Capítulo 9

 

 

 

Giancarlo se quedó inmóvil.

—¿Lucia ha estado aquí? —preguntó con una expresión de desagrado.

Lucia Fontana era una de sus exnovias y se había tomado la ruptura peor que otras. Era una modelo en la cima de su carrera, acostumbrada a que los hombres la desearan y homenajearan su belleza. Era también pesada, superficial, vanidosa, egoísta y carente de algo parecido a la inteligencia. Se habían conocido en una reunión social en una galería de arte, y ella lo había perseguido. El error de él había sido seguirle la corriente.

—¿A qué ha venido?

—No esperaba encontrarme aquí —le explicó ella en tono neutro. Sopesó la idea de decirle que Lucia la había confundido con la doncella y que le había dicho que no estaba correctamente vestida para fregar suelos y limpiar retretes. Pero decidió guardárselo para sí.

—Lo siento, pero no te preocupes. No volverá a ocurrir.

Ella se encogió de hombros. ¿Esperaba que le estuviera agradecida por la promesa? Estuvo a punto de soltar un bufido.

—Supongo que tendrás una colección de ellas esperando a aparecer en cualquier momento.

—¿De qué demonios hablas?

—De mujeres, de exnovias. De sofisticadas modelos de las que te deshaces o, en este caso, de una modelo que se ha deshecho de ti.

—¿Lucia te ha dicho que me dejó? —la ira se apoderó de él. Sabía que para el ego de Lucia había sido un golpe muy fuerte que la dejara, pero que hubiera ido a su casa contando mentiras lo enfureció.

—Supongo que le resultaría difícil tener una relación cuando viajaba por todo el mundo, pero me ha dicho que ahora está aquí y que puedes llamarla cuando quieras y retomarlo donde lo dejasteis.

Giancarlo se dijo que no iba a empezar a darle explicaciones. No era propio de él justificar su conducta. Además, no había nada que justificar.

—Y eso es lo que esperas que haga, ¿verdad?

Caroline creyó que el corazón se le partía en dos. Se dio cuenta de cuánto había deseado que él lo negara todo. Aunque no fuera a irse corriendo al piso de ella y a postrarse a sus pies, si Lucia hubiera mentido, él habría negado su historia.

—Estás enfadada porque, a pesar de todo, no confías en mí.

—¡No estoy enfadada!

—No es eso lo que veo. Hace meses que Lucia y yo lo dejamos.

—Pero ¿te dejó ella o la dejaste tú?

—¿Qué más da? ¿Confías en mí o no?

—¿Por qué iba a hacerlo, Giancarlo? —aunque había decidido no alterarse, tuvo ganas de abofetearlo. Sintió náuseas al pensar en el loco amor que sentía por él, en lo estúpida que había sido al creer que había algo entre ellos.

—Jamás te habrías fijado en una mujer como yo si nos hubiéramos conocido en otras circunstancias, ¿verdad?

—Me niego a enzarzarme en una discusión sobre lo que podía o no haber pasado entre nosotros. Nos hemos conocido y tienes pruebas más que suficientes de cuánto me atraes,

—Pero no soy tu tipo. Ya lo sabía, pero tu novia me dejó muy claro que...

—Lucia no es mi novia. De acuerdo, si saber lo que ocurrió significa tanto para ti, te lo diré. Salí con ella y fue un error. En la vida de Lucia solo hay sitio para una persona: ella misma. Solo sabe hablar de sí misma. No hay espejo en el que no se mire y, además, tiene una lengua viperina.

—Pero es muy guapa —Caroline se dio cuenta de que ya no le importaba quién hubiera dejado a quién. Lo importante era que Lucia era su tipo.

—Le dejé y se lo tomó mal —aunque no era su intención dar explicaciones, no había podido evitarlo.

—No importa.

—Claro que importa porque, si no, no estarías haciendo un mundo de ello.

Caroline se dijo que lo que para Giancarlo carecía de importancia para ella era fundamental, pero él no lo comprendería. Si se mostraba dolida, le daría a entender lo profundamente inmersa que se hallaba en aquella relación, por llamarla de algún modo.

