INTERLUDIO


TATOOINE

Los jawas apestan.

Es algo que Adwin Charu no esperaba. La mayor parte de ese planeta tiene ese aroma a arena caliente, como el horno de barro de su madre antes de meter la masa. Como si todo se estuviera horneando. Pero en cuanto da un paso dentro del reptador de las arenas, el olor lo golpea como un puño. Un olor a almizcle. Y de repente, se ve obligado a preguntarse si cada jawa sólo es una fraternidad de ratas mojadas reuniéndose bajo una túnica café y un velo negro en la cara.

Ellos le sisean y parlotean. Y les vuelve a decir, como les ha estado diciendo por la última media hora:

—No quiero nada de esto. Todo esto… —Él barre con sus manos en un gesto amplio, señalando los montones de chatarra poco iluminados a su alrededor—. No tiene valor para mí ni para mi compañía. Necesito ver la mercancía de verdad. —Pronuncia las palabras como si estuviera hablando con alguien con problemas de audición. Como si estuviera surtiendo algún efecto en absoluto. Pero estos tercos pequeños monstruos hediondos no parecen oirlo, o entenderlo, o tal vez a ellos simplemente no les importa. Pero él conoce las historias: le venden el desperdicio a los palurdos, aunque todo reptador también tiene una colección de verdad. Mercancía valiosa para los conocedores.

Adwin tiene un trabajo aquí. Y no es tomar unos cuantos desechos que no funcionan para llevárselos a su jefe.

Los jawas chasquean y cuchichean.

—Necesito droides, armas, herramientas de minería. Sé que estos reptadores son viejos vehículos mineros. Ustedes los robaron. Lo menos que pueden hacer es…

Detrás de él, alguien se aclara la garganta.

Adwin mira hacia atrás, ve a un hombre de pie. Un tipo anguloso. Piel curtida. Ojos enjutados. Sonrisa divertida.

—Aló —dice el hombre.

—Ajá —responde Adwin—. Bien. Si me disculpa… —E irritado, agrega—: Espero terminar pronto aquí, siempre y cuando estas cosas obedezcan.

—Usted no es de por aquí, ¿verdad? —dice el hombre, todavía sonriendo como si supiera algo. Entra dejando atrás la deslumbrante luz del sol del desierto, se sacude un poco el polvo de su chaqueta larga—. No es de aquí.

—No. ¿Cómo lo supo?

El hombre se ríe entre dientes: una risa rasposa, enferma.

—Está muy limpio, para empezar. Cuando pasas un poco de tiempo aquí, traes polvo hasta en el fondo de las uñas y en los pelos de la nariz. Arena en las botas. Y una cosa que debes saber es cómo manejar a los jawas. Estos pequeños chatarreros, ellos trabajan por relaciones. Compras algo ahora, algo pequeño; luego regresas y compras algo más grande. Y con el tiempo, después de unas doce visitas, comienzas a ver lo que realmente tienen en oferta. La mercancía real.

Adwin frunce el ceño. No tiene la paciencia para esto.

—No tengo el lujo del tiempo. Mi jefe no lo permitirá. —Él suspira. Pues su esfuerzo ha sido inútil—. Supongo que tendré que correr el riesgo de ir a…, ¿cuál es ese pueblo? ¿El que está atrás de nosotros?

—Mos Pelgo —dice el hombre.

—Sí. Bueno. Ahí o a Espa, supongo. —Adwin suspira. Comienza a abrirse camino para salir. El hombre extiende la palma de la mano; no toca a Adwin, pero sí le impide salir.

—Oiga, espere un momento, amigo. Resulta que yo tengo las relaciones que usted necesita, con estos pequeños amigos. Estaría encantado de recomendarlo.

Adwin entrecierra los ojos.

—¿De verdad?

—Seguro.

—¿Y por qué haría eso? —Entrecierra más los ojos, la sospecha le tuerce el rostro en una mueca incierta—. ¿Cuál es el precio?

El hombre vuelve a reírse.

—Ningún precio, ningún precio. Tan sólo es hospitalidad.

Este planeta: pueblerinos atrasados, granjeros de agua. Está bien. A Adwin le viene bien. Se siente cómodo explotando la ingenuidad de otros.

—Sí. Sí. Eso sería excelente. Gracias… ¿Su nombre?

—Cobb Vanth.

—Señor Vanth…

—Cobb, por favor.

—Ah. Cobb. ¿Entonces, vamos?

El hombre avanza, rascando su incipiente barba. Comienza a hablar con los jawas. Ellos le parlotean en su idioma rata y él dice:

—Ajá, no, lo sé, pero traigo créditos y él también. —Cobb voltea hacia Adwin y le guiña el ojo. Los jawas cuchichean y parlotean—. Está bien.

—Vamos —dice Cobb.

