Capítulo IV

El autobús iba lleno; James tomó asiento en la parte delantera y yo lo hice mucho más atrás. Esto me dio oportunidad de reflexionar un poco. Era forzoso reconocer que, a pesar de la alegría del Soho, a pesar de la búsqueda de esa mística libertad, yo me sentía cansado de no tener adonde ir. Estaba agotado; había visto demasiadas multitudes. Las aglomeraciones londinenses me crispaban los nervios. Hay ocasiones en que la necesidad de soledad se convierte para mí en un anhelo que se parece mucho al que deben de experimentar los alcoholizados y los adictos a las drogas. Ahora esa ansia se cernía sobre mí con toda la morbidez de lo absoluto.

Lamentaba amargamente mi pacto con James; de no ser por tan estúpido convenio, ahora podría estar en una habitación que me perteneciese, preparándome tazas de té una tras otra y leyendo con toda tranquilidad. En este estado de necesidad exacerbada de soledad, parecía como si todas las bibliotecas del mundo estuviesen dispuestas en torno mío, millares de kilómetros de estanterías que contenían todo cuanto el hombre ha aprendido desde el alborear de la civilización; conocimientos como el de la energía atómica, capaces de transformar al ser humano en superhombre o santo. Todo esto es lo que yo notaba a faltar mientras deambulaba con James, cuando trababa conocimiento con gentes fútiles, cuando absorbía las esencias de una vida extraña. (Y, sin embargo, olvidaba algo muy importante; olvidaba que tan pronto como alcanzase esa soledad apetecida y tuviese a mi alcance las bibliotecas soñadas, se desvanecería esa quimera de aspiraciones intelectuales y que, con toda probabilidad, no haría sino tomar un autobús que me llevase al Soho y, ya en él, emprender la búsqueda de James.)

A pesar de todo, lo cierto era que yo había prometido a James que subvendría a su sostenimiento con la mitad de mi dinero. La única solución honesta para salir del problema consistía en decirle a James, con toda franqueza, que yo quería deshacer nuestro contrato y entregarle la mitad de mi dinero. No sería ya una gran suma, unas seis libras o así. Con el resto, yo podría, al menos, encontrar una habitación barata y vivir durante una semana.

Tan pronto hube tomado esta resolución, me sentí mejor. En aquel momento, el hombre que se sentaba junto a James se levantó y yo ocupé su sitio. Por lo que podía ver a través de las ventanillas, estábamos cruzando el mejor barrio para buscar habitación, en cuyo caso no tenía objeto volver hasta el Soho. Respiré hondo y traté de explicar el caso a mi amigo.

—Mira, James, estoy empezando a hartarme de eso de no tener casa. ¿Te importaría mucho que deshiciéramos el trato y yo tomase una habitación?

—¿Hacer qué? ¡Vaya una cosa! ¡Lo que tú necesitas es valor, amigo mío! Aquí me tienes a mí, proporcionándote experiencias que nunca olvidarás... enseñándote a salir adelante por ti mismo en esta inmensa colmena que es Londres. Tú mismo has dicho que has aprendido algo acerca de la libertad en estos pocos días. Y ahora quieres tomar una habitación tan sólo porque te sientes desfallecer una pizca. ¿Es que crees que no podré cumplir mi parte en el contrato?

—No se trata de eso, James —dije torpemente—. Verás, nunca hasta ahora había vivido de este modo. Necesito estar solo de vez en cuando. Necesito tiempo para descansar y meditar. Todo ese ajetreo que os traéis, ese trajinar de un lado para otro, me agota. Dijiste que puedes hacer que mi dinero nos dure diez días, y que luego serás tú quien corra con todo durante los siguientes diez días. Eso son casi tres semanas, y yo me siento ya como un guitón abyecto. Mira, no quiero que creas que trato de no pagarte el dinero que te debo.

—¿Y no es así?

—No. Lo único que no quiero es enfrentarme con las perspectivas de estar sin habitación propia durante las próximas tres semanas.

—Hmmm —dijo James. Se acarició la barbilla (que necesitaba un buen afeitado), y miró a través de la ventanilla. Por último, dijo—: Te diré lo que vamos a hacer. Prescindiremos de la idea primitiva. No tomaré ni un penique tuyo. Hagamos un nuevo trato. Cada uno mantiene al otro en días alternos. Yo te mantengo hoy, tú me mantienes mañana y así sucesivamente. Así, si quieres rescindir el acuerdo en un momento dado, no tienes más que avisarme con un día de antelación o darme el dinero para el siguiente día. De esta forma no dependerás de mí en tanto no hayamos gastado hasta el último de tus peniques. ¿Qué tal?

Esto, justo es reconocerlo, sonaba a menos insoportable. Si James se agenciaba la comida para hoy, yo podía retirarme de la sociedad simplemente con entregarle dinero bastante para sus comidas de mañana. Sin embargo, pregunté:

—Supongamos que todavía pienso lo mismo mañana por la noche.

James comprendió que, por el momento, me había persuadido, y dijo:

—Si quieres dejar el actual sistema mañana por la noche, podrás hacerlo sin que por ello me debas nada. Yo no tendré nada que objetar. Es más, incluso te ayudaré a encontrar acomodo... si es que ese momento llega.

—Muy bien. Estoy de acuerdo, entonces.

Comprendí, al pensar detenidamente en ello, que James llevaba la mejor parte en el convenio por lo que a aquel día se refiere. Yo ya había pagado el desayuno y, por si fuera poco, le había entregado a él diez chelines. Con todo, no podía menos de admirar la forma deportiva con que había tomado mi decisión. En James había algo franco y abierto que atraía con fuerza. Algo que desafiaba todo intento de clasificación, pero no por ello menos real. Algo, en suma, desconcertante. Apenas diez minutos después de haberle considerado un farsante te sorprendía con su rasgo de sinceridad o desinterés.

Dejamos el autobús en Tottenham Court Road. Me tanteé la barbilla erizada de pelos y apunté la idea de meternos en una barbería.

—¿Tienes navaja en la maleta? —preguntó James.

—Claro.

