Yo estoy aquí porque nací aquí y en consecuencia no sirvo para ningún otro sitio, pero tú no sé. Quizá también seas de aquí y antes o después descubriremos que vivíamos a una manzana de distancia y ni siquiera lo sabíamos. O quizá te mudaste hace un par de años por cuestiones de trabajo. Quizá estudiabas aquí. Quizá viste el panfleto. La ciudad ha dedicado una cantidad considerable de tiempo y de dinero en prepararlo, con todo el conjunto de películas, programas televisivos y canciones… la idea esa de que «Aquí puedes conseguirlo». La ciudad también ha dedicado muchos esfuerzos para que tu población natal parezca de lo más sosa y pequeña, solo por si acaso alguna vez te preguntaras por qué a veces resulta una lata regresar a ella.

No importa cuánto tiempo lleves aquí, eres neoyorquino desde la primera vez que dices Aquello era el Munsey’s o Allí estaba el Tic Toe Lounge. Que antes de que plantificaran ese café internet, solías arreglarte la suela de los zapatos en el negocio familiar que ocupaba ese mismo lugar. Eres neoyorquino cuando lo que estaba antes es más real y está más vivo que lo que hay ahora.

Empiezas a construirte tu Nueva York privada la primera vez que ves la ciudad. Quizá salías del aeropuerto en un taxi la primera vez que su perfil se elevó en el horizonte. Todas tus posesiones materiales iban en el maletero y en la mano sostenías una dirección anotada en un trozo de papel. Mire: aquello es el Empire State Building y allí están las Torres Gemelas. Quizá tus padres te arrastraron aquí de vacaciones siendo niño y te remolcaron arriba y abajo por las gigantescas avenidas para comprar los regalos de Navidad. Los únicos rascacielos visibles desde tu sillita eran las piernas de los adultos, pero acabaste por conocer bastante bien el suelo y empezaste a preguntarte por qué ciertas aceras brillaban en determinados ángulos y otras no. Quizá viniste a visitar a un viejo amigo que se había mudado el verano anterior y se creó cierta confusión acerca del punto de encuentro donde habíais quedado. Saliste a la calle en Penn Station, en pleno ajetreo de la bulliciosa Octava Avenida, y casi te desmayas. Congela la imagen: ese instante es la primera piedra de tu ciudad.

Yo empecé a construirme mi Nueva York en el tren de la línea 1. Mi primer recuerdo de la ciudad es mirar por la ventanilla del metro al tiempo que este emergía del túnel camino de la calle Ciento veinticinco y se detenía en las vías elevadas. Era a principios de la década de los setenta, de modo que todo estaba sucio. Lo cual significa que todo sigue sucio, porque esa es mi ciudad y a ella me aferró. Y todavía hablo del edificio de la Pan Am, no por afectación, sino porque eso es lo que es. Para la recién llegada de Des Moines, que inicia su primera semana de trabajo en una aseguradora de Park Avenue Sur, el titán que asoma por encima de Grand Central es el edificio Met Life y siempre lo será. Por supuesto, se equivoca: cuando yo lo miro veo claramente las letras gigantescas que anuncian la Pan Am, ¿verdad? Y, por supuesto, a los ojos de los veteranos que mantienen el mito de que existió un tiempo anterior a la Pan Am, me equivoco.

Los libros de historia y los documentales televisivos están siempre tratando de proporcionarte todo tipo de «datos» acerca de Nueva York. Que Canal Street había sido un canal. Que el parque Bryant era un embalse. Paparruchas. Yo he estado en Canal Street y la única vez que vi correr un río por allí fue durante el último reventón. No escuches nunca lo que la gente te cuente de Nueva York, porque si no lo presencias, no forma parte de tu Nueva York y lo mismo daría que fuera Jersey. Salvo por el detalle ese de que los holandeses compraron Manhattan por veinticuatro pavos: hay y siempre habrá fanfarrones que llegan en el momento justo.

