Capítulo 4
Giancarlo entró en una habitación que le resultaba familiar. Aquel salón era el menos ornamentado y, por tanto, el más acogedor. Allí hacía sus deberes mientras resistía la tentación de salir al lago. Alberto estaba sentado en una silla al lado de un ventanal con una manta sobre las piernas.
—Así que has venido, hijo mío.
Giancarlo miró a su padre y se preguntó si su memoria le jugaba una mala pasada, pues parecía que se hubiera encogido.
—Padre...
—Caroline, ¿por qué no le ofreces algo de beber a nuestro invitado? Yo me tomaré un whisky.
—De ninguna manera —ella se le acercó con aire protector mientras él trataba de apartarla con la mano.
Al verlos, Giancarlo se dio cuenta de que se trataba de un juego que les resultaba familiar y con el que se encontraban a gusto.
Ella se dirigió a un armario, reconvertido en nevera, mientras hablaba nerviosamente sobre lo conveniente que resultaba tener a mano cosas de beber, ya que aquella era la habitación preferida de Alberto, que ya no tenía fuerzas para ir a la cocina cuando quería algo de beber.
—Aquí no hay whisky —continuó ella—. Tessa y yo sabemos que es su talón de Aquiles, así que tenemos vino. Antes he metido una botella. ¿Te apetece un poco?
Si hubiera tenido la oportunidad, habría salido corriendo, pero el instinto de proteger a Alberto hizo que se quedara.
Cuando se dio la vuelta con una bandeja con bebidas y aperitivos, Giancarlo se había sentado en una silla. Si se encontraba a disgusto, no lo parecía.
—Padre, me han dicho que ha sufrido un infarto.
—¿Qué tal el viaje, Giancarlo?
Los dos comenzaron a hablar a la vez. Caroline se tomó su bebida muy deprisa y se quedó callada mientras padre e hijo se hacían educadísimas preguntas a las que daban educadísimas respuestas. Muchos de sus gestos eran iguales.
Giancarlo hablaba, pero no conversaba. Al menos hasta aquel momento había cumplido su palabra de no mencionar la situación económica de Alberto, aunque estaba segura de que este se preguntaba para qué había ido hasta allí su hijo cuando tan poco entusiasmo demostraba.
Cenaron en el comedor, lo cual no fue una idea muy acertada, ya que la larga mesa y el austero entorno no invitaban a la conversación. La tensión del ambiente se hubiera podido cortar con un cuchillo.
Después de acabar el primer plato, iniciaron diversos temas de conversación y los abandonaron. Hablaron del tiempo, del turismo, de que no había nevado el invierno anterior y, desde luego, Alberto preguntó a su hijo por su trabajo, a lo que este respondió con tal brevedad que pronto se agotó el tema.
Cuando les llevaron el segundo plato, Caroline estaba harta de aquella conversación forzada. Si ellos no querían hablar, ella llenaría las lagunas. Habló de su infancia en Devon. Sus padres eran maestros y muy ecologistas. Se echó a reír al recordar que las gallinas que tenían ponían tantos huevos que a veces su madre hacía tantos bizcochos para aprovecharlos que era imposible comérselos todos, ya que solo eran tres de familia. Acababan llevándolos a la iglesia los domingos.
Habló de los estudiantes que, en régimen de intercambio, habían vivido en su casa, a algunos de los cuales les resultaban muy divertidos los experimentos de su madre con los productos que cultivaba en el huerto.
Alberto reía, pero no parecía relajado. El hijo al que deseaba volver a ver con desesperación no le correspondía, y ni siquiera se molestaba en ocultarlo.
Caroline sentía los oscuros ojos de Giancarlo fijos en ella, y se percató de que no podía mirarlo. ¿Qué tenía aquel hombre que le ponía la piel de gallina y hacía que se sintiera incómoda? El timbre de su voz ronca le producía escalofríos y cuando la miraba le ardían las mejillas.
Al volver al salón para tomar café, Caroline estaba agotada y Alberto parecía cansado. Giancarlo, en cambio, estaba tan tranquilo como al principio.
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte, hijo mío? Deberías ir a ver el lago. Hace buen tiempo y te gustaba navegar. Claro que ya no tenemos el barco. Carecía de sentido después, bueno, después...
—¿Después de qué, padre?
—Creo que ya es hora de que te acuestes, Alberto —Caroline intervino a la desesperada—. Pareces cansado y sabes que el médico te ha dicho que te lo tomes con calma. Voy a buscar a Tessa y...
—Después de que tu madre y tu os marcharais.
—Ah, por fin reconoces que tuviste una esposa. Creí que la había borrado de la memoria.