—Pues en ese caso no hay por qué gastar un chelín. Ve a buscar la navaja esa y tráete una toalla también.

Tras algunas objeciones, el de la consigna dejó que abriera la maleta; él estaba empeñado en que me la llevara o nada. Saqué los trastos de afeitar y aproveché la coyuntura para meter un par de libros.

—¿Y ahora, adonde? —pregunté a James.

—Eso depende de que quieras bañarte o lavarte tan sólo.

—¿Podemos bañarnos por aquí cerca?

—Podemos. La Y.M.C.A. [11] está, exactamente, al otro lado de la calle. Aunque, pensándolo mejor, yo creo que haríamos bien en dejar eso del baño para más tarde. Si tengo que proveer a nuestra comida es hora ya de que empecemos a actuar.

Nos dirigimos hacia el Museo Británico. El sol había vuelto a salir y multitud de estudiantes ocupaban los bancos exteriores mientras comían bocadillos y se bebían el té de sus termos. Las palomas se arrullaban sobre las cabezas de los mortales; de vez en cuando, un chorro de líquido blancuzco caía sobre la escalinata y reventaba. James dijo, a modo de inciso:

—He pensado más de una vez que Shelley se olvidó de mencionar el mayor placer que encierra el ser pájaro: el don de dar suelta a esas corrientes de diarrea impremeditada. Son la forma perfecta de demostrar desaprobación contra el mundo burgués.

Entramos a través de las puertas giratorias. Me sentía avergonzado de entrar en el Museo Británico —el hogar espiritual de Karl Marx, Samuel Butler, Bernard Shaw— con una barba poco menos que apostólica y un manto de polvo sobre mí. Quise detenerme para admirar las estatuas de la isla de Pascua que reposan en la escalinata, pero James me cogió por el brazo.

—Aprisa, el vejete de la puerta ha abandonado su puesto. Apresúrate.

Cruzamos las puertas de cristal sobre las que una etiqueta con letras doradas y en caracteres góticos, indicaban: «SALA DE LECTURA. PROHIBIDA LA ENTRADA A QUIENES NO VAYAN PROVISTOS DEL CORRESPONDIENTE TICKET», y, doblando a la derecha, nos dirigimos luego escaleras abajo. El lavabo para caballeros estaba saturado de un agradable perfume a agua lavanda.

—Este lavabo es más cómodo que el destinado al público en general. Éste es el de los miembros del Club de Lectores. Aquí te puedes lavar con toda tranquilidad. El otro, en cambio, parece la estación de Paddington en día de fiesta.

James colgó la chaqueta en la percha y se despojó de la camisa y de la camiseta. Llenó, luego, el lavabo de agua caliente y procedió a lavarse brazos y torso. Yo, más tímido, me limité a quitarme la chaqueta y el jersey. Mientras seguía adelante en sus abluciones, James se entregó a los placeres del canto:

Si yo fuese pájaro Cruzaría la ciudad, Para cubrir de mierda A las gentes de la Bolsa.

Me posaría sobre la estatua, Ante la Bolsa,

Y enseñaría a esos maricas A mantenerse a distancia.

—¿Qué te parece mi composición espontánea? —dijo radiante. Alguien, en uno de los retretes, dejó escapar una sonora flatulencia—. ¡Cerdo! —exclamó James—. Esos tipos no saben apreciar el fruto de un momento de inspiración.

Terminé de afeitarme y le entregué la navaja. Diez minutos más tarde salíamos los dos; nos sentíamos muchísimo mejor. El hombre uniformado que estaba a la puerta nos miró de hito en hito; parecía haber adivinado que no teníamos tickets.

Se lo hice observar a James, quien dijo:

—Pronto puedes conseguir uno. Llégate hasta la oficina y di que ya has cumplido los veintiuno y que quieres estudiar a alguno de esos poetas oscuros que casi nadie conoce. No se sienten muy inclinados a facilitar nuevos tickets, de manera que tendrás que convencerles de que no podrías encontrar los libros que necesitas en una biblioteca pública.

James resultó estar en lo cierto. Expliqué al hombre que me atendió en la oficina que tenía el propósito de escribir una tesis sobre Boehme y que, para ello, necesitaba consultar la traducción de Sparrow. Me hizo rellenar un impreso y me indicó que volviera al día siguiente para recoger mi ticket.

—¿Por qué no te procuras tú uno? —pregunté a mi amigo.

—No tengo por qué. Nunca empleo la sala de lectura y, por otra parte, como no facilitan tickets separados para el uso de los lavabos. Caían las doce campanadas cuando salimos del Museo. Bajamos hasta Tottenham Court Road y nos montamos en un autobús de la línea de Trafalgar Square. Yo volvía a sentir hambre. Nos sentamos en uno de los asientos de la parte baja del vehículo y James lanzó al aire una moneda.

—Cara vamos a la Tate [12]; cruz a la Nacional. Ha sido cruz.

A despecho del frío, unos pocos estudiantes estaban sentados en las gradas de acceso a la galería entregados a la provechosa tarea de comerse unos sandwiches. Ya dentro, un conserje de pelo cano y nariz que nada tenía que envidiar a la de Cyrano, guiñó el ojo a James y preguntó:

—¿Todavía sigues sin trabajo?

—Estoy aguardando a que tú la diñes; así ocuparé tu puesto —replicó James, devolviéndole el guiño.

Mi compañero miró en torno suyo y acabó por fijar la vista en el grupo de personas que se arremolinaban en torno al puesto de tarjetas postales; en el corro había unas cuantas muchachas.

—Por lo que se ve, no tendré que esforzarme; hoy abunda el material adecuado —comentó James.

A empujones se abrió camino hacia el mostrador. Yo le seguía a distancia. Cada vez con mayor cuidado y gentileza, James siguió avanzando entre la multitud hasta conseguir alcanzar las postales y los libros de arte del puesto de venta. Entonces, se dedicó a examinarlos sistemáticamente, volviéndose hacia mí a intervalos para hacerme signos que yo no conseguía entender. Pero, a decir verdad, poco importaba; yo ya sabía que lo que realmente estaba haciendo era observar a cuantos le rodeaban.

