PRÓLOGO

Cuando yo, Harry Preston, dejé la R.A.F., recibí (por alguna razón que ya he olvidado) dos meses de soldada a título de indemnización. Quizá fuese porque se alegraban de librarse de mí. Lo cierto es que me encontré de nuevo en la vida civil y con algo parecido a un capital, para mí al menos. Nunca, hasta entonces, había poseído una suma semejante y las posibilidades que en ella se encerraban se me antojaban ilimitadas. El más razonable uso que encontré para aquel dinero fue entregarle a mi madre el importe de veinte semanas adelantadas (le pagaba dos libras a la semana por mi manutención) y tomarme cinco meses de holganza. En ese lapso de tiempo podría escribir una comedia de éxito o una novela grandiosa; podría acostumbrarme a la disciplina rigurosa a que ha de someterse un verdadero escritor y trabajar hasta seis horas diarias en la biblioteca consultiva local, alimentándome, mientras tanto, a base de bocadillos. Cuando el crepúsculo cayese sobre la ciudad y las luces de neón se encendiesen en las fábricas yo pasearía por las calles para escuchar el batir de la maquinaria, aspirar el olor a cuero semicurtido, a taladros y a madera embreada y saborear la naturaleza intangible de la libertad colocada durante unos momentos entre dos mundos sin que nada la constriña. (¿Por qué, si no, encontramos reunida una multitud junto a un edificio en obras y muy especialmente cuando éstas son obras de demolición y ofrecen, al unísono, el placer de la libertad propia y el de la destrucción ajena?)

Pero nada práctico resultó de esta idea. Dos días en la biblioteca pública acabaron con mi paciencia. La comedia que me había propuesto escribir seguía en un callejón sin salida y allí estaba yo, sentado, rodeado de libros, arrullado por el rumor de páginas que se volvían, de zapatos que crujían, asediado por el olor del cuero y del betún y contemplando, descorazonado, la infinidad de posibilidades que se ocultaban en la pila de folios inmaculados que se alzaba ante mí. Releí unas pocas páginas de Major Barbara y me maravillé de la precisión y justeza de cada oración, de cada frase y cada palabra. ¿Cómo era posible alcanzar tal perfección en el desierto de la libertad? La anciana que se sentaba frente a mí gangueó, murmuró algo inaudible y se sonó las narices. Sin darme cuenta, dirigí los ojos hacia la muchacha, sencilla pero no carente de atractivos, que trabajaba detrás del pupitre de encargada. La había conocido superficialmente en la escuela y ahora sentía la tentación de iniciar una conversación con ella. (Siempre me sonreía cuando yo entraba en el local). Pero, ¿de qué podría hablarle? Los pocos asuntos que me interesaban de verdad, sin duda la aburrirían. Dejando escapar un suspiro me encaré de nuevo con la blanca hoja de papel que tenía delante y comprendí cuán lejos había dejado vagar mi imaginación. Disciplina... eso era lo imprescindible. Disciplina que dominase el deseo sexual y concentrase mi atención... Sí, todo eso estaba muy bien, pero, ¿de qué me servía hacerlo? Aunque fui capaz de concentrar mi atención en el papel hasta experimentar la sensación de que me iba a estallar la cabeza, a pesar de que logré no prestar atención al ininterrumpido gangueo de la señora anciana y me las compuse para no levantar la vista cuando la muchacha encargada subió los tres peldaños que le permitían alcanzar los estantes superiores, no conseguí, sin embargo, principiar mi tarea. La hoja de papel continuaba blanca, impoluta. La disciplina era incapaz de darme la seguridad necesaria para trazar líneas y más líneas sobre el papel. La vida humana parecía reflejar un problema semejante. En mi mente no había duda ninguna de que ciertas vidas llevan sobre sí un sello de futilidad al tiempo que otras parecen fundidas con las formas de un drama escrito por un comediógrafo genial, como una obra de arte, contienen en sí una lógica interna. Esta lógica, oculta y misteriosa, podía ser la bola de cristal que envolviese los olores escapados de una factoría para enroscarse en las brumas de la anochecida, pero, ¿había forma de incorporarla a la sustancia insípida de la vida cotidiana?