No habían dicho una palabra de Adriana. Habían hablado del pasado como si ella no hubiera existido. Y después de sus últimas palabras, Giancarlo esperaba ver a su verdadero padre, el hombre frío e implacable que nunca evitaba discutir.
Alberto le sorprendió contestándole en voz baja:
—No lo he hecho, hijo mío.
—Es hora de que te acuestes, Alberto —Caroline se puso de pie y lanzó una mirada cargada de intención a Giancarlo—. No voy a consentir que sigas fatigando a tu padre. Ha estado muy enfermo y esta conversación no va a ayudarlo en absoluto.
—No te metas, Caroline —la recriminó el anciano, pero se pasó el pañuelo por la frente.
Ella apuntó con el dedo a Giancarlo mientras le decía:
—Espérame aquí mientras voy a buscar a Tessa. Quiero hablar contigo.
—El chico quiere hablar del pasado, Caroline. Para eso ha venido.
Caroline lanzó un bufido sin apartar la mirada de Giancarlo. ¡Si Alberto supiera!
Se volvió hacia él y le dijo:
—Voy a por Tessa, y mañana tu rutina no se va a interrumpir. Tu hijo va a quedarse unos días, por lo que tendréis tiempo de dedicaros a recordar.
—¿Unos días? —padre e hijo hablaron al unísono. Giancarlo estaba atónito y enfurecido mientras que Alberto parecía esperanzado.
—Puede que una semana —respondió ella mirando a Giancarlo. De perdidos, al río, pensó—. ¿No fue eso lo que me dijiste? —se preguntó de dónde demonios procedía aquella determinación. ¡Ella siempre evitaba los enfrentamientos!
—Así que mañana, Alberto, no tendrás que entretener a tu hijo porque va a ir a navegar en el lago.
—¿Voy a ir a navegar?
—Exactamente. Conmigo.
—Creí que no sabías navegar, Caroline —murmuró Alberto.
—Pero estoy deseando aprender.
—Me has dicho que el agua te causa pavor.
—Sí, pero me han explicado que solo podré superarlo si le hago frente.
Salió de la habitación antes de que Alberto le respondiera y fue corriendo a la habitación de Tessa. Se imaginó la conversación que tendrían padre e hijo. Eso en el mejor de los casos; en el peor, estarían recordando, y ese viaje solo podía llevarles a enzarzarse en una discusión que no haría bien alguno a la recuperación del anciano.
Diez minutos después volvió corriendo al salón.
Giancarlo había desaparecido.
—El chico tiene que trabajar.
—¿A esta hora?
—Recuerdo que, de joven, yo trabajaba a horas intempestivas. El chico es como yo, lo cual puede que no sea bueno. Trabajar mucho está bien si uno sabe parar. Es un chico muy guapo, ¿no te parece?
—Supongo que a algunos se lo parecerá —respondió ella. Aliviada, oyó llegar a Tessa.
Alberto no se reprimía a la hora de hacer preguntas difíciles. Decía que era una de las ventajas de la vejez. Pero lo único que a ella le faltaba era tener una conversación a fondo sobre lo que opinaba de su hijo.
—También es inteligente.
Caroline se preguntó cómo podía ser tan generoso con alguien que no estaba dispuesto a ceder en su actitud.
—Me ha dicho que os veréis mañana en su coche a las nueve —prosiguió el anciano mientras Tessa entraba—. Cree que le gustará navegar un rato. Le sentará bien. Parece tenso. Y lo entiendo, dadas las circunstancias. Así que no te preocupes por mí. Después de levantarme, esta bruja —indicó a Tessa— podrá llevarme a pasear.
Tessa guiñó el ojo a Caroline y sonrió mientras ayudaba al anciano a levantarse.
—Cualquiera diría que no está encantado cuando lo acuesto —afirmó ella.
Aunque Caroline había dicho a Giancarlo que quería hablarle, se dio cuenta de que no tenía ganas de hacerlo. Toda su determinación se había evaporado. La perspectiva de una mañana en su compañía se le hizo muy cuesta arriba. ¿La escucharía Giancarlo? Este todavía no había revelado a su padre el propósito de la visita, pero estaba segura de que lo haría al día siguiente y de que solo se quedaría dos días.
No había manera alguna de convencerle de que hiciera algo que no deseaba, y en las horas anteriores a ella le había quedado claro que no estaba dispuesto a tender la mano a su padre en son de paz.
Caroline no descansó bien aquella noche. Hacía mucho tiempo que no se habían hecho mejoras en la casa, por lo que no había aire acondicionado. El ambiente era bochornoso.