¿Qué haría él si descubriera que estaba enamorada? ¿Reírse? ¿Huir? ¿Las dos cosas? Estaba decidida a que no lo supiera. Al menos podría marcharse con la cabeza alta.

Incapaz de contener la agitación que la dominaba, se puso de pie y fue a mirar por la ventana. Después se sentó sobre las manos en el poyete.

—Me he sentido avergonzada —afirmó tragándose las lágrimas—. No me esperaba encontrarme en la puerta a uno de tus exnovias, aunque no sea culpa tuya que viniera. Me dijo cosas muy dolorosas, y eso tampoco es culpa tuya.

A pesar de que lo exoneraba de toda culpa, no por ello Giancarlo se sintió mejor. Y no le gustó la expresión indiferente de su rostro. La prefería enfadada, gritándole y arrinconándolo.

—Pero me ha hecho pensar que lo que hacemos... Bueno, que tenemos que dejarlo.

—A ver si lo entiendo: ¿una estúpida se presenta sin haber sido invitada en mi casa y tú decides que nosotros no debemos seguir? Somos persona adultas, Caroline, y sentimos una atracción mutua.

—Estamos engañando a un anciano haciéndole creer lo que no es. No se trata simplemente de divertirse sin atenerse a las consecuencias.

Giancarlo no supo qué contestar. Si Lucia hubiera estado allí, la habría estrangulado. Era inconcebible lo mal que estaban yendo las cosas. Lo peor es que notaba que Caroline se alejaba de él sin que pudiera evitarlo.

—Resulta que esa mujer está en lo cierto: no soy tu tipo. Ni tú el mío —añadió después de esperar en vano que él lo negara—. Nos lo hemos pasado bien y, mientras tanto, hemos hecho creer a Alberto una cosa que no es.

—Es absurdo que insistas en que no eres mi tipo.

—Puede que, si Alberto no se hubiera visto involucrado, las cosas fueran distintas.

—¿No es tarde para adoptar posturas morales?

—Nunca es tarde para hacer lo correcto.

—¿Y has llegado a esa conclusión gracias a una mujer que nunca significó nada para mí?

—He despertado —afirmó ella, muy nerviosa al ver que él se aproximaba. Giró la cabeza, pero respiraba agitadamente. No quería que la tocara por nada en el mundo.

—Ya sé que es tarde, pero quiero volver a la costa.

—Esto es una locura.

—Tengo que...

—¿Tienes que alejarte de mí porque, si estás cerca, temes no poder controlar tu cuerpo? —masculló una maldición al ver que ella no respondía.

—No me importa volver esta noche —dijo al fin.

—Ni hablar. Puedes irte por la mañana. No me quedaré aquí a pasar la noche. Le diré al chófer que venga a recogerte a las nueve y mi helicóptero te llevará a la costa —se dio la vuelta y se dirigió a su habitación.

Al cabo de unos segundos de duda, Caroline lo siguió, horrorizada ante el vacío que se abría a sus pies y la certeza de que no había manera de salvarlo.

—Sé que te preocupa que Alberto se forme una idea equivocada de ti.

Se quedó en la puerta, desesperada por seguir en contacto con él, aunque sabía que lo había perdido. Él se quitó la camisa y la dejó en una silla junto a la ventana.

—Le diré que tus reuniones eran tan largas que pensamos que lo mejor era que volviera a la costa para no soportar el calor asfixiante de Milán.

Giancarlo no contestó.

Ella avanzó hasta situarse frente a él.

—Giancarlo, por favor, no te pongas así.

Él le dirigió una mirada inescrutable.

—¿Qué quieres que te diga?

Ella se encogió de hombros y agachó la cabeza.

—¿Dónde vas a ir a pasar la noche? —le puso la mano en el brazo.

—Si vas a tocarme, atente a las consecuencias.

Caroline retiró la mano y retrocedió.

—Este es tu piso. Es absurdo que te vayas a pasar la noche a otro sitio.

—¿Qué sugieres? ¿Que nos acostemos juntos y nos durmamos castamente?

—Puedo dormir en otra habitación.

