Capítulo 2

 

 

 

Milán era una hermosa ciudad. Había suficientes museos, basílicas e iglesias para entretener a los turistas. La Galleria Vittorio era una espléndida y elegante galería comercial, llena de tiendas y cafés. Caroline lo sabía porque, al día siguiente, el último antes de volver y reconocer su fracaso, había leído toda la información que tenía sobre una ciudad que probablemente no volvería a visitar. Su estancia en ella se había visto empañada por haber conocido a Giancarlo de Vito.

Cuanto más pensaba en él, más arrogante e insoportable le parecía. Alberto estaría esperando verla llegar con su hijo y cuando comprobara que no era así le pediría detalles. ¿Le sería sincera y le diría que su guapo hijo le había parecido detestable y autoritario? ¿Agradecería un padre, cualquier padre, semejante información?

Miró el vaso de limonada que se calentaba. Había estado dos horas paseando alrededor de la catedral y admirando las vidrieras, las estatuas de santos y las esculturas. Pero su mente estaba en otra parte. Y en aquel momento se hallaba en la terraza de un café lleno de turistas que se dedicaban a observar a la gente que pasaba.

Miró el reloj con impaciencia mientras se preguntaba qué haría el resto del día, por lo que no se percató de la sombra que se cernía sobre ella hasta que oyó la voz de Giancarlo, que se le había quedado grabada en el cerebro.

—Me ha mentido.

Caroline alzó la vista, protegiéndose los ojos del sol, al mismo tiempo que unos documentos aterrizaban en la mesa, frente a ella.

Se quedó tan sorprendida al verlo delante y tapando el sol como un ángel vengador que estuvo a punto de tirar el vaso.

—¿Qué hace aquí? ¿Cómo me ha encontrado? ¿Y qué papeles son estos?

—Tenemos que hablar, pero no me gusta este sitio.

Caroline sintió renacer la esperanza. Tal vez él hubiera reconsiderado su postura y estuviera dispuesto a olvidar el pasado.

—¡Por supuesto! —le sonrió, pero no obtuvo respuesta—. No me ha dicho cómo me ha encontrado. ¿Adónde vamos? ¿Tengo que llevarme todos estos papeles?

Era de suponer que sí, ya que él dio media vuelta y escudriñó la plaza. ¿Se daba cuenta de las miradas de interés que le lanzaban los turistas, sobre todo las mujeres? ¿O era inmune a semejante atención?

Caroline agarró los papeles y se levantó para seguirlo mientras él se alejaba del café.

Ese día se había puesto la única ropa que había llevado consigo: un vestido de verano que le dejaba los hombros al aire. Y como era muy consciente del tamaño de sus senos, se había atado una chaqueta alrededor del cuello, lo cual no era muy práctico con aquel calor, pero sin ella se sentía muy expuesta.

Después de recorrer diversas calles, él se detuvo en un café alejado de los sitios turísticos, aunque, allí, la antigua arquitectura, la encantadora plaza con su pozo y las esculturas de algunas fachadas se merecían una foto.

Giancarlo le hizo un gesto para que entrara. En el interior se estaba fresco y no había mucha gente.

—Siéntese —le ordenó él en tono irritado.

¿Qué vería su padre en esa mujer? Apenas recordaba a Alberto, pero sí recordaba que no era un persona dócil. Si su madre había sido difícil, había encontrado la horma de su zapato en su esposo. ¿Qué cambios se habían producido a lo largo de los años para que su padre trabajara con una mujer tan anodina? Y, además, volvía a vestir como una mujer mucho mayor. Las inglesas no tenían ni idea de lo que era ir a la moda.

Se dedicó a observar su figura y se detuvo en los senos que se le marcaban bajo la fina tela del vestido y destacaban a pesar de la chaqueta que llevaba sobre los hombros.

—No me ha dicho cómo me ha encontrado —repitió ella mientras se sentaba frente a él.

Trató de desprenderse de la sensación de mareo que experimentaba cuando lo miraba. Su atractivo animal le resultaba inquietante, pero no podía pasarlo por alto.

—Como me dijo dónde se alojaba, esta mañana he ido allí y, en recepción, me han dicho que había ido a la catedral. Era cuestión de tiempo que se sentara en un café de los alrededores.

—Entonces, ¿lo ha pensado mejor?

—Mire los papeles.

Caroline les echó una ojeada.

