PRIMERA PARTE

Capítulo Primero

Llegué a St. Pancras ya avanzada la tarde e inmediatamente me encaminé al Albergue de Juventud de la Great Ormond Street. Era ésta mi tercera visita a Londres; las dos que la precedieron coincidieron con mi permanencia en la R.A.F. y duraron un día cada una. Entregué mi tarjeta de identidad al recepcionista, escribí «turismo» en el libro-registro y vacié mis sacos en el dormitorio colectivo. Llevaba un abrigo de uniforme teñido y unos viejos pantalones de pana; un no menos viejo suéter de lana completaba mi atuendo. Cuando cogí el metro en Russell Square me sentía desplazado entre la multitud de empleados pulcramente vestidos y muchachas con aspecto de maniquíes. Casi sin advertirlo me coloqué en una actitud mental sombría y desconfiada. Bajé del suburbano en Leicester Square, anduve por Charing Cross Road (las librerías estaban cerrando en aquellos momentos para mi disgusto) y, finalmente, encontré un café de modesto aspecto en Tottenham Court Road en el que comí un par de huevos con patatas por un chelín con seis peniques. El aspecto de los demás parroquianos me desilusionó. Esperaba que tuvieran el aire de actores o escritores sin trabajo pero, si he de ser franco, su exterior sólo hacía pensar en logreros de carreras de caballos y estraperlistas. Cuando llegó el momento de pagar tuve buen cuidado de ocultar mi cartera debajo de la mesa al sacar el billete de una libra que entregué al camarero; no quería arriesgarme a que cualquiera de aquellos tipos se fijase en mi fajo de dinero. Eché un vistazo a un ejemplar del Star que alguien había dejado abandonado y me enteré de que James Dean había perecido víctima de un accidente de automóvil y de que todas sus fanáticas admiradoras de los Estados Unidos lloraban su muerte desconsoladas. Esa noticia me produjo una cierta satisfacción ya que, si bien yo no sabía nada de la vida y milagros de ese Dean, tenía la impresión de que un actor cinematográfico menos en el mundo sólo podía ser cosa buena, un paso en el buen camino. Si un destino clarividente preparaba las cosas de tal modo que ocurriesen suficientes accidentes de este tipo, el mundo quedaría en manos de gente realmente inteligente, con lo cual el milenio [3] (1) sería posible. Cuando uno vive en un mundo que le aburre y hastía, cualquier tipo de accidente violento parece un cambio para bien, y los titulares de un periódico anunciando la muerte de un político o el descubrimiento de otro asesino maniático en Austria produce una placentera sensación de movimiento.

Cavilando de esta forma recorrí en sentido inverso Charing Cross Road para detenerme en una taberna en la esquina de Old Compton Street. Había comido demasiado para tomar cerveza, así que decidí probar el whisky; como no estaba acostumbrado a las bebidas espirituosas el whisky produjo en mí un estado de euforia y optimismo. Pocos minutos después de mi llegada al establecimiento, entró un joven barbudo acompañado por una muchacha de aspecto más bien cursi que llevaba unas gruesas medias escarlata y un chaquetón reformado. Le dirigí una sonrisa cuando ella miró hacia mí pero se apresuró a apartar los ojos fingiendo no haberse percatado de mi presencia. Semejante actitud me encocoró y me hizo caer en la cuenta de por qué me sentía poseído de un espíritu de rebeldía frente a Londres y sus habitantes. La ciudad entera no era sino una parte de la gran conspiración de la materia inconsciente para hacer que el hombre se sienta inexistente. Esa realidad producía en mí lo contrario del sentimiento de ingravidez y ligereza que experimentara en el entierro. Una ciudad puede sentarse gentilmente sobre ti y aplastarte hasta convertirte en una simple lámina sin grosor perceptible; es un monumento a tu falta de importancia, un perpetuo gesto de desatención que el universo lanza al rostro de los humanos que carecen del sentido de la propia necesidad. Leí en cierta ocasión una novela deprimente, debida a la pluma de Pisemsky, titulada «Un Millar de Almas», en la que un joven idealista se casa por interés y traiciona así a cuantos ama. Repentinamente comprendí la tesis del libro. Si a mi lado hubiese aparecido un demonio ofreciéndome el control total sobre Londres a condición de que yo renunciase a toda otra ambición, creo que posiblemente habría aceptado. Por desgracia semejante demonio no apareció; nadie se preocupaba de mí.

En vista de ello regresé hacia Great Ormond Street, exhausto y deprimido, sirviéndome de un plano que me había costado media corona para seguir mi rumbo mientras deseaba que alguna aventura me acaeciera. Pero nada ocurrió y no tardé en estar de vuelta en el albergue. Eran las ocho en punto y el establecimiento estaba lleno de tipos alegres y optimistas, con equipo de excursionista, que entonaban pueriles canciones acerca de la dificultad de conseguir entrar en el cielo con una mecedora y unas cuantas botellas de whisky debajo del brazo. En la biblioteca del albergue había un ejemplar de «Las Memorias de Sherlock Holmes» (me sentía moralmente incapaz de leer uno de los volúmenes filosóficos que había traído conmigo) y me lo llevé al dormitorio donde leí hasta las diez. Me resultó difícil creer que el Londres de Conan Doyle y el mío eran un mismo lugar. Me dormí mucho después de que los alegres cantores se hubieron acostado pues me pasé largo rato rumiando por dónde debería comenzar la búsqueda de un alojamiento barato y qué clase de trabajo debería hacer. Estaba decidido a no pasar otra noche en el albergue si había forma humana de evitarlo. A la mañana siguiente, después de barrer el comedor y pagar el chelín y los seis peniques que me cargaron por la estancia de un día, recogí mi carnet y anduve por Southampton Row en busca de desayuno. Compré un ejemplar del «London Weekly Advertiser» y me dispuse a estudiarlo en un café en el que entré para tomarme un bocadillo de queso. Al parecer no escaseaban los anuncios ofreciendo habitaciones en alquiler; marqué a lápiz media docena de ofertas que parecían interesantes, pedí a la muchacha encargada de la caja que me facilitara unos cuantos peniques y salí a la calle en busca de un teléfono público. Los teléfonos de Londres me desconcertaban; nunca hasta entonces había visto aparatos con letras y números en el dial. Opté por llamar a la telefonista y hacer que ella me comunicara con el número apetecido. Este método dio bastante buen resultado aun cuando la operadora tardaba, sin razón alguna, en contestar. Los dos primeros números a los que llamé habían ya alquilado sus cuartos (éstos eran los más baratos, a veinticinco chelines cada uno por semana).

El tercero —correspondiente a una mujer de acento extranjero— quiso saber en qué me ocupaba y cuando respondí que era estudiante la voz extranjera repuso que quería un trabajador que estuviese fuera durante todo el día; sin dejar que la contradijera colgó el aparato. Ya empezaba a sentirme desanimado. Volví a llamar a la telefonista, esperé un cuarto de hora o así antes de que se dignara contestar y le pedí comunicación con un cuarto número. Me replicó, irritada, que por qué no marcaba por mí mismo y luego me explicó impacientemente cómo podía hacerlo. Esto me dio ánimos; llevaba ya como una media hora en la cabina y paseando arriba y abajo ante ella había dos personas que, de vez en cuando, me dirigían miradas nada amables. Siempre susceptible ante la opinión pública, decidí que fuese ésta mi última llamada. El hombre que contestó me indicó que la dueña no estaba en casa y que a ver si podía volver a llamar dentro de media hora. Salí de la cabina. Una mujer bajita se precipitó hacia ella como una exhalación al tiempo que murmuraba algo así como «¡Ya era hora! ¿No cree?» Me senté en un banco cercano en espera de que volviera mi turno de nuevo. Para entonces Londres empezaba ya a parecerme una de las ciudades más detestables de cuantas había visitado. Diez minutos más tarde comenzó a llover; la mujer pequeñita seguía conversando animadamente, ahora sonriendo e incluso riendo con entusiasmo y a veces haciendo ademanes, hora con la diestra hora con la siniestra, como diciendo: «¿Verdad que parece imposible? Pues es verdad». Un hombre embutido en un impermeable recorría la acera ante la cabina y dirigía frecuentes miradas a su ocupante; al cabo rebosó el vaso de su paciencia y dio unos golpecitos en el cristal del locutorio con una moneda. La puerta se abrió de golpe y la mujer, mano enguantada sobre el micrófono, aulló más que dijo:

—¡Tenga paciencia como yo la he tenido antes! —y cerró de un portazo.