Al despertarse no se sintió descansada y tardó unos segundos en recordar que no llevaría a cabo la rutina habitual: no desayunaría tranquilamente con Alberto antes de sacarlo a pasear ni clasificaría algunos de sus libros y documentos después de comer para que él decidiera cuáles dejar al museo local y cuáles conservar.
Rápidamente se puso unos pantalones, una camiseta y, por supuesto, una rebeca, además de unos zapatos cerrados. No sabía nada sobre barcos ni navegación, pero pensó que una falda y unas sandalias no serían adecuadas. Se recogió el pelo en una trenza.
Sin tiempo para desayunar, salió al exterior. El día era soleado y sin nubes. Giancarlo estaba al lado del coche. Llevaba gafas de sol y hablaba por el móvil. Ella lo miró durante unos segundos. A pesar de que él hubiera roto los lazos con su pasado aristocrático, no podía borrarlo de sus rasgos. Incluso con ropa vieja y descalzo, era el colmo de la elegancia.
Él se percató de su presencia y cerró el teléfono mientras ella se le aproximaba.
—Así que parece que voy a pasar una semana de vacaciones aquí —se quitó las gafas y la siguió mirando hasta que ella se sonrojó hasta la raíz del cabello.
—Sí, bueno...
—Tal vez puedas decirme qué planes tengo para esta semana, ya que la has organizado tú.
—Podrías mostrarte un poco amable en vez de arremeter contra mí.
—¿Es eso lo que estoy haciendo? —le abrió la puerta del coche y la cerró de un portazo cuando ella se hubo montado—. Recuerdo perfectamente haberte dicho que lo máximo que me quedaría serían dos días. ¿Cuándo decidiste ampliarlo a una semana? —se inclinó apoyando las manos en el coche para interrogarla a través de la ventanilla abierta.
Al tenerlo tan cerca, ella comenzó a aspirar profundamente porque le faltaba el aire.
—Sí, ya lo sé. Pero me pusiste furiosa.
—¿Qué yo te puse furiosa?
Ella asintió en silencio y miró hacia delante. Él rodeo el coche y se montó.
—¿Y cómo crees que me sentí yo cuando me arrinconaste?
—¡Te lo merecías!
—No creo —arrancó y salió del patio haciendo chirriar los neumáticos y ella cerró los puños con tanta fuerza que se clavó las uñas en las palmas—. No he venido a relajarme.
—¡Ya lo sé! ¿Crees que no lo dejaste claro anoche?
—Te di mi palabra de que no sería yo el que planteara el tema del dinero el primer día, y la he mantenido.
—Pero cuando mencionaste a tu madre, solo quise evitar una discusión, por lo que dije lo primero que se me ocurrió. Perdóname. Siempre puedes decirle a Alberto que me equivoqué, que no entendí las fechas. Sé que tienes muchas cosas importantes que hacer y que probablemente no puedas permitirte perder una semana, pero en aquel momento no tuve elección. Tenía que ofrecer a Alberto algo a lo que agarrarse.
—Es una pena que no pienses antes de hablar. Supongo que esto era lo que querías decirme.
—Fue una velada incómoda. Alberto quería de verdad conversar. Era como si no estuviera preparado para observar nada malo en su hijo que venía a verlo al cabo de los años, apenas intentaba hablar con él y desaparecía para trabajar.
Giancarlo se sonrojó. La tarde no había ido como había previsto, aunque tampoco estaba totalmente seguro de lo que había previsto. Solo sabía que su padre no era lo que se esperaba.
Para empezar, era evidente que estaba mal de salud, como le había dicho Caroline, y lo más sorprendente había sido que, en vez de una conversación llena de malicia y amargura como las que su madre le había contado a lo largo de los años, no había hablado de un pasado lamentable y un matrimonio desgraciado. Alberto era muy distinto de la imagen que se había hecho de él.
Naturalmente, el tema del dinero, el motivo por el que estaba allí, haría aflorar lo peor de su padre. Sin embargo, ni siquiera esa certeza pudo disipar las dudas que le habían ido invadiendo tras marcharse del salón.
—Tal vez —dijo mirando el paisaje que cada vez le resultaba más familiar— pasar unos días fuera de Milán no sea tan mala idea.
—¿Cómo?
—Yo no lo llamaría unas vacaciones, pero esto es sin duda más tranquilo que Milán —miró de reojo a Caroline a la que el aire que entraba por la ventanilla había despeinado por completo.
—Supongo que tú nunca te tomas vacaciones —dijo ella. Aunque su intención siguiera siendo quedarse con la casa y la empresa de su padre, unos días con Alberto tal vez hicieran que dejara de verlo todo o blanco o negro y le proporcionaran el tacto suficiente para no humillarlo.
