Capítulo III
Mientras caminaba por la Tottenham Court Road en dirección a Oxford Street, se apoderó de mí una especie de... ¿cómo lo expresaría yo?... una especie de perspicacia o clarividencia exacerbada. Estas sensaciones me han asaltado en plazos regulares a lo largo de toda mi vida; son un súbito acto de arreglo y ajuste, una rebelión contra el mundo que he aceptado movido por su misma inmediación. Uno de estos primeros fenómenos, lo recuerdo con toda claridad, me ocurrió cuando tenía dieciséis años y acababa de dejar la escuela. Trabajaba en un empleo que odiaba; me sentía cansado y fútil. Cierto día, durante la pausa del té, abrí una obra de Bernard Shaw y leí las siguientes frases: «Toda esta parte de la narración es espantosamente real, espantosamente presente, espantosamente moderna; y sus efectos sobre nuestra vida social tan horribles y ruinosos que nos han hecho olvidar la verdadera esencia de la felicidad sin nosotros advertirlo. Tan sólo al poeta, con su visión de lo que la vida debiera ser, le resultan insoportables estas cosas. Si fuéramos una raza de poetas, les pondríamos fin antes de que terminara este siglo angustiado y acongojante». Me sentía como San Pablo, deslumbrado y medio ciego. En mi interior percibí un crujir de ruedas y engranajes, como si en mis entrañas se operase un insólito reajuste. Luego contemplé la fábrica con nuevos ojos. La odiaba más que nunca, pero ya no me sentía inútil; muy al contrario, un desprecio apasionado hacia cuanto aquellas máquinas representaban se convirtió en el muelle real que dio sentido a los días que seguí en el lugar. No estaba seguro de lo que tenía que hacer, de lo que se esperaba de mí; después de todo, aún estaba por ver que yo perteneciera a una raza de poetas. Sin embargo, dediqué algún tiempo a tratar de aclarar mi visión de «la vida como debiera ser», y el intento me trajo un nuevo sentido, un propósito y una mayor capacidad de concentración.
En esta nueva ocasión, mientras avanzaba por la Tottenham Court Road, el fenómeno no era tan violento. Me irritaba el tráfico, que hacía casi imposible el cruce de la calzada. Sin duda una cierta envidia de James tenía parte de culpa en mi disgusto. Me paré ante el escaparate iluminado de una librería para mirar los costosos volúmenes de arte que contenía. Un ingenio automático volvía las páginas del libro y cada página contenía una ilustración. Mientras permanecía mirando, aparecieron las reproducciones de dos estatuas egipcias; eran, creo recordar, Micerinos y su reina. Algo, en su perfección casi matemática, me atraía y seguí mirando. La página se volvió otra vez. En esta ocasión apareció la fotografía de una estatua de basalto que representaba a un hombre sentado; sus contornos eran tan abstractos que recordaban la estructura de un cubo. Las rodillas y el pedestal estaban cubiertos de jeroglíficos. De nuevo la emoción me hizo temblar; miraba la estatua como si pudiera comérmela. Entonces, la página se volvió una vez más. Me alejé; iba poseído por una visión de perfección matemática que, por extraño contraste, había sido creada sobre materiales vivientes. Comprendí, en aquel instante, que detestaba yo de Londres. La vida que la gente llevaba en esta ciudad estaba destinada a interponerse entre el hombre y esa imagen de perfección.
Recordé algunos de los deseos y nostalgias de las pasadas veinticuatro horas: James y Doreen, James y Myra, James y Jennifer, la señora de las gafas hablando a su gente en la taberna, el pesar inexplicable después de dejar la casa de Courtfield Gardens. Ahora, todos esos hechos se me presentaban en perspectiva y me sentía avergonzado de ellos. También el excitante cosquilleo que sentía ante mi próxima reunión con la muchacha neocelandesa se me antojaba poco digno. Esta ciudad era una concreta y masiva negación de la realidad. Si fuésemos una generación de gigantes en vez de serlo de enanos... ¿qué haríamos? ¿destruirla? Me acordé de Marty y de sus palabras en pro del aniquilamiento de las ciudades y la idea me pareció razonable.
Pero mientras cruzaba Oxford Street mi mente se agitó en un esfuerzo final, en un esfuerzo que resultó feliz, como la violenta contracción física que, cuando uno está acatarrado, aclara los conductos nasales y hace posible el volver a respirar. Instantáneamente, la visión de mi verdadera situación reemplazó a la indignación que hasta entonces había sentido. Me di cuenta de que el problema estriba en aprender a retener hasta las más sutiles sombras de la propia experiencia emocional. Los acontecimientos físicos nos impulsan hacia delante y se hace imposible centrar nuestra atención sobre los problemas de nuestro propio ser. Estos problemas nos oprimen de una manera indefinible pero innegable, como el agobio pulmonar que hace casi imposible la respiración durante un proceso catarral. Pero, en la mayoría de los casos, somos incapaces de permanecer atentos a estas cuestiones durante el tiempo suficiente para elaborar un plan de campaña. Las tentativas
que hacemos para fijar la atención se asemejan a la sensación de tener un cuerpo extraño al borde mismo de nuestro campo visual. Uno vuelve la cabeza con rapidez tratando de captarlo, pero sigue allí, ligeramente fuera de alcance, revoloteando travieso, pero atento a no dejarse atrapar. Lo mismo ocurre con la experiencia. Es posible agarrar a un gato por el pescuezo de forma tal que el animal no pueda servirse de sus garras ni dientes; no importa de que manera se retuerza, pues las manos de su captor permanecen siempre fuera de alcance.
Esto mismo ocurría con mi vida. Era ésta algo que, en último término, resultaba imposible de asir y manejar. Las necesidades primarias podía superarlas: mal que bien encontraba donde dormir, trabajo, comida; incluso, si era necesario, una mujer. Pero ya no ocurría lo mismo con los problemas íntimos y realmente importantes, con esa indefinible opresión emocional, con la sensación de estar batiéndose en retirada ante el mundo, de estar a la espera de un ataque, aguardando el golpe postrero y definitivo.
Pero debía de haber un medio de atacar al mundo. El enemigo prefiere una guerra de guerrillas porque en ella es imposible ver a las tropas que te atacan y, en consecuencia, no te decides a entrar en acción abierta contra ellas. Las dudas y temores te asedian, pero el adversario jamás despliega sus fuerzas donde puedas verlas, calcular su potencia y trazar el plan adecuado para derrotarlas.
Las estatuas egipcias me habían dado consciencia de mis armas. Con un exacto sentido de la perfección y de la realidad, yo debía ser capaz de definir lo que de erróneo hubiera en mi vida. La resignación era la manera más segura de derivar hacia el fracaso. La muerte de mi abuelo me había salvado de la resignación ante un «trabajo seguro». El problema, ahora, consistía en aprender a rechazar sin contemplaciones todo aquello que implicase el peligro de caer en un conformismo resignado.
Acababa de alcanzar semejante conclusión cuando llegué a la taberna de la esquina de Old Compton Street. Entré en el local sintiéndome seguro de mí mismo. No había casi nadie. Encargué una caña y me senté en el rincón. Casi inmediatamente, se abría la puerta para dejar paso a Doreen. Pareció alegrarse al verme. Yo había olvidado lo bonita que era. Sonreí, encargué un jerez para ella y nos sentamos.
