Capítulo V
Doreen me indicó que necesitaba un par de horas para preparar el equipaje, de modo que salí en busca de James. (Me resulta imposible comprender por qué las mujeres hacen del empacar un rito tan complicado; yo nunca necesito más de cinco minutos). Me sentía extrañamente seguro de mí mismo. No me pasaban por alto las dificultades; sabía muy bien que las oportunidades de que hubiese una cama Ubre en la casa de Notting Hill eran muy escasas y todavía más escasas eran las posibilidades de que Doreen, visto el lugar, quisiera quedarse en él. Pero ya no me arredraban las dificultades; el destino me había ofrecido una prenda de su buena disposición para conmigo al hacer posible mi encuentro con Doreen. Recordé que Scott Fitzgerald había escrito: «La vida es algo que tú dominas a poco apto que seas. La vida se rinde a la inteligencia y al esfuerzo...». Por supuesto que luego, con el tiempo, Fitzgerald cambió de opinión. Pero esa intuición de sus primeros años era exacta. Tú tienes que limitarte a empujar con fuerza, y, si así lo haces, ten por seguro que los dioses te serán propicios.
Como yo suponía, James estaba ya en el French bebiendo té en un rincón. El local estaba lleno a rebosar de tipos de aspecto agotado que debían de haber pasado la noche en los bancos de paseos y jardines. (Yo empezaba a familiarizarme con la idea de que los vagos del Soho no poseían el espíritu de iniciativa ni la viveza que cabría esperar de su género de vida; las únicas características que desarrolla la vida bohemia son la ineficiencia y la vagancia.) Raoul, el espadachín, bebía un vaso de leche caliente: Ironfoot Jack seguía haciendo chucherías con trozos de alambre. Temía que James pudiera resentirse de mi informalidad del día anterior. Pero, como siempre, su reacción fue imprevisible. Me recibió con una sonrisa de bienvenida enteramente genial.
—¡Ah, Harry! ¡Me encanta volverte a ver, amigo! Temía ya que hubieses sucumbido y regresado a las Midlands.
Sin la menor insinuación por mi parte, James me invitó a una taza de café y a unas pastas pegajosas. Le conté con detalle mi encuentro con Sir Reginald Propter (cuidando de olvidarme de las diez libras) y luego la noche pasada con Doreen.
—Tú... bueno... ¿te resulta atractiva? —preguntó con sorprendente delicadeza.
—Eso parece —admití de mala gana. sin que supiera por qué, no quería hablar de Doreen. Cambié, pues, de tema—. ¿Te parece que habrá sitio para ella en esa casa de Notting Hill?
—Creo que sí. ¿No está a dos velas, verdad?
—¡Oh, no! Por supuesto puede pagar.
—Bien. —Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y descubrió que estaba vacío—. Déjame media corona, ¿quieres?
Se la entregué.
—Bueno, amigo. Supongo que si te lías con Doreen no querrás mantener nuestro convenio. ¿Me equivoco?
—No sé aún —respondí.
Me sentía embarazado. Las cosas estaban aún muy borrosas para hablar de «liarse». Mas James parecía estar extrañamente generoso aquella mañana.
—Está bien, compañero. No quiero que te sientas ligado a mí. Haz lo que te parezca mejor.
Para salir del trance, le pregunté qué había estado haciendo después que nos separamos el día anterior.
—¡Oh! Ya te lo puedes suponer. La holandesa aquella me invitó a comer. Luego quedamos en vernos esta mañana en la Galería Nacional.
—¿A que hora?
—No recuerdo. No pienso ir. No quiero liarme. No es mi tipo.
Invité a James a un segundo café, quedé de acuerdo con él en que nos encontraríamos a la una si a esa hora habíamos arreglado ya lo del alojamiento de Doreen y desanduve el camino en dirección a Bloomsbury. Por el camino, me detuve en el Museo Británico para recoger mi ticket para la Sala de Lectura. No pude resistir la tentación de entrar en ella sólo para ver qué aspecto tenía. Para mi disgusto, el hombre de la puerta estaba hablando con otro tipo y ni siquiera me indicó que le mostrara el ticket. Una vez dentro, me sentí como si hubiera penetrado en una catedral. Encontré un asiento libre, cogí un libro de una de las estanterías (resultó ser un Diccionario de Herejías), me senté y miré a mi alrededor, pensando en que probablemente el lugar en que me encontraba había sido honrado por la visita de hombres y mujeres geniales más que ningún otro edificio del mundo. Pero, pese a mi buena disposición de ánimo, el espíritu de la Historia no se dignaba dar respuesta a mi llamada; quizá fuese debido a que ninguna de las otras personas que se sentaban en la sala tenía aspecto de genio. (A decir verdad, también las iglesias abarrotadas me resultan incapaces de provocarme la menor emoción religiosa.) Así pues, empecé a leer el Diccionario de Herejías, me fascinó la lectura de las características de algunas sectas realmente fantásticas y, durante una hora, ramoneé entre sus páginas. Eso me llevó a pensar que, a la vista de la historia de la religión, es en verdad sobrecogedor e inexplicable que la raza humana siga tomando en serio muchas extravagancias. Devolví el volumen a su estantería y salí a la brillante mañana de diciembre, tras pasar junto a las estatuas de la Isla de Pascua que seguían mirando pasivamente, como diciendo: «Sin Comentarios».
Doreen llevaba ya puesto el abrigo, lista para marchar. Cuatro grandes maletas, con correas de cuero, descansaban en el vestíbulo.
—Ya pensaba que James te habría convencido para que no volvieras —dijo al verme entrar.
—¡Oh, no! Al contrario. Él cree que es una buena idea... me refiero a que te mudes a Notting Hill. Tenemos que encontrarnos con él a la una para comer juntos.
Encargó un taxi por teléfono y llevamos las maletas a la estación del metro de Tottenham Court Road. Llevábamos también el tocadiscos. Doreen tenía intención de dejarlo con las maletas para recogerlo más tarde, pero la persuadí de que el aparato sería una de las más positivas recomendaciones ante las gentes de Notting Hill, así que nos lo llevamos con nosotros. Ella quería que siguiéramos en taxi, pero yo insistí en despedirlo y tomar el autobús.
Mucho antes de que llegásemos a Notting Hill, experimentaba ya una desagradable sensación en la boca del estómago. Sin duda hubiese sido mucho más acertado que hubiera ido yo solo a averiguar si Doreen podía mudarse allí. A eso cabía añadir que el aspecto de Doreen era absurdamente respetable con aquel abrigo azul de hechura impecable. Nos detuvimos cerca de la estación de Notting Hill y examinamos un tablero de anuncios, pero no hubo suerte. «Atractiva modelo artística, disponible a cualquier hora del día o de la noche. Especialidad en poses inusitadas.» «Madame Swishem, experta en cultura física...», etcétera. Acaricié la idea de llevar a Doreen al Lyons mientras yo me ocupaba de hacer averiguaciones, pero rechacé la idea al recordar que James confiaba en que la muchacha podría quedarse. No me había decidido, en este punto, acerca de si yo tenía que quedarme también o no.
Toqué el timbre. Nada. Metí la mano por la abertura, hija del patadón de James, y abrí desde dentro. El vestíbulo tenía, poco más o menos, el mismo aspecto de la primera vez que lo vi; la única novedad consistía en unas dos docenas de botellas de leche y una caja de té llena de papeles usados, la mayoría de ellos manchados de pintura, como si los hubiesen empleado para limpiar pinceles. Subimos las escaleras —yo cuidando de no mirar el rostro de Doreen— y llamé a la puerta. No hubo respuesta. Abrí. La habitación estaba vacía. Las camas estaban todas sin hacer y el suelo y las sillas cubiertos de ropas. Oí rumor de pasos arriba y subí. Al final de la escalera había tres puertas. Llamé a la de la derecha. Una voz masculina aulló:
—¡Lárgate, maricón!
Abrí la puerta un par de centímetros y atisbé por la rendija. Se trataba, sin duda, del pintor que James había mencionado; su nombre me había quedado grabado porque era el mismo que el del sacerdote exonerado que ayudó a Gilles de Rais en sus experimentos de alquimias.
—¿Mr. Prelati? —pregunté.
—Exacto. ¿Quién es usted?
La primera impresión que saqué de Ricky Prelati fue la de un hombre gigantesco con una barba enmarañada y negra. Llevaba unos pantalones de franela, sucios y holgados, sujetos a la cintura por una simple cuerda, y una chaqueta de pijama cubierta de cuajarones de pintura. Debido a que la mañana estaba encapotada, estaba pintando a la luz de dos lámparas de arco.
—Parece que no hay nadie ahí abajo —dije tímidamente—. Nosotros estamos buscando un lugar en donde alojarnos.
—¿Quiénes son «nosotros»?
Abrí del todo la puerta para que pudiera ver a Doreen. Las maneras del pintor se hicieron un tanto más afables.
—Les ruego me disculpen si les he dado la impresión de que no eran bien recibidos. Creí que se trataba de uno de esos pillastres del piso de abajo. Se pasan el día arriba y abajo para pedirme té o cigarrillos o yo qué sé.
Me presenté y presenté a Doreen. El pintor dejó su trabajo para estrecharnos las manos.
—De manera que están buscando habitación. ¿Y por qué no buscan en un lugar más respetable?
—No me preocupa la respetabilidad —aseguró Doreen—. Creo que ese lugar es fascinante.
Mr. Prelati volvió a ocuparse de su cuadro. Tras unos minutos de silencio, preguntó:
—Disculpen lo indelicado de la pregunta, pero, ¿tienen el propósito de pagar su alojamiento?
—Por descontado —afirmé.
—Bien. Eso facilita las cosas. Concédanme otros cinco minutos y les mostraré algo que puede interesarles. —Se dirigió a Doreen y dijo—: ¿Quiere hacerme el favor de poner al fuego la tetera, chiquilla?