El hombre me obsequió con una mirada venenosa como si yo fuera el único responsable de lo que ocurría. Decidí marcharme en busca de otro teléfono; además, la lluvia se había convertido en una auténtica catarata. Corrí unas cincuenta yardas hasta llegar a la estación del metro de Holborn. Entré y consulté el plano tratando de encontrar un nombre conocido. Kentish Town, Whitechapel y Earls Court no eran nuevos para mí. Allá por mis trece o catorce años me habían apasionado los crímenes y los nombres de esos lugares me traían ahora el recuerdo de lo que había leído entonces. Recordé el asesinato de una prostituta en una habitación de mala muerte no lejos de Earls Court Road. Si era posible encontrar una habitación parecida valía la pena investigar el distrito a despecho de lo que en él pudiera suceder. Tomé, pues, billete para Earls Court y, ya en el tren, repasé mi «Advertiser». No me había equivocado: había dos direcciones que correspondían a Earls Court. Antes de bajar del tren cuidé de localizarlas en el callejero.

La primera de ellas resultó ser algo sobrecogedor. Se trataba de una casa de vastas proporciones emparedada entre otras casas no menores en una plaza sombreada por espesos árboles. A primera vista me pregunté si no me habría equivocado, pues el lugar parecía la morada de uno de los personajes de Oscar Wilde. Pero la dirección del anuncio no daba lugar a confusiones y toqué el timbre. Abrió la puerta una sirvienta de color; cuando le indiqué que estaba buscando alojamiento asintió parsimoniosamente con la cabeza y me condujo cuatro pisos más arriba. Las alfombras que pisé durante la ascensión eran espesas y cárdenas y la decoración de las paredes de un género que sólo había visto en las comedias musicales de Hollywood. Tuve el presentimiento de que estaba a punto de contemplar un apartamiento de quince guineas a la semana y de que tendría que soportar la vergüenza de explicar que yo andaba detrás de una habitación diez veces más barata. Sin embargo la doncella me encaminó por un último tramo de escalera (sin alfombra, sólo linóleum), y me mostró una estancia diminuta en la que había una estufa de gas, una cama individual, una mesa y un sillón. La temperatura en el cuarto de marras era polar.

Me asomé por la ventana a un paisaje de tejados y jardincillos interiores y, volviéndome, pregunté tímidamente cuánto costaba. La doméstica se excusó diciéndome que tendría que preguntárselo a la dueña. Me condujo de nuevo al primer piso donde llamó al timbre de una enorme puerta blanca en la que resaltaba un pomo de cristal tallado. Después de no poco rato de espera, abrió la puerta una mujer alta envuelta en una bata. Tenía la nariz picuda y rostro de pájaro que hacía juego con aquélla; ignorando mi presencia, preguntó a la sirvienta con voz estridente:

—¿Y bien, Matilda? —parecía una maestra de escuela esperando excusas por alguna trastada de una alumna.

—Este caballero busca habitación, señora.

Los ojos penetrantes de la mujer-pájaro se volvieron hacia mí; me sentí como si me hubiese examinado a través de unos impertinentes.

—¿Cuál? ¿La de arriba del todo?

—La del anuncio, señora —expliqué.

—No tengo la menor idea de cuál es la del anuncio —dijo ácidamente—. De todas esas menudencias se encarga mi agente.

—Es la de arriba, señora —intervino Matilda.

—Son dos libras quince chelines a la semana —dijo la mujer, observándome con ojos que decían, «seguro que este individuo no puede con una renta así».

Pero esta vez me sorprendió tanto el precio indicado al compararlo con el que había imaginado, que mi rostro se iluminó de felicidad y me apresuré a decir:

—Está bien. Me gustaría quedarme con ella.

—¿Puede usted pagar una semana por adelantado?

—Por supuesto —dije, buscando a tientas mi billetera

La mujer hizo un gesto de pesar casi imperceptible como indicándome que lamentaba su desconfianza y, mirándome con una expresión que quiso ser simpática sin conseguirlo, dijo antes de encerrarse de nuevo en su habitación:

—Dele el dinero a Matilda.

Matilda me sonrió amistosamente y me acompañó de nuevo escaleras arriba. Me indicó el cuarto de baño y los servicios, cómo colocar las monedas de un chelín en el contador del gas y cómo encender la estufa sin producir una explosión. Por último salió de la habitación con tres libras y volvió con los cinco chelines de vuelta y la llave de la puerta principal. Luego pude quedarme solo en mi nueva morada. El calor que se desprendía de la estufa hacía que la habitación apestase a linóleum. Coloqué mis escasos libros sobre la mesa, ordené mis ropas en uno de los cajones y me tendí en la cama. La renta se me antojaba absurdamente elevada —la mayoría de habitaciones individuales anunciadas en el «Advertiser» oscilaban entre veinticinco y treinta y cinco chelines —pero, después de todo, no me habría de resultar difícil encontrar algo más barato a mi comodidad.

Decidí lavarme las manos y luego salir para comprar algo de comida. Me dirigí al cuarto de baño pero la puerta estaba cerrada. Probé en el del piso de abajo con idéntico resultado. Por último me di de narices con la patrona, todavía deambulando por la casa envuelta en la bata raso acolchado. Me miró fríamente y me preguntó si andaba buscando algo. Aproveché la ocasión para decirle que los cuartos de baño estaban cerrados con llave.

—Pues claro que están cerrados con llave. Todas las mañanas se cierran al dar las nueve. Si quiere usted tomar un baño tiene que pagar un chelín. He tenido que cerrar porque algunos huéspedes desaprensivos se metían a hurtadillas para no pagarme. —Su mirada me indicó que me creía muy capaz de intentarlo también—. Si desea lavarse las manos encontrará un lavabo en cada uno de los retretes. —Al ver que me disponía a marcharme, me llamó—. ¿Es que Matilda no le ha explicado a usted las reglas?

—No.

—Pues escuche, se las voy a explicar yo. No se permite cocinar en las habitaciones ni tampoco preparar ni introducir alimentos de fácil descomposición. El hornillo de gas debe usarse solamente para hacer el té. Si descubro a alguno de mis huéspedes cocinando me reservo el derecho de desalojarlo concediéndole un plazo de media hora. ¿Está claro? —chasqueó los dedos en señal de expulsión y continuó—: No quiero visitas a partir de las diez de la noche ni me gusta ver luces encendidas en las habitaciones cuando no hay nadie en ellas. Nuestras facturas de electricidad son enormes y no es ninguna molestia apagar cuando uno baja a los lavabos. Y, para terminar, no permito en modo alguno que entren mujeres en las habitaciones de los hombres o viceversa. Esta casa tiene buena reputación y estoy determinada a conservarla. —Empezó a caminar hacia el rellano, dándome así a entender que la audiencia había terminado cuando, de improviso se volvió de nuevo hacia mí que ya me disponía a subir a mi piso—. Una cosa más. Habrá usted notado que en esta casa hay huéspedes negros. Hay patronas que se niegan a admitirlos, pero yo no tolero semejantes prejuicios Lo que sí sostengo es que los blancos que aquí se alojan deben esforzarse en dar ejemplo de buenas maneras y limpieza. Esas gentes de color aprenden a poco que uno se esfuerce en enseñarles con un mínimo de paciencia. No entienden todavía nuestras costumbres y nosotros debemos ayudarles a conseguirlo. Por eso le ruego que si observa que alguno de los inquilinos negros incumple las reglas de la casa no tenga el menor reparo en ponerlo en mi conocimiento.

