Capítulo II

Me despertó el ruido de unos golpecitos dados sobre la ventana. (Nuestra ventana era fácil de alcanzar desde los peldaños exteriores.) Aturdido aún, me senté en la Cama y escuché. Luego, miré el reloj. Habíamos dormido tres horas.

—¿Qué pasa? —preguntó Doreen entre sueños.

Alguien llamó a la puerta. Tras un breve silencio, se oyó la voz de James que preguntaba:

—¿Hay alguien despierto?

Me pasé la mano por la cabeza, me levanté y abrí la puerta.

—¿Qué hay, James? —pregunté, a guisa de saludo.

—¡Oh, lo siento! —dijo él—. ¿Te he despertado?

Con James estaba una muchacha. Uno y otro iban cargados con botellas.

—Esperad un momento. Doreen duerme todavía.

—¿Quién es? —preguntó Doreen. Estaba sentada en el borde de la cama subiéndose la cremallera de la falda. Los dos estábamos aún atontados por el sueño—. No le dejes pasar aún.

Me sentía tonto y estúpido con los pies embutidos en loe calcetines y de pie ante la puerta. Sin atender a las palabras de Doreen, me aparté para dejar que James entrase.

—No te preocupes, chica —dijo mi amigo dirigiéndose a Doreen—. Una de las desventajas de haber nacido con ojos dotados de rayos X es que uno ya no nota cuando una mujer está desnuda. Te traemos ofrendas alcohólicas. Permíteme que te presente a Joan.

La muchacha que había entrado en su seguimiento no era en modo alguno una belleza; pero cuando se quitó el abrigo constaté que su figura, con ser algo marchita, era aún de buen ver. Nos saludamos y James explicó:

—Joan ha sido la fuente del vino.

—Creía que estabas en Luton —dijo Doreen.

—Hago novillos cuando hay ensayo. He aprovechado la ocasión para ofrecerme a Joan para introducirla en los esplendores y miserias de este parque zoológico.

Me excusé y salí un momento. Cuando dejaba el retrete, me encontré a James. Me hizo una mueca de inteligencia y me empujó hacia el cuarto de baño.

—Siento haberme precipitado sobre ti tan de improviso, compañero. Lo primero es lo primero, sin embargo. ¿Crees que Joan y yo podríamos disponer de un rincón en tu cuarto para pasar la noche?

—Puedo hacer más que eso. Tengo otra habitación arriba. Pero sólo hay una cama en ella.

—No te preocupes por eso. No preveo una noche de sueño, si he de serte franco. ¿Qué te parece Joan? Más bien un monstruo, ¿eh?

—Es muy atractiva —dije, cauteloso—. Pero no es tu tipo, eso es evidente.

—Te equivocas Es mi tipo. Su padre es el dueño de medio Luton. Esa chica tiene una asignación mensual de su padre de cincuenta libras. No puedo decidirme. Tal vez debiera casarme con ella y concederle así el privilegio de mantener a un gran artista.

—¿A qué se dedica?

—Es secretaria por horas. Pero creo que podría ser pintora y yo me he ofrecido a ponerla en contacto con Ricky. Está ansiosa por vivir la vida bohemia.

La cabeza de Vera asomó por la puerta del cuarto de baño. La muchacha llevaba un montón de botellas de cerveza.

—¡Eh! Vosotros dos. ¿Os hace contribuir con algo comprar un poco de vino?

—Yo haré aún más que darte dinero —dijo James—. He traído conmigo unas cuantas botellas.

—¿Cuántas?

—Cuatro. Además, tengo conmigo la fuente suministradora, de forma que podemos conseguir más si es preciso. Esa fuente quiere conocer la forma de vivir y de amar de los artistas.

—Me parece magnífico. Llévala arriba. Diré a todos que hay que ponerse a tono. ¿Has comido?

—Ya sabes que siempre tengo sitio para meter un poquito más de caviar.

Cuando volvimos al cuarto, encontramos a Doreen Luchando por abrir una de las botellas con un sacacorchos roto.

—Deja eso ahora, Doreen —aconsejó James—. Ya nos ocuparemos de abrirlas arriba— Dirigiéndose a Joan, dijo—: Nos han invitado a cenar.

—Estupendo. Estoy hambrienta

—¿Te vienes, Harry?

—Subimos dentro de un segundo.

Cuando James y la chica hubieron salido, nos metimos otra vez en la cama Ninguno de los dos sentíamos deseos de precipitarnos en medio de una fiesta al primer aviso; el sueño estaba aún muy reciente. Oímos llegar a otras personas. Al cabo de una media hora, me levanté para peinarme y limpiarme los pantalones de plumón (el edredón estaba roto); Doreen se dio un ligero toque de carmín y cambió la falda por unos pantalones. De mala gana, subimos la escalera.

La mayoría de los conocidos parecían estar presentes. Tilly y Robby, sentados sobre una cama, mondaban patatas sobre un periódico extendido a sus pies. Sobre el fogón descansaba una olla enorme, parecida a aquella en que, según la leyenda, las brujas preparaban sus pócimas, aunque no tan grande. El caldero, que eso era más que olla, murmuraba apetitosamente sobre un fuego de carbón, llenando la estancia de aromas culinarios. Vera salió de la cocina con una gran lata entre las manos y la vació en el caldero.

