Capítulo 14
Cuando acaba la música
—¿Richard? —Sarah asomó la cabeza en la biblioteca—. Hoy me gustaría salir un poco antes. ¿Te importa?
—Entra, por favor. La verdad es que quería hablar contigo.
Sarah arrugó el ceño. ¿Había olvidado alguna rueda de prensa, alguna comida con su editora? No, lo tenía todo controlado. Quizá su publicista, Emily, había llamado mientras estaba comiendo. Sus llamadas siempre lo ponían de mal humor.
—¿Pasa algo?
—¿Eh? Sí, bueno, no sé... —empezó a decir Richard frotándose nerviosamente las manos.
Sarah empezó a preocuparse.
—Esto no suena bien.
—No pasa nada. Bueno, la verdad es que sí.
—Cuéntamelo.
—Sarah, no podemos seguir así —dijo Richard entonces, sin mirarla.
—¿Así, cómo?
—Comemos juntos todos los días, vamos juntos de compras... lo pasamos muy bien juntos.
—¿Y eso es un problema?
—Desgraciadamente, sí. Yo... tengo que tener la novela terminada en tres semanas.
—¿El libro sobre la redención?
Richard miró sus papeles.
—¿Recuerdas que te dije que lo tenía casi terminado?
—Sí.
—Pues no era cierto.
—¿Cuánto te queda?
—Tengo el borrador terminado. Nada más.
—¿Solo el borrador?
—Solo.
—¿Quieres que llame a Madeline? —preguntó Sarah. Madeline era su editora—. Si te estoy distrayendo, también puedo ayudarte. Podría decirle que estás enfermo o...
—Sarah, tengo que despedirte.
—¿Qué?
—A mí tampoco me gusta —dijo Richard—. Pero he hablado con Madeline y le he dicho... bueno, al final me ha sacado cuál era el problema.
Genial. La despedía porque eran amigos y se llevaban bien. No tenía sentido. No tenía sentido en absoluto.
—Te daré unas referencias estupendas. Y un mes de salario.
Sarah lo miró, sintiéndose traicionada.
—Dos meses. Y podemos seguir viéndonos de vez en cuando, ¿eh?
—Richard... —empezó a decir ella.
Pero, ¿qué podía decir? Además, dos meses de salario después de un trabajo tan agradable era un regalo.
—Haré todo lo que quieras para que no te enfades conmigo.
Sarah tomó su bolso.
—En fin... veo que hoy puedo marcharme temprano. ¿No?
Martika estaba esperando en la consulta del ginecólogo. Le habían hecho un análisis de sangre unos días antes y no podía controlar los nervios. Había pensado hablar con Sarah, pero últimamente estaba muy ocupada con sus ligues y sus vestidos y sus tonterías.
—¿Señorita Adell?
El doctor Powell. Un hombre serio, respetable. Se parecía a Niles, el de Frasier.
—Déme las malas noticias. ¿Voy a morirme?
El hombre sacudió la cabeza.
—Si se refiere a si tiene alguna enfermedad... no. Al menos, no lo vemos por el momento. Ya sabe que para un análisis de Sida hay que esperar seis meses.
—¿Y todo lo demás? ¿Tengo algo?
—No, está perfectamente. Pero debo recordarle que hay que tener cuidado con las prácticas sexuales de riesgo.
Sonaba como una abuela, pero Martika estaba encantada.
—Bueno, pues muchas gracias —dijo, levantándose.
—Siéntese, señorita Adell. La prueba de embarazo ha dado positivo.
Ella lo miró, incrédula.
—¿Cómo?
El ginecólogo se apartó el rubio flequillo de la frente.
—Veo que no es algo que hubiera planeado.
Martika parpadeó. ¿Cómo podía haber estudiado tantos años en la universidad y seguir siendo un gilipollas?
—Usted dirá, Sherlock. ¿Le parezco una feliz ama de casa?
—Esto es Los Ángeles —dijo él, encogiéndose de hombros.
—Muy bien, estoy embarazada. ¿De cuánto tiempo?
—Solo un mes, aparentemente.
—Solo un mes —suspiró Martika. Por eso no le había bajado el período. Embarazada. Estaba embarazada—. ¿Y qué puedo hacer? —preguntó, como si no fuera ella quien estuviese hablando.
—Señorita Adell, ¿me está diciendo que quiere someterse a un aborto?
—Sí.
Claro que sí. Ella no estaba preparada para tener un hijo. Imposible.
Tener un hijo. La idea jamás se le habría ocurrido.
—Primero tendrá que hablar con el consejero. Después buscaremos un día para el procedimiento.
Como si fuera una cita en la peluquería, pensó Martika, mareada.
—Ya.
—El día anterior le haremos una exploración y después...
Hablaba casi sin abrir la boca, pensó ella tontamente.
—¿Señorita Adell?
Martika parpadeó.
—¿Sí?
—¿Quiere firmar los papeles?
Iba a decir que sí.
—¿Puedo pensármelo? —preguntó, sin embargo.
«Solo era un trabajo. Un trabajo como otro cualquiera. Esta noche tengo cosas más importantes de qué preocuparme».