Invertí diez de mis cuarenta libras en descubrir que una obra literaria no puede escribirse arrojando palabras sobre una hoja de papel como quien arroja los dados sobre el tapete verde esperando ver salir el seis doble. De pronto sentí un deseo repentino, un ansia mezquina: quise recuperar las diez libras que había gastado como si con ello pudiera convencerme de que no había malgastado tontamente una quincena. Así, una mañana, visité los locales de la bolsa de trabajo y pedí ocupación. Era un día húmedo del mes de octubre y mis zapatos necesitaban con toda urgencia de una reparación. Las calles estaban abarrotadas. Atajé a través de unos grandes almacenes y me entretuve en imaginar a qué se parecería tener trabajo en ellos, ser uno de los muchachos que ataviados con guantes azules sacaban a rastras de los sótanos grandes cajas de té.

De improviso, me sentí como un animal atrapado; no había posibilidad de dar con una salida. Yo había nacido en el seno de una sociedad «libre», en una sociedad culta en la que ningún mal grave podía derivarse contra sus ciudadanos. Si se me ocurría robar una hogaza de pan, como a Jean Valjean, no sería castigado bárbaramente; podía, incluso, cometer un asesinato y sólo permanecería detenido durante muy pocas horas, luego: libre o procesado con todas las garantías. Podía ponerme en pie en plena plaza del mercado y gritar: «¡Abajo la policía!» y a nadie le importaría. (Como decía aquel policía de la época victoriana hablando de un anarquista que estaba pronunciando un discurso contra la Reina: «Eso a ella no le hace ningún daño y, en cambio, a él le hace mucho bien».) Y, sin embargo, pese a toda esa apariencia de libertad, la prisión tenía muros a prueba de fugas. Yo podía escoger entre trabajar en una fábrica o en una oficina (como había hecho antes de alistarme en las fuerzas aéreas); hasta podía hacerme vagabundo (lo que no es ninguna bicoca en pleno octubre). Pero, fuese a donde fuese, la sociedad a prueba de ladrones en que me había tocado vivir seguiría avanzando blandamente siguiendo un rumbo inalterable, sin darme nada y sin permitirme tomarlo por mí mismo. Tendría que trabajar o morirme de hambre. Un súbito resentimiento contra mis padres se apoderó de mí por el hecho de que no tuvieran dinero bastante para mantenerme en la ociosidad a la que yo me sentía llamado.

En la oficina de colocaciones me senté en un banco junto a una inacabable teoría de sujetos sin afeitar, todos con impermeables, y aspiré el olor que sus ropas húmedas despedían al secarse. Traté de leer una edición de bolsillo de «Marco Aurelio». Me pareció lógico que fuese filósofo; al fin y a la postre, él era también emperador. Pero cuando uno no tiene un penique en el bolsillo se hace muy cuesta arriba ocuparse de filosofías.

El hombre de la ventanilla me preguntó por qué había dejado la R.A.F. tras sólo seis meses de permanencia en ella.

—Tenía molestias en el estómago —dije, con expresión culpable.

Los documentos de licencia decían: «Desarreglos nerviosos» o algo por el estilo y el hombre no me hizo más preguntas al respecto; se limitó a inquirir qué clase de trabajo quería. La pregunta no dejaba de tener gracia. La respuesta correcta era: «Ninguno», pero el de la ventanilla no me pareció individuo capaz de calibrar lo que se escondía detrás de tal respuesta, así que opté por decir que pensaba que podría gustarme probar un trabajo manual.

—No parece usted el tipo adecuado, ¿no cree? —comentó, mirándome sorprendido.

—No se preocupe por eso. Además, sé que pagan bien —repliqué, dándomelas de experimentado y ladeando la cabeza con aire de suficiencia.

El funcionario rebuscó en un manojo de cartulinas y, finalmente, escogió una al azar.

—¿Qué le parece esto? Edificio en construcción a diez millas de aquí. Tendrá que estar ahí abajo a las siete en punto de la mañana.

Cogí la tarjeta y salí para presentarme al capataz que estaba en una especie de corral como a diez minutos de la lonja de contratación. El hombre me observó desde el interior de su caseta de madera.

—¿Estudiante?

—No.

—¿Cuánto tiempo piensas quedarte?

—¡Oh! Un par de meses —aclaré, esforzándome en aparentar indiferencia.

—Informa a los de las colocaciones —indicó el capataz, devolviéndome la cartulina—. A las siete en punto de la mañana, no lo olvides. Y tráete bocadillo. Allí no hay cantina.