—Estaba fuera esperándole. He entrado porque me pareció verle.
—¿Y por qué fuera? —pregunté, asombrado.
—No me gusta esperar sola en un bar. Pero casi ha sido peor hacerlo fuera. No cesaban de meterse conmigo.
—Lo siento de veras. No me he dado cuenta de que me retrasaba.
—Bueno, yo no puedo asegurar que haya llegado usted con retraso. No podía acordarme de la hora en que habíamos quedado anoche, de modo que pensé que lo mejor era llegar cuanto antes.
El placer que sentí ante su ansiedad por llegar a la hora se desvaneció cuando comprendí que ella esperaba a James. Le expliqué:
—Mi amigo es posible que llegue tarde. Tiene... tiene que terminar unos dibujos, ¿sabe?
—¿Le ha visto usted desde anoche?
Le conté a grandes rasgos lo sucedido desde que la dejamos a ella la noche anterior —omitiendo, claro es, toda referencia a Myra—. Se indignó mucho cuando supo lo de mi patrona.
—¿Quiere decir que le echó sólo porque usted había dejado que un amigo durmiese en su cuarto? ¡Valiente canallada! ¿Y cómo se las va a arreglar para dormir esta noche?
Traté de eludir dar una respuesta, pero, al cabo, me forzó a que le contara mi convenio con James. Aquella muchacha tenía una forma tan directa de hacer preguntas que me desconcertaba. Era aquel mi primer contacto con la derechura de los coloniales. Pero más tenía que sorprenderme su reacción.
—¿Es posible que vaya a confiarle la mitad de su dinero? —inquirió, incrédula.
—¿Por qué no? Al fin y al cabo no es mucho lo que me queda. Supongo que no le cree capaz de jugarme una mala pasada, ¿verdad?
—¿Y cómo puede usted estar tan seguro? Después de todo le conoció ayer noche, y eso no es mucho tiempo que digamos.
Su actitud me sorprendió. Hubiera jurado que James era quien la había impresionado.
—Ya lo sé. De todos modos, insisto en que no es mucho lo que puedo perder. ¿No estoy en lo cierto? Y otra cosa, no quiero ponerme a trabajar aún.
—Pero tendrá que hacerlo tarde o temprano. No querrá vivir de limosnas.
—No lo sé, la verdad. Seguramente habrá forma de vivir sin tener que someterse a ese fastidio de las cuarenta y ocho horas semanales de trabajo.
Había terminado mi cerveza y ella insistió en invitarme a una segunda caña sin hacer el menor caso de mis protestas.
—Yo voy a tomar otro jerez. Usted no puede seguir pagando siempre.
La observé mientras estaba de pie ante la barra esperando que la sirvieran. (Una muchacha inglesa me hubiera entregado el dinero para que fuese yo quien recogiese las bebidas.) Se abrió la puerta y me dio un vuelco el corazón. Temía ver a James en el umbral, pero no fue James quien entró y me alegré. Disfrutaba demasiado con aquella conversación para estar dispuesto a traspasársela a él. Es forzoso reconocer que el interés que Doreen mostraba por mis asuntos no parecía tener por base una atracción sexual; de hecho, en sus maneras parecía advertirse el aire de una hermana mayor consciente de sus deberes para con el hermanito indefenso. A pesar de todo, yo me sentía contento y agradecido. Me acordé en aquel momento del individuo que la había acompañado la víspera. Cuando ella volvió, le pregunté por él. Doreen compuso una mueca de disgusto.
—¡Ah, aquel individuo! Tuve que librarme de él. Como quien dice, trató de desnudarme en el taxi. Dije al chófer que detuviera el coche, bajé y seguí a pie. Trató de seguirme, pero el taxista le exigió la tarifa y me las arreglé para desaparecer antes de que él pudiera librarse del coche.
—¿No sabe la dirección de usted? —No. Sólo mi teléfono. No volveré a hablarle. Me llevé el vaso a los labios para ocultar la sonrisa que no pude evitar llegara a ellos y dije:
—¡Salud!
Me devolvió la sonrisa y, de improviso, preguntó:
—Y ahora, ¿qué hacemos con ese asunto de James?
—¿Qué sugiere que hagamos?
—¿Por qué no nos vamos de aquí ahora mismo? Así él no sabrá dónde encontrarle a usted. No tiene que verle más, ¿entiende?
—Pero él se ocupa de buscarme donde dormir esta noche —dije, agarrándome a la primera excusa que se me ocurrió.
—Lo que no faltan son hoteles baratos. O yo podría proporcionarle un sofá por esta noche, si es que no le importa arreglárselas sin almohada.
Me sentía más que tentado. Un solo día de vagabundeo por el Soho me había agotado; la idea de pasar otro mes llevando una vida semejante era descorazonador hasta extremos indecibles. La posibilidad de salir de la taberna con Doreen —a la que había considerado poco menos que propiedad particular de James— para pasar la noche en su piso tenía un inmenso atractivo. Como camarada, la muchacha era indudablemente mucho más apetecible que James. Y, sin embargo, sentía por James un afecto que me impedía dejarle de aquella forma. Meneé la cabeza y objeté:
—Lo lamento muy de veras. No puedo hacerlo. James no me ha dado el menor motivo para sospechar de él y no soy capaz de dejarle en la estacada.
—Muy bien. El dinero es suyo. Pero recuerde que tendrá que buscar trabajo tan pronto como se le acabe.
—Supongo que sí. Pero no estoy dispuesto a trabajar en una oficina por cinco libras a la semana. Estoy más que harto de esta clase de trabajo.
—¿Qué más sabe usted hacer?
Empecé a contarle que había trabajado como peón excavador y le hablé también de mis oficios anteriores. Parecía estar tan interesada que me decidí a exponerle una de mis ideas favoritas: una comunidad de artistas y escritores que usarían su talento para ayudarse entre sí y evitar, de ese modo, el tener que recurrir a otras gentes. Mi entusiasmo crecía a medida que iba avanzando en la exposición de mi proyecto. Si fuera posible dar con las suficientes personas, se podría comprar una vieja mansión a un precio razonable y convertirla en un monasterio para artistas. Unos se encargarían de fabricar el mobiliario, otros cultivarían el huerto o criarían pollos. El trabajo se dividiría por un igual y todos podrían dedicar un cierto número de horas al día a escribir sus libros o pintar sus cuadros. Todo aquel que vendiera un cuadro o consiguiese publicar un libro entregaría parte del dinero a la comunidad. Lo único que hacía falta, repetí, era que unos pocos espíritus afines reconociesen esa comunidad de intereses y aprendieran a crear su propio comunismo. En este punto de mi exposición, noté que Doreen sonreía.
—¿Y dónde encontrará esos espíritus selectos?
—¡Oh! Pueden surgir en cualquier lugar. Sin duda los hay por docenas en el Soho en este mismo momento.
Era evidente que Doreen necesitaba ser convencida. Se me ocurrió una idea.
—¿Conoce el café de al lado?
—No.
—Bien, pues vamos a ir. Es posible que encontremos a uno o dos de esos espíritus.
