Capítulo III
Me resultaba tan difícil conciliar el sueño que finalmente consentí en tomar una de las grageas del somnífero de Doreen; la píldora me puso fuera de combate como si de un porrazo en la cabeza se hubiese tratado y dormí, de un tirón y sin quimeras, hasta la mañana siguiente. El ruido del teléfono me despertó, pero como estaba aún semiaturdido por la pastilla, floté durante otra hora en un sueño ligero que se me antojó puntuado por el sonar de campanillas. Eran casi las diez cuando, en contra de mi voluntad, volví a la plena consciencia y encontré a Doreen preparando el té.
—Ricky ha vuelto. Quiere que le ayudes en algo. Sir Reginald Propter está al caer y Ricky dice que no quiere verlo.
El sol de la mañana hacía de nuestro cuarto un lugar diferente. Era, hay que admitirlo, un lugar cochambroso, sucio, y las paredes necesitaban de una buena reparación, pero, con todo, había en él un algo alegre debido, quizás, a los ruidos que llegaban de la calle. A diez pasos estaba la taberna, otros diez nos separaban de la abacería y sólo a quince minutos estaba el mercado de Portobello Road. En un día triste, uno puede que se sienta atrapado entre ladrillos y argamasa. Pero en una mañana soleada, uno se siente cerca del centro de la vida ciudadana en una forma que los pacíficos habitantes del suburbio no conocen. Chiquillos sucios y rotos jugaban en la calle (y con frecuencia se encaramaban al árbol que teníamos delante de la ventana), obreros en mangas de camisa daban buena cuenta de sus almuerzos en el café que había dos puertas más abajo. Era cierto que el lugar no tenía aire inocente. El patio trasero recibía todas las noches su buena decena de condones usados. Con sólo caminar un cuarto de milla en cualquier dirección, te cruzabas con bandas de jovenzuelos, «tipos duros», ya locales o inmigrantes de color, que portaban navajas y rompecabezas. La milla cuadrada que tenía por centro a nuestra casa había tenido un alto porcentaje de asesinatos, solucionados y sin solucionar, y en el invierno de 1955, los nombres de Heath y Christie despertaban recuerdos no muy olvidados en Notting HUÍ. Al mismo tiempo, es la clase de barrio para cuya descripción ciertos novelistas modernos gustan de emplear un aire de maldad absoluta, de miseria y pecado irremediables. Ese enfoque es posible únicamente si uno ignora el pulso vital y extraño del barrio todo, un pulso que es. ciertamente, inmoral e incluso inhumano, pero, también ciertamente, en modo alguno perverso.
Mientras bebía una taza de té con la espalda apoyada en la pared, contemplaba como las partículas de polvo bailaban a través de un rayo de sol.
—¿Has visto ya a James?
—Sí. Ya están despiertos. ¿Más té?
Doreen había colocado una cuerda a lo largo de la chimenea y tendía en ella unos pañuelos. Llevaba puesto un delantal y guantes de goma para protegerse las manos de la humedad. Su aire de ama de casa me divertía.
—¿Crees que Joan tiene por costumbre acostarse con hombres que no conoce?
—Estoy segura de que no.
—¿Apruebas toda esta... promiscuidad?
—No. Los de ahí arriba me parecen un hatajo de imbéciles. Me divierten, eso sí, pero no podría soportar vivir de esta forma.
—Entonces, ¿por qué compartes la habitación conmigo?
—Porque no eres uno de ellos.
Sonó el teléfono.
—¡Maldición! —exclamó Doreen—. Este teléfono lleva toda la mañana sonando sin parar.
Salió para contestar y yo me acerqué a la ventana. Sabía lo que Doreen había querido decir con aquellas palabras. Me habían ocurrido muchas cosas durante los últimos quince días. Pero de una cosa estaba seguro: nunca podría vivir de acuerdo con la «filosofía de la libertad» de James. Para bien o para mal, soy un burgués.
—Otro que quería hablar con Ricky y éste insiste en no hacerlo con nadie —dijo Doreen al volver.
Sonó el timbre de la puerta. Atisbé desde detrás de la cortinilla. Era Propter. Doreen le abrió. Me puse los pantalones apresuradamente y salí a su encuentro.
—Buenos días, Harry. ¿Ha vuelto Ricky?
—Sí. Pero Doreen acaba de decirme que está de muy mal talante.
Le hice pasar a nuestro cuarto y Doreen le ofreció una taza de té. Sir Reginald bebió, suspiró y habló:
—Preferiría que ese hombre no opusiera tantas dificultades a quienes queremos ayudarle.
—Me temo que él opina que no le han ayudado ustedes.
Parafraseé lo mejor que pude los comentarios que Ricky había hecho sobre el particular. Para hacer justicia a Propter, debo decir que creo que se percató del punto de vista de Ricky.
—Comprendo que esté preocupado por lo que la crítica pueda decir... pero no todo van a ser ataques. Y en suma, en mi opinión, la pintura de Ricky ha alcanzado un grado de perfección mucho mayor de lo que él cree. Si muriese mañana, aún así sería considerado como un verdadero talento gracias a la producción que hasta hoy ha conseguido. Lo más acertado será que vaya a verle.