Esta vez me permitió marcharme. Me lavé la cara y las manos, exhalé un sudor frío al descubrir que me había dejado encendida la luz de la habitación mientras estuve fuera de ella y me largué sin pérdida de tiempo. Deambule a lo largo de Earls Court Road bajo una fina llovizna contemplando con ojos huraños a la multitud que hacía del caminar sobre la acera un prodigio de agilidad en el arte de esquivar a semejantes presurosos. La visión de una librería de lance me levantó el ánimo y me pasé un cuarto de hora removiendo sus estantes. Me hubiera gustado seguir así ocupado, pero el precario estado de mi estómago causaba un desorden notable en mis vísceras e intestinos hasta el punto de verme acompañado en todo momento de un desagradable olor a verduras podridas. Es éste un tema que muy raras veces se atreven a mencionar los novelistas; sin embargo, lo cierto es que el mismo no deja de jugar un papel, pequeño sí, pero también muy concreto en nuestra vida cotidiana. (Incluso aquellos anuncios que hablan con tanto desparpajo del aliento fétido no han tenido el valor suficiente o no se les ha ocurrido sugerir la fabricación de tabletas que desodoricen el hedor intestinal o, por lo menos, lo disimulen y camuflen bajo un perfume más aceptable). Así pues, compré un ejemplar de una traducción de varias obras de Grillparzer y un volumen de cuentos de Andreyev y reemprendí mi paseo bajo la lluvia, satisfecho conmigo mismo.

Por último me dejé caer en un bar, me senté y tomé hasta tres tazas de café mientras, con el Grillparzer abierto ante mí, miraba el pavimento de la calle brillante por la lluvia. «Der Traum», «Ein Leben»; desde los catorce años me había familiarizado con esas obras y eran mis favoritas después de «Hassan» de Flecker. Un sueño, una vida. Pero las palabras carecían de sentido sentado en un café en la mañana húmeda de aquel viernes. Sería muy consolador saber que la vida era un sueño o una pesadilla. Por desventura no es lo uno ni lo otro Este Londres no tenía nada de ciudad irreal, de «fourmillante cité, cité plei-ne de réves», de morada de duendes. Sus habitantes eran dueñas de casas de huéspedes como la que yo acababa de dejar atrás en Courtfield Gardens y mujeres idénticas a la que me había apartado a empujones del teléfono; gentes demasiado ocupadas para preocuparse por sus semejantes; multitudes que tenían que abrirse camino a codazos para entrar y salir del metro, formar colas para malcomer en autoservicios rebosantes o cafeterías atestadas. Todo eso me pareció, de repente, horrible y absurdo. Esto no era civilización. ¿Por qué vivía la gente en esta ciudad? Para distraerme leí la introducción al volumen de los cuentos de Andreyev. De su lectura deduje que Andreyev consideraba la vida como algo fútil, que la mayoría de sus narraciones trataban del modo en que las gentes se engañan a sí mismas y como, cuando desaparecen las ilusiones, quedan atrás sin más compañía que la del «dolor básico del existir». Mi natural optimismo tendía a rechazar este punto de vista extremado. Pero, por otra parte, cuando miraba a la calle a través de la ventana en busca de una alternativa, me enfrentaba con una valla en la que resaltaba el anuncio de una serie de artículos sobre la fe cristiana, debidos a la pluma de un reputado escritor, que aparecía en una publicación femenina. Su rostro, juvenil y seguro, pero veinte veces mayor de lo normal, me miraba desde el otro lado de la calle, señalándome la necesidad de comprar cierto periódico dominical para así leer sus teorías acerca del modo de alcanzar la vida eterna. Terminé mi café y salí a la calle.

De vuelta en mi habitación, conté el dinero que me quedaba —llegaba aún a unas veinte libras— y traté de calcular sobre una hoja de papel cuánto tiempo podría hacerlo durar. De una cosa estaba yo seguro, de que no sentía deseos inmediatos de buscar trabajo. Cuanto más veía Londres más pensaba nostálgicamente en retirarme a alguna de esas torres perdidas en el campo y cubiertas de yedra, como uno de los personajes de Peacock, y dedicar mis días al estudio de los Padres de la Iglesia. La única alternativa consistía en presentarse en la oficina dé colocaciones y pedir algún trabajo manual bien retribuido o un empleo en una oficina. Por supuesto ha de haber por fuerza algún trabajo que cuadre a mis aficiones en uno u otro lugar de Londres. En un teatro, por ejemplo, o en las oficinas de un editor. Pero mi ignorancia era tan completa que lo único que podía hacer era esperar de la benevolencia del destino que me guiara hacia ellos. Pero un instinto oculto, por cierto, me decía que ese destino no tenía intención de servirme muy bien. Un sino que había sido capaz de guiarme hasta la casa de Courtfield Gardens debía estar ansioso por jugarme otras barrabasadas en cuanto se terciara la ocasión.

Me senté junto a la ventana y dejé que la vista vagase por el exterior mientras en mi interior anidaban sentimientos para los que no era capaz de hallar una salida razonable. En mí había resentimiento. ¿Pero resentimiento hacia qué? ¿Hacia la sociedad? Una pura abstracción. ¿Hacia el destino? Probablemente una superstición. El problema era más simple. A despecho de todas las dificultades y desventuras me gustaba vivir y estar vivo, consciente de todo. De hecho, había ocasiones en que para mí la vida era un poder terrorífico capaz de convertir a los hombres en dioses. Pero el mundo estaba constituido y ordenado en forma tal que yo nunca había podido asirme a esa clase de poder. Seguía importunándome el resentimiento hacia mi patrona. ¿Por qué existen personas así? ¿Por qué quería intimidar e imponerse a sus semejantes? El mundo sería más placentero si los de su ralea pudieran ser barridos con la fuerza de la aversión que su misma conducta levanta en el prójimo. Súbitamente, mi aturdimiento cristalizó en un odio fiero contra aquella mujer y el mundo que ella representaba. Supe con certeza qué era lo que yo quería y qué lo que detestaba. La civilización se me presentó como un principio falso, como una complicación que oculta las realidades. La realidad era simple: poder, la abrumadora violencia de la historia. Pero la vida en sociedad era un ritual tan complicado que no dejaba tiempo para la contemplación del poder. La vida tenía que hacerse más sencilla; yo tenía que aprender a simplificarla... pensé, con nostalgia, en la idea de Rousseau de la vida del salvaje y en la ventaja que los ascetas hindúes, inmersos en un mundo cadencioso y morigerado, tienen sobre el hombre occidental.