Una joven rolliza, envuelta en un impermeable inmaculado, trataba de alcanzar el molinillo de las postales para hacerse con una reproducción de un Rubens. James le sonrió y le entregó la postal. Un momento más tarde, ya estaba recogiendo postales a porrillo siguiendo las instrucciones de la joven. Por último, escogió él mismo una para sí, la pagó y comenzó a charlar con la chica por encima de la alborotada pelambrera de un estudiante. No podía oír lo que estaban hablando, pero ella parecía divertida. Vi que ella pagaba lo que había elegido y noté la forma en que James echaba una ojeada rápida al contenido del bolso de la muchacha. Desanduvieron el camino hacia mí y James, con disimulo, me hizo un gesto de asentimiento. La chica me fue presentada como Leni. Su aspecto era saludable, pero no atractivo. Era de Amsterdam. Al nombre de Amsterdam, la cara de James se transformó.

—¡Yo he vivido en Amsterdam! ¿De qué parte de la ciudad es usted? ¿De Heeren Gracht? ¡Es extraordinario! Yo vivía muy cerca de allí, en el barrio extranjero, ¿sabe?

La joven nos informó de que Rembrandt y Spinoza también habían vivido allí, tras lo cual salimos al vestíbulo charlando ya como viejos amigos. James inquirió de la muchacha si tenía intención de recorrer la galería, a lo que ella respondió que ya lo había hecho y que ahora se disponía a comer.

—¡Espléndido!-aseguró James—. También nosotros. Vénga

la invitamos.

La chica vaciló; no podía consentir que pagásemos su comida, según dijo. James se encargó de vencer sus escrúpulos, sin embargo. Vi que el conserje de la nariz a lo Cyrano nos contemplaba con sonrisa cínica. También le vio James y formó con el índice y el corazón el signo de la Victoria, cuidando, claro, de que no lo advirtiera Leni. Ésta se excusó; quería ir a empolvarse la nariz. En cuanto desapareció, recabé de James una explicación acerca de lo que teníamos que hacer.

—Dejar que nos lleven a comer.

—¿Cómo?

—Muy sencillo. Esta holandesa está cargada de conquibus. Ese bolso rebosa billetes de cinco libras.

—Pero hemos sido nosotros los que la hemos invitado a ella...

—Paciencia, hijo mío. Escucha bien eso: Yo le digo que tenemos que pasar por el Banco para recoger un dinero que mi padre me manda. Ya he preparado el terreno diciéndole que acabo de regresar de París. Vamos al Banco que hay en la acera de enfrente y yo entro, me acerco a la ventanilla de cuentas corrientes y consulto con el empleado. No hay suerte. Regreso cariacontecido y declaro que me veo obligado a cancelar mi invitación. En este punto, te apuesto diez contra uno a que ella se ofrece a invitarnos. Es muy simple el plan. ¿O.K?

—Sí, pero eso es jugarle una mala pasada a esa pobre muchacha.

—¡En absoluto, hombre! Por el precio de dos cubiertos disfrutará de la compañía de uno de los individuos más graciosos y de más personalidad de todo Londres. Además, no dejaré que nos lleve a un lugar caro... a no ser que ella insista, por supuesto.

—Supón que se le ocurra hablar de Amsterdam. ¿Has vivido de verdad allí?

—No. Pero una vez pasé un fin de semana en esa ciudad. Con eso tengo bastante.

En este momento, la muchacha regresó. Les seguí con aire mohíno hasta Trafalgar Square. Tan pronto llegamos al primer establecimiento bancario, James desapareció en su interior, dejándome charlando con Leni en el portal. Aproveché la oportunidad para explicarle que no podría acompañarles en la comida toda vez que tenía un compromiso anterior. Tal cosa no pareció importarle demasiado. James, entretanto, formaba cola en la parte más apartada del local. Miré mi reloj, fingí sorprenderme de lo tarde que era y dije que no tenía más remedio que marcharme.

—Tenga la bondad de decirle a James que nos encontraremos en el French dentro de dos horas.

Ella repitió el nombre varias veces; le estreché la mano que me tendía y me marché a toda prisa. La muchacha tenía un aire tan inocente que la idea de comer a sus expensas bajo falsos pretextos mataba el apetito que sentía. Por lo demás, James seguro que comería mejor sin mi presencia morigeradora. Entré, pues, en un bar de Leicester Square y comí dos emparedados de ternera rociados con una cerveza. La comida hizo que me sintiera mejor. Después de dar buena cuenta de otra cerveza, el pesimismo de aquella mañana ya se me antojaba incomprensible. (Éste es uno de los aspectos más cargados de ironía de la existencia humana; un aspecto que hace que uno comprenda que todas las «sensaciones» de los filósofos acerca del universo y sus problemas son igualmente tornadizos e indignos de confianza.) Recorrer el Soho con James era divertido, en extremo excitante. La vitalidad renacía en mí; recorrí el establecimiento con ojos amistosos. Sería absurdo y cobarde que me retirara del convenio ahora; la precaución es propia de hombres sin vitalidad. Recordé lo cerca que había estado de la derrota unas horas antes y me sentí agradecido a James por haber conseguido que cambiara de parecer. Él tenía razón; hay que mantenerse al margen de la sociedad, perseverar en el espíritu de rebeldía. Decidí encaminarme al French antes de que esa cálida vehemencia me abandonase. Crucé la plaza (en la que una banda callejera de cuatro músicos tocaba unas piezas de excelente jazz tradicional) y doblé hacia Charing Road. En la esquina de Shaftesbury Avenue, divisé a de Bruyn que esperaba la luz verde para cruzar la calzada. Estaba conversando con un hombre de actitud digna, pelo gris y ropas impecables. Cuando le saludé con la cabeza, correspondió como si yo fuese un amigo largo tiempo ausente.

—¡ Harry, mi buen amigo! ¡ Cuánto me alegro de volverlo a ver! —(¿Se debía tanto entusiasmo al hecho de haberle dado ocasión de cobrarle comisión al Mayor Noyes? ¿O al hecho de que se había emborrachado en mi compañía?)—. Va a conocer a Sir Reginald Propter. Sir Reginald, este joven es un brillante poeta que me honra con su amistad.