—Temo que él... él dice que no quiere ver a nadie —intervino Doreen.
—¿No podría hablarle usted, Harry?
—Podría, por supuesto. Pero antes quiero advertirle que no estoy convencido de que Ricky no esté en lo cierto.
—Hay que admitir que es posible que lo esté —dijo Propter, de buen humor—. Por desgracia, empero, ya está hecho. El problema está ahora en conseguir que él coopere.
No contesté y me puse a descascarillar un huevo duro. Propter se encogió de hombros y dijo:
—¡Ah, bueno! Podemos dejar este asunto para más tarde. ¿Qué hay de su trabajo, Harry?
—¿Trabajo? —repetí, extrañado. En aquella casa la palabra sonaba a blasfemia—. ¡Ah! ¿Se refiere usted al anticipo que me entregó?
—Acabo de comprar una pequeña firma editorial. ¿Le gustaría trabajar para mí?
—No lo sé. ¿Qué tendría que hacer?
—No mucho para empezar. Está en mis planes el publicar buenos trabajos sobre temas filosóficos y religiosos. Y, por supuesto, todo joven escritor de talento que yo descubra... No sería un trabajo sujeto a horarios. Tendría usted que leerse los manuscritos que entrasen, las pruebas, etcétera. Pongamos, creo, tres días a la semana.
A duras penas podía creer en mi suerte. Procuré no demostrar demasiada impaciencia.
—Me parece espléndido —dije, cautelosamente". ¿Cuándo empiezo?
—Lo mejor será que lo haga mañana. De momento una de las habitaciones de mi casa será la oficina.
Miré de reojo a Doreen mientras ésta retiraba las tazas y vi que su alegría no era menor. Al salir, dijo:
—Harry, ¿por qué no vas a hablar con Ricky?
—Lo intentaré.
—Vea lo que puede usted hacer —apostilló Propter.
Dada las circunstancias no tenía más remedio que acceder. Subí, pues, hasta la habitación de Ricky. La puerta estaba cerrada con llave. Cuando traté de mover el pomo, él gritó:
—¿Quién es? Estoy trabajando.
—Harry.
Abrió la puerta.
—¡Ah, es usted! Pase, Harry. —Cerró otra vez con llave—. ¿Qué pasa ahí abajo?
—La gente sigue llamando para hablar con usted.
—Ya sé. He recibido algunos de los recados. Personas a las que no he visto ni hablado durante años me telefonean ahora. Y tres galerías me han ofrecido organizarme exposiciones.
Se sentó en la cama y bebió a pequeños sorbitos algo que llenaba por completo un gran cubilete. (Era una bebida a base de glucosa que consumía en grandes cantidades cuando pintaba.) Del estado de su paleta pude deducir que no era cierto que estuviese pintando.
—Propter está abajo —dije.
—Espero que le habrá dicho que me gustaría poderle arrancar las entrañas.
—Creo que lo ha adivinado. Insiste en verle.
—Es inútil. No quiero verle. No puedo ver a nadie esta mañana.
—¿No tenía que decirme algo?
—¡Ah, sí! Tengo una idea que quiero someter a su consideración, Harry. Anoche dije a la madre de Melanie que muy probablemente me vería obligado a dejar esta casa. La pobre se quedó muy preocupada porque le gusta tener a alguien de confianza aquí para que pare los pies a los inquilinos y les impida quemar el pasamanos o destrozar el entarimado. Me tomé la libertad de indicarle que usted podría cuidar de ello.
—No me importaría hacerlo, si llegara el caso. ¿Pero dónde quiere usted marcharse?
Se encogió de hombros en señal de absoluta indiferencia.
—A cualquier parte con tal de que pueda pintar en paz.
—¿Y no podría usted atrincherarse aquí mismo?
Apartó los ojos del cubilete y me miró.
,-Ha tenido usted una buena idea. —Abrió la puerta y salió al descansillo—. Si pudiera colocar una puerta en la escalera y reforzar la que ahora tengo...—. Se metió con fuerza las manos en los bolsillos—. La pega está en que eso costaría, por lo menos, veinte libras si queremos hacerlo bien y yo no tengo veinte libras.
—Que se las dé Propter —dije—. Después de todo, él ha sido quien ha organizado este follón.
—Es una idea. ¿Y por qué no? ¿Dónde está ahora?
—Abajo. En mi habitación. ¿Quiere que vaya y se las pida?
—Mejor será que me lo traiga aquí. Averigüeme antes si tiene el dinero aquí, si lo lleva encima.
Me apresuré a bajar, encantado con aquella solución.
Mientras Doreen hacia la cama, Propter miraba a la calle a través de la ventana.
—¿Ha habido suerte? —inquirió.
—Así parece —dije, y esbocé la idea de Ricky.
—Está bien. Eso no es difícil. ¿Está usted seguro de que quiere verme, sin embargo?
—Eso ha dicho.