—¡Sardinas! —anunció.

Examinó el contenido del perol y luego lo removió con un pedazo de madera. En este momento, Hoffmann llegó de la calle; llevaba una chaqueta de cuero con el cuello de piel de cabra de aspecto cochambroso. En la mano sostenía un saco de papel.

—¿Qué has traído? —preguntó Vera. El recién llegado fue colocando sobre la mesa sus adquisiciones una a una, mientras decía:

—Manzanas, aceitunas rellenas, queso gruyere, jugo de limón, embutido con ajo.

—Eso mejorará el condimento —dijo Vera.

La muchacha empezó a abrir paquetes y a echar su contenido en el caldero. Un gran paquete de manzanas provocó una erupción del caldo que alcanzó a todos los presentes.

—No pongas el queso. Es mejor comerlo —aconsejó Hoffmann.

—¡Cállate! —cortó Vera—. Hoy soy yo la cocinera.

Con unas cuentas sacudidas libró al queso del papel que lo envolvía y lo dejó caer en el perol. Removió la extraña mezcla con el trozo de madera y, acto seguido, con una cuchara, la probó.

—No está mal —comentó—. Necesita algo más de sabor.

Abrió la botella de jugo de limón y vertió la mitad de su contenido en el caldo. Me alegré de no haberme comprometido a comer con ellos. Ayudé a Doreen con el vino y ella aprovechó el momento para inclinarse sobre mi oído y murmurar que pensaba escabullirse a la primera oportunidad que se le presentase. Yo estuve de acuerdo. Tres horas de sueño son la peor forma de prepararse para asistir a una fiesta.

Cuando la sopa, o lo que fuere, comenzó a burbujear como una ciénaga que deja escapar sus vapores, la mujer de mediana edad llamada Belladonna hizo su aparición en el cuarto. Al ver el caldero, se indignó sobremanera.

—¿Dónde encontrasteis esto? Es mío.

—No sabíamos que fuese suyo —dijo Vera—. Lo encontré en el cuarto de baño. Al fin y a la postre, no hay para ponerse así. Supongo que también lo emplea para cocinar.

—Pues te equivocas de medio a medio —dijo Belladonna.

De las explicaciones de la mujer, vino en conocerse que, el día anterior, ésta había roto su orinal y había comprado el recipiente de la discusión en el mercado de Portobello para que lo sustituyese. La explicación ensombreció los rostros de todos, y la amiga de James, Joan, se sintió indispuesta. La advertencia que de las molestias que la afligían hizo la secretaria por horas, tuvo la virtud de apaciguar un tanto el berrinche de Belladonna, la cual admitió que tan sólo había comprado el caldero, pero no hecho uso de él. Vera añadió que lo había encontrado lleno de polvo y que, por las trazas, había servido para guardar carbón. La confianza renació en todos; cinco minutos más tarde, estaban con los platos dispuestos mientras Vera servía aquella mezcla turbia usando, para ello, una cacerola a modo de cucharón. La amiga de James aceptó un poco con finos alardes de buena educación, pero pude comprobar que, sin probar bocado, se escabullía hacia el anexo y, finalmente, escondía su plato, intacto, debajo de una cama. (Apropiadamente, la cama en cuestión era la de Belladonna.)

Doreen se le acercó y entablaron conversación; a los cinco minutos charlaban como descosidas, mientras que James dirigía hacia ellas, de vez en cuando miradas irritadas. No dudo de los deseos de su amiga por conocer el mundo del arte y su picaresca, pero saltaba a la vista que también le complacía haber encontrado a alguien de su propio mundo. En verdad, creo que fue una gran suerte para James que Joan y Doreen se liasen a hablar; de no haber sido así, seguro estoy de que la muchacha hubiera cambiado de parecer acerca de pasar la noche allí en cuanto hubiera podido hilvanar una excusa decente. La contemplé con cierta lástima. Conocía ya la clase de muchacha que era: bien vestida, con figura no mal conformada, pero sin vitalidad, y el tipo de cara que nadie mira dos veces al cruzarse con ella por la calle. Pudiera haber sido una maestra de escuela elemental. Al contemplarla, me preguntaba si se daba cuenta de lo que significaba su asentimiento a pasar la noche en semejante cueva. (Aparentemente sí se daba cuenta, ya que, según me informó James más tarde, no era virgen.) Fuese cual fuese su anhelo en la vida, no tenía nada que ver con Vera, Belladonna y Hoffmann. (En aquellos momentos, mientras devoraba su ración, Belladonna contaba a todos, con pelos y señales, su primer aborto; era, he de admitirlo, una narradora en extremo divertida y, sobre todo, una buscona redomada.)

