INTERLUDIO
SEVARCOS
Tres esclavos se apiñan en las sombras de torretas imperiales, escondidos tras una roca dentada mientras la batalla está en pleno apogeo: Hatchet, el weequay, cuyo rostro arrugado está marcado por una cicatriz vertical que baja entre sus ojos, recorre el largo de su nariz, pasa por encima de los labios e incluso la barbilla; el quarren Palabar, cuyo rostro con tentáculos está agrietado, raspado y despellejándose (pues el aire aquí está tan seco y lleno de partículas que de forma lenta te desgastará con la seguridad con la que el agua erosiona la roca); y Greybok, el wookiee de un sólo brazo, una bestia que los sobrepasa a ambos y los protege incluso cuando un A-Wing se estampa contra la ladera de roca roja encima de ellos, haciendo caer residuos sobre ellos.
—Tenemos que correr —sisea Hatchet—. Los imperiales están ganando esta batalla. Y cuando lo hagan, las minas serán suyas otra vez. ¡Otra vez seremos de ellos!
El quarren asiente con la cabeza. Palabar ha sido traumatizado tanto a lo largo de los años que va a donde el viento lo lleve, acobardado y asintiendo con la cabeza y gimiendo en la oscuridad.
Pero Greybok ruge, emitiendo un sonido gutural de desacuerdo. Agita el único puño con furia, mostrando los dientes mientras gruñe.
Las torretas imperiales escupen fuego por el llano abierto que conduce hasta la boca de la mina de especias. Otros esclavos salen, todos juntos. Algunos están heridos. La mayoría tan sólo trata de sobrevivir como puede.
Greybok gruñe otra vez, levantando la cabeza y agitando el sucio y enmarañado pelaje.
Hatchet agita la cabeza.
—¡Estás loco! No podemos ayudar a los rebeldes a ganar. ¡Esta no es nuestra guerra, tapete andante! Nuestra única esperanza es no morir.
Pero en un raro arranque de disentimiento, Palabar dice:
—¿Qué… qué si el wookiee tiene razón? ¿Qué si esta es nuestra única oportunidad? Si corremos, nos van a encontrar…
Greybok ruge en señal de que está de acuerdo. Vuelve a agitar el brazo. El esclavista sevarcos le cortó el otro hace muchos años cuando intentó escapar. Sus amos no eran imperiales, pero esta mina ha estado por mucho tiempo en las garras del Imperio. Oficiales venían a inspeccionar los procedimientos, para llevarse un diezmo, una capitación de créditos y especias. El Imperio no les tiene asco a los esclavos, más bien se construyó sobre sus lomos. Los créditos en las arcas imperiales son ganadas por aquellos retenidos en contra de su voluntad. ¡Especies completas! Greybok sabe todo de aquello; él no es un trabajador común, aunque su propósito aquí es blandir un martillo neumático y pulverizar roca. Alguna vez él fue un diplomático tribal. Él conoce la forma áspera de las cosas. No es ningún tonto.
Y aunque tampoco es ningún guerrero, el día de hoy tiene un motivo para intentar serlo.
—No vayan para allá —vocifera Hatchet—. No seas tonto, wookiee.
Pero al wookiee no le importa.
Greybok sólo quiere ser libre.
Él se para. Gruñe el grito de batalla de su gente. Luego corre hacia la pelea, evadiendo disparos láser. Un imperial con armadura de combate mecanizada se dirige hacia él, apuntándole un pesado cañón de mano. Pero Greybok tiene velocidad y sorpresa; se pone bajo su atacante, y arroja al pesado soldado a la grieta…
Greybok nunca deja de moverse.
Él tiene un plan.
Ahí delante hay un corral. Una cerca alta con portón electrificado. Dentro hay tres esclavos más, esos son fácilmente diez veces el tamaño de Greybok. Unos rancors. Criaturas vueltas feroces por los esclavistas. Forzadas a marchar en los cañones exteriores para evitar que los esclavos intentaran escapar, todo mundo sabía que si lograbas llegar a esos cañones, los rancor te cazarían y te comerían.
Pero cuando los imperiales vienen, los rancors son atraídos de regreso y guardados en su corral de cerca alta; no le agradan a nadie, esclavo o imperial. Los rancors están adiestrados para sólo querer a los esclavistas que los entrenaron.
Esos rancors están aquí, ahora. Del lado de los imperiales. Rechinan los dientes y gritan. Uno de ellos es más pequeño que el resto: brillantes ojos amarillos y rostro gris verdoso. Los demás son de color rojo óxido, como las montañas en esta parte de Sevarcos: también, más grandes.