También quería retrasar el momento en que James apareciera para envolver con su atractivo a Doreen. Apuramos, pues, nuestros vasos y salimos. La primera persona que vi en el café fue a Ironfoot Jack sentado en el rincón más alejado; llevaba un extraño sombrero redondo y una capa de tamaño descomunal. Me descubrió al instante y agitó la mano para atraer mi atención.
—¿Quién es ése? —preguntó Doreen.
—Se lo voy a presentar —contesté sin el menor entusiasmo. Nos abrimos paso a codillo entre la muchedumbre hasta llegar a la mesa de Jack.
—Es usted precisamente la persona que quería ver —dijo Ironfoot—. Necesito cuatro peniques para llegar a los diez. ¿Puede prestármelos?—. Para demostrarme que decía la verdad, colocó una moneda de seis peniques y un poco de calderilla sobre la mesa. Saqué cuatro peniques y los añadí al resto. Luego presenté a Doreen y al viejo. Éste se puso en pie para estrechar solemnemente la mano de la muchacha—. Una señorita preciosa en verdad. Espero que sea una persona «iluminada».
—¿Iluminada? —repitió Doreen.
Gemí para mis adentros y miré a mi alrededor con la esperanza de hallar ayuda, pero era demasiado tarde. Jack estaba sacando ya su cartera llena de recortes de prensa.
—Iluminada o ilustrada, que para el caso es lo mismo —explicó el viejo—. Con ello quiero decir que sea capaz de comprender la función y el significado del karma. Siéntese un minuto y hablaremos de ello.
En aquel momento vi al «Conde» que acababa de entrar.
—Sólo un momento, Jack —me apresuré a interrumpir—. Acabo de ver a un hombre al que andaba buscando. Vuelvo enseguida—. Cogí a Doreen por el brazo y me la llevé conmigo.
—¿De qué estaba hablando ese hombre? —preguntó ella.
—De nada aún, afortunadamente; pero hubiera charlado durante horas de haberle dado la menor oportunidad. Venga y conocerá a otro amigo mío.
De Bruyn estaba hablando con un hombre que se sentaba junto al mostrador, pero vi que su rostro se iluminaba con algo muy parecido al alivio de verme.
—¡Hola, Harry! Hacía mucho tiempo que no te veía. ¿Cómo estás?
—Muy bien, gracias —contesté, mirando a su compañero. Era éste un hombre moreno y de baja estatura con el rostro casi oculto por una barba negra y un bigote que, claro está, era del mismo color. El individuo en cuestión se puso en pie de un salto mientras sus ojos despedían fulgores a la vista de Doreen.
—Vamonos a otra parte y charlaremos —dijo el «Conde»— Quiero discutir varios asuntos contigo. ¿Querrá excusarnos, Raoul? —añadió, volviéndose hacia el de la barba.
—En manera alguna antes de que me haya presentado a sus encantadores amigos.
El desconocido miraba a Doreen con lo que Marie Corelli habría calificado de «mirada incendiaria». Era evidente que el Conde se sentía incómodo, de modo que me apresuré a presentarle a Doreen. Al hacerlo me di cuenta de que el barbudo sostenía un florete en su diestra. El Conde procedió a presentársela a Raoul, aunque sin hacer gala de la aparatosidad que había mostrado por la mañana. Se le veía molesto, como si quisiera escapar a su compañero.
—Este caballero es Raoul Montauban —concluyó.
El francés se inclinó en una reverencia y se las compuso para sacar la espada de detrás del taburete en que se sentaba y colocarla ante sí en posición vertical con la punta hacia el techo. (Por cierto que, al hacerlo, a punto estuvo de ensartar a una muchacha de aire aburrido que se sentaba junto a él.) Tras haber completado su magnífico gesto, y aún con el florete en posición de «presenten armas», dijo:
—Es un honor conocerles. Mi amigo olvidó mencionar que yo soy el más grande espadachín de Francia.
Hicimos nuestro el honor mencionado por el galo y, al instante, de Bruyn intentó avanzar hacia la puerta de salida. Para su desgracia, empero, una inesperada afluencia de nuevos parroquianos se interpuso, y el francés siguió hablando antes de que nosotros pudiéramos excusarnos.
—Estoy buscando a alguien que quiera hacerme un favor. Tengo que batirme en duelo mañana por la tarde. ¿Alguno de ustedes, caballeros, tendría la bondad de apadrinarme?
—En otra ocasión, Raoul —se dio prisa en contestar el Conde.
—Puede que no haya otra ocasión. Recuerde que puedo sucumbir en el empeño. En ese caso, me gustaría tener a mis amigos a mi lado.
—Lo siento, pero eso es imposible de todo punto.
—Pues si es así —siguió Raoul tristemente—, acaso pueda persuadirles para que sean mis albaceas en caso de que me suceda lo peor. ¿Qué dice usted a eso, señor?
—No sé —respondí, indeciso—. ¿Qué tendría que hacer?
—Deseo ser enterrado lo más cerca posible de Soho Square. Nada de flores, tan sólo una modesta lápida con esa inscripción: «Aquí yace Raoul de Montauban, el más grande maestro de espada de Europa. Temido y proscrito por un mundo celoso. Honor sobre todo».
Me resultó imposible determinar hasta qué punto hablaba en serio. A pesar de sus gestos arrebatados, se advertía algo teatral en su rostro, unos aires histriónicos adoptados, muy posiblemente, para contrarrestar las censuras que su tono jactancioso habían de levantar. Doreen no se había dejado impresionar. Señaló hacia el florete y preguntó:
—¿De verdad sabe usted manejar ese chisme?
—Ayer, Douglas Fairbanks me invitó a visitar los estudios de la Warner Brothers. Fairbanks me dijo: «Raoul, tú me enseñaste cuanto sé en el uso del florete. Eres, sin discusión, el mejor maestro de Europa, el mejor que yo he conocido. Me gustaría verte en mi próxima película, pero no es posible porque me pondrías en ridículo». Así, con esas palabras, rehusó mis servicios después de haberme atiborrado de foie-gras y salmón ahumado. Él comprende mi modo de ser y sabe que nunca iré con el cuento a la prensa. Mis discípulos son algo sagrado para mí.
En este momento, de Bruyn me asió del brazo y literalmente me arrastró hacia la puerta al tiempo que decía:
—Raoul, admiramos su valor. Tendré un disgusto terrible si cae en ese duelo. Ahora tenemos que irnos. Le veré más tarde.
—Esta noche ya no —advirtió Raoul cariacontecido—. Tengo un empleo temporal en Lyons como lavaplatos.
Al llegar a la puerta, me volví. El espadachín estaba mirando a Doreen con ojos ávidos.
Ya en la calle, de Bruyn dijo:
—Siento lo que ha pasado. Ese Raoul es el mayor charlatán de todo el Soho. Puede hablar y hablar durante horas y más horas.
—A mi me parece un sujeto agradable —dijo Doreen.
—Madame —replicó el Conde—, revela usted una sorprendente falta de intuición femenina. Si nadie ha descubierto hasta ahora por qué Raoul es un fanfarrón integral, se debe a que nadie ha podido hacerle callar el tiempo necesario para averiguarlo. Hay una sola forma de escape. Cuando hace una pausa para tomar aliento, coge usted la palabra y suelta un torrente de vocablos. Cuando vine al Soho por primera vez, nadie me avisó de lo que la palabra Raoul encerraba. Y después de veinte minutos de ininterrumpido monólogo me descubrí a mí mismo derivando hacia un estado de ánimo muy próximo a la simpatía. Él sabe eso y continua infatigable hasta que uno, sin advertirlo, asiente. Entonces todo se ha perdido. Le conduce a usted a un rincón apartado y le cuenta la inacabable historia de sus duelos y conquistas amorosas.