Sarah llamó a la puerta, notando que le sudaban un poco las manos. Las pruebas habían terminado, se dijo a sí misma con los dientes apretados. Jeremy besaba de maravilla y tenía muchas esperanzas para el resto de su cuerpo. Él no era Raoul y aquello iba a ser épico, estaba segura.
Seguía furiosa por haberse quedado sin trabajo, pero intuía que después de aquella noche el estrés desaparecería.
La puerta se abrió entonces y Jeremy apareció, tan guapo como siempre.
—Sarah, me alegro mucho de que hayas venido. Estaba deseando verte.
—Yo también. Bonita casa.
—Deberías ver el dormitorio.
Empezaba un poco rápido, ¿no? Parecía tan impaciente como ella. Tenía una casa enorme. No era una mansión como la de Richard pero, por comparación, la de Benjamin parecía una casa prefabricada. Los muebles eran caros y había cuadros japoneses en las paredes. Sarah vio entonces un cuadro con un samurai y una señora a la que se le caía el kimono...
Y tuvo que apartar la mirada.
Jeremy soltó una carcajada.
—Eres monísima —dijo, deteniéndose ante el pornográfico cuadro—. Esta es una pintura clásica. Los japoneses son más gráficos que los occidentales. Deberías ver sus animaciones.
—Las he visto —murmuró Sarah. Sabía que era absurdo ponerse colorada, pero...
—Me pregunto hasta dónde quieres llegar en el juego —dijo entonces Jeremy.
Sarah levantó la barbilla, a la defensiva. Pero debería haber esperado que aquello no fuese una noche de vino y rosas. No era un romance, era sexo puro.
—Mira, yo quiero pasarlo bien. Soy tan aventurera como... —iba a decir Martika, pero no lo hizo —como cualquiera.
—Muy bien. Entonces tendremos que ver cómo acomodar a nuestra joven aventurera.
Aquello era muy duro. Eso del sexo puro y crudo no era lo suyo, la verdad. Y Jeremy no estaba ayudando nada.
—¿Puedo ofrecerle una copa a mi joven Robinsona?
—Sí, claro.
Una copa le iría bien. Muy bien.
—¿Qué te apetece?
—¿Qué tienes?
—De todo, cariño.
—¿Qué tal un vodka con tónica? Stolichnaya, por favor.
—Un vodka con tónica. Ahora mismo.
Mientras él iba a preparar la copa, Sarah se dejó caer en el sofá. No quería seguir hablando, quería que se le tirase encima, en plan Orquídea salvaje. Quería algo más tierno que el pomo, pero más intenso que el polvo con Raoul.
—Ponte cómoda —dijo Jeremy desde la cocina.
Sarah respiró profundamente antes de quitarse el top. Si iba a seducirlo, tenía que arriesgarse. Luego se quitó el sujetador mirando por la ventana, para comprobar si la veía alguien. Entonces oyó pasos.
—He pensado que podríamos...
Pero no era Jeremy. Era una mujer pelirroja, de pelo liso, que la miraba con curiosidad.
—¿Podríamos qué?
Ahogando un grito, Sarah buscó el top a toda prisa.
—Ah, hola, Mindy —oyó la voz de Jeremy.
—¿Mindy? —exclamó Sarah, golpeándose en la espinilla con la mesa—. ¿No me digas que es tu novia?
Mindy sonrió, mostrándole una alianza.
—Algo parecido.
—¿Estáis casados?
¿Qué era aquello? ¿No había un solo hombre decente en Los Ángeles?
—Pues sí. Pero eso no es importante.
—¿Cómo que no?
—Tenías razón, Jeremy. Es monísima —dijo Mindy entonces.
—¿Le has hablado de mí a tu mujer?
Él asintió, acariciando su hombro.
—Mindy y yo no tenemos secretos.
—Mira, ya veo que os gusta eso del «matrimonio abierto», pero yo no...
—Dijiste que querías aventura, ¿no? —sonrió Jeremy—. ¿Qué esperabas?
—Esto no, desde luego —replicó Sarah, tomando su bolso.
—No pasa nada. No vamos a hacerte daño —dijo Mindy.
—¿No pasa nada, no pasa nada? ¿No te importa verme en la cama con tu marido?
—No me gustaría mirar, desde luego.
—¿Lo ves?
—Me gustaría participar.
—¿Qué?
Mindy sonrió, alargando la mano para acariciarla.
—Esta es la aventura, cariño. Me alegro mucho de que Jeremy te haya encontrado. Pareces recién salida j de la universidad... y esta santa indignación es deliciosa. Puede que te guste —añadió, inclinándose para hablarle al oído—. Si estás buscando una aventura...
Sarah prácticamente salió corriendo hacia la puerta y no paró de correr hasta que estuvo en el coche.
«Dios mío, Dios mío, Dios mío, Dios mío».
Entonces se dio cuenta de que se había dejado el sujetador en casa de Jeremy y la realidad de la situación la golpeó como una maza. Cerró la puerta del coche, se apoyó en el volante y empezó a llorar.