Mientras seguía sentado, con el murmullo de las voces de Doreen y Joan en un oído y el torrente de la de Belladonna en el otro, se me ocurrió que yo estaba por completo fuera de todo aquello, fuera de aquellos dos mundos. Mis sentimientos respecto a Joan y su trasfondo burgués eran muy semejantes a los «e James. Pero no es menos cierto que no sentía la menor simpatía por los otros tipos que llenaban la habitación. En ellos había una inclinación hacia lo exótico e inconvencional; pero, eso aparte, eran cobardes y aburridos. Mientras recordaba lo monótono que eran aquellos personajes, recordé también a Ricky y su imagen me animó. Sin personas como Ricky, resultaría muy fácil adoptar una actitud nihilista ante la filosofía de la bohemia. Pero el desprecio es una forma de asfixia moral e hice un esfuerzo por huir de los pensamientos y cosas que la provocan.

Murmuré al oído de Doreen que volvía a nuestra habitación y luego me escabullí. (Había una puerta que conducía directamente del anexo a la escalera, pero se mantenía siempre cerrada por dentro; para impedir interrupciones durante los momentos en que la habitación se convertía en un fumadero de marihuana, imagino.) Cuando llegué al vestíbulo, alguien aporreó la puerta de la calle. La abrí Ante mí apareció Oswald Blichstein con su mirada bizqueante de los momentos de embriaguez.

—¡Caramba, muchacho! ¡Cuánto me alegro de verle!

—Estampó un beso húmedo y viscoso en mi frente y se volvió para gritar a alguien que estaba aún en la calle—: Vamos, pequeños.

—¿A quién trae con usted...? —empecé a decir, pero la voz de Eric gritó:

—Usted, venga a ayudarnos. Sí, usted, cerdo perezoso.

—No puedo —replicó Oswald—. No pertenezco a vuestro sindicato.

Miré a la calle y vi que una furgoneta se había detenido delante de la verja y que dos hombres parecían estar descargando algo. Oswald me rodeó el hombro con el brazo y me palmoteo, diciendo:

—Vaya a ayudarles usted, mi querido amigo. Usted tiene músculos de estibador.

Me empujó suavemente hacia la calle. Me acerqué a la furgoneta y me encontré con que dos hombres en mangas de camisa habían medio sacado del vehículo una gran caja. Al examinarla desde cerca, pude comprobar, con no ligera sorpresa, que la tal caja era un ataúd. Eric estaba dando saltitos sobre ambos pies alternativamente, presa de agitación.

—Vayan con cuidado. Está lleno de vino.

Eché una mano. El féretro pesaba varios quintales. No era excesivamente difícil llevarlo hasta la puerta, pero al encararnos con las escaleras la cosa varió. Eric y yo nos colocamos a ambos lados de la caja. Los dos hombres, cockneys fornidos y coloradotes, sólo hablaban para impartir breves instrucciones (la única ocasión en que oí una oración completa fue cuando uno de ellos murmuró, dirigiéndose al otro: «Ten cuidado con la pared, Raphael, o te pillarás los dedos»). Sugerí que sería mejor dejar el falso féretro en mi habitación como primera providencia, pero Oswald gritó:

—De ninguna manera. Esto tiene que ir directamente al estudio de Ricky.

Hoffmann, que había salido al rellano para averiguar a qué se debía tanto escándalo, llamó a los demás hombres de la reunión. Pero la escalera era demasiado estrecha para permitir nuevas ayudas; como Dios nos dio a entender, llegamos con el ataúd hasta el primer descansillo. A la luz que en él había, fue posible advertir que Se trataba de una caja de madera de secoya muy brillante y de bordes redondeados. No había en ella los adornos de cromo o bronce que son habituales, y las asas no eran de metal, sino de madera. Era la clase de ataúd que Flaubert hubiese deseado para sí.

El tramo que conducía al cuarto de Ricky era aún más estrecho que el que acabábamos de salvar y también con más curvas. Subí y llamé a la puerta. Respondió una voz de muchacha. Entré y encontré a Melanie, sentada sobre la cama y cubierta por bragas y sostén; se limaba las uñas de los pies mientras Ricky pintaba.

—Será mejor que se vista, Melanie. Está al llegar un verdadero ejército invasor.

—No me digas que toda esa gente que lleva más de un cuarto de hora dando gritos y golpes sube aquí —protestó Ricky.

Antes de que pudiera contestarle, Oswald entró. Interceptó a Melanie que corría hacia el biombo y comenzó a besarle el cuello y a levantarla del suelo con sus abrazos mientras gritaba:

—¡Deliciosa criatura! ¡Toda mi vida había soñado con este momento!

Cuando la muchacha le tiró del pelo, Oswald la dejó ir. Melanie se escondió detrás de la pantalla.

—¿Qué quiere usted? —demandó Ricky, agriamente. —Le he traído un presente, maestro. —Dio un manotazo a los objetos que ocupaban la mesa al tiempo que los hombres irrumpían en la estancia con el ataúd a cuestas—. Pónganlo aquí.

Afortunadamente, la mesa era capaz de soportar el peso de una apisonadora; los hombres dejaron caer el féretro sobre ella y se precipitaron sobre las sillas mientras se secaban el sudor con unos pañuelos pringosos. Eric estaba diciendo a Ricky:

—Le aseguro que estoy desolado, maestro, pero no he podido detenerle. Vio este objeto macabro en una tienda de St. Paneras y, sin pensarlo más, entró y lo compró.