Estábamos hablando frente a la primera taberna. Abrí la puerta y, al instante, vi a James sentado al fondo del local.
—¿Por qué no entra usted, Conde? —sugerí—. Tengo que encontrarme con un amigo.
—¿Quién es ese amigo?
—Un artista llamado James Street.
—En tal caso prefiero no entrar. Hemos tenido un par de discrepancias. Ya nos veremos.
Saludó con una elegante inclinación de cabeza y se alejó. Doreen dijo, riendo:
—¡Qué amigos más raros tiene usted! ¿Todos hablan así, de duelos, albaceas y discrepancias?
—Eso mismo me empiezo a preguntar yo-dije—. ¿Entramos y vamos con James?
—¿Le importaría a usted mucho que no lo hiciera?
—En absoluto. ¿Pero por qué?
—Hay demasiada gente —contestó, encogiéndose de hombros—. Además, tengo ganas de irme a casa para lavarme la cabeza.
—¿Cuándo volveré a verla?
Doreen garabateó algo en un trozo de papel y me lo entregó, diciendo:
—Aquí tiene usted mi número de teléfono. Llámeme. Excúseme ante su amigo. Dígale que no me encuentro bien... que tengo jaqueca.
Dio media vuelta y se alejó antes de que pudiera ofrecerme a llevarla hasta su casa. Sentía en mi interior una mezcla de satisfacción y desánimo. Satisfacción porque James la había impresionado menos de lo que yo había imaginado.
Desánimo porque no estaba seguro de que ella tuviera intención de volverme a Ver. Por un momento, casi me convencí de que el número que me había dado era falso, de que no quería verme otra vez. Luego me dije que, a fin de cuentas, eso no importaba demasiado; si esa era su intención yo no iba a desesperarme por ello. De todos modos, copié cuidadosamente el número en mi agenda antes de entrar en la taberna.
—¡Hola, muchacho! —saludó James al verme—. ¿Dónde está la chica?
—No pudo esperarte —dije—. La he acompañado hasta la estación del metro. —Para eludir nuevas preguntas, inquirí a mi vez—: ¿Qué has estado haciendo?
—He estado con Jennifer. Es deliciosa.
—¿Dónde la encontraste?
—En la Galería Nacional. Es oficinista en Nottingham y va a casarse la semana que viene. Por eso ha venido a Londres, para conocer la gran metrópoli y echar una canita al aire antes de encadenarse de por vida. Su futuro esposo es un jefe de departamento de las oficinas municipales. Le hice un discursito acerca de la inminente pérdida de su libertad y todo lo demás. La muchacha, al parecer, había estado pensando algo muy parecido. Se sonrojó y toda la pesca. Me enteré, entonces, de que aún era virgen y le indiqué que lo menos que podía hacer era asegurarse de que la momia de su futuro marido el jefe de departamento no disfrutara de la flor de su doncellez. —¿Y qué respondió la chica a eso? —Pareció agradecer la sugestión, pero recalcó que tenía que coger el tren dentro de tres horas. Le contesté que no era preciso tanto tiempo para una cosa así, de modo que nos apresuramos hacia Percival Street.
Traté de no dejar traslucir la envidia que sentía. Pregunté como por casualidad:
—¿Disfrutó del acto?
—Creo que no. Y yo tampoco. Las vírgenes no suelen ser plato agradable. En fin, en la vida no todo ha de ser color de rosa, ¿verdad? Tomemos otro trago.
Fui en busca de otras dos cañas y, a mi vuelta, encontré un James expansivo y hablador.
—¡Ah, la libertad! —exclamó—. La libertad es algo que esos cerdos burgueses no comprenden. Sin ir más lejos, ahí tienes a ese jefe de departamento municipal. Posee todas las ventajas que la sociedad puede brindar: un buen empleo con una pensión al cumplir los sesenta, una casita acogedora en las afueras. En resumen, todo cuanto una mujer puede ambicionar. Y, sin embargo, Jennifer me prefiere a mí. ¿Por qué crees tú que sucede así? Porque en torno a mí flota el indefinible perfume de la libertad. ¿Sabes lo que dijo? Dijo que esperaba que yo la hubiera embarazado porque le gustaría que su hijo fuese mío y no de él.
James parecía tan satisfecho de sí mismo que no pude contener una carcajada. Luego, para enfriar su entusiasmo, dije:
—¿Pero, qué tiene de bueno esa libertad de que hablas si no sabes de dónde saldrá tu próxima comida?
—Te equivocas porque sí lo sé. Tú me la vas a pagar.
Su lógica era irrefutable.
—Vamos. Lo mejor será que busquemos un buen sitio para comer —dije, sin poder contener la risa.
Serían las once y cuarto cuando salíamos de un cafetucho de Whitehall. Fue entonces cuando expuse la cuestión de dónde íbamos a dormir. Estaba tan lleno de cerveza que habría dormido en los mismísimos malecones del Támesis.
—Estoy a punto de introducirte en los «recorridos de desayuno» del señor Compton Street —anunció James—. Hasta hace una hora no me he decidido, pero la previsión meteorológica para mañana parece bastante buena.
—¿Y qué tiene que ver el tiempo con eso?
—¡Ah! Ya lo verás.
Subimos por St. Martin's Lane y, cruzando Shaftesbury Avenue, nos metimos a través de una serie de callejuelas estrechas y malolientes. James me guió hasta un callejón sin salida y encendió una cerilla. Pude ver varios cubos de basura y un montón de papel oscuro.
—Coge unas cuantas brazadas de este papel —ordenó James—. Es para hacer una almohada.
Hice según se me indicaba, regresamos hasta la salida del callejón y nos situamos debajo de una bombilla cubierta de telarañas. James soltó su carga y dobló el papel hasta confeccionar un paquete pequeño y compacto. Yo hice otro tanto. Por último, James encontró dos trozos de cordel con los que atamos nuestros respectivos envoltorios.
—Y ahora —dijo James—, a Waterloo.
Bajamos a través de Covent Garden y nos dirigimos hacia la estación de Waterloo. Empezó a llover y James protestó:
—¡Demonio! Espero que el parte meteorológico no se haya equivocado.
—¿Por qué? ¿Es que vamos a dormir al raso?
—Claro que no. Dormiremos en el tren.
—¿Pero está permitido hacerlo?
—Sí si tienes billete. El tren llega a medianoche.
Y así resultó ser. Me quedé guardando los dos paquetes mientras James sacaba dos billetes. Luego caminamos poco a poco hasta un andén apartado en el que había un tren ya formado. Lo recorrimos en toda su longitud hasta llegar a un punto solitario y nos encaramamos a un coche de tercera. Cerramos la puerta y echamos las cortinillas. A continuación, James me enseñó a colocar hojas de papel entre la camisa y el cuerpo para guardar el calor. Para terminar, até el papel restante con mi bufanda, me tendí sobre el asiento, me coloqué la improvisada almohada debajo de la cabeza y me dormí.
