Después de esos escalones, giran los torniquetes y se aplican estrategias sobre dónde colocarse a esperar. Cuesta resistirse a la sospecha de que tu tren acaba de partir, el último chirrido del tren se perdió justo al llegar tú al andén y si hubieras actuado de otro modo todo habría ido mejor. Deberías haber salido antes, arreglarte menos. Reconsideraciones: parar un taxi, coger un autobús, ir a pata. No, está demasiado lejos y el metro está a punto de llegar. Tiene que estar al caer. ¿Por qué otra razón si no ibas a estar ahí esperando?


Este es el legendario viaje subterráneo, gente, y va a ponerse muchísimo peor antes de que empiece a mejorar. Nadie está contento con su suerte, en la otra vía pasan tantos trenes que tienen que espantarlos a palos. Desde su cabina secreta, el locutor unas veces tranquiliza y otras asusta. Las posturas en el andén se relajan o se tensan según el caso. Un cuadrante mide la cantidad de estática. ¿Cómo son los habitáculos de los hombres al micrófono? Un día saldrán a la luz los delitos fiscales del sindicato de locutores del metro y se acabarán los jacuzzis y las langostas, pero hasta entonces siguen descorchando champán. Mira una sola vez más hacia el interior del túnel y tu comportamiento delatará un desorden psiquiátrico. Es infeccioso. Se turnan para atisbar en la oscuridad y el andén es como un reloj: cuanta más gente espera en silencio, más rato hace que ha pasado el último convoy La gente va cayendo desde arriba en las dunas del reloj de arena. Se acumulan como segundos.


Hay una cultura para los andenes y una cultura para las zonas entre paradas. En el andén existen estrategias sobre dónde quedarán sitios disponibles cuando se abran las puertas, dónde preferirás estar cuando te bajes, cómo ser más hábil que las némesis imprevistas. Son tantas variables que todos nos convertimos en doctores en matemáticas avanzadas. Un momento. La mujer esa de las orejas de elefante. ¿Sabe algo que él ignora? La mujer se está acercando al borde, y entonces también él oye el rugido. La manada tiembla, el león se aproxima, los instintos están alerta. Las fauces se abren y la gente entra. Ruidos diversos de atracón.


¿Qué vagón elegirás? Escoge el que quieras. En el vagón de los despreocupados el vataje de sus sonrisas ilumina los túneles. En el vagón de los que no van a ningún sitio en particular viajan reclinados. En el vagón de los que llegan tarde se ha desatado un festival de muecas. En el vagón de los que han tenido una larga jornada no quedan asientos libres. Por tanto debemos preguntar de nuevo: ¿qué vagón elegirás? Los dilemas se intensifican. ¿Alcanzaré el asiento antes que ella? Sus miradas se cruzan y calculan las distancias. Él baja de nuevo la mirada y se rinde, es su sino, se apoya en la puerta del conductor. En la siguiente parada el conductor tiene que abrir la puerta a empellones.


Que salgan, que salgan. De parada en parada los anuncios de pronto se van poniendo interesantes en un sentido extraño. A lo largo del paseo de la fama de los hongos se nos van presentando achaques. ¿Alguien en toda la historia ha anotado alguna vez el número de teléfono de ese dermatólogo de nombre siniestro? Después de tantos años, el hombre todavía confía en que los necesitados recibirán su técnica revolucionaria pero por ahora tiene que conformarse con esos anuncios de endeble cartón. Te reclutan. Anuncios que la semana pasada no significaban nada para ti ahora son tu última esperanza. Mira por encima de las cabezas. Ahí arriba te espera la salvación y tal vez un poema.