—Yo en tu lugar no me fiaría de mí mismo —murmuró Giancarlo—. Tal vez te despiertes conmigo al lado. Voy a ducharme. ¿Quieres continuar hablando en el cuarto de baño?

El corazón de Caroline seguía latiendo con fuerza cuando Giancarlo volvió al salón, veinte minutos después. Se había duchado y cambiado de ropa y llevaba una bolsa pequeña de viaje. Parecía tranquilo y controlado. Ella, en cambio, estaba sentada en el borde del sofá con la espalda recta y las manos sobre las rodillas. Lo miró con recelo.

Él dejó la bolsa en un sofá y fue hacia la cocina, donde se sirvió algo de beber.

—Sabes que cuando acabe con todas estas reuniones, volveré a la costa, así que quiero saber con qué me voy a encontrar.

Ella, fascinada al verlo con unos vaqueros descoloridos y un polo, con un aspecto tan distinto del ejecutivo que había entrado antes, no dejaba de preguntarse si había tomado la decisión correcta. ¿No habría exagerado porque estaba desconcertada y dolida por la aparición de Lucia?

¡Quería a Giancarlo! Si hubieran seguido viéndose, ¿no habría sustituido el amor al deseo?

Pero entonces se imaginó otra situación: la de él aburrido y desinteresado, con ella cada vez más necesitada y aferrada a él. Y entonces aparecía otra Lucia que se lo llevaba de su lado.

Pero era tan guapo...

Caroline tragó saliva y se dijo que tenía que centrarse.

—Ahora que has visto la luz —prosiguió él—, ¿piensas seguir allí el fin de semana?

—¡Claro que sí! Ya te he dicho que te seguiría la corriente un poco más, pero tendremos que demostrarle a tu padre que nos estamos alejando, de modo que no se disguste cuando le digamos que hemos terminado.

—¿Y tienes idea de cómo vamos a hacerlo? ¿Ensayamos algunas discusiones? ¿O por qué no le dices la verdad, que has conocido a una de mis exnovias y no te ha gustado?

—¿Son todas así?

—¿Cómo dices?

—¿Son todas tus exnovias como Lucia?

Giancarlo frunció el ceño, desconcertado por la franqueza de la pregunta y por la leve crítica subyacente.

—Ya sé que ella te molestaba, pero ¿han sido todas igual? ¿Has salido con alguna que no fuera modelo o actriz? Lo que quiero decir es si solo sales con mujeres por su aspecto.

—No me parece una pregunta relevante.

—No, no lo es —dejó de mirarlo y él estuvo tentado de situarse en su línea de visión y obligarla a hacerlo.

En lugar de ello, se echó la bolsa al hombro y se dirigió a la puerta.

Caroline tuvo que hacer un esfuerzo para no moverse porque sus pies intentaban seguirlo y retenerlo con más preguntas. Quería preguntarle lo que había visto en ella. No era guapa, así que ¿había otra cosa de ella que lo atraía? Pero se mordió la lengua.

Echó de menos inmediatamente su contacto físico y su camaradería. Y su risa. Y todo lo demás que la había atrapado.

Oyó cerrarse la puerta y, de pronto, el piso le pareció muy grande y vacío.

Debido a la agitación que la embargaba, creyó que no podría dormir, pero se quedó dormida fácilmente y se despertó cuando estaba amaneciendo. Tardó unos segundos en recordar lo que había sucedido. Giancarlo no estaba allí. La cama estaba vacía.

El chófer llegó a las nueve en punto. Ella lo esperaba con el equipaje hecho. Hasta el último momento había albergado la fantasía de que Giancarlo apareciera disculpándose, con un ramo de rosas rojas y una cajita con un anillo dentro.

Como no fue así, se pasó todo el viaje asustada ante la posibilidad de que hubiera ido a buscar consuelo en brazos de otra.

¿Sería capaz de haberlo hecho? No lo sabía, pero la realidad era que no conocía a Giancarlo.

Hubiera jurado que no era así, pero había vivido en una burbuja. El Giancarlo que conocía no era el mismo que salía con modelos porque no le exigían nada y quedaban bien agarradas de su brazo.