En el autobús, ya de vuelta a casa, me sentí mejor. Estaba cogido, pero también resignado. Además me quedaban aún treinta libras y disponía de tiempo para disfrutar de una pausa y para, parapetado detrás de mi opulencia relativa, atisbar el mundo como desde una fortificación. Mis padres parecieron alegrarse cuando les hablé de mi trabajo. Había estofado para comer (nadie en las Midlands llama almuerzo a la comida del mediodía), un estofado delicioso que había empañado de vapor los cristales de la ventana de la cocina. La chaqueta mojada de mi padre colgaba junto al guardafuegos. (El viejo siempre iba al trabajo en bicicleta, incluso en invierno.) Las puertas de piedra del día se cerraban sobre mí como un par de alas gigantescas, envolviéndome en una atmósfera extraña de olvido imposible. Intenté apartar de mí la depresión engullendo un buen cuenco de estofado mientras me preguntaba qué hacer durante la tarde que se extendería entre el ahora y el fin de mi libertad.

El trabajo no resultó tan malo como había supuesto. Me senté en la caja entoldada de un camión y empezamos a dar saltos en dirección a Nottingham. La mayoría charlaba comentando los resultados de la última jornada futbolística y un muchacho, poco más o menos de mi misma edad, hablaba de una perita en dulce que se había comido la noche anterior, la hija de su antiguo maestro, según dijo muy ufano. Nadie se fijaba en mí. Habíamos recorrido unas cinco millas cuando el tapón de mi termo saltó empapándome de té los bocadillos. Separé los sandwiches húmedos y los arrojé a la carretera, luego envolví los restantes en una hoja del Daily Mirror que alguien me tendió. Automáticamente eché una ojeada a los titulares. Nada nuevo: Oriente y Occidente enfrentados como siempre. Uno de mis nuevos compañeros recordó que el día anterior habían terminado de trabajar a las dos en punto a causa de la lluvia. Esperanzado, miré al cielo. El sol había salido y se reflejaba como una bola de acero en los charcos de agua de la carretera.

El camión se detuvo y echamos pie a tierra junto a una fábrica a medio construir que iba alzándose en pleno campo. Nuestra tarea consistía en tender unos cables eléctricos y cavar zanjas. Al agarrar el pico lo hice torpemente, como una colegiala que no sabe qué hacer con su nariz cuando da su primer beso. Por fortuna un peón amistoso tuvo a bien indicarme la forma correcta de asirlo y el modo más adecuado de hincarlo en tierra. El hombre terminó su breve lección con estas palabras:

—No se es buen peón hasta que se aprende a manejar el pico lo mismo con la izquierda que con la diestra.

Por alguna razón oculta, este consejo se me quedó grabado en la mente como potencialmente valioso (aunque ningún beneficio he derivado de él hasta el presente). Me indicaron el sitio donde tenía que cavar, primero deshaciendo la tierra pedregosa a golpes de pico y luego traspalándola a una carretilla para verterla a unas diez yardas a la izquierda. Me entregué a la faena como un auténtico poseso a fin de combatir el intenso frío mañanero; a la media hora mis pantalones de la R.A.F. estaban cubiertos de barro arcilloso hasta las rodillas y una gran tira de piel había abandonado mi diestra en un lugar muy delicado.

—Tendrás que emplear la izquierda ahora —observó el jovenzuelo que había estado hablando de la hija de su maestro. Tras su comentario, se escupió en ambas palmas como para demostrar que estaba acostumbrado a semejantes tareas.

Una hora más tarde hicimos alto y nos sentamos en el interior de la tienda de lona para comer nuestro tentempié. Yo seguía lamentando la pérdida del té cuando uno de mis camaradas me preguntó si estaba dispuesto a contribuir con un par de chelines para el club del té; esto me daría derecho a tres servicios diarios de la infusión que se preparaba en un fogón montado fuera de la barraca. Descubrí también que, aunque nuestra firma no tenía cantina, una empresa cercana, que tenía a su cargo operaciones complementarias, había montado una especie de merendero que se alojaba en una choza de madera y era dirigido por una muchacha delgaducha y de rostro amarillento que respondía por Betty. Esa preciosidad me vendió algo de chocolate y cuatro bollos de crema que me comí con el té. Casi al instante me sentí indispuesto pero, dos horas más tarde, cuando di buena cuenta de los emparedados que hicieron las veces de comida, ya me sentía bien otra vez. Pero con el dolor se había marchado también el sol: ahora llovía cada vez con mayor insistencia, pero nadie parecía dispuesto a sugerir que debíamos irnos a casa.