Tarda un rato en ver a la anciana y cederle su asiento. La embarazada, el hombre de la pierna herida. Una mala suerte, su buena educación. Córrete. Aléjate del borracho apestoso. Es solo el envoltorio de un caramelo pero nadie lo toca por miedo a lo que pueda contener y por tanto queda un asiento vacío en un vagón de metro atestado. Descubres un asiento libre pero cuando te acercas está manchado de refresco. En la parada siguiente alguien lo ocupa y te sientes culpable por no avisarlo pero en realidad no es asunto tuyo. La cara del hombre trasluce que el refresco ha traspasado la tela: ahora hay dos asientos mojados. Una biblioteca móvil. Biblias y best sellers ocultan las caras de los otros ciudadanos. Periódicos en lenguas extranjeras prestan servicio a las distintas comunidades. Tocas por accidente la parte de abajo de un asiento y te conviertes en partidario de endurecer las leyes antichicles. A medio camino de la entrevista, descubre dos errores tipográficos en su currículo. El hombre de su derecha dormita pese al traqueteo y apoya la cabeza en el hombro de ella, como si intuyera que es un ángel. Demasiado educada, se limita a darle inútiles toquecitos con el codo. La verdad, tiene gracia. La mujer del otro lado del pasillo sonríe al verla en semejante aprieto. En la siguiente estación, el hombre se despierta misteriosamente y sale disparado.


No sujeten las puertas, no se apoyen en las puertas, las puertas no son sus amigas. Si quiere amigos, no venga al metro, funde un club para gente con intereses similares. Va perfectamente ataviado salvo por los calcetines, que lo señalan y sentencian cuando cruza las piernas. El hombre sin hogar confía en que en el siguiente vagón sean más generosos. El músico de la trompeta rota molesta. La gente se estudia las rozaduras de los zapatos cuando pasa con la taza. Metes la mano en el bolsillo en busca de algo de cambio pero has olvidado que lo habías gastado para telefonear y te incomoda tener al tipo ese alargando la mano. Se dobla el abrigo sobre el regazo para ocultar una inexplicable erección repentina.


Fuera del túnel y, de pronto, una vía elevada. La ciudad de la segunda planta. Atisbar en pisos, curiosear vidas ajenas y lo que la gente cuelga en las paredes. Nunca hay nadie en los pisos. Al final el ojo capta los retablos de vida vecinal sobre todo como estados de ánimo, en su mayoría tristes y deprimentes. El hombre ve el vagón contiguo por las ventanillas y se pregunta si sus pasajeros serán felices. Los vagones arrancan de la misma estación y luego divergen. Dos líneas diferentes con estaciones terminales separadas, familiares pese al complejo parentesco. Y arrancan los dos. Su vagón toma la delantera, saca una ventana al siguiente, y luego la competencia se adelanta entre puntales. Su vagón alcanza al otro. Cruzan la mirada. Permanecen imperturbables. Este lugar los ha ejercitado para disimular la debilidad. Y entonces el otro vagón inicia su inmersión submarina, las vías se adentran más en las profundidades de la tierra siguiendo su ruta secreta, hacia el oeste o el norte, sin tiempo para despedidas. Dejémoslo en empate. Siempre queda una próxima vez.


Un porcentaje a punto de bajarse se levanta demasiado pronto. A punto, pero se han adelantado a los acontecimientos y fuera sigue completamente a oscuras. Una situación algo embarazosa. Ya han ocupado sus asientos. Él se pregunta si debería hacer transbordo mientras el metro para en la estación existencial. A correr. Todos se precipitan hacia la línea local, algunos se desvían hacia el expreso, en casos excepcionales los pasajeros que transbordan acaban ocupándose mutuamente los asientos de los nuevos vagones. Con estos trenes modernos, con estas vías modernas, ocurre menos pero a veces se va la luz y, entonces, ¿qué haces con todos los monstruos que te acompañan? Me acuerdo de cuando el metro costaba diez centavos. Si de pronto este vagón acabara en una isla desierta y quedaran atrapados, quizá consiguiera ligarse a ese tío. ¿Por qué te pegas a mí? ¿Está tratando de consultar el plano que hay detrás de ella o entrevistando a su cabellera: te toca hablar? Aquí está, la excursión de colegiales vestidos con camisetas idénticas para pasar el día en el campo. Adultos vivaces los conducen y dirigen a gritos. Todos van apelotonados. Elige un compañero. Otra vez has elegido el vagón de los colegiales de excursión. Estás atrapado con los enanos lloricas. Como son demasiado jóvenes para el sexo, se golpean en los brazos unos a otros.