La ayudé a hacerlo en la cocina y luego colocamos el recipiente sobre el fogón. Las cortinas de la cocina carecían de su mitad inferior, sin duda el viento las había arrastrado hasta el fogón y el fuego había prendido en ellas. La pared mostraba aún una gran mancha, como si, para apagar el fuego, hubiesen usado una cafetera a punto de hervir. Sin embargo, la mitad restante seguía colgando, moviendo sus puntas chamuscadas al compás de la brisa que penetraba a través de la ventana. Regresamos a la otra habitación y esperamos en silencio, contemplando las pinturas. A primera vista noté que se trataba de un pintor más que regular; cada pincelada tenía en sí una individualidad acusada y extraña. Algunos de los cuadros tenían grandes afinidades con el arte abstracto, pero, ciertamente, en ellos no se percibía el menor sentimiento de abstracción; de todos ellos se desprendía un impacto emocional innegable. Había retratos femeninos, de animales, interiores...
Cuando dejó de pintar y abandonó la paleta, le pregunté:
—¿Ha expuesto usted ya?
Se limitó a encogerse de hombros casi imperceptiblemente y añadió:
—Bajemos.
Le seguimos hasta la planta baja. Sin volverse, habló por encima del hombro:
—Tengo una habitación ocupada por dos pintores borrachos, pero llevan meses sin pagar la renta, de manera que pueden ustedes quedarse con ella.
—¿No les sentará mal a ellos?
—No tiene importancia. Además, no han vuelto por aquí desde hace semanas.
Al pie de la escalera, a la derecha, había una puerta. Por la parte exterior estaba asegurada con un fuerte candado. Prelati lo agarró con su inmensa mano, lo retorció y arrancó candado y ajustes del bastidor. La puerta no tenía pomo; un trozo de alambre plastificado había sido enhebrado a través del agujero que debía haber ocupado el pomo y los extremos atados con cierta holgura para que hiciera las veces de aquél. Penetramos en una habitación de dimensiones modestas con el piso entarimado, dos viejos butacones, una mesa de madera más bien grande y una cama individual. La mesa estaba llena de botellas de vino vacías presididas por otra de whisky, vacía igualmente; aquí y allá, se veían varios cabos de vela medio consumidos. La habitación estaba sucia y llena de polvo. Uno de los cristales de la ventana estaba roto y había sido parcheado con un trozo de linóleum. Una fuerte corriente de aire subía por entre las junturas del entarimado. Por el suelo se contaban por centenares las cerillas esparcidas.
—Se lo cedo por libra y media a la semana.
—De acuerdo —dije, previendo que si Doreen no lo quería yo me quedaría el cuarto para mí. De una cosa estaba seguro: de que este lugar era preferible hasta la saciedad a la habitación de Earls Court. Saqué mi billetero y le entregué dos semanas de alquiler adelantadas. Sólo una cuestión me preocupaba.
—Supongamos que aparecen esos dos pintores. ¿Qué hacemos entonces?
—En tal caso, me los deja a mí.
Desapareció escaleras arriba y a los pocos segundos bajaba de nuevo con una nota impresa que rezaba: «ASIENTO OCUPADO». La partió en dos quedándose con la mitad que decía «OCUPADO», la cual fijó a la puerta con dos chinchetas.
—Siempre guardo unos cuantos cartelones así —explicó el pintor—. Tuve una amiga que trabajaba en la B.E.A. y que me facilitó cuantos quise. Hasta luego —añadió, antes de regresar a su cuarto.
—Si la habitación no te gusta, me la puedo quedar yo. Por eso la he tomado sin consultarte —me apresuré a explicar a Doreen.
—Me parece muy bien. ¿Pero de quién es ahora?
—Pues tuya, claro está.
—¿Y tú?
—Puedo dormir arriba. Por otra parte, seguramente te hartarás pronto de este agujero. Cuando eso ocurra, yo lo ocuparé.
—Te debo tres libras, entonces. —Me las entregó. Así quedaba libre de obligaciones conmigo. Después, Doreen examinó el cuarto—. Eso necesita una limpieza a fondo, no cabe duda —comentó.
Recordé haber visto una escoba en la habitación de arriba. Nos enfrascamos en la limpieza del cuarto y en fregarlo todo con un cubo de agua jabonosa. Unos diez minutos después de haber desaparecido en su cuarto, Prelati llamó a gritos a Doreen y le pidió que le preparase el té. Mientras la chica lo hacía, fui a las tiendas de los alrededores y compré algunas piezas de quincallería, una tetera, dos cacerolas, una sartén y otro candado. Compré también una abrazadera de astuto diseño que no podía separarse de la puerta una vez el candado estaba cerrado. Doreen había bajado a su habitación dos inmensos cubiletes de té. Los colocamos sobre el anaquel, fuera del alcance de las nubes de polvo que levantábamos con la escoba.
—Me gusta este pintor —afirmó Doreen—. Su cara resulta simpática. ¡Ah!, y me ha dicho que quiere que le llame Ricky.
Yo, a mi vez, dije que, en mi opinión, sus cuadros mostraban un talento notable, por no emplear la palabra genio.
—Sí, lo he advertido también. Se lo he dicho, pero no parece muy dispuesto a hablar de ello.
Mientras colocaba la abrazadera en la puerta, el poeta, Robby Dysart, entró acompañado de Vera. No parecieron sorprenderse lo más mínimo al verme allí. Vera inquirió:
—¿Se ha mudado usted?
—Sí.
—Me alegro. Estaba más que harta de esos dos hijos de siete padres. Venían siempre a las dos de la madrugada.
Al parecer, la habitación había sido ocupada por dos pintores homosexuales que regresaban siempre borrachos a primeras horas de la madrugada y, una vez en el cuarto, organizaban discusiones y peleas que alteraban toda la casa. (Me había sorprendido el elevado número de fragmentos de loza y botellas encontradas en la habitación; ahora lo comprendía todo.)
Cuando la habitación ofreció un aspecto de relativa limpieza, Doreen se sentó junto a la mesa y preparó una lista de lo que necesitaba. Dicho inventario incluía un aparador o armario en el que guardar la comida, mantas (las de la cama eran una superposición asquerosa de cuajarones inmundos y agujeros espaciosos), almohadas, loza y alfombras. Eso último era una necesidad imperiosa, ya que si bien había puesto en marcha una estufa eléctrica de doble filamento, la corriente que penetraba a través del suelo mantenía la habitación a una temperatura propia de una cámara frigorífica. Descubrí que este fenómeno tenía su causa en la estructura peculiar de la casa. La habitación no tenía, literalmente, nada debajo de sí; estaba sostenida por varios pilares de hierro entre los cuales uno tenía que pasar para llegar a la puerta lateral de los sótanos. Esta especie de cobertizo, situado debajo de la casa propiamente dicha, servía como depósito de carbón. El techo de dicho almacén estaba tan seriamente deteriorado que el viento silbaba tranquilo y seguro a través de nuestro entarimado.
Eran ya casi las doce y tres cuartos y decidí no molestarme en volver al centro; James lo comprendería. En vez de hacerlo, pues, Doreen y yo recorrimos las tiendas del barrio y compramos pan, queso, encurtido, jamón, huevos y preparamos una comida fría. Estábamos comiendo cuando Robby llamó a la puerta; quería que le prestásemos la caja de cerillas. Se quedó mirando la comida con tan evidente interés que Doreen le ofreció algo. Tras una débil negativa, dictada por los convencionalismos sociales, aceptó un pedazo de pan con queso y se sentó sobre el brazo de uno de los butacones. Parecía muy tímido, pero cuando empezamos a hablar de la necesidad de amueblar el cuarto, se mostró capaz de darnos consejos muy útiles. El mejor lugar era Portobello Road; si pensábamos comprar muchas cosas, sería aconsejable alquilar un carrito de mano al trapero de la esquina y llevárnoslo con nosotros. Como colofón, Robby sacó una cinta métrica, pringosa hasta lo sublime, tras identificarla y extraerla de entre un sorprendente conjunto de chucherías que le llenaban los bolsillos y nos ayudó a medir la superficie del piso.
Media hora más tarde, Doreen y yo nos llevábamos el carro del trapero (que, por cierto, rehusó el dinero que le ofrecimos) y lo empujamos hasta Portobello Road. Visitamos tres o cuatro tiendas de muebles de segunda mano y adquirimos un trozo de linóleum de unos ocho pies cuadrados, dos sillas de madera, una mesa y hasta varias almohadas y mantas, éstas últimas sobrantes del Ejército.
Por último, Doreen entró en una lencería y compró un mantel de plástico y varios cojines de brillantes colores. Luego, siempre empujando el carro, emprendimos el regreso a casa. Lo descargamos en el jardín de la parte delantera y lo devolvimos a la trapería, ahora vacía y sin nadie a su cargo.
La siguiente tarea fue más complicada; tuvimos que sacar todos los muebles al vestíbulo mientras colocábamos el linóleum. Metimos la cama, a medias, en el retrete, desenrollamos el linóleo y, a fuerza de pisotones, lo aplanamos. Tuvimos, luego, que meter a brazos la mesa a través de la puerta (Robby me ayudó a hacerlo) y devolver a su lugar el resto del mobiliario. Doreen extendió el mantel. Hicimos la cama (aunque no teníamos todavía sábanas ya que Doreen las tenía guardadas en las maletas) y sacudimos los andrajosos restos de la esterilla del hogar hasta 'hacerlos cambiar de color. La habitación, es cierto, se había transformado, pero yo no estaba seguro de hasta qué punto había mejorado. El linóleum, el mantel; los cojines, no hacían sino resaltar la rotura del cristal de la ventana y la desnudez de las paredes. Y, de vez en cuando, la corriente seguía penetrando por misteriosas rendijas. Sin embargo, Doreen parecía complacida. Volvió a salir a la calle para comprar unos descuidos y, a la media hora, estaba ya preparando una taza de té en su propia tetera puesta a hervir en su propio hornillo de gas. Después, nos sentamos, mirándonos el uno al otro con satisfacción sí, pero con la impresión de frustración que surge cuando todo ha sido ya colocado en su sitio y nada más queda por hacer.
—Convendría ir por el equipaje —sugerí.
—Buena idea. ¿Puedo tener una de las llaves del candado?