Despertamos a punta de alba, cuando el tren se puso en marcha. Casi al punto, entró el revisor en el departamento y nos pidió los billetes.
—Dos a Staines —dijo entre dientes, perforó las cartulinas y desapareció.
Descorrimos las cortinillas y limpiamos el vaho de la ventanilla, pero estaba demasiado oscuro para poder ver.
—Me temo que ésta no sea la mejor época del año para un «recorrido de desayuno» —comentó James—. Deberías probarlos en primavera. Son algo maravilloso. Alondras en el cielo, caracoles sobre los espinos, vacas mordisqueando la hierba verde y jugosa... Es un verdadero placer de dioses.
Encendimos unos cigarrillos y fumamos plácidamente mientras el tren se detenía en cada estación de Middlesex a intervalos de una media milla. Finalmente, llegamos a Staines y saltamos a un andén desierto. Para entonces, ya me había quitado la coraza de papel (James tenía razón, el papel era un abrigo tan bueno como cualquier otro) metiéndola debajo del asiento. El cielo iba cobrando tonos cada vez más claros; eran, aproximadamente, las seis y media.
—¿Y ahora, qué? —pregunté.
—Ahora nos tomamos un té. Si estuviésemos en pleno verano, nos iríamos a la orilla del río, pero ahora no sería nada divertido.
Anduvimos como una media milla hasta encontrar un café, en el que bebimos té y compramos unos pocos cigarrillos sueltos. Era ya de día cuando salimos del local y regresamos hasta Staines para bajar a la senda que bordea el río. El Támesis parecía de acero al contacto de los rayos del sol. La hierba estaba rígida debido a la escarcha y nuestro aliento se levantaba hacia el cielo en nubes compactas a medida que avanzábamos. James sacó dos perros calientes del bolsillo —los había comprado en el café— y nos los comimos sin prisas. Nunca había comido nada tan delicioso. James se percató de que yo estaba semiaturdido por el aire helado y el sabroso calorcillo de la salchicha y me preguntó:
—Y bien, ¿he cumplido mi parte del contrato?
—Hasta el momento, sí —dije, cauteloso.
—Confía en mí —dijo James—. No es sin razón que el señor Street es conocido entre sus incondicionales como el «brujo».
—Entonces, yo soy «el aprendiz de brujo».
La idea me hizo reír. Me sentía tan regocijado que cualquier cosa, por nimia que fuese, me hacía reír. La caminata no tardó en colorearme el rostro. Llevábamos diez minutos de caminar silencioso cuando James dijo:
—Esto es Runnymede, donde se firmó la Carta Magna.
Traté de imaginarme al rey Juan y a sus barones en aquella vasta pradería y no me resultó muy difícil, debido, creo, al optimismo que me dominaba.
—Bueno, vamos a ver. ¿Crees que lamentarás haber venido a vivir en el Soho? —preguntó James.
Comprendí lo que estaba pensando. Quería que yo admitiese que ésta era la única forma de vida, que había descubierto el significado de la palabra libertad. Así era en cierto sentido, aunque no en el que él creía. De todos modos, y como me sentía particularmente encariñado con James, le dije que Londres había sido para mí una experiencia muy notable. Al oírmelo, mi amigo se entusiasmó.
—Tienes que escribir una novela sobre nosotros. Titúlala «Los Parias» o, mejor, «Los Proscritos». Muestra como la sociedad condena a los hombres que nos negamos a vivir como hipócritas y que, a pesar de todo, nos teme y admira. Mira la forma en que el burgués trata a la prostituta, aunque está dispuesto a acostarse con ella y así lo hace, ni en sueños se le ocurriría presentarla a su esposa o a sus hijas. Escribe y haz ver a todos que la sociedad en que vivimos está podrida en sus mismas raíces.
—Y que sólo los hombres con el coraje suficiente para vivir al margen de ella pueden comprender la verdadera esencia de la libertad —dije, improvisando libremente sobre el tema.
—¡Exacto! —casi aulló James con el rostro iluminado (era la primera vez que le veía desprenderse de la máscara de aburrimiento con que se cubría)—. Esa es la idea básica. Todos ellos no son más que unos hipócritas y unos falsarios. Malgastan sus vidas en una lucha constante para amasar dinero bastante para comprarse un televisor y una lavadora, pero lo único que no pueden comprar es la dignidad humana, porque un esclavo no puede tener dignidad. He aquí el por qué no pueden soportar nuestra manera de ser. Saben que nos negamos a liquidar el patrimonio de la ilusión. No soportamos la ficción ni la impostura. Somos un reproche perpetuo para ellos.
James siguió hablando, ahora para contarme un sucedido en el que él y dos amigos suyos barbudos habían sido expulsados de una taberna del Soho sin razón alguna que lo justificase. El encargado se había limitado a acercarse a la mesa que ocupaban y les había ordenado marcharse. Cuando rehusaron hacerlo, había enviado al barman en busca de un guardia. No acabé de entender muy bien el asunto, pero colegí que su finalidad esencial era ilustrar el hecho básico del terror y hostilidad de los burgueses hacia los «bohemios». Creí probable que el de la taberna tuviera alguna razón más concreta que ésa para expulsarles, pero no me decidí a manifestarlo así, pues James, era evidente, estaba entusiasmado. Continuó contándome que uno de sus amigos había tirado una caña de cerveza a la cara del barman y luego, de pie en el mismo portal, había dirigido un vibrante discurso a la clientela: «¡Vosotros, cobardes! ¿No comprendéis que los derechos humanos y la libertad son escarnecidos?» Nadie había contestado a tan trascendental encuesta y James, por último, había cogido a su amigo por el brazo y se lo había llevado a la calle al tiempo que le murmuraba al oído: «¿No comprendes que estas gentes no ven en nosotros más que a unos pordioseros melenudos? No es culpa suya si tienen esa opinión de nosotros. Sus opiniones están condicionadas y prefabricadas por la televisión y la prensa popular».
Las palabras de James y su aspecto mientras repetía su discurso eran positivamente heroicos; resultaba extraño verle conmovido por la indignación moral. Opté por asentir vigorosamente y aseguré que aquello sería excelente material para una novela.
—Lo que la gente no entiende —prosiguió James—, es que todos los grandes reformadores han sido vagabundos y nómadas, hombres socialmente impresentables. ¿Puedes imaginarte a Cristo o a San Francisco en un Cadillac? Por supuesto que no. No, porque eran como somos nosotros... vagabundos en los campos.
El efecto de esta última frase quedó un tanto menguado porque acabábamos de llegar a Windsor y nos acercábamos a un cafetín callejero. El paseo me había abierto el apetito y gastamos unos pocos chelines en unas hamburguesas y café. James se olvidó de su indignación moral y me dijo que tenía que llevarme a la Galería Nacional para ponerme al corriente de ciertos métodos mediante los cuales era posible comer a expensas de los turistas americanos. Terminada nuestra comida, cogimos el autobús hasta Slough y desde allí, por el sistema del auto stop, regresamos a Londres. Un camión cargado de tubos de desagüe se detuvo y su conductor nos permitió montar en la parte trasera. Nos acuclillamos de espaldas a la cabina para evitar en lo posible el viento y fumamos a medias mi último cigarrillo. Empezó a llover. El agua caía sesgada sin apenas alcanzarnos pero los tubos, en cambio, me estaban congelando las posaderas y cuando, finalmente, dejamos el vehículo en Shepherd's Bush tenía las piernas ateridas. James, por su parte, presentaba un aspecto inmejorable.
