Capítulo 35
Se movió y un dolor lacerante le atravesó el costado impidiéndole respirar. Se tocó el pecho, intentando coger un poco de aire, y entonces notó las vendas que le cubrían el torso. Abrió los ojos y lo recordó todo: unos individuos lo habían atracado antes de llegar a su hotel y solo gracias a la intervención divina seguía vivo. Maltrecho sí, pero continuaba respirando.
—Señor Kavanagh, ¿quiere un poco de agua? —la voz femenina le habló bajito y él asintió intentando sentarse—. No se mueva, por favor, el doctor Fitzpatrick dice que el reposo es fundamental.
—Gracias —tomó un par de sorbos de agua y se desplomó sobre una nube de cojines soltando un quejido. Entreabrió los párpados y recorrió con la mirada la habitación donde se encontraba. Era blanca, amplia, elegante y luminosa. Seguía en casa de Caroline y Patrick O’Callaghan, donde su salvador, Kevin O’Callaghan, se había empeñado en llevarlo tras el brutal ataque.
—Voy a avisar de que ha despertado.
—No, por favor, yo…
—La señora me ordenó que la avisara, señor Kavanagh. Espere un momento —la enfermera salió con prisas y él intentó calcular cuánto tiempo llevaba allí y en esas condiciones. Levantó una mano y se miró los nudillos heridos. Había hecho lo posible por defenderse, pero habían sido al menos seis los atracadores y contra eso poco pudo hacer. Afortunadamente, Kev y sus amigos habían aparecido por allí y habían parado el linchamiento. Así lo había llamado él, un linchamiento en toda regla, como en el lejano oeste.
—Thomas, hijo, ¿cómo estás? —Caroline O’Callaghan entró en la habitación seguida por una doncella y dos enfermeras y le sonrió—. Espero que hoy puedas comer un poco.
—Muchas gracias, Caroline.
—Nada, por Dios —buscó una silla y se sentó al lado de la cama—. El embajador británico y la delegación de negocios te siguen enviando telegramas, lo mismo nuestros amigos y conocidos. Patrick no puede estar más preocupado por ti, pero hoy te veo mejor cara.
—¿Cuánto tiempo ha pasado…?
—Cuatro días se cumplen esta noche, querido.
—Oh Dios, apenas recuerdo nada. Debo estar un poco conmocionado.
—No es para menos, aunque ya estás mucho mejor. Hoy tendrás que comer te guste o no, se lo he prometido al doctor Fitzpatrick.
—Muchísimas gracias, Caroline, yo…
—Shhh, calla y descansa un poquito más.
—¿Ya has despertado? —Tracy entró con un libro entre las manos y lo observó con atención—. ¿Quieres compañía?
—Sí, quédate con él, yo tengo un almuerzo abajo y no puedo saltármelo —la dueña de la casa le sonrió y besó a su sobrina en la mejilla—, pero no lo agotes, en cuanto lo veas cansado, déjalo dormir.
—Por supuesto, tía, no te preocupes —los dos vieron como Caroline se iba y después se miraron a los ojos—. Si quieres te leo un poco, Tom.
—Gracias, pero no tienes que molestarte.
—No es molestia —buscó una butaca y se sentó a una distancia prudencial—. ¿Necesitas algo?
—No, gracias —hizo un esfuerzo y se sentó mejor—. ¿Y Virginia?
—Estupendo, vengo a acompañarte y solo preguntas por ella —le guiñó un ojo y suspiró—. Es broma. Tenía una reunión con sus abogados o algo así, pero está bien, gracias por preguntar.
—No le debe hacer mucha gracia que su hermano me haya traído aquí. En cuanto pueda ponerme de pie me voy a mi hotel.
—¿Recuerdas algo del atraco?
—No mucho, salvo que a una manzana del hotel aparecieron seis tipos y se me echaron encima. Me quitaron el reloj, la cartera, no sé… —se atusó el pelo y miró por la ventana—. Está todo muy borroso, creo que me dijeron algo concreto en medio del revuelo, pero no puedo recordarlo.
—Eso te pasa por no ir armado.
—Jamás he llevado un arma.
—En los Estados Unidos todo el mundo las lleva, deberías comprarte una.
—Tampoco es que vaya a quedarme mucho tiempo más por aquí, tengo que volver a Londres en enero.
—¿Enero? —entornó los ojos y él asintió—. Creí que te casabas en marzo.
—¿En marzo? ¿Con quién? —forzó una sonrisa y Tracy se puso de pie y se le acercó un poco más.