—Mejor será que te quedes con las dos —dije—. Esa es tu habitación.
—No. Quédate tú una. Pero... hay algo que quisiera poner en claro.
—¿Qué es ello?
—Verás. Si ésa es mi habitación, no quiero que James pase en ella la mitad de su tiempo libre, que imagino no ha de ser poco.
—Me parece muy lógico. Como te dije, la habitación te pertenece y mandas en ella.
—No es que me desagrade James. Pero... tú ya me entiendes...
Dije que sí, aunque la verdad es que no. No quería discutir porque me constaba que ambos estábamos exhaustos. Había sido un día agotador. Todos los músculos del cuerpo me dolían terriblemente. Me serví más té y luego me tendí sobre la cama y cerré los ojos.
—¿Nos vamos? —preguntó Doreen.
—¿No sería mejor esperar? Estamos en plena hora punta.
Apagó la luz y se tendió a mi lado. Los filamentos de la estufa se reflejaban sobre el techo con tonos rojizos. En la calle, el tráfago rodado era incesante; coches, camiones, autobuses, cruzaban en ambas direcciones en una corriente sin fin, haciendo temblar los pilares de la habitación. En el vestíbulo, se hablaba y alborotaba. Pero la puerta estaba cerrada por dentro por medio de un pasador y nosotros estábamos cansados. El ruido no hacía sino aislarme más en un mundo en el que mi única compañera era Doreen. Al principio, estaba yo tan excitado por la proximidad de la muchacha que no sentía ganas de dormir, pero cuando la enlacé, ella asió con fuerza mi mano y, bajo aquella dulce presión, caí dormido al poco rato de hacerlo ella.
Debía de haber transcurrido una hora cuando me despertó al oír los golpes que alguien daba en la puerta. La voz de James llamó:
—¿Estás ahí, Harry?
Sin moverme, traté de desprenderme de la neblina del sueño. James no insistió; oí sus pasos cuando subió la escalera. Crucé la estancia, llegué a la puerta y la abrí. La luz me cegó.
—¡Ah!, estás aquí —exclamó James—. Siento haberte molestado.
Cerré la puerta a mis espaldas para no despertar a Doreen y me quedé quieto, de pie sobre mis pies descalzos, esperando que James volviera a bajar.
—Vi que la luz estaba apagada y me marchaba para no despertarte —explicó mi amigo—. ¿Dónde está Doreen?
Sacudí la cabeza y señalé hacia la puerta.
—¡Ah, ya veo! —comentó James.
Casi me alegré de que se equivocara, de que pensara algo que no había ocurrido. Eso hacía que me sintiera menos culpable de desertar de su lado. En pocas palabras le expliqué por qué no habíamos aparecido a la hora de comer.
—¿Compartirás la habitación con la chica? —preguntó James.
—Si me deja —condicioné.
Mi amigo asintió con la cabeza. Le pregunté qué pensaba hacer.
—Ir a cualquier parte. Llevo ya media hora aquí. ¿Quieres acompañarme y me ayudarás a «rondar» la cola de un teatro?
—¿Cómo?
—Ya lo verás. Haremos dinero bastante para unas cervezas.
—Te debo la cena —dije, recordando mis deberes contractuales.
—¡Bah, olvídalo! Tú tienes ya otra boca que alimentar.
Entré en el cuarto y, agitándola suavemente, desperté a Doreen para pedirle el ticket de la consigna de la estación a fin de recoger sus maletas. Entre sueños, ella murmuró algo del bolso. Encontré el resguardo, la tapé con una manta y le di un beso. James y yo nos encaminamos a la estación de Notting Hill. La perspectiva de «rondar» la cola do un teatro no me atraía en lo más mínimo, pero consideraba que le debía este favor a James por haberle fallado en la comida.
Bajamos en Tottenham Court Road y anduvimos hasta el Princes Pese a que yo tenía que limitarme a recoger el dinero, no pude evitar un cierto alboroto en el estómago. James parecía encantado de la vida. Consultó un reloj cercano y comentó:
—Las siete. Tenemos de explotar otra cola cuando terminemos con ésta.
Pero nos habían pisado el terreno. En el centro de la calle, frente al teatro, tres hombres llevaban a cabo, con todo entusiasmo, una representación con canto y baile. Los sones del acordeón llegaron hasta nosotros desde más de cien yardas de distancia. Me sentí aliviado. Durante unos minutos, nos detuvimos para observarlos. El número era bueno de veras. Dos hombres con trajes rayados y sombrero hongo cantaban y bailaban con sincronización total; luego, abandonaron los sombreros y las chaquetas y se pusieron unos turbantes y unos pañolones, el acordeón compuso unos ruidos parecidos a los sones de una flauta de bambú, y los dos hombres empezaron una parodia cómica y sinuosa de una danza hindú. Nos largamos cuando uno de ellos se nos acercó sombrero en mano.
—No te preocupes —aconsejó James—. Iremos hasta St. Martin's Lane.
Dimos con una formación de futuros espectadores de aire particularmente cansino y aburrido que aguardaba a las puertas del New Theatre. James retrocedió como unos seis pasos y anunció, con voz solemne y potente:
—Señoras y caballeros, en tanto esperan ustedes el momento de pasar a ocupar sus localidades en el interior de este local, yo tomaré sobre mí, con sumo gusto, la tarea de entretenerles.
Nadie dijo nada. Hasta creí ver miradas y expresiones sarcásticas en más de un miembro de la cola. James prosiguió sin el menor síntoma de nerviosismo:
—Como algunos de ustedes recordarán, señoras y caballeros, mi especialidad es el drama isabelino [14]. Sin duda no pocos de los que me honran ahora con su atención poseen las obras de Marlowe que yo edité para la Editorial Glosopédica.
El auditorio rió el desatino de mi amigo; era evidente que James había sabido apreciar la clase de público que tenía delante gracias a la obra que iban a ver (una pieza con pretensiones de erudición que había sido traducida del francés).
—Por desgracia —prosiguió James—, mientras estudiaba en la RADA [15], la escuela fue alcanzada por una V-2 alemana. Yo no presté mucha atención a la explosión, esa es la verdad. Creí que algún estómago vacío hubiese ingerido demasiado bicarbonato de sosa. Pero cuando desperté en el hospital dos días más tarde, me di cuenta de que ya no recordaba de qué obras de Shakespeare procedían los distintos fragmentos que conocía. Creo que, en mayor o menor grado, he sabido sobreponerme a esta desgracia, pero, para el caso de que así no sea, confío en que todos ustedes sabrán disculpar mis pequeños deslices.
Empezó a recitar un ingenioso fárrago de Shakespeare y otros dramaturgos isabelinos que ya no puedo recordar con detalle. Empezó con «La virtud del perdón», y derivó hacia «Otra vez en la brecha, amigos queridos», pero, al llegar al verso «Dios por Inglaterra, Enrique y San Jorge», lo sustituyó por «¿Es éste el tipo que ha botado un millar de navíos?», e intercaló no pocas citas de «My Fair Lady». No cabía duda de que James había sabido tocar la fibra del esnobismo cultural del auditorio, que reía a más y mejor cada vez que él saltaba de una obra a otra, incluso cuando el cambio no tuviera gracia especial. Cuando mi amigo llegó al final de su recital, los de la cola aplaudieron con verdadero entusiasmo. James anunció que, durante su próxima intervención, su colega pasaría entre ellos con la bandeja. Yo había improvisado un sombrero con un periódico y comencé mi recorrido por el final de la cola. Mientras tanto, James anunció que estaba trabajando en un proyecto para elevar el tono intelectual de la publicidad televisada y que había conseguido convencer al jefe de programas para que le permitiese ensayar un nuevo método en el que pensaba valerse de citas Shakesperianas. Ésta, por ejemplo, era su idea para anunciar un famoso laxante: «Estreñimiento o no estreñimiento, he aquí el problema...». Continuó monologando; algunos de los versos rozaban los límites de la crudeza sin que, empero, resultasen ofensivos. El público ya se le había entregado por entero. Aprovechando una pausa provocada por los aplausos, James me indicó con un gesto que empezase por la cabeza de la formación ya que la gente comenzaba a entrar. Él emprendió la declamación de párrafos de lo que declaró era la más grande obra de Shaw, «El Admirable Bashville». La cola fue avanzando y yo recogí lo que se me antojó medio quintal de calderilla. Cinco minutos más tarde, estábamos solos. Le dije, con verdadero entusiasmo, que su actuación había sido muy brillante y ello pareció complacerle. Cuando le pregunté quién escribía su material, se limitó a decir que era el fruto de una tradición oral que le había sido transmitida por no me acuerdo qué individuo. Entramos en una taberna del otro lado de la calle, encontramos una mesa libre en un rincón y nos entretuvimos en contar lo recaudado mientras nos tomábamos sendas cervezas. Había casi ocho chelines, mayormente en monedas de penique y medio penique.
—¿Pero qué haces si la gente de la cola espera para ver una comedia lacrimosa o algo así? —le pregunté.
—Les obsequio con «Eskimo Nell» o «Navidad en el Hospicio». Y si la cola está a las puertas del Old Vic, compongo un parlamento en el que les digo que deberían conocer más a fondo a los demás autores isabelinos. Luego les doy los fragmentos más populares del «Tamburlaine» y de «La Tragedia Española». Todo se reduce a calibrar la mentalidad, el gusto y el talante de quienes te escuchan. William McGonagal es, por regla general, un éxito seguro cuando de auditorios eruditos se trata.
James no cesaba de sorprenderme con nuevos aspectos de su carácter. Observé que si hacía aquellos solos dos veces cada noche, podría hacer de ello una forma de ganarse la vida.
—¿Pero a quién le interesa eso? Si yo hiciera eso diariamente, ya no disfrutaría con ello. Sería un profesional en vez de un amateur. Además, tendría la impresión de que las colas habían contemplado mi actuación más de una vez. Eso acabaría con la diversión. Voy a serte franco, tengo más de cincuenta métodos diferentes para agenciarme unos chelines. Tardaría semanas en enseñártelos todos.
