylor levantó los ojos al cielo.
—Por favor, se me había olvidado.
—Fue una estupidez, pero lo intenté al menos. Le di todo durante un año y medio. Tú me ayudaste a reunir los pedazos... no me digas que no sé lo que es querer a alguien. Solo que he decidido que es mejor no desperdiciar mi amor con los hombres que me tiro.
Taylor sacudió la cabeza.
—Martika, ¿qué voy a hacer contigo?
—Es mi vida.
—Eso es verdad, es tu vida. Deja que yo haga con la mía lo que quiera, ¿de acuerdo? Se me pasará, a mi manera.
Martika lo pensó, pero le dolía demasiado el estómago.
—No —dijo por fin— Te guste o no, voy a cuidar de ti. ¿Qué quieres tomar?
Judith observaba a los invitados en la fiesta que el decano de la universidad daba todos los años. Pretendía ser una fiesta tan opulenta como las de USC, como una película de los años cuarenta: Los hombres con esmoquin, las mujeres con vestidos de cóctel. Ella llevaba un vestido de color rosa palo, cortado como los de las madames chinas de las películas del oeste. A David le gustaba que resaltase su herencia oriental. El hecho de que no hablase chino y que no hubiera estado nunca en China no parecía afectarlo. A su madre le habría hecho gracia todo aquello.
A través de las cristaleras podía ver la biblioteca del decano... y tenía un ordenador.
«No, no vas a comprobar tu correo ahora».
No había vuelto a entrar en el foro desde aquella experiencia con Roger... pero le mandaba e-mails todos los días. Y pensaba mucho en él. Curiosamente, cuando David volvió de viaje hicieron el amor con más entusiasmo que en mucho tiempo.
Pero había hecho más que eso, en la bañera, a solas, recordando las palabras de Roger.
Judith sonrió cuando alguien se acercó a ella. ¿Daniel, Michael?
—Eric, encantada de volver a verte.
Eric le presentó a su novia, Phyllis, que le contó todo sobre su nuevo proyecto cinematográfico. Entonces llegó David y, por supuesto, la conversación empezó a versar sobre él. Judith se sintió aliviada. El decano se acercó poco después, con su esposa.
—Seis años ya, ¿eh, David? Y sigues viniendo a mis fiestas. Me alegro mucho de que me sigas siendo leal.
David sonrió, tomando un sorbo de whisky.
—Le debo mucho a esta universidad.
La mujer del decano parecía flotar con un vestido amarillo pálido que no debería haberse puesto porque le quedaba fatal.
—Eres un abogado estupendo, David. Pero deberías pensar en la enseñanza. Tú tienes mucho que aportar.
—Algún día, quizá. Mi mujer y yo hemos pensado dejarlo para cuando tengamos niños.
Judith casi se atragantó con la copa.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó la mujer del decano.
—Sí, sí. No es nada.
—Ya era hora de que pensaras en ello. Seguro que Judith lo ha pensado —sonrió el decano.
—Claro que lo hemos pensado —contestó David por ella—. Pero antes quiero convertirme en socio del bufete.
—No querrás ver a tu hijo en la universidad cuando tengas sesenta y cinco años.
—Me gustaría dejarle el listón muy alto —sonrió David, señalando el final de la conversación con un apretón de manos muy «de abogados». Judith se preguntó si se lo enseñarían en el último curso.
—¿Quieres otra copa, cariño?
Judith miró a Marta, la mujer de Barry, el decano. Se creía escritora, pero sospechaba que lo único que escribía eran cartas a sus familiares y algún cuento para niños. Marta siempre le había parecido un mueble.
—No, gracias.
«A Roger todo esto le haría mucha gracia».
—¿Y qué tal va ese trabajito tuyo? —le preguntó entonces el decano.
Para los abogados, el resto de los trabajos eran solo «trabajitos».
—Soy supervisora de producción en la agencia de publicidad Salamanca... una de las más jóvenes de su historia, por cierto —contestó Judith, intentando hacerlo en un tono serio y burlón a la vez.