Como yo estaba seguro de que de Bruyn había olvidado ya mi apellido, me apresuré a darlo a conocer, preguntándome, mientras lo hacía, si Sir Reginald sería noble sólo en el mismo sentido honorario en que lo era de Bruyn. El tal Sir dijo con finas maneras:

—¿Tendría usted la bondad de acompañarme a beber algo, mi joven amigo?

Temiendo ser un intruso, dirigí la vista a de Bruyn, pero éste secundó la invitación con todo entusiasmo. Cruzamos la calle y nos adentramos por Greek Street. A los pocos minutos, Sir Reginald nos introducía en un pequeño club. El local estaba iluminado muy escasamente, pero, por contra, lleno de bote en bote. Aunque eran sólo las dos de la tarde, el ambiente y la atmósfera eran de cuatro de la madrugada.

Mientras Propter estaba en el mostrador adquiriendo las bebidas, pregunté al «Conde»:

—¿Es realmente Sir?

—¡Oh, sí! Era un excelente escritor. Hará de eso unos veinte años. Desde poco antes de la guerra ha estado en América. Tiene una serie de ideas religiosas a cual más extraña.

—¿Escribe ahora?

—Edita una revista para el grupo vedantista [13] de Hollywood.

Volvió Propter; traía cerveza para mí y un whisky para de Bruyn. Él bebió vino tinto. Me sentía curiosamente feliz y despreocupado. Así, cuando Propter me preguntó qué estaba escribiendo, expliqué que estaba trabajando en una obra de diez volúmenes sobre la naturaleza de la libertad. Sir Reginald pareció sorprenderse e interesarse en la materia. Miré de reojo a de Bruyn; en su rostro campeaba una expresión de cinismo divertido, como si se congratulase del atrevimiento de mi invención. Esto me irritó; después de todo, ¿cómo sabía que aquella idea se me acababa de ocurrir sobre la marcha? Decidí seguir' adelante para demostrar que era muy posible y estaba dentro de mis dotes intelectuales haber concebido una obra así. Expuse que el primer volumen trataría del problema básico de si la vida merece ser vivida o si, por el contrario, es más sensato acogerse al suicidio. La obra, en esta parte, alcanzaría desde el pesimismo griego y oriental hasta los modernos románticos alemanes; mi propósito sería poner de manifiesto que el pesimismo es la reacción básica de todo hombre que piensa al encararse con la existencia...

Para entonces, ya había yo advertido el interés absorto que se reflejaba en el rostro de Propter y comenzaba a sentirme avergonzado de mí mismo. Callé y él tomó la palabra. Por lo que dijo, comprendí que había entendido mal mis últimas palabras; tan sólo había querido decir yo que el pesimismo es la reacción obvia e inmediata de toda persona sensible al hallarse ante la existencia. Pero nunca había creído que tal pesimismo fuese una realidad profunda y arraigada; al contrario, el pesimismo es fenómeno de superficie y significa la derrota de los desidiosos o de los de emotividad exacerbada. Pero Propter parecía entender que yo adoptaba una posición de nihilismo adolescente. Me aseguró, con gran calor, que mi reacción era comprensible pero, a fin de cuentas, equivocada. Era cierto —según ya dijo Schopenhauer— que la vida y el tiempo son males en sí mismos, y que toda actividad humana conduce a un mal mayor. El hombre quiere el bien, por supuesto, pero su error reside en buscarlo en la historia. Lo mejor que puede hacer el hombre es adoptar una actitud pasiva; los líderes políticos y religiosos han sumergido al mundo en un baño de sangre. El bien existe sólo en el nivel animal y en el de la eternidad; es inútil intentar hacer el bien en el ámbito humano. El bien existe solamente en el nivel de la realidad, el cual está más allá del tiempo.

Al llegar a esta afirmación, el «Conde» preguntó con acentos de profundo interés:

—Ah, pero, ¿y qué es la realidad?

Para mí que lo que intentaba era sacarle dinero a Propter. Sin embargo, éste, complacido por el interés que su explicación había levantado, siguió exponiendo: La realidad es la experiencia del bien intemporal. Los santos y los místicos sabían mucho de esas realidades. La experiencia de la realidad, para ser fructífera, ha de fundamentarse en una libertad e independencia absolutas frente al «ego» humano y sus anhelos y ambiciones...

Aunque no había nada cómico en Propter —e, incluso, su pelo cano y sus ojos penetrantes le hacen hasta impresionante—, lo cierto es que hablaba con un entusiasmo estudiantil, que me imposibilitaba de todo punto para tomarle en serio. Dejé vagar la imaginación, esforzándome en mirar a otra parte en tanto fingía escuchar con profunda atención. En cierto modo, algo había que me desagradaba. Propter se mostraba ocurrente en lo referente a la sexualidad humana, satírico al contemplar el ansia por adquirir nuevos bienes, demoledor ante la necesidad del ser humano de hacerse sentir y notar, ante su temor al qué dirán y a pasar desapercibido. En el fondo, yo presentía que semejante actitud tenía mucho de vaciedad. Todo era demasiado personal. Porque era obvio que a Propter le repugnaba todo lo concerniente y relacionado con el sexo, como le disgustaban los magnates de las finanzas y, en general, todo aquel que sentía un anhelo o una ambición. Por eso, según él, el tiempo era un mal y el mundo del común de los hombres una realidad que había de ser superada. Mas recorriendo con la mirada el bar, iluminado por bombillas rojas, comprendí mejor. Era muy cierto que la única cosa equivocada en el mundo era el mismo ser humano. Pero quizás algún día surgiese un nuevo tipo humano que comprendería que el tiempo y la eternidad son una misma cosa, que la vida es un millón de veces más deseable de lo que ningún hombre ha comprendido jamás, que no existe el mal y que la única realidad es la central eléctrica, la dinamo que impulsa el mundo. «Una república en la cual el trabajo es juego y el juego es vida.» En general, me quedaba con Peter Keegan con preferencia a Sir Reginald Propter, y ello a pesar de que también Keegan creía que este mundo es un infierno.