Comprendí, entonces, que la representación había tenido lugar en mi honor, especialmente para mí. Había sido un intento que James había hecho para persuadirme de que me apartase de Doreen. Sin embargo, preferí no profundizar en ello. Advertí que en el mostrador vendían bocadillos de jamón. Me acerqué, compré dos y otro par de cervezas. El éxito de James en lo de las colas me había inspirado. Mi amigo se empeñó en una explicación, extensa y detallada, de su filosofía de la libertad. Por primera vez, comprendí que sus palabras eran la expresión de una opinión y de un enfoque de la vida sentidos realmente y no sólo una excusa para no ocuparse en nada. Le pregunté cuándo se le había ocurrido por vez primera semejante idea.
—Te lo puedo decir con toda exactitud. Cuando me licencié del ejército, llegué al Soho con un par de libras en el bolsillo. La primera noche, encontré a una muchacha en un bar. Me acerqué y me ofrecí para dibujarla. Era una de esas muchachas tan frecuentes en las escuelas de arte; era patente que quería meterse entre sábanas y yo, como es tradicional en mí, me sentí inclinado a complacerla. La pega estaba en que ella vivía en Balham, o no se dónde, con sus padres y yo dormía donde me pillaba el sueño... si tenía suerte. Desde luego podía excusarse ante sus padres diciendo que se había quedado en la ciudad con unas amigas, pero seguíamos sin tener un lugar en el que acostarnos. Bueno, estuvimos vagando de un lado para otro durante más de una hora hasta que alguien nos habló de un cine abandonado situado detrás de la Tottenham Court Road. Nos encaminamos al lugar indicado y dormimos en el suelo. Ni siquiera había butacas. Llovió durante la noche y tuvimos que cambiar de sitio porque el agua se filtraba por los lugares más insólitos. Encontramos un rollo de papel de decorado en uno de los retretes, lo arrastramos hasta un rincón algo resguardado y lo usamos a modo de colchón. La muchacha se portó muy bien en la cama, en el suelo, quiero decir. En fin, a la mañana siguiente, me levanté, dejé que ella regresara a su escuela de arte y salí a la calle. La mañana de verano era triste y lluviosa. Caminé hasta encontrarme con un saco lleno de panecillos recién sacados del horno apoyado junto a la puerta de un café. Afané un par. Un centenar de metros más abajo, en la misma calle, me apoderé de una botella de leche que descansaba sobre un portal. Me metí en un segundo portal y me entretuve en observar a los pobres idiotas que se dirigían al trabajo bajo la lluvia con paso presuroso. Así fue como empezó todo.
—¿Qué sentiste? —persistí. Su sinceridad me impresionaba; James, era innegable, hacía grandes esfuerzos tratando de recordar con la máxima exactitud cómo había ocurrido todo.
—Allí estaban todos, encaminándose a trabajar para llenar los bolsillos de sus patronos. Se habían dejado atrapar por la gran máquina. Ninguno de ellos sabía lo que significa vivir y ser y sentirse libre. Desde el mismo momento de su nacimiento carecieron de una oportunidad para comprender la realidad. Se les educa. Ésta es la gran pega. El prójimo les dice que tienen que estar al servicio de la comunidad, trabajar para la sociedad y toda esa monserga. Se les ha sometido a un lavado de cerebro, como ahora se dice, y son incapaces de raciocinar por sí mismos. ¿Y de qué sirve decirles que han sido víctimas de un torcimiento de destino? No me gustaría que los demás, me refiero a una mayoría, fuesen como yo. ¿De qué serviría? Lo que necesitamos es que la gente siga siendo como es; así nos servimos de ella como nos aprovechamos del borrego al que matamos para comernos su carne. Pero yo, y unos pocos como yo, no nos dejamos embaucar. Nos gusta ser libres.
—El hombre ha nacido libre y, sin embargo, vive perpetuamente encadenado —cité no sé de dónde.
—Eso es muy cierto —admitió James—. A veces tienes ideas realmente magníficas. El hombre ha nacido libre y, sin embargo, vive perpetuamente esclavizado... ¡Magnífico pensamiento! ¡Sí señor!
Me di cuenta de que una nueva peroración estaba a punto de descargar sobre mí y me apresuré a vaciar mi vaso y a sugerir que debíamos marcharnos. Deambulamos en dirección al Soho, echamos un vistazo al French, atestado a aquella hora, y nos dimos buena maña para retirarnos en cuanto advertimos que Raoul nos había visto y emprendía la marcha hacia nosotros abriéndose paso a codazo limpio. Mencioné el club en el que había estado el día anterior y pregunté a James si lo conocía.
—¿El Caves? Sí, soy socio de este club. Podemos ir a tomar un trago si te apetece.
En el mismo portal del establecimiento, tropezamos con un par de tipos, uno gordo y bajito, el otro delgado e interminablemente talludo, los dos borrachos y los dos cantando «Cuando vuelvas de nuevo a Gales». Cuando nos hubimos desembarazado de ellos y entrado ya en el club, James murmuró a mi oído:
—Esos dos individuos son David y Jones, la pareja de pintores a la que has privado de su nido.
Me volví para mirarlos, tan sólo se habían alejado unos pasos y pude darme cuenta de su aspecto. El alto hubiera podido pasar por un limpiacristales tísico; su rostro era alargado y huesudo, con nariz picuda y ojos de intenso brillar. El bajito tenía un continente extraño y pesado; su rostro cuadrangular tenía trazas saludables y el color que tenía venía a confirmarlo; un bigote pequeño cabalgaba sobre una boca grande y sus ojos estaban ocultos tras unos párpados enormes y desprovistos de pestañas. James tuvo a bien resumirme su historia. Les había descubierto en Cardiff, hacía ya cinco años, un famoso crítico de arte; habían venido a Londres y expuesto con notable éxito y, desde entonces, no habían estado serenos un solo día.
—¿Opinas que tendremos dificultades con ellos? —pregunté a mi amigo.
—Unicamente si recuerdan dónde viven. Al parecer llevan varias semanas sin acercarse por allí, de manera que lo más probable es que se les haya olvidado. Sin embargo, no hay motivos para preocuparse. Si aparecen, no tienes más que decirles que se han equivocado. Asegúrales que llevas cinco años viviendo en la habitación.
James encargó dos cervezas y paseamos la vista por el local en busca de un sitio donde poder sentarnos. Fue entonces cuando vi a Sir Reginald Propter que, sentado en un rincón apartado, conversaba con una mujer gruesa que llevaba puesta una capa azul. El aristócrata advirtió mi presencia y me sonrió.
—¿Amigo tuyo? —preguntó James y, de pronto, su expresión cambió. Cuando inicié mi avance hacia la mesa de Sir Reginald, mi amigo me agarró de la manga—. No vayas allá. Esa mujer es uno de los peores bichos del Soho. Es una salvadora de almas.
Pero Propter me estaba haciendo señas. Me encogí de hombros y continué mi marcha. El aristócrata se levantó para saludarme.
—¡Hola, Harry! —Me agradaba que me llamase por mi nombre de pila como si fuésemos viejos amigos—. Me gustaría que conociese a Barbara Collifax. Es una excelente poetisa.
La mujer me tendió una mano enguantada. Vista de cerca, resultaba sorprendentemente fea, con rostro cadavérico y dientes amarillentos, sepulcrales. Con voz grave, casi masculina, dijo:
—Creo que ya nos conocemos, ¿verdad?
—Me parece que no, señora.
—¿No me formuló usted una pregunta acerca de la vida futura al final de una plática?
Le di. seguridades de que jamás había yo hecho una cosa semejante. Me miró como si no acabase de creerme del todo y añadió:
—Bueno, toda vez que mi amigo Reggie tenía tanto interés en que nos conociéramos, imagino que tenemos algo en común.
—Y así es —confirmó Propter—. Harry está escribiendo un libro acerca del estado espiritual del hombre moderno.
—¿De veras? Siéntese y cuénteme. Me interesan sobremanera estos problemas.
—Lo siento, pero tengo que volver con mi amigo —objeté, mirando hacia donde se encontraba James.
La mujer miró con ojos de miope en la misma dirección y preguntó:
—¿Por qué no se acerca su amigo? Dígaselo.
—Se lo diré —dije.
Agité la mano y James, con paso tardo y gesto reluctante, se aproximó a la mesa. La mujer le contempló con ojos incrédulos y luego exclamó:
—¡Oh, es usted!
—Es un placer verla de nuevo —saludó James. La mujer parpadeó como si mi amigo la acabase de abofetear, luego le dirigió una mirada furiosa y aseguró:
—¡No estoy dispuesta a aguantar sus impertinencias!
—En tal caso, me trasladaré a un lugar donde usted no pueda inspirarme esa misma impertinencia —respondió James, con la mejor de sus sonrisas.
Sir Reginald, incómodo y alarmado, se apresuró a intervenir.
—¡Vamos! ¡Vamos! —dijo—. No creo que haya habido ánimo de ofender por parte alguna. ¡Vamos!
Presenté James a Propter. Con aire de absoluta infelicidad, éste invitó:
—¿No quiere usted sentarse?
La mujer se puso en pie majestuosamente y, con su sonora voz, manifestó:
—He de marcharme.
Pensé, por un momento, que después de tan tajante declaración cumpliría lo anunciado sin ulteriores demoras; pero me equivoqué. La mujer miró a James de hito en hito y aseguró:
—La compañía de un imbécil petulante y fatuo es mucho peor que la soledad.
Ignoró el intento de Propter por retenerla y se encaminó a la puerta y, a través de ésta, a la calle. Capté una expresión de alivio inequívoco en el rostro de Propter al verla desaparecer. Tomé asiento. Sir Reginald miró a James con ojos agradecidos.
—¿Qué le hizo usted a la buena señora?
—Nada. En cierta ocasión, trató de convertirme y yo me limité a exponerle, en réplica, mi filosofía de la libertad.
—Tiene una mentalidad muy rigurosa —admitió Propter. En sus palabras había un cierto tono de reticencia.
—Siento de veras haberle estropeado la velada —se excusó James, tanteando en busca de más información sobre la mujer.