Con lengua que el alcohol refrenaba, Oswald habló:

—Alejandro tuvo un esclavo que tenía por misión murmurarle al oído: «Recuerda que eres mortal», cuando el gran hombre se engreía demasiado. Yo he hecho algo mejor. Contraté un coche fúnebre, con ataúd incluido, para que me siguiera a todas partes. Sin embargo, el cochero insistió en marcharse a casa a las siete en punto, de modo que tuve que conformarme con una furgoneta. Permítame ahora, maestro, que le haga este modesto obsequio.

—¿Y qué diablos he de hacer con este trasto?

—¿Por qué no duerme en él como el fantasma de la ópera o el conde Drácula? Está afelpado. —Se dirigió a uno de los de la furgoneta y dijo—: Caballeros, veo con disgusto que no han completado su tarea.

—Deje que coja otra vez el resuello —dijo el aludido.

Dando un suspiro hondo, mitad de agotamiento, mitad de asombro, el obrero sacó un destornillador y procedió a levantar la tapa. Cuantas personas había en la habitación (es decir: cuantas personas había en la casa) se arremolinaron en torno al ataúd.

Estaba lleno de botellas, cuidadosamente empaquetadas con paja; champaña, whisky, ginebra, vino... y hasta sidra. Un alarido de satisfacción se elevó al techo. Oswald se dispuso a descorchar una botella de champaña. El tapón salió disparado después de la tradicional explosión y fue a destrozar uno de los cristales de la ventana; un chorro de champaña salió en su persecución.

—¡Vasos! —chilló Oswald, colocando la mano sobre la botella—. ¡Están ahí dentro!

Removí la paja del ataúd hasta dar con los vasos, limpiamente envueltos en papel marrón. Rasgué el papel y comencé a repartirlos. Otro tapón saltó. Unos minutos después, todos los ocupantes del cuarto bebían, incluidos los dos de la furgoneta. Oí que Ricky decía:

—¿Me hacen el grandísimo favor de irse al piso de abajo? Tengo que seguir pintando —pero nadie le oyó.

James me dijo al oído:

—Joan tiene los ojos tan abiertos que temo que se le hayan encasquillado los párpados. Cree que yo he organizado todo esto en su honor.

En efecto, el aspecto de la muchacha era de suprema felicidad.

Empezó a sonar música. Alguien había puesto uno de los discos de jazz de Doreen en el gramófono de Ricky. Melanie salió de su refugio; parecía diez años mayor con aquel vestido blanco y negro muy ceñido. Oswald le echó el ojo encima y ella se apresuró a refugiarse conmigo en un rincón. La muchacha cuchicheó:

—Está loco, ¿verdad?

Ricky se acercó y dijo:

—Mire, Oswald, ha sido un detalle muy amable por su parte el haber traído todas esas bebidas, pero no quiero celebrar una fiesta.

Haga el favor de decir a sus hombres que se lleven todo eso abajo. Es usted un buen amigo, Oswald, se lo aseguro.

Blichstein miró al pintor con cara de no comprender nada en absoluto; luego le cogió del brazo y dijo:

—Maestro, mi corazón está destrozado, pero me alegro en su felicidad. Usted tiene genio, maestro. También yo lo tengo, pero soy demasiado indolente para desarrollarlo.

De nuevo se abrió la puerta y uno de los hombres de la furgoneta entró cargado con un aparato de televisión. Dio un traspiés y preguntó:

—¿Dónde va eso?

—¡Pero qué diablos es eso! —exclamó Ricky, desconcertado.

—Otro presente —dijo Oswald—. Creo que lo más acertado sería colocarlo en el mismo rincón que el gramófono.

Condujo al hombre a través de la habitación abriéndole camino entre el enjambre de personas que la abarrotaban.

—Me temo que esté desequilibrado —dijo Ricky, acercándoseme. Eric pasó junto a nosotros y el pintor le cogió por el brazo para preguntarle—: ¿Qué le pasa a Oswald? ¿Es que se ha vuelto loco?

—No me hable. Todo lo que sé es que desde el mediodía está borracho. Se muestra muy misterioso. No hace más que hablar de ese adorador del Diablo. A propósito, ¿ya le ha visto usted?

—¿A Roehmer? Sí. Vino ayer a verme. Se llevó unos cuantos cuadros.

Oswald regresó a nuestro lado. Puso la mano sobre el hombro de Ricky y dijo:

—Llámeme Judas, maestro. Pero no olvide que Cristo debe su fama a Judas. Si Judas no hubiese traicionado a su Maestro, no hubiésemos tenido la Crucifixión. Sin Crucifixión, no hubiera habido Resurrección. Sin Resurrección no hubiera habido Cristiandad. Judas fue un mero engranaje en el destino del Hijo del Hombre.

—¿De qué está usted hablando ahora?

Vera se aproximó con una palangana llena de vasos. Oswald cogió uno y dijo:

—¡A su salud, caballeros! —Descubrió a Melanie en el umbral y se abrió camino a codazos hacia ella.