Cuando la exposición del pensamiento filosófico de Propter experimentó una interrupción, la aproveché para averiguar si se me permitía ir en busca de unos tragos y pagarlos.

—No puede usted hacerlo —dijo de Bruyn—. Esto es un club; únicamente los miembros pueden pagar bebidas. Yo me ofrecería a pagar una ronda si tuviese dinero. Pero, para desdicha mía...

Casi sin darse cuenta de que lo hacía, Propter sacó un billete de una libra y, sin mirar, se lo tendió a de Bruyn. El «Conde» se puso en pie. Yo dije:

—No traiga nada para mí. Ya he bebido bastante. Además, tengo que marcharme ya...

—¿Bastante de qué? —preguntó Propter, sonriendo con amabilidad—. ¿No será que considera que lleva perdido demasiado tiempo escuchándome?

—En manera alguna, Sir Reginald. Me parece sumamente interesante su pensamiento.

—¿En qué se ocupa usted? ¿De qué vive? —inquirió Propter, inclinándose sobre la mesa.

—No hago nada, por el momento. Pero dentro de una semana o poco más, tendré que buscar algo.

—¿Le gustaría trabajar para mí?

—¿Para hacer qué?

—Yo edito una revista. Podría usted hacer algunos trabajos. ¿Querrá usted visitarme para hablar de ello? Aquí tiene mi tarjeta.

Me la entregó, luego buscó algo en el bolsillo de la chaqueta y tendió hacia mí la mano cerrada, no sin antes mirar hacia la barra para asegurarse de que el «Conde» lo hacía hacia otra parte.

—Y aquí tiene un anticipo sobre su sueldo. Me figuro que le hace falta.

Protesté, por vía de cortesía, que yo no podía aceptarle aquel dinero. Sir Reginald se limitó a metérmelo en el bolsillo de la solapa y a adoptar una postura formal toda vez que el «Conde» se acercaba siendo portador de una bandeja sobre la que temblaban nuestras bebidas. Colocó un whisky ante mí. Por su tamaño supuse que se trataba de un doble.

—No lo quiero —dije—. Yo bebo cerveza.-Bébaselo de un trago —aconsejó el «Conde», guiñándome el ojo—. Eso quita el frío.

Por lo visto, de Bruyn no se molestaba en devolver el cambio a Propter.

—Aquí dentro no hace frío —protesté.

—Pero fuera sí. Y usted ha dicho que tiene que marcharse.

Tomé estas últimas palabras como una indirecta. Así pues, bebí el whisky de una sentada, componiéndomelas para que las lágrimas no se me asomasen a los ojos y me levanté, no sin cierta inseguridad.

—Adiós, Sir Reginald. Adiós, «Conde».

Habiendo recibido una mirada del «Conde», una mirada de conspirador, me encaminé hacia la salida.

Apenas había dado dos pasos sobre la acera, el alcohol surtió efecto y me sentí enfermo. Me apoyé contra la pared, temiendo que iba a desprestigiarme vomitando en plena Dean Street. Por fortuna, a los pocos minutos la náusea remitió y decidí reemprender la marcha. Me sentía completamente borracho a una hora del todo inadecuada para ello. Me enderecé y traté de caminar con paso firme. Deseché la idea de encontrarme con James en el French; sabía que no podría contener la basca si me metía otra vez en un local cerrado. Seguí, pues, callejeando, crucé Charing Cross Road y, diez minutos más tarde, me encontré sentado en un banco del patio-cementerio de la iglesia de St. Giles-in-the-Fields. Había empezado a llover. Hacía frío, además. Lluvia y frío, sin embargo, constituían un alivio; hacían que mi pensamiento se apartase de mis ansias. Me di cuenta, entonces, de que el viejo Propter tenía razón al menos en una cosa: el «ego» era sinónimo de náuseas. Cuando conseguía que mi pensamiento se olvidase de mis estúpidos intestinos y se ocupase de algo impersonal —la lluvia, por ejemplo—, la indisposición desaparecía. Pero yo carecía de práctica en olvidarme de mí mismo y así, cada vez que la mente retornaba a mi estómago, me sentía mal de nuevo. Me acordé del dinero que Propter había metido en mi bolsillo y lo saqué. Eran dos billetes de cinco libras doblados el uno dentro del otro. Era ésta la primera vez que veía un billete de cinco libras —era el tipo antiguo, un gran pedazo cuadrado de papel delgado y blanco— y así no es sorprendente que los mirara con ojos de asombro. Entonces me percaté de que alguien estaba de pie ante mí y alcé la vista. Un tipo alto y sin afeitar miraba fijamente el dinero. Me apresuré a hacer más firme la presión de mis dedos sobre los billetes y le miré a la defensiva.

—¿Dónde conseguiste eso? —interrogó el desconocido.

Yo me sentía demasiado alicaído para mostrarme indignado.

—Eso es asunto mío —me contenté con decir.

—Robado, supongo. ¿No? —dijo aquel tipo. Su mirada era de lo más insultante.

—¡Lárguese ya! —dije.

—¿Por qué tendría que hacerlo? Tengo tanto derecho como tú para estar aquí. ¿Qué te parecería si yo llamase ahora a aquel guardia?

—Me tiene sin cuidado que lo haga o no —repliqué.

La verdad es que las bascas cobraban fuerza por segundos. Tenía la impresión de que se me estaba escapando de las manos el control de la situación y que terminaría por entregar todo el dinero a aquel pordiosero. El maldito debía de poseer un sexto sentido o, simplemente, haber advertido que yo estaba bebido. De improviso: ¡la salvación! Doreen cruzaba, en aquel preciso momento, por delante de la verja de la iglesia. El alivio fue inmenso. Llamé a la muchacha y me puse en pie de un salto. Temía que el hombretón me sujetase, pero, para mi sorpresa, me dejó marchar. Doreen se había detenido y miraba en torno suyo. Bajé los peldaños hasta ella; tenía la frente cubierta de gotas de sudor. A pesar del frío, yo sentía las oleadas de calor que surgían de mi estómago.