—Nada de eso. Estaba intentando persuadirla para que escribiera un artículo para mí. Es una experta en lo que atañe al culto de Mithras [16]. Desgraciadamente, empero, está firme e inamovible en la creencia de que el budismo y su doctrina son inicuos y perversos. Estábamos discutiendo sobre el particular y comenzábamos a sentirnos incómodos cuando ustedes llegaron.
—Es muy posible que dentro de cinco minutos la tengamos aquí presentando sus excusas —observó James.
—¿Usted cree?
—¡Vaya si lo creo! La conozco bastante bien.
—Entonces, mejor será que nos vayamos cuanto antes.
Vaciamos nuestros vasos y seguimos a Propter. Comprendía ahora por qué me había llamado con tanta cordialidad. Miró a un lado y a otro de Dean Street y detuvo un taxi que pasaba en aquel momento.
—Será mejor que le dejemos, Sir Reginald —dije yo.
—De ninguna manera, a no ser que tengan algo que hacer. Vamos a tomar un trago a cualquier otro sitio.
Nos metimos en el taxi. Propter indicó al chófer que se dirigiera a Fitzroy Square y James aprovechó para preguntarle dónde vivía.
—En Clanricarde Gardens.
—¿Sí? Eso está cerca de donde vive Harry. ¿Por qué no nos acompaña y bebe algo con nosotros?
Miré de reojo a James intentando averiguar qué nueva idea le bailaba en la cabeza. Era muy lógico suponer que la invitación no era cien por cien desinteresada. Y además, aunque me sentía razonablemente orgulloso de la habitación de Doreen, no me sentía entusiasmado ante la idea de invitar a un baronet a beber cerveza en ella. Propter aceptó la invitación de mil amores... y a la par.
—Son ustedes realmente amables. Estaré poco tiempo, sin embargo. Estoy muy cansado.
Mientras estábamos detenidos por los semáforos de Oxford Street, me acordé de las maletas de Doreen y pregunté a Propter si le importaba esperar unos momentos mientras James y yo las recogíamos. Tras la muy amable respuesta del aristócrata, mi amigo y yo bajamos a la estación del metro en Tottenham Court Road.
—¿Qué idea tienes? —pregunté.
—No hay idea esta vez. Me parece un tipo agradable. Así tendremos ocasión de conocerle mejor. Aparte de eso, apuesto doble contra sencillo a que se interesa por la pintura. Podemos hacer un favor a Ricky Prelati si es así.
Me estaba acostumbrando demasiado al carácter sorprendente e intrincado de James para mostrarme ahora asombrado de sus sentimientos altruistas. Mi amigo añadió:
—Además, apuesto a que ha aceptado a condición de que le dejemos contribuir con parte de lo que vamos a beber. Ya lo oíste. Dijo que «a la par».
Pusimos las maletas de Doreen, y también las mías, en el portamaletas del taxi. A mitad de camino hacia Notting Hill, James preguntó:
—A propósito, Harry. ¿Tienes bebidas en tus dominios?
—Aún no. Me he mudado hoy mismo y no he tenido tiempo de comprarlas. Nos pararemos y conseguiremos algo, no te apures.
Las predicciones de James sobre el carácter de Sir Reginald habían sido acertadas. Cuando el taxi se detuvo ante la casa, entramos en la taberna de al lado. Yo compré dos cuartos de ale y un poco de borgoña español. Propter insistió en comprar una botella de whisky.
—¿Le interesa a usted la pintura, señor? —inquirió James.
—Muchísimo.
—Entonces tiene que ver la obra de un hombre que vive aquí. Es un verdadero talento.
Vi pasar una sombra de precaución por el rostro de Propter. Sin duda no era la primera vez que era atraído a situaciones semejantes a la que temía, situaciones en las que la única defensa está en decir que a uno se le olvidó en casa el talonario de cheques. Entre todos, metimos las maletas y las botellas en el vestíbulo. La puerta de Doreen estaba cerrada con llave y la abrí con la mía. La luz y el fuego estaban encendidos.
—Se está cómodo aquí —comentó Propter.
El baronet recorría la habitación con la vista con aire benevolente y un tanto recordativo. James subió al piso de arriba para ver quién estaba en casa. Un momento después, llamaba:
—Suban. Todos están aquí.
Obedecimos sin olvidarnos de las botellas. La habitación parecía distinta por la noche. Las bombillas, desprovistas de tulipas, esparcían un raro resplandor por toda la estancia. Las cortinas habían sido retiradas de las ventanas y sólo un árbol de ramas escuálidas y sin hojas obstruía la visión de la gente que vivía en el bloque de lujosos apartamientos de la otra parte de la calle. Un buen fuego ardía en el hogar y un olor penetrante a comida y a ajo revoloteaba en el ambiente. La mayoría de los ocupantes de la estancia eran los que ya había conocido aquella mañana, pero no faltaban unas cuantas caras nuevas. Hoffmann, el periodista, estaba tendido sobre la cama, con aspecto enfermo y agotado. Doreen se sentaba en una silla junto al fuego (reconocí el mueble como uno de los suyos) y bebía un vaso de vino blanco. Camas y sillas habían ido colocadas de forma que dejasen libre un amplio círculo en el centro del cuarto que estaba ocupado por un ejército de botellas de cerveza, borgoña barato y vino corriente.
Nuestra aparición, cargados de nuevas botellas, fue saludada con gritos que para sí hubiera querido Estentor [17]. Doreen me miró a los ojos y sonrió. Me alegró ver que se sentaba en un rincón, algo apartada de los demás. Las otras mujeres estaban repartidas sobre varias camas mezcladas con los hombres que las superaban en número. James presentó a Propter a los presentes limitándose a proclamar su nombre en voz alta.
—Sería un fastidio que fuera yo indicándole el nombre de cada uno de los aquí presentes. Ya irá conociéndolos a medida que charle con uno y otro.
Alguien desocupó una silla en honor de Propter y le entregó una taza sin asa. Desmond, el joven que había sido comisionado para robar comida el día anterior, parecía haber prescindido de su timidez, es posible que debido al vino.
—¿Ha traído los discos de Doreen? —me preguntó. Cuando vio que yo asentía, exclamó—: ¡Hurra! ¡Tenemos música!
Doreen se abrió paso entre las botellas y los dos bajamos hacia su. cuarto.
—¿Qué te parecen? —pregunté.
—Son divertidos. Nunca había visto una cosa semejante en Nueva Zelanda. Me alegro de haber venido aquí.
Abrió una de sus maletas y sacó unos discos. Entonces, me acerqué y, volviéndola hacia mí, la besé. Me empujó diciendo:
—No. Pueden vernos.
Me dirigí a la pared y apagué la luz; luego, la besé otra vez. Su cuerpo se relajó y sus labios se entreabrieron. Se me hacía muy cuesta arriba apartarla y seguí besándola hasta que ambos sentimos un extraño ardor; entonces ella se desasió.
—Vamos. No debemos ser como los de arriba.
Encendió la luz y yo recogí los discos, tratando de disimular la turbación que sentía. Pregunté, esforzándome en aparentar indiferencia:
—¿Por qué dices eso? ¿Es que hay algo en ellos que no te gusta?
—¡Oh, nada! Pero hay que reconocer que tienen la manga demasiado ancha. ¿No crees? Esa chica, Vera, comenzó a beber y a besuquear a Tommy con la boca llena de vino. Después de unos pocos minutos así, se levantaron y salieron del cuarto. Creo que si ella llega a estar un poco más bebida ni siquiera se toman la molestia de retirarse de la habitación.
Eso me puso al tanto de que el vivir en un lugar semejante podía tener sus inconvenientes si avivaba el sentido del pudor en Doreen. Con todo, era aún demasiado pronto para opinar. Cogimos el tocadiscos y subimos. Desmond, al vernos entrar, se abalanzó sobre los discos dando un alarido de satisfacción. A los pocos minutos, toda conversación había sido ahogada por los estridentes sones del octeto de Brubeck, puesto al máximo que de sí daba el pick-up.
Robby Dysart, al parecer, conocía muy bien las aficiones de Propter, pues le tenía enredado en una extraña conversación acerca del budismo y su mística. Desmond y una de las chicas habían apartado las botellas y estaban bailando. Vera se había echado sobre la cama y en su cara había una expresión soñadora. Hoffmann la miraba de vez en cuando con ojos cansados, tristes. Después de oír la historia de Doreen, comprendí la razón de su melancolía y lo sentí por Hoffmann. En aquel lugar, él parecía estar más desplazado aún que Propter, quien, por cierto, lo estaba pasando en grande. Hoffmann se estaba poniendo en ridículo por culpa de Vera y él lo sabía. La muchacha era, sin duda, una ninfomaníaca y él se sentía atraído por cierto hálito de destrucción que flotaba en torno a ella. Estaba claro que Vera no le tomaría nunca en serio. Y no sólo porque Hoffmann le llevase veinticinco años. La razón era de índole más profunda. Hoffmann pertenecía a una generación más vigorosa, más sensible, a una generación que se sentía ligada a los hermanos Goncourt, una generación que no se tomaba a la ligera sus frustraciones y fracasos. Si la frustración no constituye motivo de preocupación para seres como Vera y Tommy, el por qué de ello radica en que tales individuos jamás han querido o deseado algo el tiempo necesario para sentirse frustrados si no lo alcanzan. Esto, ciertamente, no constituye superioridad ninguna, pero, no obstante, hasta cierto punto yo prefería a las Veras y a los Tommys. Los
prefería del mismo modo que Whitman prefería los animales a los seres humanos.
El disco calló. Propter estaba preguntado a Robby si podría ver algo de su producción poética. Me alegraba comprobar que la visita de Propter resultase provechosa para alguien. Me acerqué a James (que se había refugiado en un rincón en compañía de una botella de borgoña) para preguntarle si pensaba acompañar a Sir Reginald a ver a Ricky Prelati. Al oírme, Vera se incorporó para decir:
—Hoy tiene uno de sus días de humor antisocial. Dice que está pintando las mansiones de la paz eterna. Probablemente les echará con cajas destempladas.