Estamos detenidos en el túnel por culpa de una intervención policial en la estación a la que nos dirigimos. Estamos detenidos en el túnel por culpa de un pasajero enfermo en el convoy de delante. Otra vez él, el coñazo legañoso. Para estar tan enfermo, no para. Tal vez esté más evolucionado y por eso es alérgico a la mugre y la velocidad. Haz una colecta para costearle una limusina privada al pasajero enfermo. Tratan de informar por los altavoces. Aquí abajo, cualquier percance irradia fuera del tren, generando excusas con argumentos de cuento. Lo que ocurre aquí abajo fertiliza el mundo de arriba. Hay pasillos estrechos para que los empleados subterráneos caminen sin que los aplasten. Tienen chalecos reflectantes y los que pasan de largo a toda velocidad les despiertan una enorme nostalgia. Cobran por ser topos. Por saber lo que es trabajar aquí abajo. La mujer descubre que tiene las uñas sucias mientras desaparece a toda velocidad.


Correa es un término anticuado, ya no define a las agarraderas. Ahora todo es de metal, hay comas giratorias, barras en disposiciones perpendiculares. Aunque todavía cuelgan, todavía caen, penden entre manos que se aferran. Unos pies tocan a otros. La barra está caliente, qué asco, ojalá no existiera la humedad de las manos anteriores. Los microbios se relamen. La mano de él resbala despacio por la barra hasta tocar los dedos de ella, que se baten en retirada. Él los persigue, chocan de nuevo, ella retrocede aún más. Las manos de los dos descienden sin que se miren. Una de tantas contiendas que se suceden aquí a diario. Cuidado con los frotamientos. Ajusta el equilibrio a cada bandazo. Si no sabes la hora, echa un vistazo a su reloj cuando pase a agarrarse con la otra mano. Aunque llegaran a su parada ahora mismo, sería demasiado tarde.


Se le acelera el corazón antes de que la mente procese el miedo: llevan demasiado tiempo entre estaciones. Hace bastante rato que no paran en una estación y resulta de lo más desconcertante. De pronto, te das cuenta de que has cogido el expreso. Dejas atrás las estaciones familiares, nunca habías ido tan lejos. Barrios de los que has oído hablar pero que no conocías. Cruzas bajo el río y, Dios mío, qué horror, otro distrito completamente diferente. Por lo que tú sabes, arriba podrían estar en pleno Apocalipsis y quién no iba a temerse un desastre, atrapado en el túnel de ese modo. Esta pendiente, ¿no se pasa un poco de pronunciada? Abajo. Han instalado raíles hacia el centro de la Tierra y allí nos dirigimos. Se cuentan historias sobre líneas fantasma, estaciones encantadas. Todos hemos pasado de largo por estaciones fantasma de salidas tapiadas pero con graffitis de letras serpenteantes. Abandona toda esperanza. Si el metro se detiene en una estación fantasma no hay escapatoria, vagaremos en el purgatorio. Eso lo explica todo: no lo sabía, pero hoy ha muerto y por eso el metro lo conduce al mundo subterráneo. Entonces, de repente, el vagón se para y tienes que volver a pagar para hacer transbordo.


Se balancean al unísono, al menos están de acuerdo en ese pequeño detalle. Si compruebas sus carteras, los nombres no cuadrarán. Si repasas sus oraciones, los nombres de sus dioses no coincidirán. Lo que quieren y aprecian, sus ideales y listas de la compra, son tan diferentes y numerosos como sus destinaciones. Pero no todo está perdido. Mira alrededor, están bailando una pequeña danza en el vagón del metro y, sin haberla ensayado, todos se balancean al unísono. Se zarandean y tambalean siguiendo las órdenes del vagón. Algunos incluso tararean. Todo el mundo colabora en grupo hasta la siguiente estación, donde algunos bajarán y otros subirán. Esta es tu parada. Baja. Baja y acelera, no vayas a quedarte atrapado en el submundo.