El capataz, un hombre gordo y de boca desdentada llamado Skipper, empezó a interesarse por mí de repente y no dejaba de hacerme preguntas que yo procuraba eludir preguntando a mi vez. Así fue cómo me contó de los ya lejanos días en que él había comenzado a trabajar como peón, allá por los años veinte.

—Aquéllos fueron días duros —dijo—. Vosotros, los muchachitos de hoy día, no tenéis idea de las calamidades que tuvimos que soportar. Sólo los que vivimos aquella época podemos hablar con conocimiento de causa. ¿Verdad que tengo razón, Tosh?

El aludido, un tipo ya entrado en años y de brazos enjutos y musculosos, movió afirmativamente la cabeza y empezó a hablar de las pruebas de indigencia a que se les sometía. En cierta ocasión, según él, se había visto en el trance de dirigir una demanda de ayuda a la asistencia pública después de llevar seis meses sin trabajo. El funcionario encargado de constatar la indigencia del solicitante se había personado en su casa y, señalando un badil y unas tenazas para remover el fuego, un cubo de carbón y un sillón, había manifestado:

—Creo que no hay nada que hacer. Usted podría conseguir cinco chelines por todo eso vendiéndoselo a cualquier trapero. La ayuda pública no puede entregarle a usted dinero mientras disponga de algo que pueda vender.

—Yo le hubiese zurrado la badana al gracioso ese —comentó el joven que se las daba de Don Juan.

—Tú te hubieses muerto de hambre como cualquiera de nosotros —replicó nuestro larguirucho capataz, mordiendo un enorme pedazo de queso con sus encías desoladas.

Trabajamos bajo la lluvia durante otras dos horas y luego ayudamos a descargar un carrete de cable que un camión acababa de traer. De repente di un respingo sobresaltado por una explosión y un resplandor parecido al del rayo. Procedían de mi espalda. Me volví y vi a uno de los hombres tendido en medio de un gran charco de agua con el asombro pintado en su rostro. Se sentó palpándose el cuerpo entre grandes juramentos mientras el capataz se acercaba corriendo. Oí que Tosh decía:

—¡Fíate Nipper y verás lo que te pasa! Has clavado el pico empapado en pleno cable.

Me acerqué a la zanja y vi el pico, abandonado sobre el barro, con el metal descolorido como si hubiese estado sometido a una temperatura muy elevada. Un cable forrado de sustancia aislante era apenas visible excepto en el punto donde el pico lo había alcanzado.

—Nunca había visto nada semejante —aseguró Nipper—. Una llamarada azulada ha trepado por el pico y se ha perdido en el aire como si fuese un chorro de agua.

No tardó en presentarse el electricista, quien dijo a Nipper que había tenido mucha suerte al llevar botas impermeables y tener seco el mango de la herramienta.

—Te has deslizado por entre veinte mil voltios, compañero —concluyó el técnico.

Nipper parecía sentirse orgulloso de su hazaña, pero cuando el capataz comenzó a dirigirle improperios y a llamarle cabrón descuidado entre otras lindezas, se le acabó la alegría; luego, mientras el electricista se disponía a reparar el cable, recibimos orden de volver al trabajo. Me las ingenié para quedarme cerca de él para observarle. El hombre colocó una esterilla de goma de unos dos pies cuadrados debajo del cable, se puso en cuclillas sobre ella y procedió a cortar el cable con una sierra especial y asiendo luego el extremo cargado con la misma tranquilidad que si se hubiera tratado de una simple cuerda.

La conmoción de lo ocurrido dio nueva luz al día e hizo que, repentinamente, me sintiera a mis anchas en aquel lugar. A las tres comenzó a llover con tal intensidad que, en cuestión de minutos, nuestra zanja quedó inundada y el horizonte desapareció tras un manto grisáceo. Nos precipitamos hacia el cobertizo y en él nos quedamos observando el diluvio no sin cierto entusiasmo ante lo grandioso del espectáculo y, a decir verdad, por alguna razón menos espiritual: estábamos calados hasta los huesos, el viento y el agua se habían enseñoreado del día y nos encontrábamos a diez millas de la ciudad más cercana. Nos habían pagado, o nos pagarían, para que trabajásemos y, sin embargo, en vez de hacerlo nos contentábamos con ver caer la lluvia. Por eso estábamos contentos. Por fin, como el diluvio presentaba trazas de ir para largo, el capataz mandó venir el camión, nos apilamos en su parte trasera y regresamos a casa. Seguía diluviando cuando llegamos al almacén.