—¿Cómo qué con quién? Con esa Maddy Shaw. Nos la presentó mi hermana, nos contó que os habíais conocido en Washington, que había sido un flechazo, y hace cinco días, en la velada musical de los Vanderbilt, nos enseñó su anillo de compromiso.
—¿Maddy Shaw? No sé quién es.
—Pero ¿qué diantres estás diciendo, Thomas Kavanagh? No me mientas, no te lo consiento.
—Te lo juro por Dios, no sé quién es… a ver —entornó los ojos y trató de situar el apellido y a la muchacha—. Ya, sí, ya sé quién es.
—¿Ah sí? Menos mal…
—Es hija del secretario del tesoro, Leslie Mortier Shaw.
—Eso ya lo sabemos.
—Y es cierto, nos conocimos en Washington, durante una cena oficial y hubo un flechazo, sí, pero no conmigo, sino con mi compañero de delegación Thomas Kaplan.
—¡¿Qué?! No me lo puedo creer. Esta mujer es idiota y mi hermana más.
—Tracy, no me hagas reír —se sujetó las costillas y ella se sentó a su lado.
—Nos la presentaron como tu novia. Susan le dijo que Virginia te conocía, que habías sido un hermano para Harry y la chiquilla insulsa esa, obnubilada por Gini, a la que confesó «admirar», solo atinó a decir que su Tom no le había contado nada al respecto. Claro, cómo le iba a contar nada si no eras tú. Voy a matar a Susan, nació un poco torpe, pero con los años se ha superado a sí misma.
—Se habrá confundido por las iniciales.
—¿Quién confunde el apellido de su futuro marido? Es tonta de capirote y Virginia…
—¿Virginia?
—Ahora me explico que no apareciera por aquí estando tú malherido.
—¿Qué pasó con Virginia? ¿No se habrá creído que…?
—Nada. He traído El retrato de Dorian Gray de tu paisano Oscar Wilde, ¿lo has leído ya?
—Virginia no se puede haber creído que me iba a casar con esa chiquilla.
—¿Y por qué no? —lo miró suspicaz y él guardó silencio.
—Es igual. Ya he leído El retrato de Dorian Gray, pero no me importaría oírlo si quieres leérmelo.
—Sé lo que pasó entre vosotros, Thomas, mi prima me lo contó al poco de nacer Jack, cuando entró en una espiral de tristeza bastante severa y no tuvo más remedio que confesarme lo que le estaba pasando.
—No lo sabía —sintió un vuelco en el estómago y volvió a mirar hacia la ventana—. Tampoco que había estado tan triste.
—Os perdió a los dos a la vez, a Harry y a ti, y eso no ha podido superarlo. No creo que lo haga jamás.
—Yo quise quedarme y estar con ella, pero me echó de Aylesbury a patadas, me prohibió acercarme a ella o al bebé —tragó saliva y Tracy movió la cabeza—. No supe que había nacido hasta una semana después del alumbramiento. Me dijo que, si de verdad era un hombre y quería respetar la memoria de Henry, debía alejarme de ellos y eso hice.
—Hasta ahora.
—No era mi intención importunarla en Nueva York. Su familia me buscó, su hermano me presionó para venir a su casa y ya que nos reencontramos, y han pasado tantos años desde… En fin, pensé que me dejaría hablar con ella y ver al pequeño.
—Para ella no han pasado tantos años. Al contrario, creo que para Virginia todo aquello pasó ayer, lo recuerda cada día, cada vez que mira a su hijo, y sufre por ello. Tienes que darle tiempo.
—No creo que sea cuestión de tiempo, sino de voluntad, y de eso carece bastante, sobre todo en lo referente a mí.
—Eres tan injusto con ella que no sé ni como sigo hablando contigo. El otro día, cuando le dijiste que era un trozo de hielo…, ¿sabes cómo se sintió? ¿Puedes imaginar remotamente el daño que le haces con tus palabras, Thomas?
—Lo siento, pero ¿has visto cómo me trata? Es frustrante y doloroso. Yo también sufrí hace cinco años cuando tuve que hacer lo correcto y renunciar a ella. Sin embargo, soy consciente de que ha pasado mucho tiempo y que no podemos seguir anclados en ese dolor. El tiempo…
—El tiempo, el tiempo… —repitió indignada—. El tiempo no supone nada para Gini, que solo tenía diecinueve años cuando la dejaste abandonada en Dublín para «hacer lo correcto» y correr en busca de Henry.
—Si no hubiese hecho aquello, Harry habría muerto como un perro en París.
—En eso estamos de acuerdo, ella también lo está, pero no se trataba solo de Harry. Se trataba de una mujer joven y sola que llevaba un año entero siendo rechazada por su flamante marido. Un tipo adorable en público que en privado la trataba como a una hermana, una amiga o una dama de compañía. Ponte en su lugar, Tom, y piensa un poco, por el amor de Dios.