Cuando vio el chalé sobre el acantilado sintió un vacío desolador.

Lo que habían compartido había acabado. Absorta en tales pensamientos, no pensó en lo que diría a Alberto cuando lo viera.

Al bajarse del taxi que la había llevado desde el helipuerto, se dio cuenta de que tenía que ocurrírsele algo.

Giancarlo y ella se habían marchado como una pareja feliz. ¿Cómo iba a convencer a Alberto de que, en cuestión de horas, las cosas habían cambiado?

Mientras barajaba la posibilidad de recurrir a verdades a medias, Alberto abrió la puerta y se la quedó mirando atónito.

Caroline sonrió levemente mientras él buscaba con la mirada a Giancarlo.

—¿Qué ha pasado? ¿No deberías estar en Milán? ¿Hay algo que tengas que decirme? —se echó a un lado—. Iba a salir a pasear por el jardín, a tomarme un respiro de la bruja, pero parece que debemos hablar.

 

 

Giancarlo miró por tercera vez el reloj. Estaba acostumbrado a las reuniones, pero aquella parecía interminable. Eran casi las cuatro de la tarde y llevaba reunido desde las seis y media de la mañana.

Por desgracia, su mente estaba casi exclusivamente ocupada por la mujer a la que había dejado la noche anterior.

Frunció el ceño ante el recuerdo y comenzó a dar golpecitos con el lápiz en la mesa hasta que todas las miradas se fijaron en él como si fuera a decir algo importante. Ese era el respeto temeroso al que estaba acostumbrado, pero en aquel momento lo irritó. ¿No pensaban por sí mismas todas aquellas personas? ¿Habría alguna que se atreviera a contradecirlo? ¿Bastaba con que, sin darse cuenta, diera golpecitos con el lápiz para que todos lo miraran y se callaran?

Empujó los papeles que tenía delante y se levantó. Había tomado una decisión.

El primer paso fue anunciar a los presentes que se iba, lo cual los sorprendió, ya que era la primera vez que abandonaba una reunión.

—Roberto —miró al más joven del equipo—, esta es tu oportunidad. Conoces muy bien los detalles de este asunto. Estaré localizable en el móvil. Naturalmente, no se decidirá nada sin mi aprobación.

El segundo paso fue llamar a su secretaria para que lo dispusiera todo para volver inmediatamente a la costa. Decidió hacerlo en tren, ya que necesitaba tiempo para pensar.

En el tren, comprobó si tenía mensajes en el móvil y se puso a mirar el paisaje.

Cada vez se sentía mejor por haberse marchado de Milán. A mitad de camino había decidido que iba a encargarse de formar a algunos de sus empleados para que pudieran sustituirlo. Aunque sus empleados eran de fiar, siempre recurrían a él en busca de orientación. ¡Llevaba años sin tomarse un descanso!

Llegó de noche al chalé. Entró y se dirigió a la terraza. Su padre estaría allí tomando el aire, que le resultaba más tonificante que el del lago, según él a causa de la sal. Alberto tardó un par de minutos en notar que se acercaba en la sombra, y Caroline unos segundos más en percatarse de que no estaban solos.

No habían encendido las luces de fuera para ver el crepúsculo.

Caroline fue la primera en hablar.

—¡Giancarlo! —se levantó sorprendida.

—No te esperábamos —dijo Alberto—. No te quedes de pie —le indicó a ella—. No estás en presencia de la realeza.

—¿Qué haces aquí?

—¿Desde cuándo necesito una razón para venir a mi casa?

—Creí que te quedarías en Milán por lo que había pasado.

—¿Por lo que había pasado?

—Se lo he contado todo a tu padre. No hace falta que sigamos fingiendo.

Se produjo un espeso silencio y Caroline comenzó a sudar de la tensión nerviosa. La inmovilidad de él le produjo escalofríos.

Miró a Alberto en busca de ayuda, y este se la ofreció.

—Como es natural, me entristece mucho que las cosas hayan salido así. Soy un viejo con problemas de salud, por lo que puede que os presionara demasiado y acabarais por fingir para hacerme feliz.