Con un encogimiento de hombros, Ricky cogió una copa de champaña y la apuró de un trago. Luego me dijo al oído:

—¿Le importaría que bajase a su habitación? No puedo soportar esa baraúnda.

—Pues claro que no me importa. Pero le advierto que dentro de unos minutos también bajaremos.

—Es muy lógico; es su cuarto. Tan sólo quiero escapar de este manicomio.

La televisión comenzó a funcionar, pero sin sonido. En la pantalla había aparecido un cantante con guitarra; el hombre se retorcía y miraba con ojos magnéticos a la cámara, pero el silencio daba a su actuación aires de parodia.

Uno de los trabajadores se me acercó.

—¿Sabe dónde está ese amigo suyo? Quisiéramos marcharnos si ha terminado con nosotros.

Miré en torno mío buscando a Oswald, luego salí al rellano. La puerta de la habitación contigua estaba entreabierta. La abrí del todo y vi a Melanie recibiendo el beso de Oswald. La muchacha no parecía estar a disgusto. Carraspeé y ella se apartó. Se había sonrojado.

—Los de la furgoneta quieren marcharse —dije.

Oswald rebuscó en el bolsillo, sacó dos billetes de una libra y dijo:

—Hágame el favor de darles esto.

Recogí el dinero y me retiré. La puerta se cerró a mis espaldas. Encontré a los hombres y les entregué los billetes. Luego dirigí la mirada hacia el televisor. Con la sorpresa que es de suponer, vi la imagen de Sir Reginald Propter. Me precipité sobre el aparato tratando de dar con el botón de sonido, pero el primero que toqué sirvió para hacer que la imagen perdiera nitidez. Salí al rellano y sacudí la puerta de la habitación contigua, gritando:

—Oswald, salga a ver la televisión.

La puerta se abrió y Melanie salió corriendo con el vestido desordenado; se precipitó hacia el retrete sin siquiera mirarme. Oswald la siguió. Le dije que Propter salía en la televisión, una especie de corazonada me dijo que eso estaba relacionado con la instalación del televisor.

—¿Es cierto? —preguntó—. Entonces mi reloj atrasa.

Entró en el cuarto de Ricky y, colocándose en el centro, gritó:

—¡Silencio todos! ¡Silencio, por favor! ¿Dónde está Ricky? Id a buscarle. Que vaya alguien.

Me lancé escaleras abajo, salvando los peldaños de cuatro en cuatro, y encontré al pintor tendido sobre mi cama.

—Suba rápido —dije.

Me siguió sin decir palabra, presintiendo que algo importante ocurría. La habitación estaba en silencio excepto la voz del entrevistador de la televisión, que estaba diciendo:

—Y ahora, Mr. Roehmer, ¿tendría inconveniente en decirnos si está o no de acuerdo con Sir Reginald acerca de esos notables cuadros?

Una cara cuadrada y extremadamente pálida brilló sobre la pantalla. Roehmer tenía la cabeza completamente calva (afeitada, sin duda) y unas profundas ojeras negras. Me recordó a Boris Karloff en el Monstruo de Frankenstein. Con palabras apocopadas que revelaban su origen tudesco, manifestó:

—No, yo no puedo estar de acuerdo por entero. Yo no creo que la pintura de Prelati revele una tendencia a la mística. Muy al contrario, para mí parecer este artista está preocupado por la organización formal, lo mismo que ocurre con Ben Nicholson. Esta perspectiva, por ejemplo, la cámara enfocó un cuadro. Lo reconocí al momento como uno de los que habían estado apoyados sobre el tablero de la chimenea de Ricky. Mientras la voz seguía exponiendo el punto de vista del alemán, miré a Ricky; su aspecto era de enfado positivo.

—¡El muy idiota! —murmuró entre dientes. Miró por toda la habitación, pero Oswald no estaba a la vista. Durante una fracción de segundo, supuse que estaría abrazando a Melanie en el sitio más insólito; entonces vi a la muchacha de pie junto a la puerta, tan bonita como siempre, sin el menor síntoma o señal de su reciente combate amoroso.

Ricky se dirigió hacia Eric, quien se apresuró a decir: —No me reproche nada. No sé una palabra de todo esto. Oswald ha dicho que volverá más tarde, cuando usted se haya calmado.

El entrevistador estaba concluyendo: —Bien, Sir Reginald, supongo que nuestros telespectadores estarán de acuerdo en que usted ha demostrado una vez más ese asombroso sexto sentido que le permite descubrir nuevos talentos en el difícil arte de la pintura.

Tan sólo hemos de lamentar que el artista en cuestión no haya podido acompañarnos esta noche en nuestros estudios...

Ricky se acercó al televisor y lo desenchufó. Ninguno de los que atestaban la habitación parecía darse cuenta de su irritación. Vera murmuró:

—¡Enhorabuena, querido!

—Ha sido una obra maestra de la publicidad. ¿Quién se la ha facilitado? —dijo, por su parte, Desmond.