Existen ocho millones de ciudades descarnadas en esta ciudad descarnada: polemizan y discuten entre sí. La ciudad de Nueva York en que tú vives no es mi ciudad de Nueva York; ¿cómo podría serlo? Este lugar se multiplica cuando no miras. Nos trasladamos de un lado para otro. A lo largo de una vida tantos traslados suman muchos barrios, que conforman el variopinto material de construcción de tu metrópoli de edificación chapucera. Tus quioscos, restaurantes, cines, paradas de metro y barberías favoritos son reemplazados por tus favoritos del siguiente vecindario. Al final suman bastantes. Sin darte cuenta, tienes tu propio perfil de la ciudad.

Regresas a tus viejos lugares preferidos de los barrios anteriores y qué te encuentras: que permanecen y han desaparecido. El restaurante barato, el colmado, la tintorería frente a los que pasabas la primera vez que llegaste mientras tratabas de hacer tuyas esas calles nuevas, ya no están. Pero mira por las ventanas de la agencia de viajes que ha reemplazado a tu pizzería. Detrás de las mesas, los ordenadores y los carteles que promocionan aventuras tropicales, todavía ves las porciones de napolitana enfriándose, el cortador de pizzas junto a medio pastel, el mapa de Sicilia en la pared. Todo sigue allí, te lo aseguro. El hombre que acaba de pagar un viaje a Jamaica no ve nada de eso, ve su escapada romántica, las vacaciones de la familia, lo que ese pequeño comercio de esa callejuela le ha prometido. La pizzería desaparecida sigue allí porque tú sigues allí también, y cuando el salón de belleza sustituya a la agencia de viajes, el caballero seguirá teniendo sus vacaciones. Y la señora su manicura.

Tragas con fuerza al descubrir que la vieja cafetería ahora es una franquicia farmacéutica, que en el lugar donde besaste por primera vez a Fulanita de Tal ahora venden electrodomésticos de saldo, que donde compraste la chaqueta que llevas puesta ahora hay un montón de escombros tras una verja de contrachapado azul y un futuro edificio de oficinas. Tu ciudad ha sufrido daños. Dices: Ha pasado de la noche a la mañana. Pero, claro, no es así. Tu pizzería, el limpiabotas de él, la sombrerería de ella: cuando estaban, los descuidamos. Por lo que a ti respecta, el lugar cerró al poco de la última vez que saliste por su puerta. (¿Hace diez meses? ¿Seis años? ¿Quince? No te acuerdas, ¿verdad?) Y se han abierto cinco negocios en ese mismo lugar antes de la agencia de viajes. Se han sucedido cinco vecindarios desde entonces, las otras ciudades de las otras personas. O quince, veinticinco o cien vecindarios. Miles de personas pasan frente al local a diario, cada una de ellas recorriendo las calles de su propia Nueva York, sin que ninguna de ellas vea lo mismo.

Nunca podemos despedirnos como es debido. Era tu último viaje en un taxi a cuadros y no lo sabías. Era la última vez que ibas a comer gambas Lago Tung Ting en aquel restaurante chino de aspecto sospechoso y no tenías ni idea. De haberlo sabido, quizá habrías pasado tras el mostrador a estrecharle la mano a todo el mundo, habrías sacado la cámara y les habrías indicado cómo posar. Pero no tenías ni idea. Hay momentos decisivos que no se anuncian, un número concreto de ocasiones en las que abriremos la puerta principal de un piso. Llegado cierto punto estabas más cerca de la última que de la primera vez, y ni siquiera lo sabías. No sabías que cada vez que cruzabas el umbral te estabas despidiendo.