—Probaremos fortuna de todos modos —dijo James—. ¿Quiere usted subir con nosotros, Sir Reginald?
Yo salí el primero de la habitación. Doreen me siguió. Llamé a la puerta. Nadie contestó. Abrí cautelosamente, temeroso de ser saludado por el mismo rugido que me había dado la bienvenida por la mañana. Ricky estaba de pie, a unos cuatro metros del caballete, mirando el cuadro. Dijérase que estaba hipnotizado. Cuando penetré en el cuarto, advertí que tenía un modelo. Un hindú, pequeño y moreno, se sentaba en cuclillas en el centro de la alfombra. A pesar de mi irrupción, el oriental continuó con la mirada perdida en el muro y sin mover un solo músculo. Modelo y pintor parecían figuras de cera. James y Sir Reginald entraron también. James no pareció desconcertarse ante el inmovilismo de los dos seres y comentó:
—¡Ah! El maestro está en trance.
Avanzó hasta ponerse junto a Ricky y examinó el cuadro. Después de un instante de vacilación, también yo me acerqué. Pude ver, entonces, por qué Ricky tenía aspecto de estar hipnotizado. La pintura era un conato increíble y de aire abstracto que muy bien pudiera haber sido una medusa blanca y luminosa que arrastrase sus antenas nervudas por entre aguas negras iluminadas por resplandores rojos y amarillos. La blanca ampolla del centro de la tela, con todo, concentraba la atención del observador; cuanto había en el cuadro parecía tender hacia la pompa central. Después de un rato de mirar con fijeza, yo también comencé a sentirme hipnotizado.
James dio un golpecito a Ricky en la espalda, diciendo:
—Maestro, ha conseguido usted una obra genial. ¿No cree usted lo mismo, Sir Reg?
Ricky parecía volver en sí del trance. Nos miró curioso pero sin hostilidad, como si no comprendiera cómo habíamos entrado allí.
—Una creación sumamente notable; eso es, sumamente notable. Y dígame, ¿cómo la titula usted? —quiso saber Propter.
Ricky señaló hacia el hindú, que por cierto iba en cueros, e indicó:
—Éste es Narendra.
Sir Reginald miró a Narendra como si pudiera convertirse en un ser ultraterrestre y fue presentado por James al pintor. Se estrecharon las manos y Propter indagó:
—Dígame, señor, ¿estaría usted dispuesto a vender esa pintura?
—¡Oh, no! No —dijo Ricky, sacudiendo la cabeza.
Aguardamos alguna explicación a su negativa, pero no la hubo. James intervino, en un alarde de tacto, diciendo:
—Aún no está concluida.
Propter comenzó a vagar por la estancia. James, obsequioso, dirigió un foco, que encendió previamente, hacia los cuadros. Pude darme cuenta de que Propter estaba tan impresionado como yo por la mañana.
—¿Ha expuesto usted alguna vez? —quiso saber Sir Reginald.
Ricky movió la cabeza. Seguía aún mirando el cuadro. Por último, recogió la paleta y añadió más pintura y dijo:
—Sólo llevo cinco años dedicado a la pintura.
—¿De veras? ¿Y qué hacía usted antes, si puede saberse?
—Construía puentes.
—Eso es sencillamente pasmoso —afirmó Propter y, volviéndose hacia James, añadió—: Le estoy muy agradecido por haberme traído a este lugar.
James se le acercó y le habló en voz queda. Como estaba a su lado, pude oír lo que dijo.
—No le pida que le venda ahora. Odia el tener que vender sus cuadros. Aguarde a conocerle mejor.
No pude menos de admirar la maña con que James sabía crear y fomentar el deseo de comprar. Propter asintió brevemente y se contentó con examinar la pintura sin hablar. Noté que Doreen miraba a Ricky con más interés que a los cuadros y experimenté una punzada de celos. A la luz del foco, el pintor era uno de los hombres más impresionantes que he visto. Enmarcada por una frente despejada por la calvicie y una barba negra, su cara despedía poder y carácter y, al tiempo, causaba una impresión inmediata de honestidad y buen humor. Muy a pesar mío, me dije que yo no sería justo si le echaba en cara a Doreen el preferirle a mí si el trance llegaba.
La puerta se abrió de improviso y un hombre alto y barbudo penetró en la habitación. Vestía de etiqueta y, a diferencia del resto de nosotros, excepto Propter, iba insultantemente bien vestido. Desde su barba negra cuidadosamente recortada hasta sus lustrosos zapatos de modelo exclusivo, el recién llegado tenía el aspecto de haber tenido a todo un regimiento de sastres trabajando sobre su persona. Con voz profunda y grata, observó:
—¡Aja, por lo que veo, el maestro está trabajando! En aras de la propia conservación, ¿verdad? —Entendí que esta última observación apuntaba a nosotros, pero antes de que pudiera sentirme ofendido, el desconocido continuó—: ¡ Dios mío! ¡ Pero si aquí tenemos a Reggie Propter! ¿Cómo estás, Reggie, muchacho?
Propter parecía curiosamente molesto. Vi que nuestro satánico amigo venía acompañado por un joven de continente lánguido y porte esmirriado, también ataviado con ropas excelentes: terno azul oscuro de factura impecable, camisa de un color blanco-nieve sobre la que destacaba un corbatín de seda negro. Al ver a James, sonrió, pestañeó y dijo:
—¡Hola, James! Me alegro mucho de verte, hombre.
¿Todavía no has dado con una rica heredera que te saque
de apuros?
—Ninguna que pase de los sesenta. No puedo arriesgarme con una más joven. No hay que correr el riesgo de que sea ella la que me entierre a mí.
El joven advirtió mi presencia y enarcó las cejas al decir:
—Por lo que veo James no piensa presentarnos. Me llamo Eric Primrose.
Nos estrechamos las manos y tuve que hacer un esfuerzo para no dar un salto atrás cuando el tal Eric me cosquilleó la palma de la mano con su dedo índice.
—No conoce usted a mi amigo Oswald Blichstein, ¿verdad? —preguntó al mismo tiempo.
Blichstein me dedicó un gesto de cortesía que fue casi una reverencia. Luego, sus ojos cayeron sobre la nueva creación de Ricky, se puso de puntillas y agitó su bastón en el aire en gesto de suprema admiración.
—¡Dios mío, maestro, por fin lo ha conseguido usted! La fuerza expresiva de Van Gogh, la estructura, la hechura de Cézanne, el misticismo de Simeón Solomón y el erotismo de Sade. ¡Qué combinación!
Eric, por su parte, se había acercado a la esterilla sobre la cual el pequeño hindú seguía imperturbable con la vista perdida en la nada. Contempló en silencio durante unos segundos al oriental y después dijo:
—¡Saludos a ti, sabio! ¿Estás aún vagando por las regiones de lo absoluto? ¿Cómo son las cosas allí? ¿Van vestidos los hombres en ese otro mundo? —y dirigiéndose a Ricky, comentó—: No comprendo como puede usted dormir por la noche teniendo a este hermoso cuerpo bronceado en su misma habitación. ¿Cree usted que él estaría de acuerdo si uno tratara de ponerle de pecho sobre la cama?
—¡Cucaracha! ¡Cerdo! ¡Siva te destruirá por blasfemo! —exclamó Blichstein.
Con voz cansada, Ricky indicó:
—Caballeros, su compañía es un placer auténtico, pero no me queda más remedio que seguir adelante con mi trabajo. ¿Les importaría volver a verme en un momento más oportuno?
—Ya nos íbamos —dijo Blichstein—. Vine únicamente para comunicarle que un amigo mío quiere que usted le haga un trabajo. Tengo entendido que quiere unos murales obscenos para las paredes de su sótano. Es un hombrecillo que adora a Satán. ¿Podrá usted hacerlo, maestro?
—¿Cómo se llama este individuo? —preguntó Ricky.
—Otto Roehmer. Creo que le conoce usted.
—¿Puede pagar?
—Seguro. Está podrido de dinero.
—De acuerdo. Dígale que venga a verme.
Propter, que había permanecido meditabundo durante el diálogo, dijo ahora:
—¿Seguro que no se ve obligado a hacer esa clase de trabajo por dinero? Con mucho gusto compraría algunos de sus cuadros.
—Es usted muy amable —dijo Ricky. Parecía cansado y sin interés por aquel tema—. Pero no me importa hacer trabajos por encargo. Lo que no quiero es vender las obras que me agradan.
—Pero ¿qué clase de cosa espera este... adorador del Diablo que pinte usted?
—Algo que se pueda lavar con agua caliente —intervino Blichstein lánguidamente—. Lo más probable es que todo quede cubierto de boñigas y meados después de la primera orgía que allí se celebre.
—¿Es que no piensa usted en la posteridad? —inquirió James sin excesiva sinceridad.
—Prefiero el dinero —replicó Ricky, con sequedad.
—¡Hombre inteligente! —gritó Blichstein, entusiasmado—. Sirve al ídolo de la riqueza con todo su corazón, toda su alma y todas sus energías.
Propter estaba irritado. Preguntó, sin molestarse en disimular su estado de ánimo:
—¿No cree usted, Blichstein, que todas esas cosas están un tanto pasadas de moda?
Blichstein adoptó una expresión de asombro y preocupación. Su rostro, dicho sea de paso, tenía la ductilidad de un actor.
—Hay ocasiones en que me preocupas, Reggie —aseguró—. Cambias de tema de la forma más impensada. Conocí a un lunático que hacía exactamente lo mismo. Se había adherido a una asociación que buscaba el revitalizar la moral de la sociedad y sus compañeros de reunión jamás pudieron saber cuándo hablaba en serio y cuándo decía tonterías.
—Yo me he limitado a indicar que eso de adorar a Belcebú está más que trasnochado, pasado de moda por completo.
—¿Pero qué tiene que ver la moda con esto? Mire usted a Eric. Sus pecados son tan viejos como Sodoma. ¿Le condenaría usted por carecer de originalidad?
—Quisiera que no me mezclaras en eso —advirtió Eric—. ¿Por qué no te decides a cometer algún que otro pecado por ti mismo? Te pasas la vida conversando acerca del pecado y del crimen pero nunca cometes ninguno.