Durante tres días me dediqué a observar con minuciosidad los caracteres de los hombres que me rodeaban. Estaba determinado a sorber hasta la última gota de experiencia que manase de la penitencia que me había autoimpuesto. Al principio, aquellos tipos me fascinaban. Para mi modo de ver, el más interesante de ellos era un hombre llamado Terry que se unió a nosotros el segundo día y que desde entonces me tomó bajo su protección. Según apreciación del capataz yo no podía haber encontrado un tutor menos deseable. Era experto en el arte de escurrir el bulto ante el trabajo y me enseñó a hacer lo propio. Dijérase que poseía un instinto que le avisaba cuando debía aparentar diligencia (que era cuando el capataz atisbaba hacia nosotros desde detrás de unos montones de tierra y escombros). Cuando nos veíamos libres de esa fiscalización, que era la mayor parte de la jornada, se apoyaba tranquilamente sobre la pala y se fumaba mis cigarrillos al tiempo que me contaba sus aventuras y desventuras durante la Primera Guerra mundial.

Terry era un tipo delgado y de rostro cetrino que estaba en posesión de la boca más obscena que me he echado al oído. Probé a juzgar su lenguaje con cierta generosidad y benevolencia pero un punto de degradación siempre presente en él mató en flor mis buenos deseos. Partía [1]la mayoría de infinitivos y no pocos sustantivos con palabras de imposible reproducción. Todas las mañanas me saludaba con la misma pregunta, la de sí había estado «en el nido» la noche anterior. Era una pregunta puramente táctica, sin más objetivo que obligarme a formularle otra idéntica y a llevar la conversación hasta el campo de sus recuerdos. Tenía, al parecer, una esposa de gordura descomunal con la que siempre andaba a la greña. Había intentado abandonarla en repetidas ocasiones pero era demasiado perezoso para llegar lejos en sus intentos, de modo que ella siempre le echaba el guante y hacía que le metieran entre rejas por abandono de familia. Según propia confesión de Terry, venía a pasar un mes al año en la cárcel local, día más, día menos, claro es. Los viernes por la noche, tan pronto como recibía su paga, Terry emprendía la peregrinación de las tabernas. A veces, y ello dependía del grado de embriaguez que alcanzaba, no se tomaba la molestia de regresar a casa hasta el domingo, para cuando ya se había quedado sin blanca. Pero, cuando volvía a casa a tiempo, es decir, antes de la medianoche del viernes, entonces solía despertar a su esposa a manotazos para demandarle que accediera a contentar sus derechos de esposo.

—¡Vamos, vieja! ¿Para qué crees que te pago? No te hagas de rogar —y arrojaba el sobre del semanal sobre la mesa.

Antes de avenirse a dar consentimiento a los deseos de su varón, la vieja tenía buen cuidado en examinar el contenido del envoltorio. Es fama que, en cierta ocasión, Terry la había engañado metiendo en el sobre trozos de periódico doblados como si se tratase de billetes auténticos. Me confió también que su mujer solía impedirle la entrada a la habitación matrimonial cuando él estaba muy alumbrado pero añadió que ya no lo hacía desde que él, en represalia, había adoptado el hábito de acostarse con su propia hija adolescente. (Nunca pude averiguar si las increíbles narraciones de sus aberraciones sexuales —nueve de cada diez de imposible impresión— eran pura invención o si tuvieron lugar en la realidad. Pero sí puedo afirmar que, caso de que fueran hijas de su solo cerebro, Terry poseía la más fértil imaginación erótica desde los tiempos de Sade).

Terry tenía un amigo, Peter, muy metido en carnes y de unos veinticinco años. Dicho individuo poseía la obscenidad de expresión y la facilidad para partir infinitivos de aquél al tiempo que carecía de la vitalidad que, en parte, redimía a Terry de sus licencias. Porque es forzoso reconocer que en el ingenio salaz de Terry había un algo que movía a simpatía. El hombre no era tanto un pozo de obscenidades cuanto una combinación de albañal y volcán en erupción. La mugre y la suciedad cubrían cada partícula de su existencia con absoluta imparcialidad. Peter, en cambio, era simplemente un tonto malhablado. Fuese como fuese, tras dos días de inclinarse sobre la pala, Peter fue despedido y Terry me adoptó en su lugar. (Pude percatarme de las sombrías miradas que sobre mí dejaba caer el capataz pero, ¿qué podía yo hacer sin herir los sentimientos de Terry?)