—No está nada mal, no señor. Cama y desayuno para los dos por menos de diez chelines.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunté, tiritando.
—Humm, veamos. ¿Qué hora tenemos? Las diez. Podríamos llegarnos hasta la Galería Nacional. No, tengo una idea mejor. Iremos a visitar a unos amigos míos en Notting Hill. Incluso es posible que volvamos a desayunar.
Saltamos a un autobús que pasaba en aquel momento y viajamos en la plataforma hasta dos paradas más allá. Apenas habíamos rebasado esa segunda parada. James me agarró por la manga y me obligó a saltar porque el cobrador se dirigía hacia nosotros. Yo no había aprendido aún a apearme en marcha, y en un tris estuve de ser atropellado por un camión cargado de carbón. James me ayudó a levantarme de la calzada, ignorando las imprecaciones que nos dirigió un ciclista tras una hábil finta con la que evitó embestirnos. Intenté dirigirme hacía una librería de lance, pero James sacudió la cabeza en gesto de desaprobación.
—Ya tienes bastantes libros. ¿De qué sirve petardearle el importe de los billetes a la Compañía de Transportes si tú, acto seguido, te gastas el dinero en libros?
Anduvimos Ladbroke Road abajo y, como cinco minutos más tarde, nos deteníamos frente a una casa rodeada de árboles y situada en una esquina. El edificio era tan grande y tan respetable el ambiente del barrio que dudé antes de entrar.
—¿Estás seguro de que es aquí?
—Por supuesto. Entremos.
Vista desde cerca, la casa resultaba menos imponente. La puerta principal estaba pintada de un color azul cielo escondido bajo una capa de mugre. Originalmente, estuvo rodeada por paneles con vidrios de colores, pero éstos, al ir rompiéndose, habían sido reemplazados por tablas de madera sujetos con clavos desde el interior. James dio un porrazo terrible sobre la puerta. En vista de que no obteníamos respuesta, mi amigo la emprendió a. golpes y patadas con una de las planchas de madera hasta que la hizo saltar; después, metió la mano por la abertura y abrió la puerta. Nos encontramos en el recibidor de lo que, a primera vista, parecía ser una casa deshabitada. El empapelado había sido arrancado a trizas, dejando al descubierto el yeso de los muros. El entarimado, al igual que las escaleras, no tenía alfombras. La mayor parte de los pasamanos faltaban y los que no, apenas se sostenían. El recibidor recibía luz a través de una ventana de grandes proporciones y cristales coloreados, de los que faltaban no pocos. A través de las aberturas así producidas, la lluvia penetraba en la casa y había dejado una gran mancha en la escalera. El suelo estaba cubierto de los objetos más dispares: una caja de té, fragmentos de yeso, ropas usadas, una silla rota. Los únicos indicios de ocupación eran una bicicleta apoyada contra una de las paredes y una cocina eléctrica, cubierta de cuajarones y goterones de comida, que estaba en un rincón. El espiral del calentador estaba al rojo vivo y una enorme caldera negra, en difícil equilibrio sobre el fogón, dejaba escapar torrentes de vapor.
James me guió escaleras arriba. Un colchón, con la mitad de sus tripas fuera, bloqueaba el último par de peldaños, de forma que tuvimos que salvar a gatas el obstáculo. Un gato maulló al vernos y se acercó para restregar la cabeza en mis piernas. James dio vuelta al pomo de una puerta y entró en la habitación sin molestarse en llamar o avisar. La oscuridad era total en aquel cuarto. Mi amigo tropezó con alguien y una voz soñolienta preguntó:
—¿Quién anda ahí?
—El del gas. He venido para hacer la lectura del contador.
El dueño de la voz se lo tomó en serio.
—Está en los sótanos.
—No seas tonto. No bajo si no llevo conmigo una escolta de policías. Me han informado de que guardas un pulpo vivo en la bañera.
Otra voz, que salía del interior del cuarto, gritó:
—¡Cerrad esa puerta de los cojones! Hay corriente.
Cerré la puerta y James encendió la luz. La habitación parecía estar rebosante de camas y cuerpos dormidos. El hombre sobre el que James se había caído estaba metido en un saco de dormir justo sobre la misma puerta; lucía barba negra y reluciente calva. Cuando se incorporó, pude ver que llevaba un suéter de lana negra. A nuestra izquierda, quedaba una gran cama de matrimonio que, por las apariencias, albergaba a tres personas. En el centro del cuarto, otras dos personas dormían sobre un colchón neumático. Bajo la ventana, para concluir, alguien ocupaba una cama de campaña destartalada. La ventana estaba cubierta por una gran manta de color caqui que dejaba paso a la luz gracias a diversos agujeros y desgarrones. Había, además, una enorme mesa y varias sillas de madera y una portentosa variedad de botellas vacías, vasos y tazas.
Una de las cabezas de la cama doble miró hacia nosotros. Era una muchacha de facciones pálidas y pelo largo y oscuro.
—¡Qué veo! ¡Si es nuestro buen James Compton Street! Anda, ve a prepararnos un poco de té, ¿quieres? —dijo la chica.
—No va a ser muy difícil —dijo James—. La caldera, la marmita o lo que sea, está hirviendo.
—¡Dios me confunda! Lo había olvidado. La puse al fuego hará unas tres horas. ¡ Mientras no se haya evaporado toda el agua! —exclamó el del saco de dormir.
La muchacha salió de la cama arrastrándose y empezó a buscar a tientas entre las mantas y ropas que cubrían a los otros dos ocupantes del mueble. La muchacha, que no llevaba ropa alguna si exceptuamos un sostén, acabó por encontrar una chaqueta de moletón y se la puso. Se dirigió, después, a la ventana, se encaramó a la mesa y tiró violentamente de la manta, que cayó sobre la cama de campaña. Una luz grisácea se expandió por la habitación. La muchacha se restregó los ojos y se desperezó con lentitud.
—Ve a prepararnos un poco de té, James. ¿Tienes una colilla?
—Acabamos de fumarnos la última. Lo siento.
La chica cruzó la habitación con los pies descalzos, levantó unos pantalones pertenecientes a uno de los que dormían en el colchón neumático y estuvo hurgando en los bolsillos hasta que encontró un paquete de cigarrillos. Después, sacudió uno de los bultos que se escondían debajo de las mantas de la cama grande y dijo:
—Apártate. Me meto de nuevo en la cama hasta que James haya hecho el té.
Entonces me vio por primera vez; yo había estado detrás de James.
—¡Oh! No me había dado cuenta de la presencia de este amigo tuyo.
James me presentó. Ella no parecía azarada en lo más mínimo; sin embargo, como una concesión a mi condición de extraño, se encaramó a la cama y se cubrió con las mantas antes de quitarse la chaqueta y arrojarla al suelo. Mientras tanto, algunos de los otros durmientes se habían levantado también. La muchacha que dormía sobre el colchón neumático me resultaba vagamente familiar; tenía el pelo oscuro y enmarañado, rostro pequeño y afilado y unos inmensos ojos pardos. Se incorporó para desperezarse. A diferencia de la muchacha de la cama, ésta lleva cubierto el busto por un suéter rojo demasiado grande para ella. Los otros dos ocupantes de la cama resultaron ser hombres, uno con barba y de proporciones gigantescas y el otro un tipo de mediana edad y una barba cerdosa de tres días. James recogió una tetera de barro sin tapadera y me llevó consigo a preparar el té.