Pude darme cuenta de la aprensión con que Propter me seguía escaleras arriba. (Cualquier persona lo pensaría dos veces antes de soliviantar a un hombre de la corpulencia de Ricky.) Pero Ricky sonreía cuando le encontramos. Estaba midiendo la escalera con una cinta métrica plegable. Todo lo que le dijo a Propter fue:
—¡Vaya bicho que es usted, amigo Sir Reginald Propter!
—Lo lamento. Pero usted conoce la razón de que haya hecho esto sin consultarle.
—Está bien. Olvídelo. Ahora ya está hecho. ¿Todavía quiere comprarme uno de mis cuadros?
—Por descontado.
—Bien. Pienso convertir esto, mi cuarto, en una fortaleza. Voy a poner una puerta en plena escalera. Si no tengo suficiente, convertiré los peldaños en trampas y tendré permanentemente un par de perros alsacianos hambrientos atados al pasamanos. ¿Lleva usted dinero encima?
Propter sacó la cartera y extrajo de ella un fajo de billetes.
—¿Cuánto necesita?
—Unas veinticinco libras, por el momento.
El dinero fue entregado y Ricky dijo:
—Mire mis cuadros y si hay alguno que le gusta, cójalo. Vamos, Harry.
Eso era típico de Ricky. Tan pronto como concebía una idea, tenía que llevarla a la práctica enseguida. Visitamos un almacén de maderas de la calle próxima y Ricky encargó unos tablones de madera y un trozo de plancha de serrín prensado. Fui a ver a mi amigo el trapero para que me prestaste el carrito y, por fin, transportamos el material a casa. Empleamos casi toda la mañana para subirlo todo al estudio. Despejamos el centro de la habitación y comenzamos a aserrar y a martillear. Incluso Propter echó una mano sosteniendo las maderas mientras Ricky y yo colocábamos los clavos. Construimos un sólido marco de madera y lo colocamos en pleno último tramo de escalera y luego ajustamos la puerta que habíamos comprado completa en la ferretería. Dejé a Ricky colocando la cerradura cuando me fui a comer. Cuando regresé, había completado la tarea y resultaba ya imposible llegar al último rellano sin romper la puerta o arriesgarse a hacer lo propio con el cuello de uno si se optaba por salvar el obstáculo de la puerta pasando por la parte externa del pasamanos. Me entregó una llave, diciendo:
—Tome, la necesitará para poder llegar a su habitación. (Se refería a mi retrete.)
—¿Se ha marchado Propter?
—Le he vendido mi «Decadencia de la Civilización» por sesenta y cinco libras. Me ha dado un cheque por el resto. Llame a Doreen y tomaremos una copa.
Los tres nos retiramos ceremoniosamente tras de la nueva puerta y Ricky corrió dos pestillos. Una vez detrás de ella, resultaba imposible ver la parte baja de la escalera, ya que Ricky había colocado grandes planchas alrededor del rellano. Entramos en la habitación de Ricky y éste abrió una botella de borgoña rojo.
—Aquí se respira intimidad —comentó el pintor.
Bebimos.
—Ahora que recuerdo —dijo Doreen—, unas diez personas han llamado esta mañana. Les dije que estaba usted fuera.
—¡Buena chica! De ahora en adelante, siempre estaré
fuera. De hecho, ya no vivo aquí.
Volví a llenar mi vaso y sentí como un agradable calorcilio se expandía por mis venas. Era amo de esos fenómenos complejos que emanan de la vanidad satisfecha, la llama del triunfo, o el sentimiento de haber descubierto algo real y permanente. Era halagador que Ricky, en sus esfuerzos por escapar de todos, nos hubiera aceptado a Doreen y a mí como aliados. Complacía a mi vanidad el sentir que Doreen había alcanzado esa posición gracias a mí. Pero, sentado allí, tuve la intuición de que había encontrado a dos personas que iban a ocupar un lugar permanente en mi vida. No se trataba tan sólo del calor de la camaradería a la que acompañase una visión futura. Era algo más. Era como descubrir un tesoro que estaba ya en mi interior. La situación tenía una extraña familiaridad, como si yo hubiese vuelto la mirada sobre ella centenares de veces desde el futuro.
Llenábamos otra vez los vasos cuando el timbre sonó por dos veces. Dos timbrazos eran la señal de Ricky. La ignoramos. El timbre sonó de nuevo, fue un toque incierto, tímido pero persistente. Me acerqué a la ventana y miré.
—Es una muchacha con un sombrero verde —dije—. Y lleva impermeable color de piel de ciervo.
—¡Ah, sí! —exclamó Doreen—. Se me había olvidado
decírselo a usted, Ricky. Una muchacha, Bárbara me dijo que se llamaba, telefoneó para decir que vendría esta tarde. Supongo que será ella.
—¿Bárbara? No conozco a ninguna Bárbara. Dígale que no estoy en casa.
—Mencionó a una tal Celia y dijo que ella le había prometido que podría posar para usted.
Ricky se golpeó la frente.
—Ya, ya, ya, ya. Ahora recuerdo. La secretaria de la cuñada de Celia. Mejor será que pase.
—Voy a abrir —dijo Doreen. Se levantó y avanzó hacia la puerta.
—¡Ya empezamos otra vez! —exclamó Ricky, dirigiéndome una mirada llena de resignación.