Durante tres semanas el trabajo resultó llevadero. Luego, el tiempo helado hizo acto de presencia y tuvimos que acelerar el ritmo a fin de conservar el calor. El mozalbete de inclinaciones eróticas a quien conocí el primer día también se aficionó a la costumbre de tratar de trabajar a mi lado mientras me hablaba de sus conquistas que, en honor a la verdad, yo sabía que no pasaban de ser mentiras como catedrales. Había estado en dos ocasiones en escuelas privadas (seis meses cada vez) y era el pelmazo más inútil e insoportable que he conocido. Hablaba de las muchachas llamándolas «zorras» a todas sin excepción y no sentía el menor reparo en entrar en detalles de sadismo y fetichismo fálico que la mayoría de los hombres reserva para el diván del psicoanalista o la reja del confesionario. El muy estúpido entendió que lo que no era sino una actitud educada por mi parte significaba un sincero respeto para con sus manifestaciones y así no perdía ocasión de compartir conmigo la misma carretilla al objeto de permitir a su mente seguir zumbando y revoloteando en círculos lentos y reiterados sobre los mismos temas de perversión erótica. Sus ojos pálidos, su pelo lacio y sus labios relajados han cobrado para mí, desde entonces, categoría de símbolo: siempre que leo en el periódico la noticia de un crimen pasional imagino que él es el asesino, un asesino sin fuerza de voluntad ni sentido de la propia personalidad, un sujeto fácilmente influenciable por un simple anuncio de televisión o por una palabra dicha sin pensar, con la mente increíblemente concentrada sobre el único tema que le interesaba: lo erótico.

A los pocos días mi interés por mis compañeros de trabajo, considerados como individuos, había desaparecido y todas mis impresiones se diluían en una sensación de futilidad. Yo ya era uno de ellos; incluso me había sorprendido a mí mismo más de una vez calculando cuántos años tendría que trabajar antes de convertirme en capataz. Me sentía fastidiado pero mi tendencia a aceptar como inevitable la forma de vida cotidiana —la inevitable la forma de vida cotidiana misma tendencia que me había movido a aceptar el primer trabajo que se me ofreció— hacía que continuara levantándome todas las mañanas a las seis y cuarto y cogiera el primer autobús que salía del centro de la ciudad a las seis y cuarenta. En cuanto a las noches, me dedicaba a leer o a escuchar conciertos por la radio.

Terminamos de trabajar en la fábrica y pasamos a hacerlo en plena ciudad. Nuestra tarea consistía ahora en levantar el empedrado de una calle al objeto de reparar unos cables que llevaban allí más de cincuenta años. Ya no tenía necesidad de levantarme tan temprano y podía regresar antes a casa. Cierto día, uno de los más viejos de la cuadrilla me apartó a un lado para darme un consejo.

—Deja este trabajo —dijo—. Eso no es para ti. Un peón excavando es lo más bajo entre lo bajo. Una vez que te has convertido en peón no sirves para nada más. Llevo treinta años metido en esas faenas y te juro que quisiera haber tenido el buen sentido de dejarlas a tiempo. Cuando saben lo que eres nadie se atreve a emplearte en otra actividad. Es peor que la cárcel...

Ni siquiera esa advertencia causó efecto en mí. Me había adaptado a la rutina hipnótica del trabajo físico. A los ojos de los dioses que organizan nuestras vidas la de peón es una ocupación discreta y reservada; en ella el trabajador no se ve acosado por exigencias de orden moral o intelectual y se le permite ignorar el problema que entraña el significado de la vida humana. Yo me dejaba arrastrar dócilmente por la corriente, era feliz y me identificaba de modo completo con el común de mis camaradas... es decir, con Terry y Tosh y Nipper y Sammy (el chico de las obsesiones sexuales...) y con todos los demás.

Tuvo que sobrevenir la muerte de mi abuelo para que yo abandonase mi ciudad natal y me desprendiese del caparazón de tolerancia democrática que había aceptado. Era un sábado por la mañana, yo estaba aún acostado cuando mi madre entró en la habitación y se limitó a decir:

—Tu abuelo ha muerto.