Decidí que la mejor forma de conservar el dinero sería permanecer en mi habitación el mayor tiempo posible. A la tarde me dirigí a la Biblioteca Pública de Kensington, donde pasé un par de horas rodando tranquilamente entre sus estanterías. Pero hacia las cinco, cuando salí de la biblioteca, la visión de la muchedumbre moviéndose en las calles iluminadas me molestó y me encaminé hacia el Hyde Park. El anochecer era frío y ligeramente neblinoso. Las horas pasadas en la biblioteca me habían calmado y mi talante me predisponía para absorber la luz y el color que me rodeaban. Comprendí que me alegraba de estar en Londres. La ciudad podía ser irritante y agotadora pero, con todo, no dejaba de ser excitante flotar en el río de sangre de sus calles. Incluso el Albert Memorial me pareció curiosamente estimulante. (Recordaba la historia de Harry Thaw, el asesino del arquitecto Stanford White. Se dice que cuando vio el Albert Memorial dijo: «¡ Dios mío, yo mato a ese arquitecto!») Beecham ofrecía una serie de conciertos en el Albert Hall. Count Basie y su banda actuaban en el recién construido Festival Hall. Pasé junto a los Cuarteles de Knightsbridge, en los que una debutante en sociedad había sido sorprendida a medianoche en el cuerpo de guardia. Una mujer envuelta en pieles salió del Hyde Park Hotel gritando:

—¡Taxi! ¡Taxi!

Todo seguía siendo irresoluble, como lo fuera unas horas antes, pero eso ya no me preocupaba. Las torres de Babilonia podían haber sido tan irreales y tan brillantes como el Londres que me envolvía.

Notaba una sensación inexplicable que me asustaba y confundía. Era amor. No amor por Londres o para con la gente, sino un amor incorpóreo y desconocido, sin objeto sobre el que posarse, como aguardiente en una noche fría.

Cansado de caminar, tomé un autobús desde Knightsbridge hasta Cambridge Circus. Me detuve un rato en la esquina de Shaftesbury Avenue para escuchar a una pareja de músicos ambulantes que cantaban a los sones de un acordeón y luego entré en la taberna que había visitado la noche anterior. Todavía estaba casi vacía. Me llevé mi cerveza a un rincón y comencé a leer mi Andreyev. Pero no conseguía concentrarme. Seguía pensando en que aunque continuase allí sentado durante otra media hora no tendría nada que hacer excepto ir a otra taberna o coger el autobús de vuelta a casa. Bueno, también podía hacer cola para sacar una entrada de gallinero en cualquier teatro. Representaban «Confidential Clark», de Eliot en alguna parte. Cada vez que se abría la puerta me descubría a mí mismo mirando hacia ella como si esperase a un amigo.

Por alguna razón misteriosa me quedé largo tiempo allí y tomé una segunda cerveza. Desde entonces me he preguntado si habrá en mí algún instinto oculto que me indica la proximidad de nuevos acontecimientos en mi vida. Permanecía allí sentado por una razón que yo no alcanzaba, como digo, cuando se abrió la puerta y una hermosa muchacha de unos veinte años entró sola en el establecimiento Encargó un jerez y siguió indecisa junto a la barra, paseando la vista por todo el local. Nadie le prestó la menor atención aunque hubiera causado verdadera sensación en cualquier local semejante de mi ciudad natal.

El asiento inmediato al mío era uno de los pocos que aún seguían libres. Imagino que yo, leyendo mi libro, tendría un aspecto de lo más inofensivo. La muchacha se acercó y tomó asiento junto a mí. Seguí leyendo, ligeramente turbado por su perfume. Encendió un cigarrillo. A los pocos momentos, dijo, dirigiéndose a mi persona.

—Perdone usted. ¿Es ésta la única taberna o hay otra por aquí cerca?

—No estoy muy seguro —dije, deseoso de serle útil—. Pero no será difícil averiguarlo.

En este momento alguien se inclinó sobre nosotros y me preguntó:

—¿Quiere usted que haga un dibujo a la señorita que le acompaña?

Miré sucesivamente a la muchacha y al hombre y, venciendo mi repentino azoramiento, dije:

—La señorita y yo no vamos juntos.

—Les presento mis excusas en ese caso —dijo el hombre cortésmente. Su voz era en extremo agradable y arrastraba suavemente las sílabas a la manera de los actores. Llevaba una carpeta de gran tamaño y un block de papel para dibujo. Sobre los hombros lucía una tela escocesa que lo mismo podía ser una capa que un abrigo.

La chica aprovechó la coyuntura para preguntarle:

—¿Por casualidad sabe usted si hay otro bar cerca de aquí?

—Sí, lo hay.

—En ese caso lo mejor será que vaya a ver. Estoy esperando a alguien.

La muchacha se levantó, dejando el jerez sobre la mesa, y salió a la calle. El artista se sentó frente a mí.

—Siempre están esperando a alguien —dijo, tratando de entablar conversación. Yo contesté que así parece ser. Él se confió-Por su aspecto yo diría que se trata de una de esas turistas americanas.

En este punto la joven regresó. (Creo que ambos estábamos sorprendidos de verla de nuevo.)

—Tampoco está en esa otra taberna —dijo al tiempo que volvía a tomar asiento.

Inmediatamente el artista se inclinó hacia delante, con una extraña mezcla de familiaridad y respeto reflejándose en el rostro, y dijo:

—En tal caso ha llegado el momento de que la dibuje. Cobro media corona por mis trabajos, pero si su retrato no le gusta no tiene obligación ninguna de quedarse con él.

—Está bien —dijo la chica—. Pero si él llega mientras usted está haciéndolo tendré que marcharme.

—¡Hombre afortunado! —suspiró el artista.

Levanté la cabeza y mis ojos se encontraron con los del barman. El hombre estaba mirándonos con cara de pocos amigos. Comprendí que la razón de ello estribaba en que el artista se había sentado sin encargar nada, así que le pregunté si podía invitarle a algo.

—Es usted muy amable, amigo. Tomaré media caña.

Fui en busca de la cerveza, se la coloqué enfrente y luego volví a sentarme para ver cómo dibujaba a la chica. Me sentía satisfecho. Al menos había establecido contacto con mis semejantes. Estaba sentado con una muchacha y un hombre a quienes jamás había visto hasta entonces y los sutiles hilos de una cierta intimidad nos habían enlazado. Estaba examinando el perfil de la muchacha cuando ésta preguntó:

—¿Es ése su medio de vida?

—No. Soy actor... cuando tengo trabajo.

—No sé por qué me imaginaba algo de eso.

Desde el lugar que ocupaba en la mesa me era posible vigilar el progreso del dibujo. El parecido no era excesivo y el bolígrafo que el improvisado artista empleaba no era precisamente el instrumento más adecuado. Me dije a mí mismo que debía usar carbón si algún día determinaba probar suerte por los caminos del arte; con borrones y sombreados sabiamente distribuidos los dibujos al carbón pueden resultar notables. Estudié al artista mientras trabajaba. Sin razón aparente para ello, lo cierto es que no resultaba difícil decir que era actor. Su rostro, de un moreno atezado, era varonilmente hermoso, con el aspecto agradable de un auténtico galán joven. Aun cuando sus ropas no eran particularmente nuevas, su corte era excelente: traje oscuro, camisa de tartán y corbata amarilla. En una segunda inspección pude aclarar que el objeto que le cubría los hombros era un abrigo, si bien colocado a modo de capa con las mangas remetidas. Su pelo era negro y ondulado a la manera de un galán de variedades o el modelo de un anuncio de una marca de brillantina.

Mientras trabajaba, preguntó como por casualidad a la chica:

—A juzgar por su delicioso acento deduzco que no es usted londinense. ¿Me equivoco?

—Acierta. Soy neocelandesa.

—¿Había estado antes en este antro?

—No. No me gusta ir sola a sitios como éste.

—Pero en esta ocasión echó a un lado sus escrúpulos.

—Estoy esperando a una persona que ha de llevarme al teatro.

—¿Se está retrasando?

—Un poquito, sí — la chica parecía estar nerviosa.