—El tiempo es oro.
—En la vida hay más cosas que el dinero.
—Estoy de acuerdo, pero, por desgracia, el dinero suele ser lo que nos permite disfrutar de ellas.
—¿Por qué has decidido quedarte más días? Hace un momento estabas enfadado porque te había puesto en una situación difícil.
—Y lo habías hecho, pero soy una persona que reflexiona y se adapta a la situación. Quedarme más tiempo me supondrá una ventaja a la hora de elaborar una propuesta que mi padre entienda. Debo reconocer que Alberto no es como me lo imaginaba. Al principio pensé que lo de su mala salud era una exageración.
Miró el rostro de Caroline. Como cabía esperar, tenía una expresión airada.
—He comprobado que no está bien, lo cual sin duda explica su actitud dócil, impropia de él. No soy un monstruo. Estaba dispuesto a hablarle sin rodeos, pero ahora acepto que tendré que ir con cuidado para obtener lo que deseo.
El paisaje y la sensación de espacio abierto eran impresionantes. Al fondo el lago centelleaba. Por primera vez en muchos años se sintió exaltado por la experiencia de la libertad.
—Además, hace mucho tiempo que no venía a esta parte del mundo.
Siguió las señales hacia uno de los muchos embarcaderos del lago, se desvió de la carretera principal y se dirigió hacia el agua.
—No creo que pueda soportarlo —murmuró ella cuando el coche se detuvo.
—Se supone que lo has organizado tú.
Había muchos barcos navegando en el lago, que, en cualquier momento, podían hundirse. Caroline, muy pálida, se pasó la lengua por los labios.
—Estás blanca como el papel.
—Sí, bueno...
—¿De verdad te asusta el agua?
—Sí, puede pasar cualquier cosa, sobre todo en algo tan frágil como un barco de vela.
—A uno puede pasarle cualquier cosa en cualquier sitio. Probablemente venir hasta aquí en coche sea más peligroso que navegar —Giancarlo abrió la puerta, bajó y fue a abrirle a ella—. Y tenías razón al decir que no se puede superar un miedo irracional si no te enfrentas a él —extendió la mano y, con el corazón latiéndole muy deprisa, Caroline la tomó. El tacto de sus dedos era cálido y acogedor.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó ella con voz temblorosa mientras bajaba del coche—. Seguro que nada te ha dado miedo en tu vida.
—Me lo tomo como un cumplido —él siguió agarrándola de la mano mientras bajaban hacia el embarcadero.
Giancarlo creía que nunca llegaría el día en que no pensara en el trabajo. La incierta situación económica de su madre, cuyos detalles había conocido desde muy joven, a pesar de ser incapaz de entenderlos, había causado que conseguir dinero fuera su principal deseo. El hecho de que se le diera muy bien había contribuido a incrementar su ambición. Las mujeres aparecían y se marchaban, y así continuaría siendo, ya que sus padres constituían un triste ejemplo de lo que era la institución matrimonial, pero los retos laborales siempre continuarían.
Aunque en aquel momento parecían haberse retirado.
Y reconoció con dificultad una sensación infantil mientras su mano apretaba la de ella al acercarse al embarcadero.
—Confía en mí. El viaje valdrá la pena. No hay nada comparable a la libertad de navegar por un lago, y no es lo mismo que hacerlo en el mar. La orilla siempre se ve. Siempre podrás orientarte por el horizonte.
—¿Qué profundidad tiene?
—No pienses en eso. Dime por qué te asusta.
Caroline vaciló. A pesar de que no le caía bien, su invitación a confiar en él era irresistible. Y sus manos seguían unidas. Al darse cuenta, movió los dedos, lo que hizo que él la agarrara con más fuerza.
—¿Y bien?
—De niña me caí a un río. Debía de tener siete años. Fue durante las vacaciones de verano. Éramos cuatro niños. Nuestros padres nos habían organizado una merienda en el bosque.
—Qué idílico.
—Lo fue hasta que los cuatros nos fuimos a explorar. Estábamos cruzando un puente. El río no debía de tener más de un metro de profundidad y el puente era bajo y desvencijado. Jugábamos a lanzar una ramita por un lado del puente y a correr al otro para verla pasar flotando. Me caí de cabeza y me dio un ataque de pánico. A pesar de que sabía nadar para poder salir, fue como si me hubiera quedado en blanco. Sentía el agua en la boca y los hierbajos en la cara. Creía que me iba a ahogar. Todos gritaban. Las personas mayores llegaron corriendo y en unos segundos me sacaron. Estaba sana y salva, pero, a pesar de ello, desde entonces aborrezco el agua.