—¡Caramba, Harry, me sorprende verle a usted aquí, la verdad! —dijo la muchacha, y añadió—: ¿Pero qué diablos le pasa, hombre?

—Me he portado como un tonto. No me encuentro bien. Creo que estoy borracho.

Me senté sobre el muro y me cubrí el rostro con las manos. Hasta el hablar me resultaba insoportable.

—¿Ya tiene usted habitación?

—Quisiera tenerla, pero le prometí a James...

—¡Y dale con James! Mejor será que se venga conmigo y descansará. ¿Llamo a un taxi?

—No. ¿Está lejos eso? Creo que me conviene caminar un poco.

—A diez minutos, uno más uno menos.

—Es usted muy amable —murmuré, emprendiendo la marcha a su lado.

El sentimiento de gratitud hacia aquella chica era inmenso en mí. Cruzamos Oxford Street y, después de andar como una media milla, enfilamos una calle lateral a Bloomsbury Street. Subimos en ascensor y, según recuerdo vagamente, tuve que hacer esfuerzos titánicos para no devolver en él. Entramos en su apartamiento. Me dirigí sin vacilar hacia el cuarto de baño, me senté en el borde de la bañera y me quedé mirando con ojos mortecinos el fondo de la taza. Doreen me entregó una bebida efervescente.

—Bébase eso. El estómago se lo agradecerá.

Obedecí. Vacié el vaso de un solo trago, hice una mueca y al punto comencé a sentir sueño, a la vez que el dolor y las molestias desaparecían como por encanto. Doreen abrió una puerta.

—Ande, entre y acuéstese ahí dentro.

Como Dios me dio a entender, me quité los zapatos, me tendí sobre la cama e inmediatamente caí dormido. Varias horas más tarde, al despertarme, me encontré abrigado con una bata. El piso estaba a oscuras. Doreen estaba fuera. Me llegué hasta el retrete y volví a acostarme. Por sorprendente que pueda parecer, ya no me sentía borracho. Advertí que la almohada estaba perfumada. La besé y me dormí otra vez. Me estaba resarciendo de la falta de sueño de la noche anterior. Algo más tarde, oí que una llave abría la puerta. Esperaba que entrase Doreen cuando una voz llamó:

—¿Está usted aquí, Miss Taylor?

Guardé silencio y la puerta volvió a cerrarse.

Más tarde, la luz se encendió y vi a Doreen de pie en el umbral. Su abrigo brillaba al caer la luz sobre la humedad que lo empapaba. Sonrió antes de preguntar:

—¿Cómo se siente ahora, Harry?

—Me siento bien, gracias. Muchísimo mejor. ¿Qué hora tenemos ya, me hace el favor?

Me mostró el reloj y vi que faltaba muy poco para las once.

—¡Dios mío! —exclamé—. ¿Es posible que haya dormido casi siete horas?

—¿Tiene hambre?

—Un poco.

—¿Podría con un huevo con jamón?

—¡No, por Dios! —dije. No me había recuperado hasta este extremo. Tenía deseos de que dejara de mirarme y se marchase. Me sentía ridículo.

—Acaso convendría que se levantase y tomara un poco de café. Le hará bien.

—Debo ir a buscar a James —aventuré.

Tenía el presentimiento de que daría con él en el tren de Egham, en Waterloo. Recordaba, ya, que le había prometido encontrarme con él y me consideraba culpable por no haberlo hecho. A Doreen no le sentó muy bien el que yo mencionara otra vez a James.

—No puede salir ahora. Lo que ha de hacer es quedarse y pasar la noche aquí. James sabe cuidar de sí mismo. Lo cual es más de lo que puede decirse de usted.

La muchacha salió. Sacudí la cabeza en un intento por aclarar algo las ideas y me dirigí al cuarto de baño para lavarme la cara. Doreen preguntó desde la puerta:

—¿Le gustaría tomar un baño? Lo digo porque ahora el agua está caliente. Los demás inquilinos suelen bañarse por las mañanas.

—No me desagradaría —admití.

—No tarde demasiado. Entretanto, yo prepararé un café bien cargado.

Mientras yo chapoteaba en el agua, solazándome en su agradable calorcillo, sonó el timbre. Pensé que podía ser la mujer que había entrado durante mi sueño pero, a los pocos segundos, oí una voz masculina. Era una voz ruidosa y alegre. Me sequé apresuradamente, deseando que no se tratase de aquel amigo de Doreen porque el mismo me había parecido muy capaz de armar una pelea a poco pie que se le diera para ello. Llegó hasta mí, entonces, una voz femenina y respiré aliviado. Me peiné y salí.

El hombre y la mujer estaban sentados en el canapé. Del asombro que leí en sus ojos, deduje que Doreen no había tenido tiempo para explicar mi presencia allí. Mi salvadora nos presentó. Sus nombres eran Rod y Tammy. Tammy era una muchacha que había viajado desde Nueva Zelanda en el mismo barco que Doreen; en cuanto a Rod, éste era un escocés robusto y pelirrojo que se puso en pie cortésmente para chocarla conmigo y se sentó enseguida, feliz, sin duda, de poder librar así a sus pies del enorme peso de su corpachón. Sobre la mesa, ante ellos, había una botella de whisky aún sin estrenar. Rod la descorchó y sirvió cuatro generosos chorros en sendos vasos. Yo rehusé inmediatamente, explicando que sólo muy recién acababa de recuperarme de una curda de respeto. En mis excusas, conté con el apoyo de Doreen, pero Rod disfrutaba de uno de esos estados de ánimo de persistente entusiasmo en los que los beodos parecen creer que nadie puede rehusarles nada. Insistió una y otra vez hasta que yo cogí el vaso. So pretexto de ir a por agua, me fui a la cocina, vacié la mayor parte del vaso en el fregadero y lo llené de agua. Doreen preparaba emparedados a mi lado.

—Son dos personas excelentes. Están un poco bebidos. No les dije nada de usted porque así, si creen que es... digamos mi novio, es posible que decidan mostrarse prudentes y marcharse pronto.