—¿Qué piensa usted hacer si quien ha de venir no aparece?

—Pues... no lo sé. Irme a casa.

—¡Valiente solución! ¿No puede telefonearle?

—No... no sé cuál es su número.

—¡Ah! —levantó los ojos del dibujo para mirarla un

momento y luego preguntó—: ¿Le conoce hace poco?

La muchacha le miró como vacilando entre mostrarse resentida o responder sin malicia. Por último dijo:

—Le conocí anoche.

—¿En un bar?

—No. ¿Por qué lo pregunta?

—Me siento en deuda con los neocelandeses. Mi mejor amigo en el ejército era de Christchurch. Estuve a punto de casarme con su hermana, por cierto. Desde entonces me gusta hablar con los neocelandeses. Son gentes sencillas e inocentes. Usted misma lo es, por ejemplo. Si no lo fuera, ¿cree que estaría hablando con dos hombres a los que no conoce, en una taberna del Soho?

Me halagó verme incluido, aunque comprendía que tal cosa no significaba mucho y que, probablemente no pasaba de ser una manera de hablar. La muchacha pareció quedar convencida por aquella explicación y tardó en decirnos su nombre: Doreen Taylor. Aproveché para decir el mío y, finalmente, el artista nos hizo conocer el suyo: James Street. Su nombre completo, según dijo, era James Compton Street, pero las gentes del Soho consideraban que eso era un chiste malo y sólo un chiste malo. (Tuvimos que explicárselo a la muchacha que nunca había oído hablar de Old Compton Street) [4]. James no tardó en terminar su trabajo y se lo enseñó a Doreen. La observé con atención pero no pude descubrir en su rostro el menor signo de desilusión.

—Me gusta —aseguró—. ¿No cree que me ha sacado favorecida?

—Imitar halagando es la mejor forma de imitar —dijo James. Luego, viendo que ella se disponía a abrir el bolso, añadió—: No, espere. Déjeme sugerirle algo. Parece como si su amigo no tuviese intención de dejarse ver. Así pues, ¿por qué no invierte usted esa media corona en tres cafés que podemos tomarnos a la vuelta de la esquina? Después podría enseñarle el Soho.

Era obvio que la idea la atraía, pero no se decidía.

—Debería darle otros cinco minutos.

La idea de pasar el resto de la velada en compañía de aquella muchacha era tan atrayente que uní mis fuerzas a las de James para disuadirla de esperar un solo minuto más. James comenzó a hablar de sus méritos y habilidades como guía del Soho. Ya convencida, la chica se levantó.

—De todos modos me parece que ya no vendrá —dijo—. Creo que podemos irnos.

Apenas acababa de pronunciar aquellas palabras cuando la puerta se abrió y un muchacho vestido llamativamente entró en el establecimiento; llevaba un abrigo a cuadros muy chillones y un sombrero de estilo americano. Desde la misma puerta hizo un ademán hacia nosotros y oí a James murmurar entre dientes:

—¡Maldita suerte!

—Aquí está —dijo ella.

Jame se inclinó hacia ella para preguntarle:

—¿Puede usted estar aquí mañana a la misma hora? Quiero acabar el dibujo.

Para entonces, el acompañante había cruzado el local y llegaba junto a nosotros, pero la muchacha asintió presurosa y pude percibir la felina máscara de satisfacción que se extendió sobre el rostro de James durante una fracción de segundo.

Doreen nos presentó al recién llegado cuyo nombre ya he olvidado. Su cara era rojiza y hablaba con un marcado acento de los barrios bajos londinenses. Aun con mi inexperiencia a cuestas, me hubiera atrevido a asegurar que aquel sujeto tenía algo que ver con el mundo de las apuestas. Sus excusas por el retraso fueron muy breves:

—Siento haberme retrasado, querida. He tenido que arreglar unos asuntos con los muchachos —y nos dirigió una mirada recelosa.

—Dos buenos amigos míos —dijo Doreen.

—Celebro conocerles, amigos —dijo ásperamente el cockney [5] y, cogiendo a Doreen por el brazo, añadió—: Vamos. Será mejor que tomemos el metro si queremos llegar a tiempo —y le dio un tirón nada ceremonioso.

—Hasta pronto, Doreen —dijo James, recibiendo una sonrisa precipitada a modo de respuesta.

Sentí brotar en mí la llamarada del triunfo (aunque no significaba la menor ventaja para mí el que James la hubiese persuadido para reunirse ambos al día siguiente). Se marcharon y James se sentó otra vez y vació su vaso de cerveza, diciendo:

—Ha sido una verdadera lástima. Estuvimos a punto de conseguirlo. Bueno, todavía nos queda otra oportunidad. ¿Qué piensa usted de esa jovencita, amigo?

—¡Que es maravillosa! —dije con sinceridad.

—Parece ir cargada, ¿no le parece?

—¿Cargada?

—Cargada de dinero. Probablemente es una turista rica.

Esta actitud me sorprendió un tanto, lo confieso.

—Pero seguramente a usted no le interesa si tiene o no tiene dinero. ¿Me equivoco? —pregunté.

—No. No me importaría tenerla en mi cama con o sin dinero. De todos modos el dinero constituye... ¿cómo diría yo...? un atractivo adicional.

Juzgué que trataba de impresionarme y decidí aparentar indiferencia.

—¿Le apetece otra cerveza? —ofrecí.

—Psss... no sé qué decirle. No debería beber más sin haber comido antes... y hoy no lo he hecho aún.

—¿Piensa comer ahora?

—Habría comido... si Doreen me hubiese pagado su media corona. Tal como se han puesto las cosas primero tendré que encontrar otro cliente.

Miré nuevamente al barman, que seguía sin quitarme su ojo cauteloso de encima.

—Me parece que el del bar no le gusta mucho vernos aquí sin hacer gasto. No deja de mirarnos.

—Lo sé. No soy santo de su devoción. Mejor será que busque otra tasca. ¿Se viene conmigo?

—¿Me permitiría invitarle antes a comer conmigo? —pregunté.

Pronuncié estas palabras sin la menor reflexión. Era evidente que el tal James estaba sin blanca y me pareció la cosa más natural del mundo ofrecerle una comida.

—La verdad es que eres un tipo que se hace simpático —comentó, tuteándome ya—. Será un placer. Siempre trabajo mejor con el estómago lleno.

—Conozco un café junto ahí arriba —dije, pensando en el que había visitado la noche anterior.

—Ese sitio no es bueno —advirtió James sin preocuparse en averiguar a cuál me refería—. Ya me encargaré yo de llevarte a un lugar estupendo.

Salimos a Charing Cross Road y anduvimos calle arriba en dirección a Dean Street. Me sentía un sí es o no es receloso. Su «lugar estupendo» podía resultar más caro de lo previsible. Su observación acerca de sí la chica tenía o no tenía dinero retornó a mi memoria. Por un momento temí haber caído en manos de uno de esos embaucadores de maneras afables y corteses que es fama abundan en el Soho; por si acaso, me hice el firme propósito de evitar que averiguase cuánto dinero llevaba yo encima. Cinco minutos más tarde me sentía avergonzado de semejantes sospechas. Estábamos en una especie de restaurante subterráneo o lo que fuese, situado en las cercanías de Shafteabury Avenue, rodeados de voces que hablaban en griego y de unos aromas extraordinarios que más tarde supe eran los efluvios de la cocina helena. Las paredes estaban pintadas en un tono verde nada apetitoso y chorreaban humedad. Las mesas aparecían cubiertas con hules. En la pieza contigua, un grupo de hombres jugaban al billar y al futbolín. Un sujeto rechoncho que parecía parapetarse detrás de la tetera nos entregó el menú —parecía conocer a James— y lo estudiamos juntos. El lugar, si no otra cosa, parecía ser más económico que el café en el que me metiera la noche anterior. Encargamos sendas raciones de kebab [6] con patatas fritas que vinieron acompañadas de dos tazas de té y una fuente de rebanadas de pan y otra de mantequilla.