No parecía estar trastornada ni, a decir verdad, esperaba yo que lo estuviese. Media hora más tarde, cuando hube borrado el sueño de mis ojos a fuerza de restregármelos con los puños cerrados, bajé para desayunar. Comí un huevo con jamón que, por cierto, había perdido toda su lozanía tras haber sido puesto al horno a calentar. Mi madre barría el piso y escuchaba el programa «Música mientras usted trabaja». Mi abuelo no parecía muy enfermo; había tenido que guardar cama un par de veces durante el último año, eso sí, pero el médico no se había mostrado alarmado en absoluto. La noche anterior yo había tenido el propósito de ir a verle pero, a última hora, había alterado mis planes para llevar a mi hermano menor a un concierto que se daba en el club local de trabajadores. El corazón del viejo había dejado de latir durante la madrugada. Terminé el huevo y pregunté a mi madre:

—¿Te sientes muy triste?

—No. Tenía que suceder algún día. ¿No es verdad?

Estoy seguro de que ella se sentía orgullosa de su padre, pero mostrarse externamente apenada por su muerte lo consideraba absurdo e inútil.

Después de desayunar me encaminé a casa de mi abuela para ver si podía ayudar en algo. Varios miembros de la familia estaban allí sentados, bebiendo té y lamentándose. La abuela parecía un tanto aturdida. Las reuniones de familia, sea cual sea su motivo, me molestan soberanamente, de modo que opté por marcharme so pretexto de ir a registrar el óbito. Era sábado, como ya he dicho, y en ese día las oficinas públicas cierran al mediodía; tenía que darme prisa. Ya en el autobús, traté de pensar en la muerte. Sólo había conocido a uno de mis abuelos, el otro había caído en los campos de Francia durante la guerra del catorce. Mi abuelo me había mimado desde el primer día. Era yo el primer nieto que nacía en la familia y mis abuelos nunca se cuidaron demasiado de los que fueron llegando después. Además, y no hay razón para falsas modestias, debo reconocer que mis primos constituían un grupo de seres estúpidos, tímidos e increíblemente torpes. No habiendo sido acariciados, por contraste con lo que conmigo había ocurrido, quizás estuviesen faltos de la confianza en sí mismos que se deriva de considerar la buena estrella propia como algo de lo más natural. No estoy muy seguro de haber sentido verdadero cariño por mis abuelos, pero, en cambio, siempre consideré su amor hacia mí algo forzoso y obligado. Mi abuela era la mujer más amable e inofensiva que he tenido ocasión de tratar y su marido un hombre alegre y jovial, pelirrojo y muy dado a empinar el codo y a armar camorra en las tabernas. Mi abuela lo adoraba. Para mí era un hombre complaciente que me compraba golosinas y me contaba chistes de tono subido desde que cumplí los cinco años. (He de apresurarme a añadir que su humor fue siempre grosero y hasta pornográfico a veces, pero nunca sexual ni abyecto.)

Perdido en esos recuerdos, me dejaba llevar por el autobús hacia la parte alta de la ciudad. De pronto caí en la cuenta de que la muerte del viejo no me causaba mayores trastornos que los que pudieran haberse derivado de saber que se había ido a pasar una semana con sus parientes de Durham. Tanta insensibilidad me pareció ya demasiado. ¿Sería yo un nieto desalmado? ¿No había recibido regalos de él a lo largo de toda mi vida, desde un pequeño laboratorio químico y una bomba incendiaria sin espoleta (eso cuando formó parte de la A.R.P. [2] durante la guerra) hasta una bicicleta que me había prometido imprudentemente para cuando la guerra terminase, sin duda en la creencia de que eso no sucedería nunca?

Me extendieron el certificado, tomé dos cañas en una taberna que se cruzó en el camino, y volví a casa. El miércoles siguiente no fui a trabajar para poder asistir al entierro. En el último momento, empero, decidí no ir al cementerio. Me quedé en casa de la abuela para esperar a los demás. Al volver, descorcharon una botella de jerez, prepararon bocadillos y bizcochos y todos nos sentamos en torno de la mesa hablando animadamente. Luego, de sopetón, la abuela estalló en sollozos incontenibles y salió corriendo de la habitación seguida por uno de mis tíos. Oí que éste trataba de calmarla diciéndole que el abuelo estaba ya en un lugar más feliz, pero aun con este consuelo ella no cesó de llorar.