Ricky se encaminó hacia la puerta y Melanie le echó los brazos al cuello.

—. Querido, ya es usted famoso ahora.

—Si a eso llamas fama... —dijo Ricky fríamente, al tiempo que se desembarazaba del abrazo.

Salió de la habitación. Tilly dijo en voz alta (cuidando de que así sus palabras llegasen hasta el pintor):

—¡Bueno! ¿Qué mosca le ha picado?

Todos comenzaron a hablar. Mi opinión personal ea la de que Ricky fingía más enfado del que realmente sentía. Era posible, por supuesto, que él prefiriese sinceramente pasarse sin tal tipo de publicidad. La discusión sobré sus cuadros había tenido más de estupidez que de otra cosa. Pero, con todo, no había necesidad de comportarse como una matrona victoriana que ha sido importunada en la calle por un borracho. Éste parecía ser el sentir general en el cuarto. Desmond dijo, también en voz alta:

—Si queréis que os diga lo que pienso, me parece que ha tenido mucha suerte. Quienquiera que le haya arreglado ese programa le ha hecho un gran favor, no os quepa duda.

Sólo Eric se mostraba sinceramente dispuesto a defender a Ricky.

—Pero, si querían mostrar sus cuadros por la televisión, debían habérselo dicho antes. Ricky tenía perfecto derecho a saberlo y a oponerse a ello si lo creía así oportuno.

—Ya me gustaría a mí pillar un programa así —dijo James con envidia.

Alguien descorchó otra botella de champaña. Eric apuntó que debíamos bajar todos por si Ricky deseaba volver y seguir pintando. El ataúd era ya considerablemente más ligero, de forma que lo metimos en el piso de abajo sin mayores dificultades. El teléfono del vestíbulo comenzó a sonar. Contesté yo. Una voz femenina preguntaba por Ricky. Dije que estaba fuera y pregunté si yo podía darle algún recado.

—No. Volveré a llamar mañana. Pero si por casualidad le ve usted esta noche, ¿querrá decirle que Molly ha llamado y que le felicita por el programa?

Apenas colgué, el aparato repiqueteó otra vez. Ahora era un periodista.

—He oído decir que tienen ustedes ahí un ataúd lleno de champaña y que están celebrando el éxito. ¿Es eso exacto?

—Exacto.

—¿Cree usted que el señor Prelati se molestaría si nos personamos con un fotógrafo para impresionar unas placas?

Le expliqué que Ricky había salido, pero era obvio que no dio crédito a mis palabras.

—Iremos de todos modos, si no les importa.

Colgué. Antes de que hubiera llegado a la puerta de mi habitación, sonó por tercera vez. Reconocí la voz de Sir Reginald Propter.

—¿Vio Ricky el programa?

—Lo vio.

—¿Está disgustado?

—Eso creo. Ha salido.

—Dios mío... ¿Cree usted que hemos hecho mal?

—No. Supongo que será una excelente publicidad.

—Por supuesto lo es. Y lo que es más: he recibido ya ofertas de un rico americano que quiere montarle una exposición en Nueva York. Si sabe jugar diestramente las cartas que posee, Ricky puede convertirse en un hombre rico.

—Se lo diré cuando vuelva —dije.

En cuanto hube colgado el auricular, me precipité hacia la puerta; ni que si quieres. Antes de que pudiera entrar en el cuarto ya estaba sonando otra vez. Ignoré el repicar y cerré la puerta tras de mí. En cierto modo, había esperado encontrar a Ricky o a Oswald allí, pero la habitación estaba vacía. Alguien bajó del cuarto comunal y contestó la llamada. Un momento después, oí la voz de Tilly que gritaba a los de arriba:

—Llaman del «Daily Worker». ¿Es cierto que Ricky no quiere exponer porque desaprueba las formas de vida de la sociedad capitalista?

La voz de Hoffmann respondió:

—Bajo yo y se lo explicaré a ésos.

Toda vez que el teléfono estaba casi junto a mi puerta, yo no tenía medio de escapar al ruido. Consideré la posibilidad de retirarme a mi retrete del último piso, pero recordé que James podía estar ya en él. No tenía más remedio que resignarme a la algarabía. Oí que Hoffmann explicaba que Ricky había salido y que no regresaría, probablemente, hasta mañana por la mañana. Me agradó el comportamiento de Hoffmann; era evidente que trataba de evitar que Ricky fuese molestado. Casi al momento, hubo un golpe en mi puerta y Hoffmann entró.

—¿De quiénes eran las otras llamadas?

Se lo dije en pocas palabras. La excitación hacía que le brillasen los ojos.

—¿Te dijo Propter el nombre de este millonario que quiere llevarse a Ricky a Nueva York?

Le expliqué que Propter no había dicho que el hombre fuese millonario, sino sólo un «rico americano», y que éste no había dicho que quisiera llevarse a Ricky a Nueva York, sino únicamente que le gustaría exhibir sus cuadros allí. Hoffmann prescindió de estas correcciones mías.

—Está bien. Está bien. ¿No se lo contaste al periodista?

—No. Propter llamó después.