—No dramatices, Alberto —Giancarlo avanzó unos pasos y se metió las manos en los bolsillos.

—Reconocer que me he portado como un viejo insensato no es dramatizar, Giancarlo. Espero que mi edad y mi fragilidad sirvan de excusa.

Se levantó y se agarró al respaldo de la silla para equilibrarse mientras con la otra mano hacía un gesto negativo a Caroline, que se había puesto de pie para ayudarlo.

—Soy viejo, pero no estoy muerto. Bueno, supongo que tendréis que hablar. Creo que me has dicho, querida, que pensabas volver a tu país.

Ella intentó recordar si había dicho tal cosa. Lo había pensado, desde luego, pero la realidad era que aún no sabía lo que haría. Por otro lado, ¿qué sentido tenía quedarse cuando el hombre que le había destrozado el corazón iría con frecuencia a ver a su padre?

—De hecho, creo que lo más adecuado es que volvamos al lago —prosiguió el anciano—. No queremos abusar de tu hospitalidad, hijo mío, dadas las circunstancias.

—Papá, siéntate, por favor.

—Hubiera jurado que hay química entre vosotros, lo que demuestra lo estúpido que soy.

—Nos llevamos bien —afirmó Caroline. Se lo había confesado todo a Alberto, incluso lo que sentía por su hijo, aunque le había hecho jurar que guardaría el secreto—. Solo que... que... Estoy segura de que seguiremos siendo amigos.

Giancarlo la miró con el ceño fruncido y ella se encogió. Así que ni siquiera mantendrían la amistad. De todos modos, no hubiera sido posible. No podía ser su amiga porque se harían mucho daño.

—Voy a entrar. Seguro que Tessa ya estará nerviosa. Cree que voy a apartarme del buen camino si no estoy acostado a las diez.

Alberto se dirigió al comedor, donde Tessa veía su serial televisivo preferido.

—¿Y bien? —Giancarlo salvó el espacio que los separaba y se situó frente a ella.

—Sé que te dije que no le contaría nada a Alberto, pero al llegar no pude contenerme, lo siento. Se lo ha tomado bien. Lo hemos infravalorado. Lo que no entiendo es por qué has vuelto.

—¿Estás decepcionada?

—No, solo sorprendida. Creí que tenías muchas cosas que hacer en Milán.

—Y, si no hubiera venido esta noche, ¿te habrías vuelto a Inglaterra sin decírmelo?

—No lo sé.

—Bueno, al menos eres más sincera que al asegurarme que no dirías nada a mi padre. Aquí no podemos hablar porque me parece que Alberto va a salir en cualquier momento para unirse a la conversación.

—¿De qué tenemos que hablar?

—Vamos a pasear por la playa, por favor.

—Preferiría no hacerlo. Ahora que tu padre no espera que nos casemos ni nada similar, debemos olvidar lo que ha habido entre nosotros y seguir adelante.

—¿Es eso lo que deseas? Si no recuerdo mal, me dijiste que, de no haber sido por Alberto, te hubieras planteado nuestra relación. Bueno, Alberto ya no cuenta.

—No es solo eso —murmuró ella—. Necesito más que una mera relación física, Giancarlo, y supongo que eso fue lo que finalmente tuve que reconocer cuando tu amiga se presentó en el piso. Ella es tu realidad, la vida que llevas. Yo he sido un desvío del camino. Cuando decidiste volver al lago Como a ver a tu padre, hiciste algo fuera de lo normal. Y yo me hallaba dentro de esa anormalidad. Nos lo hemos pasado bien, pero quiero ser algo más que un motivo de diversión.

—No me digas que no nos llevamos bien. No lo acepto.

—¿Porque no te imaginas que alguien te pueda rechazar? Te creo cuando dices que fuiste tú el que dejó a Lucia y, sin embargo, allí estaba: una mujer que podía tener a quien quisiera dispuesta a hacer lo que hiciera falta para recuperarte.

—Pues ahora han cambiado las tornas —afirmó él con voz ronca—. Ahora soy yo el que está dispuesto a hacer lo que sea para recuperarte.