—Cuando tenía catorce años —afirmó él— intenté montar a caballo y me caí. Desde entonces me dan miedo los caballos.
—No es verdad —dijo ella sonriendo.
—Tienes razón. Pero es una posibilidad. No me he acercado a un caballo en mi vida, pero creo que me pondría a llorar de terror si lo hiciera.
Caroline se echó a reír. Se sentía más tranquila y apenas se dio cuenta de que Giancarlo estaba alquilando el barco mientras seguía hablándole en tono calmado y haciendo que sonriera. Estaba seguro de que los caballos le daban miedo. Lo hacían las arañas. Los pájaros le recordaban algunas películas de terror. Sabía que hubiera tenido fobia a los aviones si no hubiera conseguido superarla al poseer su propio helicóptero.
Giancarlo llevaba mucho tiempo sin dedicarle tantos esfuerzos a una mujer. Si una semana antes alguien se lo hubiera dicho, habría soltado una carcajada. Y, si esa misma persona le hubiera dicho que se quedaría en casa de su padre una semana, por obra de la misma mujer, que además carecía de tacto, habría pensado que había que internarla en un psiquiátrico.
Pero allí estaba: ayudando a subir al barco a una mujer a la que no le importaban en absoluto las tonterías que preocupaban a otras mujeres y contento de haber conseguido que se olvidara de su miedo al hacerla reír.
Giancarlo justificó su comportamiento poco habitual diciéndose que era una manera creativa de enfrentarse a la situación. Además, era refrescante relacionarse con una mujer que no despertaba su interés sexual. Le gustaban las mujeres rubias, altas y con ropa de modistos famosos. Y parecía que no tener que perseguir y conseguir a una mujer, lo que a veces le resultaba tedioso, podía ser muy agradable.
Consiguió que Caroline se montara en el barco sin darse cuenta. El balanceo de la embarcación reavivó el miedo de ella.
¿Sabía Giancarlo manejar aquel trasto?
Él contempló su rostro afligido, el pánico con que miró la orilla de la que se estaban alejando.
Y reaccionó siguiendo sus impulsos.
La besó. Le introdujo los dedos en el cabello y la atrajo hacia sí. El gusto de sus labios era el del néctar. Sintió que el cuerpo de ella se curvaba sobre el suyo y que sus senos se aplastaban contra su pecho.
La había pillado desprevenida, por lo que ella no opuso resistencia cuando el beso ganó en profundidad y en una exploración más íntima de su dulce boca. Se excitó rápida e intensamente y su autocontrol desapareció a tal velocidad que, por primera vez en su vida, se encontró a merced de sus sentidos.
Deseó quitarle la camiseta, arrancarle el sujetador, que no sería de encaje, sino una prenda ordinaria, nada sexy. Deseó perderse en sus senos generosos hasta verse libre de todo pensamiento.
Caroline, por su parte, estaba poseída por algo tan intenso que apenas podía respirar.
En su vida se había sentido así. El cuerpo se le derretía, los pezones se le habían endurecido, sentía calor y humedad entre las piernas...
Su cuerpo reaccionaba como nunca lo había hecho, lo cual la excitaba y aterrorizaba al mismo tiempo.
Cuando finalmente él se separó, ella se sintió perdida.
—Me has besado —susurró, todavía aferrada a su camisa y mirándolo con sus enormes ojos. Quería saber por qué, aunque ya sabía por qué ella había respondido.
A pesar de que desaprobaba todo lo que hacía y decía, sentía por él una atracción física irresistible. Se había dejado llevar y nada de lo que había experimentado previamente la había preparado para aquella intensidad. El deseo era algo que conocía por los libros, pero ya sabía, de primera mano, lo poderoso que era. ¿Sentiría él lo mismo? ¿Querría seguir besándola tanto como ella deseaba que lo hiciera?
Poco a poco se dio cuenta de dónde estaba y de que él, con una mano, había alejado expertamente el barco de la orilla y estaban navegando.
—Me has besado —repitió ella—. ¿Lo has hecho para que no me diera cuenta de que nos alejábamos de tierra firme?
¿Cómo demonios iba él a saberlo? Lo único que sabía era que había perdido el control. No se enorgullecía de ello, ni tampoco lo comprendía. Se recuperó de inmediato y retrocedió unos pasos, pero tuvo que apartar la mirada porque las mejillas encendidas de Caroline y su boca entreabierta seguían atrayéndola hacia ella.
—Ha funcionado, ¿no? —indicó la orilla con un gesto de la cabeza—. Ahora estás en el agua y no tienes miedo.