—¿Y para qué? Los únicos crímenes verdaderos son cometidos por el espacio, el tiempo y la casualidad, y a esas fuerzas no podemos causarles el mismo daño que ellas a nosotros.
Doreen, que había estado con los ojos fijos en Blichstein, preguntó, fascinada:
—¿De veras es usted un adorador de Lucifer?
—No tengo la menor idea. No acabo de ver cómo puede uno adorar algo que uno no ha conocido. Me resulta sumamente fácil adorar a una muchacha bonita, incluso a un muchacho. Pero, ¿cómo adora uno a Dios o al Diablo? Se sentiría usted estúpida si alguien probase de manera concluyen te que ellos no existen.
—Yo no puedo pintar cosas que no existen —intervino Ricky.
—Por supuesto. Porque las crea usted con ese pintarlas. Si la gente religiosa admitiese que ella misma cree a Dios al adorarle, la cosa cambiaría.
—¿Y qué me dice de ese amigo suyo adorador del Diablo? ¿Lo adora realmente? —pregunté yo.
—No lo creo, aunque nunca he sentido la curiosidad necesaria para intentar averiguarlo. Lo más probable es que piense lo mismo que pienso yo, que la vida es básicamente absurda. Las fuerzas del destino son inescrutables. La única cosa cierta es que esas fuerzas quieren que nos comportemos como seres humanos. Desgraciadamente, yo estoy convencido de que no soy un ser humano.
—Siempre había yo sospechado algo así —murmuró James.
—Me siento como un hombre que despierta una mañana y se encuentra cubierto por una piel de mono. Me molesta que me consideren humano. Estoy seguro de que todo es un timo. Siento una voz interior que me dice que la vida debe ser un continuo acto de protesta contra la falsedad, la impostura y el engaño. Yo soy partidario de la abolición de la humanidad.
—En ese caso, debiste haber hecho causa común con Hitler e incorporarte a sus tropas de asalto —dijo Propter.
—Veo que no me comprendéis. No estoy hablando de crueldad ni de caridad. Esos términos quedan al margen. Creo que nuestro joven amigo entiende lo que quiero decir.
Se refería a mí. Y yo creía saber a qué se refería con sus palabras. Me decidí a hablar.
—Puedo ver qué quiere significar usted cuando dice que el destino es inescrutable. En ocasiones, tengo una impresión tan firme de que alguien está jugando conmigo, que me entran ganas de volverme y gritar: «¡Eh, basta ya!». Recuerdo que una vez me entretuve en jugar con un ciempiés y una pajita. Cada vez que el insecto trataba de escaparse, yo interceptaba su camino con la brizna. Llegó un momento en que me pregunté cómo el animalito no me miraba y me preguntaba: «¿Qué significa esto?» A veces me pregunto si Dios no pensará lo mismo de los seres humanos.
—Precisamente. Ninguna persona con un mínimo de sensibilidad puede creer que su destino individual está supeditado a las inmutables leyes de la naturaleza. La cuestión es demasiado íntima y trascendental para que pueda ser así.
Eric intervino inesperadamente para decir:
—Bueno, lo que quisiera yo es que se apresuraran ustedes y llegasen pronto a una conclusión. Sería magnífico poder escribirle cartas a Dios quejándonos del tiempo.
—Una idea interesante —admitió Propter, pensativo—. El declinar de la religión y el levantarse de la democracia. En otros tiempos, tenías que rezarle a Dios si necesitabas algo con urgencia o si tenías que exponer alguna queja. Nadie más entendía de esas cosas. Y todas las desgracias y descalabros eran actos de Dios. Pero llegó la democracia y la gente descubrió que podía escribir cartas al Times o a su Diputado. Y, en fin, hemos caído en la cuenta de que casi todo puede achacarse a alguien de carne y hueso.
—Una idea interesante, sí; pero, además, una buena cosa —dijo Eric.
—¿Usted cree? Si así fuera, el hombre debiera haber ganado en confianza en sí mismo, debería sentirse seguro de sus propias fuerzas y posibilidades, pero no es eso lo que ocurre. En lugar de gente firme y animosa, nos rodea un ejército de neuróticos y desequilibrados.
—¿Qué tiene que decir a eso Hans Castorp? —interrogó Blichstein, sonriéndome.
Le miré a él, después a Propter, y comprendí por qué había sonreído aquel extraño sujeto. Yo estaba entre ellos dos, del mismo modo que el personaje de Mann entre Settembrini y Naphta; a un lado, humanismo y sentido común; a otro, antihumanismo e irracionalidad. En cierto modo, mis simpatías estaban de parte de Blichstein; pero, por otra parte, el personaje era demasiado histriónico para atraerme de una forma total y absoluta.
—Veo cuál es su punto de vista —dije—. Cuando dice usted que es partidario de la abolición de la humanidad, emplea la palabra humanidad en el sentido de «demasiado humano», que decía Nietzsche. Lo cual es sinónimo de debilidad y esclavitud. Por eso propugna usted una libertad metafísica.
—Tu joven amigo tiene una mente lógica y sumamente precisa —dijo Blichstein, guiñándole el ojo a Propter.
Proseguí, decidido a decir lo que pensaba antes de que él, con sus alabanzas, me forzase a ocultar mis dudas.
—Lo que ya no veo tan claro es el hecho de que se niegue a ser humano. Yo vine a Londres porque quería encontrar una forma de libertad. Pero no creo que vaya a encontrarla en el Soho. Para mí, eso no es libertad, tan sólo es su apariencia—. Comprendí que era a James a quien criticaba y me dirigí a él—: Esa clase de vida, vagabundeando por los cafés del Soho y durmiendo en el suelo, no me satisface. No creo que la respuesta sea encontrar un nuevo modo de vida. La forma, la manera en que uno vive, es algo muy distinto a la vida misma, y es esa vida misma lo definitivo e importante.
—Mi querido muchacho...
Esas palabras, pronunciadas por Blichstein, fueron interrumpidas por estas otras de Ricky:
—Caballeros, encuentro fascinante esta discusión, pero yo tengo que trabajar. ¿Por qué no bajan al piso de abajo a fumar unos cigarrillos de haxix o visitan el departamento del sótano?
—¡Es cierto! —exclamó Blichstein—. Estamos interrumpiendo al maestro. Deberíamos seguir adelante con este simposium en cualquier otro lugar.
Pero Propter quería insistir cerca de Ricky para que le vendiera su cuadro y acordar lo preciso para una exposición; Eric, por su parte, parecía estar en el punto culminante de una discusión con James, discusión en la que aquel sostenía que los grandes hombres, todos los genios, habían sido homosexuales y citaba en apoyo de su tesis la lista de costumbre: Miguel Ángel, Leonardo, Platón, Shakespeare, Schubert, Beethoven. Incluso añadía a Van Gogh, explicando que éste se había cortado la oreja a causa de su amor frustrado por Gauguin. Hice un ademán a Doreen y nos escabullimos del cuarto. Blichstein salió detrás de nosotros y, en el rellano, me entregó su tarjeta, obligándome a prometerle que le telefonearía a su casa de Brook Street. Advertí un gesto de desaprobación en Doreen. Tan pronto Blichstein hubo vuelto al cuarto de Ricky, le pregunté qué pensaba de él.
—Es fascinante. Pero no creo que debas intimar con él.
—¿Y por qué crees eso?
—La verdad es que no lo sé ¿Te parece que es homosexual?
—Pudiera ser. Aunque no del todo. Te ha mirado con ojos de hombre que sabe para qué sirve una mujer.
Volvimos al cuarto comunal. Cuando entramos, murmuré:
—De todos modos, no hay por qué preocuparse No me dejaré pervertir ahora que te he encontrado. —Para mi deleite, Doreen me apretó la mano.
Las cosas seguían igual que cuando salimos, excepto en cuanto al vino, que había desaparecido, y al whisky, seriamente disminuido. Me apresuré a servirme una dosis generosa con la que engañar el hambre que comenzaba a sentir y me la bebí de un solo trago. Se me acercó Hoffmann para preguntarme si me gustaría tomar un poco de té; contesté vagamente, diciendo que sería una buena idea en el supuesto de que hubiera quedado algo. Él llamó a Vera y le encargó la infusión para mí. Doreen había caído en manos de un prójimo, tan rico en barbas como falto de carnes a quien yo no conocía, y los dos comenzaron a bailar. Doreen no era una experta en el arte de Terpsícore, pero tenía una forma sinuosa y grácil de moverse que pasaba por habilidad. Descubrí a Robby Dysart, sentado en un rincón olvidado, que escribía sobre un cuaderno; me aproximé. Alzó la vista, sonrió y continuó escribiendo. Comenzó a mordisquear el lápiz y a fruncir el ceño. Por último, me mostró lo que había escrito. Con letra clara y perfectamente legible, había escrito sobre el papel:
Veo que dudan, vacilan,
Pero ellos no saben el terror
Pues sonríen y hablan del cielo.
Yo, empero, soy cual niño sacrificado,
Tenue como un espectro.
Mas tengo un propósito,
Sutil como la tela de la araña,
Firme como el monte,
Que se verá cumplido
Pese a...
—Difícil —dijo Robby—. Necesito un buen verso final. Algo que culmine el todo. ¿Qué tal «Pese a que el mismo Dios diga No»?
Sacudí la cabeza. No acababa de sonarme.
—¿O «Pese a que los infiernos estallen»?
Seguía sonándome mal. Empecé a pensar rimas consonantes para «monte». A la buena de Dios, se me ocurrieron: Puente, teniente, corriente, moliente y diente. Cansado ya de aquel juego, sugerí lo primero que se me vino a las mientes:
—¿Qué tal «Cuando me haga millonario»?
Lo tomó en serio, contempló lo que ya tenía escrito del poema durante unos momentos y luego movió la cabeza en señal de desaprobación.
—No. Eso no cuadra.
—¿Por qué no «Cuando las gallinas saquen dientes», o algo semejante?
—No está en mi ánimo componer patochadas.
Renuncié a mis débiles escarceos humorísticos.