Mientras Doreen hablaba, llegó el sonar de música de baile desde la otra habitación. Habían dado con el tocadiscos. Llevé hasta allí la bandeja con los bocadillos y encontré a ambos bailando soñadores, mejilla contra mejilla y muy acaramelados. La música, la verdad, no era de lo más apropiado (era una pieza ruidosa de Benny Goodman). Volví a la cocina para echar una mano a Doreen que preparaba el café. Me explicó que Rod era maquinista naval y que también le habían conocido a bordo. Tammy hablaba de casarse con él.

Cuando llevamos el café a la otra pieza, nos las arreglamos para persuadirles para que se sentasen (ahora bailaban ya más movidito). Doreen, discretamente, bajó el tono del gramófono, explicando que la patrona era una auténtica bruja. Eso me hizo recordar a la mujer que había entrado mientras yo dormía. Al enterarse, Doreen exclamó:

—¡Dios mío! Seguro que era ella. Vive en el piso de arriba. Es una de esas beatas a las que prácticamente todo les parece malo y pecaminoso. Tiene una llave de cada piso y, de vez en cuando, se permite la libertad de entrar en ellos para ver si los inquilinos escondemos alcohol.

Rod se indignó y manifestó que la mujer podía ser castigada por allanamiento de morada. Doreen admitió que eso, probablemente, era muy cierto, pero, añadió, los pisos eran escasos y nadie se siente inclinado a invitar a que le echen por haber protestado. Esto trajo a Tammy el recuerdo de una patrona que había tenido en Westport; Rod puso broche a los recuerdos con la historia de una patrona, aún más desalmada, que él había tenido la desgracia de soportar en Aberdeen. Todos estuvimos de completo acuerdo en que las patronas constituían una especie apestosa que debiera ser exterminada por algún dictador compasivo y humanitario. Doreen me sorprendió al beberse sin pestañear su vaso de whisky; cuando Rod quiso volver a llenárselo, empero, declinó el ofrecimiento. Terminé mi café y después, sin ningún entusiasmo, di buena cuenta del mío y su complemento de agua a pequeños sorbos. Rod había encontrado un nuevo disco, Brubeck esta vez, y trataba de persuadir a Tammy para que bailara; pero la muchacha mostraba ya cierta preferencia por el sueño. Antes de que el escocés pudiera dirigir su invitación a Doreen, sonó el timbre de la puerta. Doreen hizo una mueca, quitó el disco y salió. Oímos voces y, después, Doreen entró otra vez, ahora poniendo los ojos en blanco. La patrona había protestado de que el gramófono no la dejaba dormir; Doreen le había explicado que sus amigos estaban a punto de marcharse. Así pues, bajamos el tono de la música hasta que fue sólo un agradable y suave ruido de fondo y nos sentamos a charlar. Rod parecía ser uno de esos hombres que, siendo simpáticos y agradables cuando sobrios, se convierten en mal hablados y petulantes bajo los efectos del whisky. Bajo el entusiasmo que le produjo la exposición de las medidas que adoptaría para pararles los pies a las patronas, empezó a contarnos episodios de su vida que, si eran ciertos, eran del todo reprobables. En todos ellos se trataba de jugársela a uno u otro o bien de cometer pequeñas fechorías; presumió de haber sido policía motorizado en el Estado de Nueva York y de haber conseguido amasar una respetable suma de dinero dejándose sobornar por los automovilistas a quienes detenía por exceso de velocidad; incluso se jactó de haber perseguido a tiros a un muchacho chino por haberle escupido en un pequeño pueblecito de las orillas del Yangtsé. Mientras él hablaba, yo sonreía, amistoso, fingiendo aprobar aquellas infamias. En una ocasión, la mirada de Doreen y la mía coincidieron y pude comprobar que ella pensaba de todo aquello lo mismo que yo. Tammy se había dormido apoyada sobre el brazo de Rod, aunque periódicamente se despertaba, sonreía y frotaba el rostro contra el brazo de él con una expresión de adoración ebria en los ojos.

La botella de whisky estaba vacía y habían dado ya las dos de la madrugada. Yo me sentía bien —al fin y al cabo había dormido ya— pero, de los demás, hasta Rod mostraba signos de cansancio.

Por último, se levantó bamboleándose y me preguntó a qué distancia estábamos del Ángel. Saqué mi plano de Londres y, con Doreen, me pasé cinco minutos tratando de descubrir exactamente dónde nos encontrábamos y cómo llegar hasta el Ángel. Cuando levantamos los ojos del plano, Rod dormía plácidamente junto a Tammy. Me disponía zarandearle, pero Doreen movió la cabeza para disuadirme.

—Es un largo trecho. No podrá coger el autobús a esta hora.

—¿No podríamos llamar a un taxi por teléfono?

—Lo mismo da que se quede aquí. Haremos que se vaya a primera hora. Después de todo, no veo por qué no he de tener amigos en mi piso si se me antoja así.

—¿Y dónde duermo yo? Ellos se han apropiado del canapé, como puede ver.

—Me temo que tendrá que arreglárselas con un par de sillones.

Cubrimos a los dos durmientes con sus propios abrigos y, finalmente, decidí dormir en el suelo porque los dos sillones eran demasiado incómodos. Doreen me trajo un montón de mantas con las que me envolví en un rincón, detrás del canapé. Luego me dio las buenas noches; cuando me incorporé para tomarle la mano, ella se inclinó para darme un beso fugaz. Después apagó las luces y salió. Permanecí tendido, escuchando el correr del agua en el water y reflexionando en cómo las situaciones tienden a repetirse. Tan sólo dos noches atrás, James y Mira habían ocupado mi cama. Pensé en James y acerca de lo mucho que, en sólo tres días, había ocurrido. Pero, de repente, Rod comenzó a roncar y el hilo de mis pensamientos quedó roto. El roncar del marino se parecía al ruido de un tren expreso. Habrían transcurrido unos cinco minutos cuando la puerta del cuarto de baño se abrió, dejando que un dardo de luz cruzase la alfombra, y Doreen apareció envuelta en una bata y apoyada contra el batiente.