—Lo siento, pero no sé lo que son y no se me dan muy bien los números —aunque se había recogido el cabello, seguían escapándosele algunos mechones, que se colocaba distraídamente detrás de las orejas.

—Después de haberla visto, decidí examinar las cuentas de la empresa de Alberto. Eso que ve ahí es lo que he hallado.

—No entiendo por qué me lo enseña. No sé nada de los asuntos económicos de Alberto. No me habla de ellos.

—Vamos a centrarnos en un par de cosas interesantes que he descubierto —se recostó en la silla mientras les servían unos refrescos con pastas—. Sírvase —indicó el plato con un gesto y perdió momentáneamente el hilo de lo que decía cuando ella puso varias pastas en el plato.

—¿Se las va a comer todas? —le preguntó, fascinado contra su voluntad.

—Sé que no debería, pero tengo hambre. No le importa ¿verdad? Me refiero a que no son de adorno.

—No, claro que no —la observó mientras se las comía y lamía las migajas que se le habían quedado en los dedos. Era una vista poco frecuente. Las mujeres esqueléticas con las que salía se hubieran horrorizado al pensar en comer algo que engordara tanto como una pasta.

Ella le sonrió. Tenía una trocito de pasta en la comisura de los labios y él sintió el deseo repentino de quitárselo, pero, en lugar de ello, le señaló la boca con la mano.

—Siempre hago grandes planes para ponerme a dieta —ella se sonrojó—. Me he puesto un par de veces, pero las dietas son mortales. ¿Usted ha hecho alguna vez? Seguro que no. Las ensaladas están buenas y son sanas, pero no resultan interesantes. Supongo que, simplemente, me encanta comer.

—Es poco habitual en una mujer. La mayoría de las que conozco intentan por todos los medios no comer.

Claro que él era de esos hombres que solo se relacionaban con mujeres con tipo de modelo, pensó Caroline. Delgadas y de largas piernas. Deseó no haber cedido al deseo de comer dulces. Tampoco importaba, ya que, aunque él era guapísimo, no era su tipo. Por tanto, ¿qué más daba que pensara que estaba gorda y que era una glotona?

—Me estaba diciendo algo sobre las finanzas de Alberto —miró el reloj—. Me marcho mañana por la mañana y quiero ver lo más posible antes de irme.

Por una vez en la vida, Giancarlo se quedó sin saber qué decir. ¿Le estaba metiendo prisa?

—Creo que sus planes tendrán que esperar hasta que haya terminado.

—No me ha dicho si ha decidido olvidar el pasado y acompañarme al lago Como —no sabía por qué se molestaba en preguntárselo porque era obvio que no tenía intención de hacerlo.

—Así que ha venido a verme con el único fin de organizar un alegre reencuentro.

—No ha sido idea mía.

—Eso es irrelevante. Volviendo al asunto en cuestión, resulta que hay un gran agujero en las cuentas de la compañía de Alberto.

Caroline frunció el ceño porque no tenía ni idea de lo que le hablaba.

—En efecto. En los últimos diez años ha habido un goteo de dinero, pero últimamente se ha convertido en una hemorragia.

Caroline lo miró consternada.

—¡Por Dios! ¿Cree que por eso le ha dado el infarto?

—¿Cómo dice?

—No creía que se interesara por la empresa. Me refiero a que apenas ha salido de casa desde que vivo con él.

—¿Cuánto hace de eso?

—Varios meses. Al principio pensaba quedarme solo unas semanas, pero nos llevábamos tan bien y había tantas cosas que quería que hiciera que me he quedado más tiempo —sus ojos castaños lo miraron con ansiedad—. ¿Está seguro de que lo que me cuenta es cierto?

—Nunca me equivoco —contestó él con sequedad—. Puede que Alberto no haya tomado parte activa en la dirección de la empresa y que haya vivido de los dividendos creyendo que sus inversiones han dado fruto.

—¿Y si lo hubiera descubierto recientemente? —preguntó Caroline, resuelta a no mostrarse demasiado emotiva ante un hombre al que, estaba segura, le repelerían las emociones femeninas. Además, ya había llorado el día anterior. Todavía conservaba el pañuelo que lo demostraba. Hacerlo dos veces sería imperdonable.

—¿Cree que eso puede haber contribuido al infarto? ¿Cree que la preocupación le ha afectado la salud? —se alteró tanto al pensarlo que se tomó la última pasta que le quedaba en el plato.