En este momento, se acercó Vera y me dijo:
—Me debe cinco chelines.
—¿Y eso?
—Té. Vamos a la otra habitación.
Salió. Robby preguntó:
—Usted fuma té, ¿verdad?
Comenzaba a comprender.
—¿Qué entiende ella por té?
—Marihuana, haxix. ¿Le gusta a usted?
No me agradaba tener que confesar que nunca había probado, de modo que me limité a decir:
—No soy un habitual.
—A veces escribo mejor bajo los efectos del té —declaró Robby—. ¿Cree posible que yo pueda dar una chupada a uno de sus cigarrillos?
—Pues claro está, hombre —dije con toda la cordialidad de que fui capaz—. Yo se lo traigo. No se preocupe.
—No, eso no es aconsejable. Pueden vernos desde las ventanas del piso de enfrente. Iré con usted.
Pasamos a la otra parte de la habitación —al anexo— que no podía verse desde la ventana. Vera y Hoffmann estaban sentados en una cama y deshacían un paquete de cigarrillos sobre un periódico. Mezclaron el montón de tabaco con un polvillo verde-grisáceo y luego rehicieron los cigarrillos, esta vez liándolos con papel de color marrón. Me entregaron uno de aquellos cigarrillos de color de puro. Yo, por mi parte, se lo ofrecí a Robby, pero éste dijo que los cinco chelines eran míos y que, por consiguiente, tenía absoluta preferencia. Eso me recordó que tenía que sacar el dinero. No me di excesiva prisa en hacerlo porque tenía el propósito de evitar ser el primero en encender. Desmond y una muchacha se unieron a nosotros. Insistieron en liar sus propios cigarrillos y se sirvieron doble ración de mezcla. El resultado fue un cigarro gordo y deforme. Para entonces, ya me había resultado imposible demorar por más tiempo el momento de la verdad. Me senté sobre la cama y froté una cerilla. La primera bocanada supo igual que un cigarrillo corriente; un tanto más caliente, quizá, pero sin el menor efecto sorprendente o insólito. Noté que Hoffmann me contemplaba con ojos desdeñosos, irónicos; sin duda se había percatado de mi inexperiencia. Me creí en la obligación de chupar con todas mis fuerzas para inhalar, con toda ostentación, el humo así arrancado al cigarrillo. En pocos momentos me alboroté. Me serví dos nuevas inhalaciones y entregué el cigarrillo a Robby (notando con disgusto que el cigarrillo en cuestión estaba ya a medio consumir). Tenía una sensación muy semejante a la que se experimenta al subir en un ascensor muy rápido; nada parecía importarme ya. Comprendía por qué habían insistido en fumar la droga en el anexo. Yo había supuesto que un observador situado en uno de los pisos del otro lado de la— calle a duras penas sería capaz de reconocer la marihuana en unos cigarrillos que se fumaban a cincuenta yardas de distancia. Pero el problema no era de tan simple naturaleza; lo de menos era el que se vieran o no los cigarrillos. Eran los efectos de la droga en los individuos lo que podía observarse desde fuera. Yo sentía deseos de sumergirme en una postura de total abandono, y luego abrazar al mundo. Sí, cualquier observador avezado reconocería los síntomas. Me tendí sobre la cama y relajé los músculos; me sentía como un gato persa. También Vera había encendido ya su cigarrillo. Nuestras miradas coincidieron y yo le sonreí; se me antojaba una combinación de hermana y esposa. Se acercó y se echó sobre la cama, rodó hasta colocar simétricamente su cuerpo sobre el mío y apretó su boca contra la mía. Cinco minutos antes, mi reacción inmediata hubiera sido mirar en torno mío en busca de Doreen; ahora ni se me ocurrió. La besé también, y dejé que mis manos acariciasen las menudas nalgas que se apretaban dentro de los ceñidos pantalones vaqueros. No es que Vera provocase en mí una excitación sexual. Desde que la había visto acostada con dos hombres a un tiempo, sentía una extraña pudibundez respecto a ella. Pero, en aquellos momentos, parecía un ser humano delicioso, cálido, y el mundo todo estaba lleno de personas agradables y dignas de todo aprecio. Seguí besándola y hundí los dedos entre su cabellera negra y en modo alguno suave. Entonces, ella se desasió y yo vi a Doreen de pie junto a la cama. Había una expresión divertida en su cara; me senté y dije, despacio y con voz segura:
—Estoy expresando la hermandad de todos los hombres.
—¿Estás bebido? —preguntó, con una apacible curiosidad que me desconcertó.
Robby me devolvió el cigarrillo. Era poco más que una colilla. Se la tendí a Doreen, diciendo:
—. Prueba esto.
—¿Qué es?
—Té.
Miró el cigarrillo, luego a mí, luego, muy despacio, lo cogió y se lo llevó a los labios.
—Inhala —dije.
Ella obedeció.
—¿No es espléndido? —pregunté.
—Muy agradable —asintió.
Hoffmann y Vera estaban enredados en un abrazo. Hubiera querido decir: «Hoffmann, tiene usted un nombre sensacional», pero me pareció demasiado difícil dado mi estado. Advertí que el cigarrillo me quemaba ya los dedos. Lo tiré al suelo, lo aplasté y salí en busca de mi vaso de whisky. No estaba borracho, pero la droga había completado los efectos del alcohol y yo me sentía liberado.
Pero antes de que pudiera cruzar la habitación, tras haber esquivado a un par de frenéticos danzarines, sentí la ominosa sacudida en mi estómago, la sacudida que me advertía que iba a tener dificultades. La habitación me daba náuseas. Tambaleándome, llegué a la cocina y, para suerte mía, encontré un bote que contenía bicarbonato. Disolví una cucharada en agua y lo bebí. Con eso me sentí mejor, pero, al mismo tiempo, los efectos de la marihuana se debilitaron. Abrí la ventana de par en par y me asomé a la noche. El viento era frío. De un lugar cercano llegaron los acordes de un disco. Alguien se deleitaba con las ventanas abiertas para dar igual oportunidad a los vecinos. Desde mi ventana, podía ver la luz que salía de la habitación de al lado y las figuras de los danzantes; los acordes del jazz, empero, apenas se oían. Entendí ya lo que Oswald Blichstein quería decir con aquello de que la vida es absurda. Las figuras que se movían pertenecían, eran, mejor dicho, seres humanos que se divertían, olvidando el destino extraño y paradójico del hombre. Pero, a través del cristal, ellos no eran sino parodias de seres humanos, al igual que los atormentados bocetos de Toulouse Lautrec, que debió ver el Moulin Ruge con los mismos ojos con que yo veía ahora la habitación de al lado. Todo movimiento era absurdo, excepto, quizás, el movimiento de una pluma sobre una hoja de papel, el moverse silencioso de Balzac concentrado sobre un gran proyecto. El poeta de los atroces versos de Shakespeare, su «ojo en frenético girar», jamás pudo existir, excepto, acaso, representado por algún actor novato en una compañía de provincias. El artista es una especie de araña.
La intoxicación de marihuana había remitido, dejándome únicamente un ligero malestar. La felicidad confusa que crea es enemiga suave pero implacable de todo sentimiento o pensamiento profundo. También el vino amortiguaba la percepción de esa curiosa combinación de traiciones y amabilidades que es el mundo. Me metí los dedos en la garganta y deliberadamente provoqué la náusea Junto al fregadero. Abrí después el grifo y limpié los salpicones de los azulejos de la pared. El contenido de mi estómago era menos ácido de lo que yo había anticipado. Tras haber vomitado, los dientes seguían suaves y la lengua no había adquirido el tacto del papel de lija. Me enjuagué la boca y bajé.
Abrí la puerta del cuarto de Doreen y, sin encender la luz, me encaminé a la cama. La estufa estaba apagada y en la estancia reinaba un frío agradable. También yo sentía frío, pero no físicamente. Me senté sobre la cama y fijé los ojos en la luz que llegaba de la calle, en las sombras de las ramas de los árboles y escuché el tictac de un reloj que escapaba de una de las maletas de Doreen, abierta sobre la cama.
Como media hora más tarde, ella bajó y encendió la luz.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
—Sí, gracias. ¿Y tú?
—Estoy hecha polvo.
—¿Qué efecto te causó la marihuana?
—No demasiado. Las cosas parecían moverse a cámara lenta. ¿Y a ti qué te pasó?
—Pues creo que a mí me afectó algo más. Pero ya ha pasado todo.
—¿La habías fumado antes?
—No.
—No creo que te haga mucho bien. No dejes que se convierta en un hábito. ¿Lo harás?
—No te preocupes —dije, sonriente—. No creo que vuelva a tocar esa porquería en mi vida.
Me miró con ojos curiosos, como si esperara más luz, pero yo no se la di. Me levanté.
—Veo que quieres acostarte. ¿Deseas que vaya a dormir arriba?
Un toque burlesco asomó a sus labios cuando sonrió y dijo:
—¿Por qué? ¿Es que quieres acostarte con Vera?
—¡Cielo santo, no! —exclamé, asombrado—. En absoluto.
Estaba claro que no me creía. Recordando mi posición en la cama con Vera, no podía reprochárselo. Doreen retiró la maleta, desaparejó la cama y la hizo de nuevo con sus sábanas mientras yo, sentado junto a la mesa, miraba el conjunto formado por un charquito de té y unas cuantas hojitas de la misma planta que le daban guardia de honor sobre el mantel de plástico. Había una significación definida en la formación, su distribución geométrica hablaba de orden y razón. En aquel momento, Doreen salió del cuarto y me dijo por encima del hombro:
—Puedes dormir donde te plazca.
No necesité que me dieran ánimos. Medio minuto más tarde, estaba ya entre las frías sábanas de mi amiga, inhalando el perfume de su cabello prendido de la almohada. Sin embargo, no sentía el menor deseo de amarla. Habría transcurrido una hora cuando me desperté y la encontré a mi lado, con la bata de lana encima del camisón. Doreen respiraba mansamente, su cara vuelta hacia el techo. Ceñí mi mano a su cintura y me dormí otra vez.