—¿Quiénes son esos tipos? —pregunté.
—Ya te los presentaré adecuadamente cuando todos se hayan levantado. Algunos de ellos son estudiantes de Bellas Artes. El sujeto de la cama, el que lleva barba, es un periodista independiente. Al parecer gana una porrada de dinero con sus trabajos.
Mi amigo mencionó un nombre que yo había visto con frecuencia en los periódicos.
—¿Por qué diablos está viviendo en un sitio como éste?
—Le gusta esta clase de vida. Le gusta el vino, le gusta la marihuana y le vuelven loco las mujeres. Ya no es ningún niño y quiere sacarle jugo a la vida. Es el único que tiene dinero, y a los otros no les importa tenerle con ellos porque así paga la renta.
—Y esa chica, la del pelo negro y largo, ¿es su amiga?
—¿Vera? No. Nadie es amiga de nadie en esta casa. La inteligencia que controla todo es un tipo llamado Ricky Prelati. Es pintor y vive en el piso de arriba. Es un elemento muy notable. Cree en un comunismo absoluto. Las muchachas se acuestan con quien les place, y lo mismo hacen los hombres.
—¿Y qué ocurre si dos hombres quieren dormir con la misma muchacha?
—Elige ella. O, si es como Vera, resuelve el asunto acostándose con los dos.
James había vaciado medio paquete de té vertiéndolo en la tetera, y ahora levantaba la marmita, sirviéndose de un trapo viejo para asir el asa. El agua que salía por la canilla tenía un color parduzco más que dudoso, pero mantuve la boca callada al comprender que se necesitaría por lo menos otra hora para hacer hervir una marmita de aquel tamaño. (La explicación, según descubrí más tarde, era que la marmita se usaba a modo de samovar, en el que el té se cocía durante horas.) Regresamos escaleras arriba, James llevando la marmita y yo la rebosante tetera. Cada vez que yo avanzaba un peldaño, el té caliente se derramaba por la canilla empapando la escalera. Vera estaba lavando tazas en el cuarto de baño. Me enviaron a ayudarla. La chica vaciaba el poso de las tazas en un balde, en cada taza había una cantidad ingente de hojas de té húmedas.
—No podemos tirarlas por el desagüe de la bañera —explicó—, porque se atasca si lo hacemos—. Me entregó el cubo y añadió—: Vacíelo en el retrete, ¿quiere?
El retrete estaba en la pieza contigua. Levanté la mano en busca de la cadena, no di con ella, miré y vi que no había depósito de agua.
—Da lo mismo —me aseguró Vera, tras haberle expuesto el hecho—. Las hojas de té no bastan para obturarlo. Un individuo que había bebido más de la cuenta tiró con demasiada fuerza de la cadena y el depósito le dio en plena cabeza. Durante dos horas estuvo inconsciente. Ahora tenemos que limpiarlo con un cubo de agua.
Volvimos a la otra habitación cargados de tazas y vasos chorreantes. El periodista de mediana edad (a quien voy a llamar Hoffmann) se ocupaba en partir leña con una destral junto a la chimenea. Lucía un pijama rosa. Su método para encender fuego resultó ser asaz simple. Tomó para ello una lata de dos galones y derramó el líquido sobre la pila de madera y carbón colocada en el hogar. Colocó, después, la lata en el lado opuesto de la habitación, se situó junto a ella y arrojó una cerilla a la chimenea. Se produjo un bramido tremendo; las llamas saltaron sobre el piso, prendiendo fuego a la pelusa de una vieja alfombra situada ante el hogar.
Afortunadamente, el fuego remitió y las llamas se retiraron entre alegres chisporroteos.
—¿Siempre emplea usted el petróleo para encender fuego? —pregunté a Hoffmann.
—Si no puedo conseguir una sustancia más explosiva, sí. Aquí creemos en el vivir peligrosamente. Es más espectacular, ¿no le parece?
—Le está tomando el pelo —dijo Vera, riendo—. Tommy descubrió que era posible «trabajar» uno de los surtidores del garaje que hay a la vuelta de la esquina. Así conseguimos petróleo gratis. Para mi gusto, sin embargo, prefiero la parafina.
—Un bohemio no puede andarse con remilgos —indicó James, sentenciosamente.
Desde el centro de la habitación pude comprobar que ésta tenía forma de «L». Había un anexo de, aproximadamente, la mitad del resto del cuarto en cuanto a superficie; en dicho aledaño, había una mesa redonda sostenida por una pata central gruesa y recargada de adornos que desentonaba en aquel lugar y, asimismo, otras dos camas de campaña. Éstas también estaban ocupadas. Una por una mujer ya entrada en años y aspecto cansado; la segunda por un joven de aire enfermizo, pelo rubio y ojos hundidos. Dos cuerdas cruzaban el anexo y de ellas colgaban varias prendas de ropa interior y unas andrajosas toallas. Vera preparaba los tés y los iba sirviendo a los ocupantes de las camas y colchones. Todo el mundo fumaba. El individuo que dormía en la cama de campaña emplazada debajo de la ventana se dejó ver; era joven, también barbudo, sus maneras eran suaves y un tanto tímidas y, al hablar, tartamudeaba ligeramente.
Vera abrió una gran alacena y sacó un pan y un pedazo de queso corto y grueso, así como la más grande botella de encurtido que me he echado en cara. Cogió un trinchante y cortó el pan en doce pedazos y los colocó sobre un periódico extendido sobre la mesa.
—No pienso servir a nadie más, de manera que cada cual se sirva a sí mismo.
James se consideró incluido en la invitación y como la mayoría de los otros estaba aún en cama, consiguió una cierta ventaja sobre ellos. Se apoderó de dos gruesas rebanadas de pan, cortó una loncha de queso y se sirvió de una aguja de hacer punto para ensartar varias cebollas encurtidas que colocó sobre la tapadera del mismo recipiente que las contenía.
—Sírvete —me dijo. Me apresuré a obedecer porque tanto paseo me había abierto un apetito prodigioso.
—Éste es todo el queso que nos queda —advirtió Vera—. Tilly, tú y Desmond tendréis que visitar otra vez los autoservicios.
—¿Por qué no va otro? —protestó el joven tímido, con la boca llena de queso—. Me reconocerán; ya estoy muy visto en ese lugar de la Marylelbone High Street.
—Aféitate la barba —sugirió Hoffmann sin compasión.
La chica llamada Tilly, la que yo creía conocer, dijo:
—Me parece que he descubierto un nuevo autoservicio cerca de Shepherd's Bush. Pasé por allí el otro día y lo vi. Podemos probar en él.
—Bueno, lo que yo pienso es que tú, Hoffmann, deberías darnos un par de libras —objetó Desmond—. Estoy harto de robar comida; es algo que me pone enfermo. No me importa robar libros, pero la comida es más difícil.