Pero no le salió. Se estaba volviendo amargada. Sería mejor dejar de beber.
—Pues entonces estarás muy ocupada.
—Sí, la verdad es que sí.
—Pero lo dejarás cuando lleguen los niños, ¿no? —preguntó Marta.
—No lo hemos hablado. Quizá durante los dos primeros años...
Los tres soltaron una carcajada y Judith los miró, a punto de explotar.
—Los hijos son algo que hay que cuidar durante mucho tiempo. Cuando se van de casa, de repente te parece que respiras mejor. Y entonces tienes más tiempo para dedicarle a tu marido —sonrió Marta.
Los tres volvieron a reírse, aunque Judith no le veía la gracia por ninguna parte.
La mirada de Marta tampoco era divertida. Le recordaba a la dependienta de una tienda, intentando decir con los ojos que había alguien apuntándola con una pistola.
«Ayúdame», parecía decir.
«Sal de aquí mientras puedas».
—Decano, me preguntaba...
—¡Barry, por favor! Después de tantos años, tienes que llamarme Barry.
—Muy bien, Barry. Tengo un proyecto importante en el trabajo y me preguntaba si podría usar tu ordenador.
Sarah llevaba un diminuto vestido blanco que dejaba poco a la imaginación. Estaban en Moomba, una discoteca a la que Martika no quiso ir porque, según ella, era una horterada.
Sarah estaba tomando una copa mientras Jeremy, su cita a cala y prueba, iba al servicio. Pero no podía dejar de preguntarse quién estaba siendo probado.
Ojalá Taylor, Pink o Kit estuvieran allí. O Martika, aunque últimamente estaba muy difícil.
La gente iba muy bien vestida, muy bien maquillada. Un poco como los de la fiesta de Anais.com.
Por otro lado, Jeremy era un buen bailarín. Habían empezado bailando separados para terminar a unos milímetros. Si acaso.
Y a menos que llevase el móvil en el bolsillo, el tipo no tenía nada que envidarle a Raoul.
Sarah tomó un sorbo de su Cosmopolitan. Afortunadamente, Jeremy pagaba las copas porque allí eran carísimas.
Llevaba toda la noche diciéndole cosas, tomándole el pelo por ser secretaria temporal, preguntándole si «lo hacía todo».
—Lo que exija el trabajo —sonrió ella, rozándose contra su pierna. Nunca lo había hecho y le parecía excitante tomar la iniciativa.
—¿Lo estás pasando bien?
Era Jeremy, que había aparecido por detrás. Muy cerca.
A pesar de su recién encontrada seguridad, Sarah se sobresaltó.
—¿Te pasa algo? —preguntó él.
—No, no.
—¿Sueles venir a esta discoteca?
—No, es la primera vez.
—¿Dónde sueles ir?
Sarah se lo contó.
—Ah, eso son tugurios.
—Oye...
—No pasa nada. Si no tienes dinero, es normal.
—A mis amigos les gustan esos sitios. Y a mí también.
—No hagas pucheros. Aunque me gusta mucho tu carita de niña, los pucheros no son atractivos.
—Pues eso no me ha hecho gracia. Así que me debes una.
—Tú dirás...
En ese momento sonó el móvil de Jeremy. Él miró la pantalla e hizo una mueca.
—Oye, tengo que contestar. Ven, vamos fuera... ¿Dígame, dígame?
Salieron de la discoteca y Sarah se quedó prudentemente en la puerta mientras él hablaba a unos metros. Estaba perdida en sus pensamientos cuando oyó una voz conocida.
—No sé por qué tenemos que venir aquí. Podríamos haber alquilado una película.
—Cariño, no salimos nunca —replicó una mujer.
Sarah se volvió... para encontrarse cara a cara con Benjamin.
—Hola, Sarah.