Mientras comíamos. James se entretuvo en someterme a interrogatorio. Cuando le hablé de la fuerza que me impulsó a abandonar mi ciudad natal, asintió con simpatía.

—Recuerdo que en cierta ocasión actué allí formando parte de una compañía de pantomimas. Es un auténtico vertedero. Es la ciudad más rica de las Midlands y no son capaces de tener un teatro decente; es incomprensible. — Mi compañero se desvió hacia los recuerdos que conservaba de una mujer con la que había estado liado, la esposa de un hombre de negocios al que yo conocía de vista. La influencia de la fémina en cuestión había servido para tenerlo trabajando en la ciudad durante varios meses—. Lo lamentable era —continuó— que la tal señora me estaba dejando en los puros huesos. Era un verdadero monstruo insaciable.

Para apartarle de tan melancólico desfile de recuerdos le pregunté por qué estaba un hombre tan talentoso como él perdiendo el tiempo haciendo bocetos por las tabernas a media corona la pieza. Con súbito interés, James inquirió:

—¿Cómo sabes que tengo talento?

—Tienes una muy buena voz y modales y te mueves con elegancia más que discreta. Estoy seguro de que no te resultaría difícil encontrar trabajo... por lo menos en una compañía de provincias.

Halagado por mis palabras, James se acarició la barbilla de un modo que me recordó a Sir Jasper.

—Seguro que no sería difícil lograrlo, pero ¿quién es el valiente que quiere trabajar en provincias? El teatro está agonizando. Prefiero quedarme en Londres y esperar a que el West End reconozca mis méritos.

—¿Por qué no pruebas de dar una audición privada?

—Prefiero vivir como lo estoy haciendo. No me gusta ir a la caza de las cosas... excepto de las mujeres, por supuesto. Pero aun en este caso carezco de verdadero espíritu de competencia. Si una muchacha se muestra impaciente y vehemente, me siento feliz de poder complacerla.

Encargamos una segunda ración; una muchacha de piel muy morena fue quien nos sirvió en esta ocasión. Sonrió a James; el acento de su inglés era delicioso.

—¿Cómo se siente hoy nuestro gran actor?

James se llevó la mano al corazón con estudiada elegancia.

—Muy bien, querida. Muchas gracias. ¿Y tú?

—De maravilla.

Mi compañero tomó la mano de la muchacha y se puso a examinarla.

—Veo que has vuelto a hacerte la manicura. ¿Has estado peleando con tu marido? —dirigiéndose hacia mí, explicó—.: Cuando se pelea con él se le quedan trizas de piel del pobre hombre debajo de las uñas.

Algo en las maneras de James trajo a mí unos recuerdos que no conseguía fijar. Cuando hablaba a la camarera, la voz de mi compañero se tornaba suave, ligeramente ronroneante y más profunda que de costumbre. Sus ojos dijéranse que se retraían un tanto, como para contemplar a su interlocutora desde la profundidad de su propia subjetividad. Sus modales tenían mucho de caricia. Y entonces me acordé: era una mezcla extraña de Rodolfo Valentino en «El Hijo del Caíd» y de Charles Boyer en «La Ninfa Constante». Su modo de conducirse era compendio y estilización de cosas tan dispares como son una reverencia y hurgarse en las narices. Me llevó mucho tiempo comprender su sistema para conquistar a las mujeres porque, para mi sorpresa, éstas parecían complacidas y halagadas por su modo de tratarlas, podían, incluso, mostrarse sorprendidas o desorientadas, pero jamás se consideraban ofendidas. En suma, quizá la explicación última de mi asombro había que ir a buscarla en mi casi total desconocimiento de la psicología de las hijas de Eva.

Cuando la muchacha griega se hubo marchado, James ponderó:

—Bonita pieza de charver ésa.

—¿Charver?

—Sí, charver. Es palabra de mi propia cosecha. La palabra anglosajona equivalente está falta de eufonía y de fuerza expresiva. He tomado prestada esa del ruso. Significa gloria y respeto, honor y dignidad. ¿Verdad que es apropiada?

Empezó a cantar un fragmento de «El Príncipe Igor».

—¡Charver, charver, knyazu charver, chaaaaaver!

—Eso es eslavo, ¿verdad? —sugerí.

James pareció sorprenderse de mi observación.

—Se ve que eres un hombre culto. Bueno, para el caso es lo mismo. A decir verdad, y puesto que tú lo has mencionado, creo que «charver» es palabra polinesia y significa «lo que está más allá de lo comprensible».

Terminamos nuestra segunda ración de kebab y luego fuimos a otra taberna donde James convenció a un hombre de negocios que iba un tanto cargado y a una pareja que estaba haciendo manitas en un rincón para que le permitieran dibujarlos. Luego insistió en invitarme a un whisky. Cuando observé que necesitaría el dinero, hizo un amplio gesto con la izquierda (me recordó al jefe Sombra Roja al lanzar a sus guerreros a la batalla), y dijo:

—¡Bah, hoy ya he comido!

Aun en tan temprano estadio, mi actitud hacia James era ambivalente. Me halagaba que me considerase merecedor de su amistad; sentía hacia el encanto y confianza de su modo de desenvolverse una admiración pareja a la del doctor Watson por su amigo el detective Holmes. (A mis diecinueve años me había ya dado plena cuenta de mi propia incertidumbre.) Y, por otra parte, me divertía su exhibicionismo trasnochado; en ese aspecto mi atención se centraba no tanto en su maestría para accionar ampulosamente cuanto en su habilidad para conseguir sacar partido de métodos tan pasados de moda. James parecía ser el más optimista de los hombres, el más fiado de sus propias fuerzas, el menos convencional. Pero, pese a todo, no le envidiaba pues tenía la impresión de que, para verse libre de los convencionalismos, mi amigo había tenido que pagar un precio que yo no estaba dispuesto a satisfacer. Mi curiosidad por él, en fin, era limitada ya que me proporcionaba una forma de autoanálisis sin dolor.

Media hora antes de la de cierre, una multitud de estudiantes y artistas entró en el local. James me dejó sentado en un rincón mirando sombríamente hacia el mostrador (tenía la sensación de estar flotando no lejos del techo), y se puso a hablar con ellos. Todavía no estoy muy seguro de si les conocía o si, simplemente, quería hacerles un dibujo. Cinco minutos más tarde se reunía conmigo en el lavabo.

—Acabo de conocer a una chiquilla que quita las ganas de comer. ¿Sabes algo de literatura rusa?

—Tengo alguna idea. ¿Por qué?

—Ven conmigo y entretén a su acompañante. Está preparando su tesis sobre los maestros rusos. ¿Comprendes ahora?