—Lo sé, yo…
—No tienes ni idea lo que supone para cualquier persona vivir en ese repudio constante. Virginia se resignó a vivir así por vergüenza y por falta de experiencia, porque quería a Henry y porque en realidad no tenía ni idea de lo que significaba el matrimonio. No lo sabía y se adaptó a esa vida sin oponer resistencia, pero en medio del proceso se enamoró de ti, te entregó su corazón y al final intimó contigo, y tú respondiste anteponiendo tus altísimos principios morales, tu honor y tu dichosa amistad con Henry para dejarla tirada. La abandonaste, Thomas, y en una situación muy vulnerable. También acabaste rechazándola y repudiándola, entérate de una vez, ¡maldita sea! ¿Cómo quieres que ella te trate?
Thomas guardó silencio, absolutamente conmocionado por esas palabras tan claras, y sintió cómo las lágrimas empezaban a mojarle la cara. Sintió un dolor tan concreto en el alma que fue incapaz de responder como un hombre y contenerse, no pudo, y se echó a llorar como un niño.
—Lo siento, Tom, perdona —Tracy le acercó un pañuelo y un vaso de agua—, pero llevo muchos años viendo sufrir a Virginia, que es una mujer excepcional que no se merece nada de esto. Tampoco tú te lo mereces y alguien tenía que hablar claro de una vez. Los dos os estáis haciendo daño, pero está en tu mano subsanar en algo este despropósito.
—Haría cualquier cosa por reparar en parte el daño que le hice.
—Empieza por pedirle disculpas.
—No deja que le explique…
—No quiere que le expliques nada, ya se lo explicaste con tu nota en Dublín y luego cuando Harry murió. Sé que entiende tus razones, pero no le sirven. Virginia necesita que, por una vez, la mires a los ojos, abras tu corazón y le pidas perdón sinceramente. No es tan difícil.
—Le pedí perdón en Aylesbury, cuando el funeral de Harry, y me echó a la calle.
—¿Y estos últimos años? ¿Por qué no lo intestaste de alguna manera?
—Porque me pidió que la dejara en paz y eso he hecho. He respetado su deseo, aunque nunca… —se limpió las lágrimas y respiró hondo—. Nunca la he olvidado y siempre he intentado saber cómo crecía nuestro hijo.
—Lo sé, lo de tus telegramas de felicitación ya son un pequeño acontecimiento… —le sonrió—. Venga, cálmate, no estás en condiciones para soportar tantas emociones.
—Lo siento.
—No pasa nada, pero recuerda que no puedes aparecer aquí, después de cinco años, saludarla y decirle que quieres ver a Jack, así, de repente. No es normal y solo contribuyes a que ella se aleje aún más de ti, ¿comprendes?
—Sí.
—Muy bien. Intenta acercarte con más tino y luego negocia lo del niño.
—¿Está Jack en casa?
—No, Virginia se lo lleva con ella a todas partes.
—¿Se puede? —Kevin se asomó al cuarto y, al ver que estaba despierto, entró sonriendo de oreja a oreja—. ¿Qué tal, hombre?
—He tenido tiempos mejores, gracias, Kev.
—Ahora sube Sean para comentarte una novedad, pero, de momento, te voy a dar un regalito —sacó un estuche y se lo pasó—. Una Colt 1902, calibre 38, semiautomática. La perfecta pistola americana.
—¿Una pistola? Vaya…
—Le estaba diciendo que debía ir armado —intervino Tracy observando el arma con mucha atención—. Es una pieza fantástica.
—Está inscrita y con licencia, Tom, es un regalo de todos los hermanos O’Callaghan. No queremos que vuelvas a andar indefenso por estos mundos de Dios.
—Muchas gracias, pero…
—¿Qué tal? —Sean entró y se puso en el centro de la habitación con las manos en las caderas—. Dos de los delincuentes detenidos han cantado esta mañana, Thomas.
—¿Cómo que han cantado?
—Les han apretado las tuercas y los dos coinciden en lo mismo: No son rateros, son matones profesionales. Fueron contratados expresamente para atacarte.
—¿Y quién podría querer hacerle daño? —preguntó Tracy.
—No lo sé, pero lo averiguaremos. ¿Tienes enemigos en los Estados Unidos, Tom?
—No, que yo sepa.
—Muy bien, nos pondremos a ello. Por ahora, sigue recuperándote —intervino Kevin—. Me caso en una semana y te necesito entero, amigo. No lo olvides.
—No te preocupes, no me perdería tu boda por nada del mundo.