Greybok se echa a correr hacia el corral, recogiendo una piedra pesada en su camino. Los rancors voltean hacia él, chillando. Greybok les contesta con otro gruñido, y comienza a golpear la roca contra la cerradura maciza del portón electrificado.
Tras. Tras. Tras. Los rancors se dejan de gritos para observar fascinados qué está haciendo. Algunos imperiales comienzan a gritar. Disparos láser acribillan el suelo cerca de los pies de Greybok, y chisporrotean contra la cerca.
Él sigue. Tras. Tras. Tras. Hasta que…
El cerrojo se parte en dos y cae.
Las serpientes chispeantes de electricidad que alguna vez reptaron por toda la cerca del corral titilan una última vez y se acabó. Ya no hay corriente.
Y la verja comienza a columpiarse, a abrirse.
El rancor más pequeño ruge y abre de un golpe la verja. La verja golpea a Greybok, y lo lanza al suelo. Su cabeza se golpea contra una roca y todo se vuelve borroso.
Arriba de él aparecen figuras turbias mientras los tres rancors escapan. Hay gritos. Algo explota. Hombres gritan en pánico. Entonces, de repente, alguien aparece encima de Greybok: un esclavista. Un zygerriano. Con la boca torcida de furia salvaje, dice furioso:
—¿Qué has hecho, esclavo?
Greybok trata de levantarse, pero el zygerriano le apunta con una de sus terribles armas: un bláster llamado needler. El esclavista gira un disco en el costado y jala el gatillo. Cuerdas de luz roja titilan en la punta del arma y señalan al wookiee manco.
Todo es luz, dolor y fuego.
Ni siquiera puede rugir. Sólo puede ahogarse y gorjear.
La negrura se corre por los bordes. El zygerriano tiene la intención de matarlo. Ese es uno de los poderes del needler: puede causar un poco de dolor o mucho. Suficiente, después de un periodo corto, para detener tu corazón y matarte.
Pero entonces se detiene, el fuego retrocede, el dolor se desvanece…, (aunque el recuerdo perdurará por mucho tiempo). El zygerriano cae.
Ahí está Hatchet, sosteniendo su propia roca aporreante.
Greybok ruge un gracias.
Y luego la oscuridad se apodera de él. Aunque sólo por un momento. O eso es lo que él cree: abre sus ojos y es como si no hubiera pasado nada de tiempo.
Pero sí ha pasado.
Hatchet está ahí sentado, hurgándose los dientes con una rama rota. Todo alrededor son despojos de la guerra: las torretas en llamas, rebeldes agrupando esclavistas, contenedores de especias lanzados al crepitante fuego. Uno de los rancors yace muerto: uno de los grandes. El gris verdoso, pues los otros monstruos rojo óxido no están por ningún lado. No se escucha ningún sonido de ellos.
Greybok ruge una pregunta.
El weequay responde:
—Lo que pasó es que…, ganamos. O los rebeldes ganaron. Bueno, todos ganaron, pero no el Imperio o los esclavistas.
En la cercanía, Palabar sostiene la rodillas cerca de su pecho, con sus largos brazos. Sus tentáculos buscan por el aire de manera ansiosa. Él pregunta:
—¿Qué sucede ahora?
Greybok repite la pregunta en una queja baja, zumbante. Cuando una soldado rebelde pasa delante, Hatchet la llama.
—Oye. Cariño. ¿Qué sucede ahora? Con nosotros, me refiero. Los esclavos.
Ella sonríe un poco. Pero Greybok observa que también parece perdida. Todo lo que puede hacer es encogerse de hombros.
—No sé. Nadie sabe. Sin embargo, son libres.
La mujer continúa su marcha. De una patada, aparta el casco de un soldado de asalto y luego se larga. A la distancia, el ruido de otra batalla. Greybok se pregunta si todo Sevarcos caerá. O si será reclamado por el Imperio. El futuro de repente no está fijo, sino evolucionando, girando, saltando por doquier, como un loormor arbóreo en pánico.
Hatchet se ríe, con un sonido sin alegría.
—Nadie sabe. ¿Escucharon eso, amigos? Nadie sabe qué sucederá después. —Suspira y se para—. Sea lo que sea, imagino que nos tocará a nosotoros hacerlo. Caminemos. Ahora somos libres. Bien podríamos actuar como tales; ver lo que la galaxia le ofrece a un trío de buenos para nada, exesclavos sin clase social, ¿sí?