Nunca he tenido la ocasión de despedirme de ninguno de mis antiguos edificios. En algunos viví, otros formaban parte de la línea del horizonte que suponía eterna. Y nunca tuvieron ocasión de despedirse de mí. Creo que les habría gustado: me niego a creer que se mostraran indiferentes. ¿Dices que conoces bastante bien estas calles? La ciudad te conoce mejor que ningún ser humano porque te ha visto cuando estás a solas. Te vio armándote de valor para la entrevista de trabajo, paseando de vuelta a casa tras la cita de esa noche, tropezando con obstáculos inexistentes en la acera. Te vio estremecerte cuando te acertó la gélida gota que cayó desde el aire acondicionado del piso doce. Vio tu expresión de perplejidad al salir de la primera sesión, incrédulo ante el hecho de que todavía luciera la luz del sol tras una película tan larga. Te vio trotar por la calle después de conseguir las llaves de tu primer piso. La ciudad ha visto todo eso. Y además, se acuerda.

Piensa en lo que dirían todos los pisos en los que has vivido si se reunieran para intercambiar anécdotas. Podrían recomponer los principios y los finales de tus relaciones, quejarse de tus gustos en ropa y música, cotillear sobre en qué te conviertes pasada la medianoche. El 7J dice: De modo que eso es lo que pasó con Lucy Siempre supe que no funcionaría. Te apuntaste a yoga, dejaste el yoga, probaste remedios diversos. Probaste distintas personalidades y te libraste de todas ellas, y por eso tus viejas estancias se vuelven nostálgicas: ¿por qué tienen que cambiar las cosas? El 3R comenta: ¿Saxofón, dices? Yo le conocía cuando tocaba la guitarra. Aprecia tus viejos pisos y detente un instante cuando pases frente a ellos. Ríndeles tributo, porque son los conserjes de tus reinvenciones.

Nuestras calles son almanaques que contienen quiénes fuimos y quiénes seremos a continuación. Nos vemos en esta ciudad todos los días mientras paseamos por la acera y descubrimos nuestro reflejo en los escaparates de las tiendas, nos buscamos en esta ciudad cada vez que rememoramos lo que había hace quince, diez o cuarenta años, porque todos los lugares de nuestro pasado son la prueba de que estábamos aquí. Un día la ciudad que construimos habrá desaparecido y, cuando eso ocurra, nosotros desapareceremos con ella. Cuando caen los edificios, nosotros caemos con ellos.

Quizá nos convertimos en neoyorquinos el día que comprendemos que la ciudad seguirá adelante sin nosotros. Para postergar lo inevitable, tratamos de fijar la ciudad, de recordarla tal como era, haciéndole a la ciudad lo que nunca permitiríamos que hicieran con nosotros. El chaval en el vagón de la línea 1 en dirección norte, el recién llegado que se baja en Grand Central, el memo parado en el cruce que no distingue el este del oeste: esas personas ya no existen, murieron hace un par de pisos, y no las recordaríamos de ningún otro modo. Nueva York no nos guarda rencor por nuestras personalidades pasadas. Quizá podríamos mostrarle una cortesía semejante.

Nuestros viejos edificios siguen en pie porque los vimos, entramos y salimos de sus sombras alargadas, porque tuvimos la suerte de conocerlos durante un tiempo. Forman parte de la ciudad que arrastramos con nosotros. Cuesta imaginar que algo ocupará su lugar, pero en este mismo instante gente con las credenciales necesarias está pensando en cómo rellenar los cráteres. Aparecerán las hormigoneras y girarán sus vientres, atronarán los martillos neumáticos y pasado un tiempo saldrán a la venta las postales con la nueva línea del horizonte. Como es natural, miraremos con recelo a los nuevos chicos de la manzana, pero seamos pacientes y no los juzguemos demasiado pronto. También nosotros fuimos los nuevos una vez.

Lo que sigue a continuación es mi ciudad. Convirtiendo este libro en una guía, con prácticos mapas codificados en colores y letras minúsculas, deberías seguirlo sin problemas y así no te llevarás sorpresas. Abarca tus vecindarios. O no. Coincidimos en parte. O no. Quizá hayas recorrido estas avenidas, quizá para ti todo esto es Jersey. No sé muy bien qué decir. Salvo que probablemente somos vecinos. Que nos cruzamos todos los días y no lo habíamos sabido hasta ahora.