Recuerdo, no muy claramente por cierto, que me acerqué con ademanes amistosos a una serie de rostros que de vez en cuando perdían nitidez a mis ojos y que James me presentó como «mi amigo Harry» (me consta que se había olvidado de mi apellido). Cuando mi amigo me presentó a una muchacha llamada Myra, se las arregló para guiñarme un ojo sin que lo advirtieran los demás. La chica era de baja estatura y más bien regordeta con nariz de proporciones no escatimadas. Llevaba un abrigo oscuro y calzaba zapatos del mismo color con tacones exageradamente altos. Sus mejillas, sonrosadas, le daban un aire atractivo, para mi gusto al menos. Su pareja, un muchacho pálido con barba blonda, empezó a hablarme inmediatamente de Dostoyevsky. (Pude colegir que James había tenido la desfachatez de presentarme como el autor de un libro acerca de las primeras obras del maestro ruso). Repleto de confianza —el resultado de seis cañas de cerveza bien colmadas— charlé largo y tendido de Aksakov y Pisemsky. (Tal como ya sospechaba, mi interlocutor no había leído ninguno de los dos.) En algún momento de la conversación James desapareció con Myra, pero el joven de la barba no pareció preocuparse demasiado por ello; siguió exponiéndome su teoría de que Dostoyevsky había asesinado a su padre y había estado enamorado de su madre. El timbre sonó anunciando el cierre; pagué una última ronda, para lo que tuve que cambiar otro billete de una libra, y todos nos dirigimos a la salida. Ya en la calle, intercambiamos las buenas noches y me quedé solo. Con andar incierto me encaminé hacia Oxford Street. (No estaba borracho del todo, pero encontraba gusto en aparentar que sí lo estaba.) En la esquina de Rathbone Place alguien me cogió por el hombro. Era James que iba acompañando a Myra.

—¿Dónde dijiste que tienes albergue?

—En Earls Court.

—Pues vamos allí y terminaremos eso —casi ordenó, enseñándome una botella de whisky medio llena.

—¿Quién ha comprado ese whisky?

—Myra.

Bajamos a buen paso hasta Leicester Square y tomamos el metro para Earls Court. Me sentía increíblemente feliz y despreocupado. Cuando me acordaba de mi patrona y de su cara de pájaro su imagen se me representaba rodeada de una neblina irreverente muy posiblemente hija del alcohol. Con todo, a medida que Earls Court se iba acercando, me rondaba cada vez con más insistencia la idea de que cierta circunspección no sería superflua. Tracé un plan de campaña. Cuando llegamos a la casa, me acerqué silenciosamente a la puerta principal y abrí con mi llave y luego se la entregué a James que esperaba en la calle. Subí las escaleras, me aseguré de que no había nadie a la vista y se lo indiqué así a James encendiendo y apagando dos veces la luz de mi habitación. (Mi ventana era visible desde la calle a pesar de estar situada al otro lado de la casa.) Apenas había transcurrido un minuto desde esa operación James y Myra entraban de puntillas en mi cuarto.

Me excusé por no tener comida ni siquiera café que ofrecerles, pero James rechazó mis palabras con un ademán amistoso y arrojando el tapón del whisky al cesto de los papeles. Encontré dos vasos y una taza, nos aposentamos en torno de la estufa y dimos buena cuenta de la botella en un periquete. Tenía tanto sueño que a duras penas conseguía mantener abiertos los ojos. Myra estaba contando una historia larga y complicada sobre una amiga suya que se había convertido en calientacamas después de haber sido estuprada por su propio padre. Fue James quien contó después que en Luton una chica había pasado la noche con el solo objeto de escapar de las atenciones que su padre se empeñaba en prodigarle. Sin más finalidad que tratar de mantenerme despierto, conté a mi vez la historia de Terry, el viejo libidinoso que fue compañero mío de pico y pala, pero aún a mis oídos la narración sonó a obtusa e insustancial. James y Myra, que so pretexto de que la estufa calentaba demasiado se habían mudado a la cama, escuchaban cortésmente mientras se acariciaban mutuamente. Comprendí que mi presencia era, tirando corto, innecesaria; pero nada podía yo hacer para remediarlo, aparte, claro está, de irme a dormir a la calle. Por fortuna se me ocurrió una solución intermedia y me pasé media hora encerrado en el retrete hasta que alguien intentó abrir la puerta. Cuando volví a la habitación, los dos estaban cubiertos con mi edredón. La muchacha se sentó inmediatamente sobre la cama y empezó a limpiarse de plumón la falda.

Era ya casi medianoche y James preguntó a Myra dónde vivía. Ella dijo vivir en Rickmansworth y añadió que el último tren había pasado media hora antes. Al preguntarle yo a James si no podía acogerla en su casa, o lo que fuera, por una noche, obtuve la siguiente contestación:

—Si he de serte franco, Harry, en estos momentos me encuentro sin alojamiento. Ultimamente he estado con un amigo en Archway.

Myra se fue al excusado dejándonos solos para resolver el problema. James propuso al cabo:

—Mira, ¿te importaría que la chica y yo durmiéramos un par de horas echados en el suelo? Saldríamos de la casa sin que nos viera nadie apenas comenzase a clarear. Además, tienes que admitir que el riesgo de que la patrona nos descubra es mucho mayor ahora que dentro de unas horas.

Eso, al fin y a la postre, era del todo exacto; pero yo no podía consentir que la chica durmiese en el suelo y así se lo hice ver a James.

—No te preocupes en lo más mínimo, hombre —dijo James con su inacabable optimismo—. No creo que tenga mucho interés en dormir.

Aunque a juzgar por la expresión de la muchacha cuando había salido de la habitación yo habría jurado que sólo tenía interés en dormir, no dije nada. Me limité a coger en silencio el edredón y una de las mantas de la cama con todo lo cual me preparé rápidamente una piltra de emergencia sobre la esterilla y con un cojín a modo de almohada.

—Esa gentileza te retrata, chico —dijo James.

—No te preocupes en lo más mínimo —contesté yo, remedando su frase y su tono de voz.

Myra no tardó en volver diciendo que abajo había encontrado a una mujer. Al oírla, mi estómago dio un salto mortal pero la descripción que nuestra amiga hizo de la mujer me devolvió la confianza. Sin duda se trataba de una muchacha que vivía en el otro rellano. James nos dejó para ir, a su vez, al retrete. Rogué a la muchacha que se volviera y me puse el pijama. Mientras lo hacía, ella se desnudó sin el menor apuro y se metió en cama con sólo su ropa interior puesta. Tras unos segundos de forcejeo bajo la púdica protección de las sábanas, combinación y demás fueron a hacer compañía a su vestido que descansaba en el suelo junto a la cama. Extendí el brazo y apagué la estufa y, tendido de espaldas, me dispuse a dormir o a intentarlo, por lo menos. La verdad es que creía que me resultaría imposible conciliar el sueño pero, de hecho y para mi sorpresa, caí en una duermevela que era casi sueño tan pronto como Myra apagó la luz desde la cama. Me desperté dos veces durante la noche, cada vez que uno u otro iba escaleras abajo hasta los lavabos; aparte de esas dos ocasiones, se mostraron excepcionalmente discretos en lo que pudieran hacer, ya que no me molestó el menor ruido.

Ahora recuerdo que me desperté una tercera vez. Fue cuando alguien trató de abrir la puerta que estaba cerrada con llave. Sin duda fue James quien la cerró. Me arrastré hasta la puerta y descorrí el picaporte y di vuelta a la llave (haber actuado de otro modo hubiera sido estúpido). La puerta se abrió inmediatamente y la patrona se introdujo en el cuarto envuelta en su inefable acolchada.

—No me había equivocado. ¿Qué puede usted alegar, muy señor mío?

Me sentía en desventaja, sentado como estaba sobre la alfombra y con la manta enrollada por la cintura, así que opté por no decir nada.

—¿Quién le dio permiso para invitar a parejas casadas para que pasen la noche en su habitación?

—No están casados, señora —dije con voz gangosa.

—Espero que desalojará su habitación esta misma mañana —replicó la mujer, saliendo al pasillo.

—¿Y qué pasa con mi alquiler adelantado? —grité saliendo en pos de ella.

—No tiene derecho alguno a reclamármelo —contestó la patrona desde las escaleras.

Volví a entrar en el cuarto, a gatas, como había salido, cerré la puerta y, en ese preciso instante, la cabeza de James emergió de entre un revoltijo de sábanas y mantas.