—Bien, no digas nada a nadie. ¿Sabes, por casualidad, dónde podría encontrar ahora a Propter?

Le dije que no. Hoffmann estaba ya metiendo peniques en la caja del teléfono. Le oí decir:

—Oiga, póngame con la mesa de redacción... Oiga, Jack, soy Ted Hoffmann. Tengo una historia interesante. ¿De acuerdo? Toma nota: Después de un programa de televisión en el que fueron mostrados algunos de sus cuadros, el artista Ricky Prelati se encontró convertido, de pronto, en un hombre famoso... ¿Lo has cogido? Prelati es conocido entre sus amistades por la Greta Garbo del mundo del arte a causa de su reluctancia a exhibir su trabajo...

Entró James en aquel momento para preguntar si podía llevarse un par de cojines para servirse de ellos a modo de almohadas.

—¿Qué tal se siente Joan? —inquirí.

—Casi tartamudea de emoción. No cabe duda de que ha empleado bien su dinero. Ha bebido casi un galón de champaña. Creo que ya es hora de que vayamos a la cama porque...

Al abrir la puerta, oímos a Hoffmann que decía:

—Manda a un fotógrafo si lo tienes a mano. No estaría mal conseguir una foto. El «Daily Echo» ha mandado uno...

James devolvió los cojines al sillón.

—Pensándolo mejor, creo que voy a quedarme un rato. Me parece que eso se pone divertido.

—Lo que se pone imposible para que yo pueda dormir —dije, tristemente.

—No seas egoísta, mi querido Harry. Piensa en la suerte de Ricky.

—Él no parece tenerse por afortunado.

—Ya cambiará. No hay hombre al que no le guste hacerse famoso.

Sonó el timbre de la puerta y James fue a abrir. Era un reportero del «Daily Echo» con un fotógrafo. Los tres se fueron escaleras arriba y el lugar quedó envuelto en una beatífica quietud. Decidí apagar la luz para evitar futuros visitantes y me tendí sobre la cama. Alguien golpeó los cristales de la ventana y yo salté del lecho. Aparté la cortinilla y miré hacia la escalinata exterior. No había nadie. Abrí la otra ventana. La voz de Ricky llegó hasta mí desde abajo:

—¿Hay alguien?

—Aquí no.

—Magnífico. ¿Le importa que entre?

—En absoluto. Pero le advierto que acaban de llegar varios periodistas.

—Eso se está complicando.

Me aseguré de que no había nadie en la escalera y le dejé entrar. Lo hizo como una flecha y cerré en seguida.

—¿Dónde está Melanie? —preguntó.

—Arriba aún.

—Me temo que tendré que pasar la noche en su casa. No quiero enfrentarme con esa gente ahora.

—Pero tendrá que hacerlo alguna vez, ¿no?

Estábamos sentados en la oscuridad, sin más luz que la de la estufa, y hablábamos en un susurro. Oímos a alguien bajando las escaleras. Llamaron a la puerta.

—¿Quién? —pregunté.

Contestó la voz de Doreen y le franqueé el paso.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Doreen al pintor—. Le están esperando para sacarle unas fotos.

—Ya lo sé. ¿Quieren acostarse? Yo puedo marcharme en tal caso.

Le aseguramos que era bienvenido y que, si lo deseaba así, podía pasar allí la noche.

—¿Pero por qué no los ve de una vez y así acaba con esto? —preguntó Doreen.

—Porque me mostraría grosero. De buena gana mataría a ese Oswald y a sus pérfidos amigos. ¡Valiente jugada! Ese hombre, Roehmer, dijo que le gustaría llevarse unos cuantos de mis cuadros para adornar con ellos sus muros mientras yo pintaba su encargo. Y miren lo que ha hecho el cerdo...

—Pero sólo querían ayudarle —dijo Doreen.

—Lo que querían es lo que han conseguido: apuntarse el tanto de decir que me han descubierto —replicó Ricky, con evidente disgusto.

—Pero es que si su obra es buena, le hubieran descubierto más tarde o más temprano. ¿Por qué posponer este momento?

—Porque no estoy preparado todavía.

—¿Pero que diferencia puede haber? —persistió Doreen—. Lo ocurrido servirá únicamente para que la gente se interese por sus trabajos. Eso no impedirá que usted siga perfeccionando su estilo, su arte.

—Ya sé que no lo impedirá —admitió Ricky—. Pero será porque yo cuidaré de evitarlo. Eso, señorita, hará doblemente pesada mi tarea

—¿Por qué?

—¿Por qué? ¿No sabe usted nada del mundo artístico? ¿Cree usted que lo único que buscan es hacer que quede prendido en el juego? Yo he presenciado estas cosas. Debiera usted conocer a Davis y Jones, los dos pintores galeses que ocuparon esta misma habitación. O a Darrell Saunders. ¿Se ha encontrado alguna vez con él? Celebró su primera exposición hace cinco años, y «The Times» dijo de él que era el mejor paisajista inglés desde los tiempos de Paul Nash. La exposición le proporcionó un beneficio neto de tres mil libras. Durante seis meses, todo fueron alabanzas. Entonces, unos cuantos críticos comenzaron a decir que se le sobreestimaba y una revista artística americana publicó un largo artículo atacándole. Él se querelló por difamación. Su segunda exposición fue mal acogida y él se dio a la bebida. Durante los últimos tres años no ha pintado nada digno de ser mirado, pero tiene contratados los servicios de una agencia recopiladora que le remite puntualmente el más simple comentario o suelto que sobre él hacen los periódicos.