Siguen a un par de esos pequeños bichos raros y encapuchados a otra puerta en la parte trasera, junto a un droide gonk que está de cabeza. La puerta se abre con un siseo, luego se cierra detrás de ellos. Las luces se encienden. Son más brillantes aquí que en el otro cuarto. Y como era de esperarse: ahí está la mercancía. Un droide de protocolo. Un par de astromecánicos. Un estante de armas: de uso imperial, al parecer. Contra la pared del fondo, una serie de paneles de lo que parece ser una barcaza velera hutt, además de algunos otros artefactos huttés: unos chamuscados, otros torcidos. Todos ellos, restos.

—Perfecto, perfecto, perfecto —dice Adwin, aplaudiendo. De inmediato, se dirige al estante y comienza a buscar entre arcones, cajas o contenedores de alambre. Cobb también husmea, y Adwin pierde su rastro hasta que Cobb dice:

—Usted es de esa nueva compañía minera.

Adwin voltea.

—¿Eh? Oh. Sí.

—La Compañía Red Key, ¿no es así?

—Esa es. ¿Cómo supo?

—Tengo mi manera para deducir las cosas. Sé que las cosas están cambiando. No sólo en la galaxia, sino aquí en casa también. Los hutt todavía no han resuelto quién será el sucesor del trono de Jabba: si es que se puede llamar a esa losa plana suya, un trono. Parece que este es un nuevo día para Tatooine.

—Sí, sin duda eso es lo que esperamos —responde Adwin distraídamente, ignorando casi por completo la charla sin importancia del hombre. Está contento de que Cobb lo haya traído hasta aquí, pero ahora quisiera que el hombre tan sólo lo dejara solo.

Adwin avista una caja grande y larga en el suelo. Quita de un jalón la tela andrajosa que la cubre y…

Oh, no.

Sacó un casco de la caja. Picado y agujereado, como por algún tipo de ácido. Pero aun así, lo golpetea con los nudillos. Los mandalorianos sabían cómo hacer armaduras, ¿no es así?

—Mira esto —dice él, sosteniéndolo arriba—. Armadura de combate mandaloriana. La caja completa. Por lo que parece, el juego entero. Ha ido y venido del infierno. Creo que mi jefe apreciará esto.

—De hecho, creo que podría llevarme eso a casa conmigo —dice Cobb.

—No lo creo —dice Adwin dándose la vuelta, con el casco acurrucado bajo su brazo. El bláster en su cadera de repente se sintió pesado, oscilante. Ansioso de ser desfundado. Esa era una sensación extraña. Adwin siente como si realmente estuviera entrando en el espíritu del planeta. Nunca antes ha tenido que dispararle a un hombre.

Tal vez ese día es hoy. Extrañamente, es una sensación estimulante.

Cobb sonríe y cruza los brazos.

—¿Qué estás pensando, hombre de compañía? Verás, yo en verdad podría usar la armadura. Me imagino que al ser el recién nombrado hombre de la ley…

—Autoproclamado, creo yo —dice Adwin.

Pero Cobb no muerde el anzuelo.

—Siendo un hombre de la ley, podría usar alguna especie de protección en contra de esos tipos corruptos que piensan aprovechar su oportunidad aquí en mi planeta. La armadura es mía.

Adwin sonríe con suficiencia. Con el pulgar tira hacia atrás de su túnica, revelando el bláster.

—Cobb…

—Alguacil Vanth. Para usted.

—Oh. —Adwin se ríe—. Alguacil, odiaría tener que desenfundar este bláster…

La mano de Cobb Vanth está arriba en un destello; se escucha el chillido de su propio bláster, que perfora un agujero ya cauterizado, cruzando por completo el hombro derecho de Adwin. Su brazo cae flácido, sin vida. Y el casco se cae de su otra mano, retumbando. Adwin se va hacia atrás, contra el estante, aterrorizado.

—Tú, tú eres un monstruo…

Cobb se encoge de hombros.

—Oh, vamos. No soy un monstruo. No más que tu jefe, ese weequay mastica-estiércol: Lorgan Movellan. Conozco su estafa. Conozco todas las estafas. Está asustado de que la República está de regreso, y quiere poner su bota firme sobre toda la escoria y los comecaca; los sindicatos tratan de encontrar nuevas formas de aparentar ser legales. Y con los hutt peleando entre ellos por el control, un manojo de estas supuestas compañías mineras se están abalanzando al timón con brutos como tu jefe. Una nueva era de barones mineros. No sucederá. Yo estoy aquí ahora. Yo y otros como yo. Trayendo la ley a este lugar sin ley. Y eso empieza conmigo disparándote a ti y quitándote esa armadura de las manos.

Adwin gimotea.

—Por favor, no me mates.

—Oh, no lo haré. Te voy a dejar vivo para que puedas ir a decirle a tu jefe que es mejor que empaque y se trepe a las vías del hiperespacio, fuera de este sector, a menos que quiera que yo vaya por él en mi nueva, bueno, nueva para mí, armadura.

—Lo haré —dice Adwin, hundiéndose en el piso. Y ve a Cobb recoger la caja de la armadura antes de dirigirse a la puerta.

Camino hacia afuera, Cobb dice:

—La siguiente vez que quieras fingir ser un pistolero, es mejor disparar primero, y hablar después. Ciao.