—Pero mucho más seguro —dijo Hoffmann—. Si te cogen robando libros es más probable que te metan tres meses a la sombra. Pero, si te encuentran robando comida, siempre te queda el recurso de decir que llevas tres días sin probar bocado y nadie será tan desalmado como para denunciarte.
—¿Por qué no te limitas a admitir que eres un tipo agarrado? —intervino Tilly agresivamente.
—Te pagué las marihuanas que te fumaste anoche —replicó Hoffmann, ofendido.
—No hablemos más —dijo Vera—. Iré a pasear la calle por Piccadilly.
Hoffmann se puso murrio al instante. De mala gana, hurgó en el bolsillo posterior del pantalón y extrajo dos arrugadísimos billetes de a libra. Los miró con ojos amorosos y los arrojó sobre la mesa. Vera sonrió con coquetería, le besó en la frente y aseguró:
—Es un encanto; os lo digo yo.
Uno de los barbudos, el de la cama para ser exactos, se había sentado en el suelo con la espalda apoyada contra la pared y se entretenía en rasguear las cuerdas de una guitarra. El sonido era agradable, suave. Me senté en un rincón, tratando de pasar desapercibido entre aquellos tipos y sintiéndome absurdamente feliz. Me percaté de ello sólo cuando Tilly me sonrió; comprendí, entonces, que en mi rostro debía de dibujarse una sonrisa estúpida. Tenía la impresión de que aquella gente estaba preocupada por el problema de la libertad y que estaban haciendo cuanto podían para resolverlo. Me resultaba evidente: la gloria y la grandeza de la historia humana permanecen ocultas a la mayoría de los humanos y, por ello, vivimos como mendigos acogidos a la caridad del decurso de los tiempos. Mas esas gentes, al menos, habían levantado la bandera de la revolución.
El muchacho rubio pasó por mi lado y James me lo presentó.
—Éste es Robby Dysart, el más grande poeta de Inglaterra después de Dylan Thomas
El rostro enfermizo del joven esbozó una sonrisa casi imperceptible. Definitivamente: era un tipo tímido. Se apresuró a salir de la habitación. Al cabo de unos pocos minutos, me excusé y salí en su busca con la esperanza de poder cambiar unas palabras con él. El chico, no sé si aposta o por azar, parecía ser una amalgama, una combinación de cuantos poetas desapegados de lo mundanal han existido en Inglaterra desde Shelley a Francis Thompson. Por desgracia para mis deseos, la voz del poeta salió del cuarto de baño con la violencia de un torrente; se estaba lavando con agua helada y, al mismo tiempo, declamaba con notable sonoridad:
—Viejo océano, tu armoniosa esfera, que alegra el grave perfil de la geometría, me recuerda el ojo del ser humano, semejante en vileza al del jabalí y al del pájaro de la noche. Viejo océano, tú eres el símbolo de la identidad, siempre igual a ti mismo...
Repitió la cantinela con entonación de cantante melódico, con inflexiones de voz que me recordaban las usadas por W. B. Yeats en ciertos discos. Consideré que no debía interrumpir aquel rito mañanero y, a hurtadillas, retorné a la habitación comunal.
Vera estaba alisando los dos billetes sobre la mesa, me acerqué y, con gesto desmañado, arrojé un billete de diez chelines frente a ella.
—Verá —dije—, me gustaría contribuir con algo al mantenimiento de la casa. Ustedes me han dado desayuno.
Ella me miró asombrada y replicó:
—Pero un poco de pan y un pedazo de queso no valen diez chelines.
—Algún día volveré y tendrá ocasión de invitarme otra vez —dije, presintiendo que me estaba comportando como un tonto.
James me miraba con ojos apenados. La mujer de mediana edad, que en aquel momento cruzaba el cuarto envuelta en una bata sucia que, en tiempos, debió de ser azul y con un orinal entre las manos exclamó con voz aflautada:
—¡Oh! ¡Qué detalle más de agradecer! —Y dirigiéndose a James, añadió—: Me gusta tu amigo. Tiene un natural generoso.
—Se llama Harry —dijo James sin el menor entusiasmo—. Harry, ésta es Belladonna.
—Perdone que no le ofrezca la mano —se excusó la señora, levantando con total despreocupación el orinal que sostenía. Y salió de la habitación.
—Gracias por la comida, Vera —agradeció James—. Será mejor que volvamos al Soho. Tengo que verme con un individuo en la Galería Nacional.
Sin más explicación, mi amigo se dirigió a la puerta. Hice un gesto de despedida con la cabeza dirigido a todos los presentes y le seguí. El poeta rubio se cruzó con nosotros en la escalera. James le preguntó que cuánto tiempo llevaba en la casa.
—En realidad, no vivo aquí. Tan sólo he pasado la última noche porque la patrona me echó del cuarto ayer mismo —fue la respuesta.
James, que no había detenido su marcha, estaba ya a la puerta de la casa cuando el chico terminó. Se me antojaba que aquella salida era un tanto sumaria, pero decidí no hablar de ello. Sin embargo, fue James quien, apenas pisó la calle, dijo:
—He tenido que sacarte de ahí antes de que cometieras más disparates. ¿Cómo diablos se te ocurrió sacar esos diez chelines?
—Quise... verás, quise demostrarles mi admiración por su forma de vida —traté de explicar, atónito.
—Bien, pero, de todos modos, ha sido una estupidez por varias razones. Una: porque necesitamos el dinero para nosotros. Dos: porque cuando uno está en el Soho la gente se apresura a clasificarlo encasillándolo en un lugar determinado. Ahora todo el mundo creerá que eres un millonario excéntrico. No podrás andar ni dos pasos sin que uno u otro se te acerque para pedirte dinero prestado.
—Pero si yo no lo tengo, será difícil que se salgan con la suya, ¿no crees?
—Siempre serás un pelagatos —aseguró James con vehemencia. Luego, pareció pensarlo mejor y se encogió de hombros—. Mejor será dejarlo. La cosa ya no tiene remedio. Pero recuerda lo que decía Bernard Shaw. No se negaba jamás a dar dinero, pero rehusaba toda publicidad cuando se dedicaba a la generosidad. Decía que, en tal caso, todos los pobres y desheredados de la fortuna se abatirían sobre él como buitres sobre una carroña. Y ahora tú vas y con gesto magnífico entregas diez chelines en el centro mismo de un cuarto lleno de gente.
—Lo lamento —dije—. Pero, después de todo, se trata de mi dinero.
—Te equivocas. Desde que formamos sociedad, la mitad de ese dinero es mío.
Tuve que reconocer que eso era cierto. Saqué cinco chelines del bolsillo y se los tendí.
—Toma. Así resulta que he entregado diez chelines de mi dinero propio y exclusivo.
—Tampoco. Si vamos a medias, entonces media corona [10] es mía aún antes de que me la entregues.
Volví a rebuscar en mis bolsillos hasta encontrar otros cinco chelines que entregué a mi amigo.
James los guardó en el bolsillo de su pantalón con un tenue ademán de conformidad.
—Gracias. No hablaremos más del asunto. Pero, por lo que veo, también tendré que enseñarte matemáticas, además de muchas otras cosas.
Al llegar a la Kensington Church Street saltamos a un autobús y, para entonces, James había recobrado ya su aire de imperturbable serenidad.