Con traje y corbata, estaba fuera de lugar en aquel sitio tan moderno, como un testigo de Jehová que hubiese ido a salvar a los pecadores. Y parecía incómodo. Sarah miró entonces a la acompañante de Benjamin. Alta, delgadísima. Tenía el pelo largo, muy liso, de color castaño. Y no estaba sonriendo.
Si fuera ella, tampoco sonreiría, claro.
Benjamin se quedó parado durante unos segundos con... ¿su novia? ¿su amiga?
—Hola, Benjamin.
—¿Cómo estás?
«¿Desde que salí corriendo de tu casa al descubrir que habías follado conmigo en la misma cama en la que follas con... Jessica?»
Sarah miró a Jeremy, que seguía enfrascado en la conversación telefónica.
—Bien. ¿Y tú?
—El negocio va muy bien, pero la verdad es que me harta un poco Los Ángeles. Puede que me vaya al norte, a una ciudad sin tanta gente rara.
Sarah notó que a su acompañante no le hacía mucha gracia el comentario. Con el ceño arrugado parecía mayor.
—¿Ya tienes trabajo? —preguntó, como si fuera su padre.
—Tengo trabajo, sí.
—Ah. Algo con futuro, espero.
Sarah se encogió de hombros.
—No estoy buscando algo con futuro.
—¿Solo algo para pasarlo bien? Seguramente es buena idea, has estado muy estresada —dijo Benjamín entonces. Ah, entonces se volvía comprensivo, cuando estaba con otra—. ¿Te he presentado a Jessica?
De modo que aquella era Jessica. La susodicha sonrió, pero había cierto cansancio en su sonrisa.
—No, no me has presentado. Hola, Jessica. Yo soy Sarah, la ex prometida de Benjamin.
La chica lo miró, sorprendida. Evidentemente, no sabía nada de su compromiso. En lugar de parecer mayor, Jessica le pareció entonces más joven y vulnerable. En ese momento, Sarah odió a Benjamin. Lo odió por las dos.
—La verdad es que me gusta mucho mi nuevo trabajo —dijo entonces, sonriendo. Podría haber mencionado su último encuentro, pero Jessica se enteraría pronto de qué clase de hombre era Benjamín—. Soy la ayudante personal de Richard Peerson.
Él sonrió, con aire de superioridad.
—¿Se supone que debería conocerlo?
—Ganó el Pulitzer hace dos años, pero, claro, no todo el mundo sabe eso.
Benjamin la fulminó con la mirada.
—Así que le pones el café y cambias la tinta de la impresora —replicó entonces, hiriente—. Vas escalando puestos, Sarah.
—Sarah, perdona, es que el tío no quería colgar. ¿Por qué algunos idiotas se llevan el trabajo a casa? —exclamó Jeremy, acercándose. Con sus pantalones de Armani y su camisa gris estaba mucho más atractivo que Benjamín—. Perdón, ¿interrumpo?
—No, te presento a mi ex prometido, Benjamin Slter y ella es... Jessica.
—Hola —dijo Benjamin.
—Hola, ¿qué tal?
—¿Seguimos con las pruebas? —le preguntó Sarah, al oído.
—Desgraciadamente, no puedo —suspiró Jeremy—. Tengo que volver a la oficina para comprobar unos números.
—Vaya, veo que tú eres uno de esos idiotas.
Jeremy soltó una carcajada.
—Supongo que sí. Pero tenemos que volver a salir juntos —dijo, inclinándose para besarla en los labios—. Te llamaré otro día. Siento mucho tener que marcharme así. ¿Te importa?
—No, en absoluto. Tengo el coche ahí mismo.
Jeremy se alejó, no sin antes hacerle un guiño de complicidad.
Sarah se volvió. Jessica tenía una sonrisa de satisfacción en los labios, pero al ver la expresión de Benjamin se puso seria.
—Tengo que irme. He quedado con unos amigos. Pero me alegro de haberte visto.
—Sí, claro, no quiero retenerte —dijo Benjamin con tono helado.
—No te preocupes. No podrías.