—¡Diablos! No sabes cuánto lamento todo eso, muchacho.

—¡Oh! Ha sido horrible —coreó la voz de Myra, cuya cabeza surgía también de su escondite.

Desenredé sus bragas de mi pie izquierdo y las arrojé sobre la cama. Luego, con un tono desenfadado y atrevido que no casaba muy bien con mi verdadero estado de ánimo, dije:

—La verdad, me alegro de lo ocurrido. Ya no podía soportar por más tiempo a esa bruja.

—Ya, ya. Pero, sin embargo, hay que reconocer que es toda una señora cochinada —insistió James, que se creía en el deber de consolarme.

Temblando de frío y de rabia, encendí la estufa y me vestí. En mi estado de emergencia había desaparecido toda modestia. Empaqueté, después, mis cosas.

—Listos —dije—. Vamonos de aquí y a ver si podemos tomar un café en cualquier parte.

Les dejé vistiéndose mientras bajaba a lavarme. Eran tan sólo las siete y media. La puerta situada enfrente de la del lavabo se abrió una fracción de centímetro y alguien atisbó por la rendija. Era obvio que el sistema de espionaje de la patrona actuaba con plena eficiencia. Subí otra vez sin dejar de pensar en el alquiler perdido. Para mi sorpresa, James se había puesto el abrigo de Myra y se tocaba con una boina de mi propiedad. (La boina en cuestión era demasiado grande para la cabeza del artista y le caía hasta debajo de las orejas.) Sin inmutarse al ver mi cara de asombro, me guiñó el ojo con expresión grave.

—Tengo una idea. Es importante que la patrona no me vea de cerca. Baja tú primero y dinos si anda por la escalera.

—¿Y después?

—En cuanto hayamos llegado nosotros al piso de abajo, llamas a su puerta y le pides otra vez la renta adelantada. No quiero arriesgarme a que pueda mirar por la ventana y nos vea salir.

No estaba yo muy dispuesto a enfrentarme de nuevo con aquella mujer para sufrir, con toda probabilidad, otro rapapolvo. Por si eso fuera poco, siempre he sentido aversión hacia los altercados; son algo que reduce mi fe en la raza humana hasta tal punto que me resulta incluso difícil la vida conmigo mismo. Pero James insistió tanto que acabé por acceder. Tras cerciorarme de que no dejaba ninguna de mis pertenencias, salí de la habitación llevando conmigo la maleta y la mochila. No había nadie en la escalera. Hice señas a James y a Myra para que salieran y luego llamé a la puerta de la ogresa. Mi corazón latía de tal modo que no estaba seguro de poder hablar. La patrona abrió la puerta y yo le tendí la llave sin decir palabra. Me la arrancó de un tirón y dijo:

—Gracias.

—En cuanto a la renta... —comencé a decir.

—Sobre esa cuestión no hay más que hablar —me interrumpió, comenzando a cerrar la puerta.

Me acordé de las instrucciones de James y amenacé en voz alta:

—En tal caso, señora mía, me veré obligado a tomar mis medidas. Se lo advierto.

—Un comino es mucho comparado con lo que me importa lo que usted piense hacer —aseguró la patrona, al tiempo que me daba con la puerta en las narices.

Salí de la casa y encontré a James y Myra que me esperaban al final de la calle. Mi amigo llevaba ya su propio abrigo y se había quitado mi boina. Entramos en un bar de Earls Court Road y tomamos café. Myra insistía en invitarnos a desayunar huevos con tocino, pero mi estómago no estaba para comidas y, en cuanto a James, declaró que tenía algo que hacer antes de comer. Por último, sobre las ocho y media, se marchó dejándome solo con Myra.

—¿Sabes lo que va a hacer? —quise saber.

—Quiere hacerse pasar por agente de policía, me parece. No tengo muchas esperanzas de que lo consiga. Tu patrona es un bicho de mucho cuidado.

Dije que sí y tomamos más café. Pasó media hora y empezamos a temer que la patrona hubiera llamado a la policía y ésta arrestado a James por suplantación. La conversación languidecía. Myra advirtió que tendría que marcharse pronto para ir a la escuela de arte. De improviso, James apareció en el umbral; cruzó el local hacia nuestra mesa, arrojó dos libras ante mí y dijo con una reverencia:

—Ahora aceptaré el refrigerio.

—¿Dio resultado?

Rehusó hablar en tanto no ordenáramos el desayuno; luego nos contó cómo había solicitado hablar con la patrona explicando que él era policía.

—Parecía un tanto amedrentada. A la gente no suelen agradarle las visitas de la policía, ya sabéis eso.

James siguió con su historia: había sacado la cartera para pasarle ante los ojos un carnet de miembro de una sociedad recreativa y, sin solución de continuidad, le expuso que yo había acudido a la comisaría de policía en busca de consejo. James repitió su actuación en nuestro honor. Adoptando un aire grave y confidencial, como corresponde a un defensor de la clase media, nuestro amigo dijo:

—Por supuesto, señora, ese individuo no puede deducir contra usted ninguna acusación de índole penal, de manera que nuestras manos están atadas. Además, tengo sumo gusto en decirle que yo, personalmente, simpatizo con la actitud de usted. También yo poseo una casa de huéspedes. Mucho más modesta que la suya, claro está. Sin embargo, y volviendo a lo que importa, siento comunicarle que tuvimos que informarle que lo que usted ha hecho cae dentro del campo de lo ilícito civil y que, en consecuencia, estaba en su perfectísimo derecho si quería entablar acción contra usted en el campo civil. Ya sabe lo que son los pleitos, señora. Hay una alternativa, claro: la de permitirle a ese sujeto que utilice la habitación hasta que haya transcurrido el tiempo correspondiente a la renta adelantada.

Naturalmente, la mujer había rechazado semejante idea con cajas destempladas. En este punto había intervenido su marido (ésta fue la primera noticia que tuve de su existencia), y trató de entregar a James las dos libras y los quince chelines. James había rehusado tomar ese dinero porque, según explicó a la pareja, yo debía ir allí para retirarlo personalmente.

Según siguió explicando mi amigo, habría sido preferible que éste no se hubiese andado con tantos escrúpulos y hubiera aceptado el dinero al primer ofrecimiento. Ocurrió que cuando por fin accedió a entregarme el dinero, la patrona, con una rápida maniobra, recuperó los quince chelines pretextando que cualquier hotel cobraría eso por lo menos y que, por si fuera poco, eran tres los que habían pasado la noche en la habitación. En fin, que James consideró llegado el momento de retirarse y la patrona le acompañó hasta la puerta. Luego, cuando al llegar al rellano de la escalera el falso policía miró atrás, notó una expresión peculiar en el rostro de la mujer.

—Sólo cuando llegué a la calle comprendí el por qué de la actitud de ella —concluyó James—. Todavía llevaba algún que otro plumón en este abrigo. Es posible que ese detalle le haya estimulado la memoria haciéndole recordar que ya lo había visto sobre la cama unas horas antes.

—Dios mío —exclamó Myra—, en ese caso no hay que descartar la posibilidad de que haya telefoneado a la comisaría para averiguar si realmente ellos enviaron a su casa un agente de paisano. Incluso puede que la policía esté buscándote en estos momentos... ¡Y por suplantar a un policía!

—No andas descaminada, chiquilla —reconoció James—. Es preciso proceder a una retirada ordenada.

Comimos a toda prisa y cogimos un autobús a la misma puerta del café. Durante todo el trayecto, James exhibió una sonrisa burlona casi imperceptible que yo interpreté como la expresión de una satisfacción intensa, erótica casi.