—Nadie puede acusarme de ser una persona crédula, señorita Rossi. La vida me ha enseñado que, en asuntos de dinero, siempre hay algunos que tratan de quedarse con él.

—Sí, lo supongo. Pobre Alberto. Nunca me ha dicho nada, a pesar de lo preocupado que estará. Imagínese tener que enfrentarse solo a algo así.

—Sí, pobre Alberto. De todos modos, mientras estudiaba lo que he hallado se me ha ocurrido que su misión aquí pudiera tener un doble objetivo.

—El médico dijo que el estrés puede provocar toda clase de problemas de salud.

—¡Céntrese, señorita!

Caroline guardó silencio y lo miró.

—¿Me sigue?

—¡No hace falta que me hable en tono condescendiente!

—Claro que hace falta. Se dedica a divagar.

Ella le dirigió una mirada resentida y añadió «grosero» a la lista cada vez más larga de cosas que no le gustaban de él.

—Y usted es la persona más grosera que conozco.

Giancarlo no recordaba la última vez que alguien se había atrevido a insultarlo a la cara. Creía que nunca había sucedido. Para no desviarse del tema, decidió pasar por alto el ofensivo comentario.

—Se me ha ocurrido que, si lo que me ha contado sobre el infarto es verdad, pudiera ser que la salud de mi padre no fuera el motivo principal de su visita a Milán.

—¿Si lo que le he contado es verdad? ¿Por qué iba a mentirle?

—Le contestaré con otra pregunta. ¿Por qué ha tomado mi padre la repentina decisión de buscarme ahora? Ha tenido muchas oportunidades de ponerse en contacto conmigo. ¿Por qué ahora? ¿Le propongo una teoría? Se ha dado cuenta de que su riqueza ha desaparecido y la ha enviado para tantear la situación. Tal vez le haya dicho que, si me parecía bien la idea de vernos, me hablara usted de la posibilidad de hacerle un préstamo.

Caroline se quedó sin palabras, sorprendida y molesta por lo que Giancarlo suponía y malinterpretaba. Lo miró fijamente. Estaba muy pálida. No solía dejarse llevar por la ira, pero en aquel momento tuvo que contenerse para no romperle el plato en la cabeza.

——Así que tal vez no haya sido justo al decir que me ha mentido. Tal vez fuera más exacto afirmar que no me ha dicho toda la verdad...

—¡Es increíble lo que dice! ¿Cómo se atreve a acusar a su padre de tratar de sacarle dinero?

Giancarlo se sonrojó ante su mirada de incredulidad.

—Ya le he dicho que el dinero tiene el desagradable hábito de hacer que aflore lo peor de la gente.

—Alberto no me ha mandado aquí para sacarle dinero ni para pedirle un préstamo.

—¿Insinúa que no sabe que soy un hombre rico?

—No se trata de eso —recordó que Alberto le había dicho que su hijo había llegado lejos.

—¿Ah, no? ¿Me está diciendo que no hay relación entre un padre al borde de la bancarrota, que lleva veinte años sin dar señales de vida, y su repentino e inexplicable deseo de ver a su hijo rico, al que echó de su casa hace mucho tiempo?

—¡Sí!

—Pues, si de verdad lo cree, si no está compinchada con Alberto, es usted tremendamente ingenua.

—Me inspira usted mucha lástima, señor De Vito.

—Llámame Giancarlo. Ya es casi como si nos conociéramos. No tienes igual a la hora de soltar comentarios ofensivos.

Caroline se sonrojó porque no solía ser ofensiva. Era, por naturaleza, una persona tranquila y sociable. Pero no iba a disculparse por decirle a Giancarlo lo que pensaba.

—También tú haces comentarios ofensivos —replicó con calma—. Acabas de acusarme de ser una mentirosa. Puede que en tu mundo no se pueda confiar en nadie.

—Me parece que la confianza está sobrevalorada. Tengo mucho dinero y, simplemente, he aprendido a protegerme —se encogió de hombros con elegancia para dar por terminado el tema.

Pero Caroline no estaba dispuesta a hacerlo y a dejar que siguiera pensando lo peor de Alberto y de ella.

—No creo que la confianza sea una virtud sobrevalorada. Te he dicho que me das lástima, y es verdad. Me parece que es triste vivir en un mundo donde no se puede creer que la gente sea buena. ¿Cómo se puede ser feliz cuando se piensa que los que te rodean tratan de aprovecharse de ti? ¿Cómo ser feliz cuando no se confía en las personas más próximas?