—¿No se puede hacer nada para remediar esto? —pregunté—. ¿No tendrá, por casualidad, una mordaza o algo?

La muchacha se acercó hasta Rod y lo zarandeó. Él resopló con fuerza, se revolvió y reanudó la emisión de ronquidos. Me levanté, dormía con la camisa y el pantalón, me acerqué y probé suerte agitándole su enorme muñeca. Me agarró la mano y la oprimió, amoroso, contra sus labios; después se durmió otra vez. Doreen a duras penas podía contener la risa. Conseguí liberarme de la caricia y coloqué la mano de Tammy en el lugar que había ocupado la mía. Rod había reemprendido los ronquidos.

—Mejor será que duerma usted en mi habitación — observó Doreen.

No necesité que me lo repitieran dos veces. Recogí las mantas y me apresuré a pasar a su habitación antes de que ella pudiera arrepentirse. Doreen me siguió y cerró la puerta.

Tenía la impresión de que los pasados tres días habían tenido por misión el llevarme a esté momento de lucidez. Sólo por esto, para llegar a esa experiencia, había yo tolerado cuanto me había ocurrido. Comprendí que, por muy romántica que puede sonar la «vida bohemia» cuando es descrita por novelistas insinceros, en realidad es un completo fastidio. El lector de tales novelas añade, sin darse cuenta, la dimensión atractiva de lo desconocido, de lo nunca intentado. Pero los acontecimientos mismos, vividos y ya en lo pretérito, tienen un amargo regusto a futilidad, carecen de sentido, no conducen a nada.

¿Por qué, entonces, el estar acostado en la cama de Doreen, con ella a mi lado, parecía algo distinto y transcendental? No lo hubiera parecido si la muchacha hubiese sido de otro modo, si hubiese sido del mismo tipo que Myra. Lo puramente sexual hubiera resultado tan sin sentido como una borrachera. Pero yo, ahora, percibía una vibración, el rumor de la central eléctrica. Para tener significado, la vida tiene que conducir, forzosamente, hacia situaciones de clímax, con procesos y gradaciones armónicas, casi musicales. Por eso el estar acostado junto a Doreen levantaba en mí no sólo un presentimiento sexual teñido de tonos románticos; también, además, me hacía percibir un ritmo vital que corría parejas con la vibración de la central eléctrica. Había abandonado a mi familia para ir en su busca, pero, quizás, estuvo más cerca de mí cuando yo trabaja como simple peón.

Doreen dormía, el whisky surtía efecto. Seguí echado y despierto hasta que el creciente ruido del tráfico y el progresivo iluminarse de la ventana me advirtieron que eran ya más de las seis. Entonces me sumí en una duermevela ligera y feliz.

Me desperté, dos horas más tarde, cuando se abrió la puerta. Una mujer de edad avanzada miraba hacia dentro. Yo la miré también, sobresaltado; la puerta volvió a cerrarse, en silencio. Doreen seguía dormida. Comprendí, al punto, que debía de tratarse de la patrona. No había por qué despertar a la muchacha; salté de la cama y abrí la puerta. Rod y Tammy todavía dormían. Por supuesto, estaban enteramente vestidos (los abrigos que les cubrían habían resbalado y descansaban junto al canapé). Sin embargo, advertí un detalle insignificante; el vestido de Tammy, su falda en concreto, estaba alrededor de su cintura, mostrando una atractiva y no pequeña porción de media de seda y rosado muslo femenino. La intrusa se había ido. Regresé de puntillas y me metí otra vez en la cama, esta vez entre sábanas, como Doreen. Estaba echada de espaldas, con la boca entreabierta y un brazo fuera de la cama. Me dormí con mi brazo enlazado en torno a la cintura de la muchacha y mis labios sobre su mejilla.

Una hora más tarde, me desperté. Doreen estaba de pie junto a la cama, llevaba puesta la bata y sostenía una bandeja con el café.

—¿Se han despertado los demás? —inquirí, sonriéndole.

Me entregó la bandeja y se metió de nuevo en la cama sin el menor apuro.

—Quizá sea mejor que me levante —dije.

—No importa demasiado —replicó—. De todos modos ya me han echado del piso.

—¡Caramba! —exclamé—. Ha sido culpa mía.

—No. La verdad es que no me importa lo más mínimo. Estaba ya harta de la vaca esa. Además, este piso me costaba nueve guineas a la semana...

Me contó que la patrona la había llamado por teléfono diez minutos antes. (Los pisos tenían teléfonos separados). La disputa había sido virulenta en extremo.

—¿Cuántos días le han dado para desalojar?

—Ahí está el detalle. Me puse tan furiosa cuando esa estúpida me dijo que había estado aquí esta mañana que le dije que me marcharía hoy mismo.

—Espléndido —dije, mostrándome mucho más animado de lo que en realidad lo estaba—. Puedo ayudarla a buscar nuevo alojamiento.

Mientras tomábamos el café, Doreen me preguntó:

—¿Cómo pasaste a esta parte de la cama?

Ya me tuteaba. Yo hice lo propio y le conté que había oído como la patrona abría la puerta.

—Debiste haberme despertado. Le hubiera arrojado algo a la beata esa. Tengo la impresión que las patronas inglesas son de lo peorcito del mundo.

Mientras me afeitaba en el cuarto de baño, me acordé de la casa de Notting Hill. No parecía muy probable que Doreen aceptase, pero creí que valía la pena indicársela. La muchacha estaba en la cocina tostando pan y untándolo, después, con mantequilla. Apenas entré me preguntó que dónde creía yo que debía empezar a buscar habitación. Aproveché la coyuntura para contarle largo y tendido acerca de la casa que había visitado con James, cuidando de aparentar total conocimiento del lugar.

—¿Por qué no te quedas allí un par de días, hasta que encuentres algo de tu gusto? —sugerí.

Sorprendentemente, ella dijo, sin vacilar:

—O.K. Iré si tú crees que no les va a importar.

Estaba tan satisfecho de mí mismo que casi me atraganté dos veces en el curso del desayuno. Al menos tenía para mí a Doreen durante otro par de días. Aquél era mi más feliz momento desde mi llegada a Londres.