Fijé los ojos en la fotografía colgada de la parte opuesta. Era la mía a la edad de dos años sentado sobre los hombros del abuelo. En aquel instante surgió la respuesta, como surge la palabra final de un crucigrama en extremo difícil. La muerte del viejo no me había afectado porque yo no creía en ella. La muerte era ilógica. O no había muerto o nunca había vivido. El mundo seguía siendo el mismo, todo continuaba igual. Nadie podría convencerme de que había sucedido algo. Allí sentado, pensé: «Eso es. Las cosas no ocurren». Si sucediesen realmente el mundo necesitaría de una renovación y un reajuste totales. Sí, nosotros, todos los humanos en cuanto tales, edificamos nuestras vidas sobre la creencia de que nada sucederá, que todo seguirá inmutable. Eso explica por qué yo hubiera podido seguir trabajando como peón durante veinte años hasta convertirme en jefe de cuadrilla; ahí radica la razón de que la gente se levante todas las mañanas para ir al trabajo, de que los hombres se casen con chicas que parecen atractivas y se encadenen para siempre a ellas. El mundo va deslizándose fácil y silenciosamente; nada hay que merezca que nos excitemos por ello por la sencilla razón de que podamos ganar o perder. De cuanto existe, nada puede alterar ese universo en el que las cosas no ocurren... en el que las cosas no importan.

Mientras pensaba en eso vi a tío Ernie cortar una loncha del enorme jamón que había sobre la mesa y una sensación de alborozo se apoderó de mí haciendo que me sintiera como liberado del cuerpo. Tenía ganas de levantarme para tantear las fotos, las sillas, las paredes, el mantel, todo, como un médico que examina un caso interesante, y decir: «¡Qué curioso! ¡Qué mundo tan extraordinario! Sí, realmente interesante. Nunca vi nada semejante hasta ahora. Debo tomar nota de todo». Fue una impresión de abandono y desprendimiento tan intensa que sentí la necesidad imperiosa de marcharme de inmediato para probarla sobre el mundo exterior como si se tratase de un par de gafas nuevas. Me levanté, pues, y me escabullí como para dirigirme al lavabo no sin antes murmurar un «te veré en casa» dirigido a mi madre y que sólo ella oyó. Salí a la calle por la puerta del jardín. El mundo se había tornado ligero, ingrávido casi. Podía levantarlo con una sola mano y hacer con él lo que se me antojase; la realidad exterior había dejado de estar simplemente «ahí», incomprensible y carente de significado. Ahora era preciso que yo le diera sentido y utilidad, que me sirviera de ella en provecho de los demás. Me sentía protector de cuantas personas se cruzaban conmigo en la calle, deseaba dirigirles una sonrisa que les infundiera ánimos, decirles con la mirada: «No os preocupéis, ya sé que el mundo tiene una apariencia solemne, grave, desagradable, pero yo os aseguro que, si lo entendéis, os convenceréis de que es algo maravilloso. No tengáis temor al enfrentaros a él, por ahora está bajo mi control».

Aun por un solo día me fue imposible volver al trabajo. Telefoneé a la oficina de la empresa constructora desde un locutorio público e inventé la historia de que tenía que ir a Londres sin demora para resolver unos asuntos que el abuelo había dejado pendientes. Era preciso que saliera a las once de aquella misma mañana. ¿Podían aceptar mi renuncia por teléfono y enviarme el semanal a casa en cuanto hubiesen hecho la liquidación? Fueron muy amables; mi caso, según se ve, no era el único ya que en la industria de la construcción el trasiego de obreros es constante y un día de preaviso es, por regla general, suficiente. Era obvio que creían que mi decisión obedecía a haber encontrado yo otro empleo pues me preguntaron si pensaba pasar por la oficina aquella tarde a fin de recoger mi carnet sindical. Les dije que no; estaba decidido a no trabajar en mucho tiempo.

Cuando salí de la cabina telefónica el sol se abría camino a través de la neblina otoñal. Me acordé del abuelo y, de pronto, sentí por él un afecto sincero y profundo, un cariño hijo, cuando menos, de la gratitud. El buen viejo siempre me había regalado cosas y ahora su muerte venía a constituir su último presente.

A la mañana siguiente di cinco libras a mi madre y cogí uno de los trenes para Londres. Llevaba conmigo una maleta de cartón y una barjuleta llena de libros. El mundo había recobrado su peso normal, pero mi rumbo se había visto alterado: una mano desconocida había cambiado las agujas y mi vida rodaba ya sobre una nueva vía.