Giancarlo estuvo a punto de soltar una carcajada. ¿De qué planeta venía? El mundo era feroz, y más aún cuando intervenían el dinero y las finanzas.

—No te pongas beata —murmuró mientras observaba que le subían los colores—. Te estás ruborizando.

—¡Porque estoy enfadada! ¡Te sientes tan superior! ¿Con qué gente te relacionas para sospechar que trata de utilizarte? No sabía nada de ti cuando accedí a venir. No sabía que tenías montones de dinero. Lo único que sabía era que Alberto estaba enfermo y que deseaba hacer las paces contigo.

Estaba ocurriendo algo muy extraño: Giancarlo se distraía. ¿Se debía a los rizos de ella que se le escapaban y le rozaban el rostro? ¿O a que sus ojos con forma de almendra brillaban a causa de la ira? O tal vez fuera a que, al inclinarse hacia delante, sus senos rozaban la mesa y se veía compelido a mirarlos.

Era una extraña sensación experimentar esa ligera pérdida de control de sí mismo, ya que nunca le sucedía con las mujeres. Y era un experto en el sexo opuesto. No era vanidoso, pero sabía que poseía una mezcla de aspecto físico, poder e influencia que a la mayoría de las mujeres le resultaba irresistible. Acababa de romper una relación de seis meses con una modelo que aparecía en las portadas de las revistas porque ella había comenzado a pensar en ir más allá y a interesarse por la sección de anillos de compromiso de las joyerías.

No le interesaba el matrimonio. De sus padres había aprendido dos lecciones vitales: no existía lo de vivir felices para siempre; y era muy fácil que una mujer pasara de ser un ángel a ser un demonio.

Había visto muchas veces a su madre fingir que era la perfecta compañera, desplegar su magia con el hombre de turno, para después, cuando las cosas comenzaban a ir mal, pasar del entusiasmo a la desesperación, de ser difícil de conseguir a volverse dependiente.

Él, desde luego, tenía sangre en las venas y una libido muy sana, pero, en su opinión, el trabajo era mucho más fiable que las mujeres. Prescindía inmediatamente de ellas, aunque le gustaran mucho, antes de que empezaran a pensar que podían cambiarlo.

Nunca se había vuelto loco por ninguna, y en aquel momento le sorprendió que sus pensamientos se apartaran, aunque fuera ligeramente, del asunto que se traía entre manos.

Había ido a ver a Caroline, después de haber investigado para confirmar sus sospechas, para demostrarle que no era idiota y que no se podían reír de él.

—Te debes de aburrir por ahí sola —afirmó cuando debería estar pensando en dar por terminada la conversación y volver a su despacho a trabajar. Sin apartar los ojos de ella, hizo un señal al camarero para que les trajera otros refrescos.

Caroline no entendió aquel cambio en la conversación. Lo miró con recelo.

—¿Por qué te interesa?

—¿Por qué no iba a interesarme? No todos los días entra en mi despacho una desconocida con una granada. Además, y voy a serte totalmente sincero, no me parece que seas una persona capaz de relacionarte con mi padre, tal como lo recuerdo.

—¿Qué recuerdas? —al tener otro refresco frente a ella, la vista de las pastas que quedaban era muy tentadora. Como si le hubiera leído el pensamiento, Giancarlo pidió otras distintas y sonrió cuando dejaron el plato en la mesa al ver, por la expresión de ella, la lucha que se desarrollaba en su interior.

—¿Qué recuerdo de mi padre? Que era autoritario y controlador y que con frecuencia estaba de mal humor. En resumen: una persona no precisamente muy fácil.

—Es decir, como tú.

Él apretó los labios porque nunca se le había ocurrido pensarlo.

—Perdona, no debería haberlo dicho.

—No, no deberías haberlo hecho, pero ya me he acostumbrado a la idea de que hablas sin pensar. Es algo que creía que a Alberto le resultaba inaceptable.

—No me caes nada bien —dijo ella entre dientes—. Y retiro lo dicho: no te pareces a Alberto en absoluto.

—Encantado de oírlo. A ver, explícame —sentía mucha curiosidad por aquel hombre al que su exesposa había demonizado.

Caroline sonrió lentamente y él se sorprendió al ver cómo se modificaba el contorno de su rostro para volverse más cautivadoramente hermoso.