Alguien bajaba las escaleras y nos dimos cuenta entonces de que Ricky había levantado demasiado la voz. Permanecimos callados. Llamaron a la puerta y la voz de James llamó:

—Harry.

—Estoy en la cama —grité.

—Perdona, hombre. ¿Puedes darme los cojines?

Abrí unos centímetros la puerta y se los entregué.

—Deja abierta la puerta de la calle para los demás periodistas —dije—. No quiero pasarme la noche arriba y abajo de la cama.

—Te entiendo perfectamente, Harry. Espero que no... bueno, espero que no te habré interrumpido. Buenas noches, Harry.

Me senté otra vez y reemprendimos la discusión en voz queda. Doreen dijo:

—De todos modos, no veo por qué ha de juzgarse usted a través de lo que ha ocurrido a otros. Ese amigo suyo, ese Darrell, debe de ser un carácter débil.

—No me estoy juzgando a mí mismo —advirtió Ricky—. Juzgo a ese tornadizo mundo artístico y a los críticos. Si hubiese aprendido a decir lo que debo decir, nada me preocuparía. Seguiría adelante y lo diría, lo diría con mis cuadros, claro es, y los críticos que se pegasen un tiro si no les gustaba. Pero el caso es que estoy aún aprendiendo a expresarme. Y no estoy dispuesto a tolerar que una muchedumbre de indocumentados atisben por encima de mi hombro para decirme opiniones impertinentes acerca de cómo debo pintar.

—Por lo que veo, no le interesan a usted ni el dinero ni la fama —observé.

—Pues sí me interesan. Me interesan, pero sólo hasta cierto punto. Pero, hoy por hoy, no necesito dinero. Tengo lo bastante para vivir. Todo lo que quiero es un estudio, unas cuantas telas y mucho tiempo disponible para pintar.

Aunque me constaba que sería lo mismo que arrojar aceite a una hoguera, no pude resistirme a comentar que Hoffmann le había descrito como «la Greta Garbo del mundo del arte». Empezó a maldecir a voz en cuello y tuvimos que aquietarle.

—¡Ven ustedes lo que quiero decir! —exclamó—. Si trato de evitar la publicidad, resulta que estoy interpretando el papel de Greta Garbo. En otras palabras, que no hago sino servirme de otro truco publicitario. ¿Comprenden ahora por qué siento ganas de vomitar?

—Aun con todo —persistió Doreen con notable tozudez—, no creo que sea tan desagradable. Al contrario, debe de ser muy halagador saber que uno es un pintor de éxito.

Ricky se puso en pie y apoyó la mano sobre el hombro de Doreen.

—Mi querida jovencita, nunca he tenido la más leve sombra de sospecha acerca de mi éxito. Cuando tenía dieciséis años, conocí a un extraño pintor irlandés de quien se decía que poseía un sexto sentido. Me miró fijamente y dijo: «Cualquier día alcanzarás un gran éxito». Y yo respondí: «Sí. Ya lo sé». Porque es el caso que, de repente, lo supe. Siempre lo he sabido. Fue sólo más tarde cuando comencé a comprender lo que el éxito puede causar en un hombre que no está aún preparado para recibirlo. Por eso tomé la determinación de mantenerlo lejos de mí hasta alcanzar esta preparación. Pero he fracasado.

Ninguno de los dos que le escuchábamos fuimos capaces de hacer el menor comentario. Ricky descorrió el pestillo y abrió la puerta.

—Me voy a casa de Melanie. Pasaré allí la noche. No digan a nadie donde estoy. Hasta mañana.

Ya había Ricky salido a la calle cuando recordé la llamada telefónica de Propter. Abrí la ventana y le conté lo del rico americano. Lo único que dijo fue:

—¡Santo Dios! ¡ Esa ha sido la última gota!

Un coche cruzó la calle, retrocedió y se detuvo ante la verja. Ricky se dirigió hacia el jardín y salió por la puerta lateral. Cerré la ventana y comencé a desnudarme; me sentía extrañamente descorazonado. Doreen atisbaba desde detrás de la ventana.

—Más fotógrafos —comentó—. ¿No crees que eso es emocionante?

—Creo que sí.

—Hace que uno, hasta cierto punto, sienta envidia. ¿Verdad Harry?

Pero no era la envidia lo que me mantenía silencioso. Estaba esforzándome por mirar en mi interior y tratar de descubrir allí la misma certeza absoluta en mi éxito futuro. Lo que descubrí me angustió. En mi interior veía la plena convicción de que el éxito en lo futuro no existe. El éxito, el triunfo, como el sentido del propio valer, es algo que existe en todo momento o nunca. Pero a mi me faltaba criterio para reconocerlo.