—Pues a veces se pone de mal humor, como ahora, ya que detesta que le digan lo que tiene que comer y a qué hora debe acostarse. También detesta que tenga que ayudarle físicamente, por lo que ha contratado a una enfermera, y no hago más que decirle que debe ser menos dominante y crítico con ella.

—Cuando llegué fue muy educado. Creo que sabía que hacía un favor a mi padre y que pensó que solo debería portarse bien unas semanas. Me parece que no sabía qué hacer conmigo. No estaba acostumbrado a tener compañía, pero eso duró poco. Descubrimos que teníamos muchos intereses compartidos: los libros, las películas antiguas, el jardín, que ha sido decisivo para su recuperación. Todos los días paseamos por él, nos sentamos, charlamos y leemos. Le gusta que le lea, aunque siempre me dice que debo poner más énfasis al hacerlo. Supongo que ahora todo eso se acabará.

Giancarlo, que llevaba mucho tiempo sin pensar en lo que había dejado, recordó el jardín, que tenía un estanque. En él había pasado muchas horas en verano, cuando estaba de vacaciones.

—¿Qué quieres decir con que todo eso se acabará?

Caroline se sorprendió de que alguien tan inteligente no la hubiera entendido, pero se dio cuenta de que no podía explicárselo sin atacar a Alberto.

—Nada —murmuró.

—¿Se te ha comido la lengua el gato? No te andes con remilgos, no es propio de ti.

Ella pensó que no había odiado a nadie como lo odiaba a él.

—Pues que, si Alberto tiene problemas económicos, no va a poder seguir viviendo en esa enorme casa. Tendrá que venderla. Y no me digas que es un truco para sacarte dinero, porque no es así. No sé por qué te cuento esto, ya que no te lo vas a creer —de pronto sintió unas ganas enormes de marcharse, de volver a la casa del lago, aunque no sabía lo que haría al llegar allí. ¿Poner en peligro la frágil salud de Alberto haciéndole ver que debía enfrentarse a sus problemas?

—Ni siquiera sé si tu padre sabe cuál es su situación. Estoy segura de que me hubiera dicho algo.

—¿Por qué? Llevas muy poco tiempo con él. Supongo que la primera persona con la que hablaría sería con el contable.

—Puede que se lo haya contado al padre Rafferty. Iré a verle a la iglesia para ver si sabe algo.

—¿El padre Rafferty?

—Alberto va a misa los domingos desde hace tiempo. Se ha hecho muy amigo del padre Rafferty. Le gusta su sentido del humor irlandés y tomarse con él un whisky de vez en cuando. Debo irme. Todo esto...

—Es muy desagradable y probablemente no es lo que te imaginabas.

—No me importa —respondió ella sin dudarlo.

Giancarlo se estaba dando cuenta de que tal vez se hubiera apresurado en sus suposiciones. O ella era una excelente actriz o decía la verdad.

—Me imagino que la enfermera a la que ha contratado la paga él, no la Seguridad Social.

Caroline no lo había pensado. ¿Cuánto le costaría? ¿No probaba eso que Alberto desconocía su situación financiera?

—Y, naturalmente, también te paga a ti —prosiguió él—. ¿Cuánto?

Mencionó una cifra tan exorbitante que ella lanzó una carcajada y siguió riéndose hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas, como si hubiera hallado una salida a toda la tensión acumulada. Giancarlo la miraba como si estuviera ante una completa idiota.

—Perdona —dijo ella tratando de recuperar la seriedad—. No lo dirás en serio. Divide la cifra por cuatro.

—No seas ridícula, nadie vive con eso.

—Pero no he venido a Italia por el dinero, sino para mejorar mi italiano. Alberto me ha hecho un favor al acogerme, ya que no pago el alquiler ni la comida. ¿Por qué me miras así?

—Entonces, ¿no te importa que apenas te pague?

«La explota», pensó, «y no me sorprende». Una enfermera especializada no ofrecería sus servicios por bondad, pero ¿una joven inexperimentada? ¿Por qué no aprovecharse de ella? Era evidente que el viejo sabía el estado de sus finanzas, por mucho que ella afirmara lo contrario.

—No me importa. El dinero nunca me ha preocupado.

—¿Sabes una cosa? —Giancarlo hizo una seña al camarero para que les llevara la cuenta.

Caroline miró la hora. El tiempo había pasado volando a pesar de lo mucho que le desagradaba la compañía de aquel hombre.

—¿El qué?

—Tu misión ha sido un éxito. Creo que, a fin de cuentas, es hora de volver a casa.